VEINTITRÉS

VEINTITRÉS

El cráneo que formaba la cúpula del palacio de lord Ebondrake tenía una expresión burlona, como si estuviera disfrutando con tan extraordinario baño de sangre. La escalinata que llevaba hasta la entrada abierta en la garganta estaba teñida del color marrón negruzco de la sangre de los últimos sacrificios. Parecía que nada en Vel’Skan podía considerarse sagrado si no estaba manchado de sangre. La gigantesca daga que atravesaba uno de los ojos de aquel cráneo proyectaba una larguísima sombra sobre la entrada.

El silencio era sepulcral. La otra cuenca ocular se mostraba completamente oscura. La balconada que tenía en la frente estaba vacía. La entrada, un grandísimo arco pensado para dejar paso a la enorme envergadura de las alas del dragón, también estaba desierta.

—Parece que los defensores han desaparecido —apuntó Dorvas.

—Quizá —contestó Alaric—. Los disturbios del coliseo nos han permitido ganar algo de tiempo. Ebondrake no regresará hasta que todos los esclavos del coliseo hayan sido capturados o ejecutados.

—Parece que conoces muy bien a Ebondrake.

Alaric se encogió de hombros.

—Ya traté de acabar con él una vez.

—¿Trataste de matar a esa criatura? ¡Por el Trono de Terra!

—Pero aquella vez no formaba parte del plan.

Los esclavos avanzaban por la explanada, acercándose temerosos a las enormes puertas de bronce.

—¿Qué crees que fue esta criatura? —preguntó Dorvas, dirigiendo una mirada hacia el gigantesco cráneo.

—Quizá fuera un príncipe demoníaco —aventuró Alaric—. O cualquier otra cosa de la que jamás hayamos oído hablar. Parece que Drakaasi tiene un pasado bastante turbulento.

—A Ebondrake le gusta perpetuar su imagen.

—Eso parece, cabo. Pero si me permites que te lo diga, el truco de los explosivos en el coliseo también fue bastante efectista, debo confesar que albergaba serias dudas de que fuera a tener éxito.

Dorvas se desabrochó la camisa del uniforme dejando ver una serpiente marcada a fuego sobre su pecho, lo que lo señalaba como propiedad de Ebondrake.

—Nos hicieron esto con algún tipo de material cáustico que almacenaban en barriles debajo de la cámara de tortura. Al final resultó que también era inflamable.

Alaric sonrió.

—Valoro mucho la capacidad de improvisación.

—Simple entrenamiento militar, juez. —Dorvas miró de nuevo hacia el palacio—. ¿Crees que el Martillo de Demonios está ahí dentro?

—Si es real, cabo, tiene que estar ahí. Y puedo asegurarte que es muy real.

Los soldados de Hathran trabajaban a los pies de las enormes puertas de bronce, apilando los barriles de material cáustico que habían robado de la armería de la prisión.

—¡Fuera! —gritó uno de ellos—. ¡Alejaos de la entrada!

Los esclavos salieron de sus parapetos y siguieron a Alaric a lo largo de la explanada. Unos instantes después, las puertas de bronce reventaron, lanzando metal fundido por toda la explanada mientras un gigantesco orificio se abría en la entrada del palacio.

Gearth fue el primero en atravesarlo, algo que no sorprendió a Alaric. Sin embargo, incluso Gearth se detuvo en seco cuando contempló por primera vez el interior del palacio de Ebondrake.

El vestíbulo era frío y oscuro. El viento soplaba entre los enormes tapices de seda roja que lo decoraban. En el techo, los rayos de luz se colaban entre los dientes del cráneo, y el techo se combaba bajo la forma redondeada de la calavera.

El viento que soplaba no provenía del exterior, sino de las gargantas de los enemigos de lord Ebondrake. Estaban incrustados en los muros y en el techo, o en bloques de piedra que se alzaban en el centro del vestíbulo como si se tratara de una galería de estatuas. Aún estaban vivos. Entre ellos, Alaric también distinguió infinidad de demonios; las siluetas horrendas de los desangradores se retorcían en los muros. Uno de los tapices de seda ondeaba movido por un mutante con patas de cabra y con una segunda boca abierta sobre el estómago. Unas venas de mármol discurrían por su carne blanquecina incrustada en el muro de piedra. También había un guardia ophidiano, seguramente un traidor. Los sirvientes de Ebondrake le habían quitado el casco para revelar un rostro desprovisto de piel. Tenía la boca abierta, como si fuera de roca, y de ella salía una larguísima lengua que le colgaba sobre el pecho. En otro de los muros había una criatura marina con un enorme caparazón. Estaba semipetrificada, como si hubiera sido condenada a nadar eternamente intentado escapar del muro que la aprisionaba. Una de las estatuas que había en el centro del vestíbulo parecía una mujer, pero su rostro no tenía nariz y sus brazos tenían pinzas en lugar de manos. Aquel cuerpo femenino se alzaba en el centro de la estancia consumido por la roca. Había cientos de cuerpos, centenares de criaturas del Caos: los muchos enemigos a los que Ebondrake había vencido en su lucha por el poder de Drakaasi.

Haggard estaba junto a Alaric. El cirujano respiraba con dificultad; ya no era un hombre joven.

—En nombre del Trono, ¿qué es todo esto?

—Aún están vivos —señaló Alaric.

—Por supuesto que están vivos. Si estuvieran muertos no le resultarían tan divertidos. —Haggard escupió al suelo—. Ése es Gruumthalak el Acorazado —dijo, señalando hacia una criatura que parecía un centauro con armadura. Tenía cola de escorpión y unos enormes ojos compuestos, como los de una mosca. Estaba incrustado en el techo del vestíbulo—. Muchas veces me he preguntado qué habría sido de él.

Gearth estaba junto al demonio femenino que permanecía anclado al centro de la estancia. Deslizaba con suavidad la hoja de la espada sobre la roca, tratando de averiguar cuál sería la reacción de la criatura cuando el acero tocara la carne.

—¡Gearth! —gritó Alaric—. ¡Que tus hombres vayan delante! ¡Tenemos que movernos!

—¡Adelante, señoritas! —ordenó aquél—. ¡Moveos! —Los hombres de Gearth empezaron a ascender por la escalinata que dominaba uno de los extremos del vestíbulo.

—¿Dónde está el Martillo? —preguntó Erkhar, que avanzaba junto a Alaric.

—Está ahí arriba, en el cráneo.

Erkhar hizo una pausa.

—¿De modo que todo este tiempo ha estado ahí, delante de nosotros?

—La Guardia Ophidiana debe de estar pisándonos los talones —lo interrumpió Alaric—. Más vale que nos movamos. No nos queda mucho tiempo.

Los ojos de todas las criaturas a las que Ebondrake había derrotado siguieron a Alaric, que guiaba a los esclavos a través del palacio de su captor.

* * *

—¿Qué significa esto? —preguntó lord Ebondrake.

—Tal y como os he dicho, mi señor, aún no lo sabemos, pero parece que se están uniendo en vuestra contra —contestó Scathach.

Desde lo alto de una de las muchas agujas de Vel’Skan, junto a un nido de demonios alados, Ebondrake podía ver perfectamente como el enemigo comenzaba a agruparse. La noche caía sobre la ciudad mientras infinidad de antorchas y de ojos rojizos y demoníacos comenzaban a brillar como si fueran una hueste centelleante. Se estaban haciendo fuertes en las inmediaciones de un enorme complejo de barracas y plazas de armas. Un lugar perfecto desde el que lanzar un ataque.

—¿Quién está a la cabeza?

—No estoy seguro, mi señor, pero en estos momentos barajo varias posibilidades —respondió Scathach. De sus dos cabezas, la más sensata era la que estaba hablando en aquellos momentos, pues la otra solía dedicarse a entonar cantos de guerra y amenazas de dudosas intenciones—. Probablemente se trate de Arguthrax. Y tengo la impresión de que el Príncipe de los Huesos está con él.

—¿Ese montón de basura? Yo he sido quien le ha dado todos y cada uno de los cadáveres que ha consumido a lo largo de su miserable vida. ¡Maldito traidor! ¿Quién está de nuestro lado?

—Thurgull, por supuesto.

—No nos será de mucha ayuda a no ser que nos veamos obligados a parlamentar con un pez. ¿Quién más?

—Apostaría a que Golgur también nos apoya, y creo que podríamos convencer a Ilgrandos, la Lanza Descarriada. Si esta traición se confirma, podremos contar con muchos más, tened en cuenta que sois el señor de Drakaasi.

—Eso aún está por ver —contestó Ebondrake—. ¿Dónde está Venalitor? Debería estar de mi lado. El duque no desperdiciaría una oportunidad como ésta para ganarse mi confianza.

—No lo he visto, mi señor.

—Quizá haya sido él —musitó Ebondrake—. Después de todo ha sido su campeón quien ha acabado con Skarhaddoth. Puede que eso fuera la señal para iniciar la revuelta, así conseguiría crear la confusión necesaria para unir a todos los señores en mi contra. No me extrañaría lo más mínimo que el duque fuera el cerebro de todo esto. Si es cierto que me ha traicionado, no dudaré en devorarlo sin contemplaciones. Ese maldito duque es demasiado listo como para encerrarlo entre los muros de mi palacio.

—¿Cuáles son vuestra órdenes, mi señor?

Ebondrake se quedó pensativo durante un instante. Los demonios que habitaban en el nido comenzaban a desperezarse a medida que la noche caía sobre la ciudad. Eran criaturas nocturnas, y muy pronto estarían vigilando los cielos de Vel’Skan dispuestas a abalanzarse sobre cualquiera que estuviera desprevenido.

—Reúne un ejército —ordenó finalmente Ebondrake—. Y convence a tantos señores como puedas. Haz que corra la voz. Los traidores han mancillado los juegos y han escupido sobre mi cruzada. Deben ser derrotados y castigados a toda costa. Y rápido, no podemos permitir que los traidores se organicen.

—Sí, mi señor —asintió Scathach. Inmediatamente se volvió y comenzó a andar hacia el carruaje volador que flotaba suspendido al lado del nido. Se trataba de una reliquia de eras pasadas, un ejemplo de tecnología gravitacional que el Imperio, débil y abotargado, no sería capaz de reproducir jamás.

Scathach hizo que el ingenio volante descendiera hacia el suelo de Vel’Skan. Decidió poner los motores a máxima potencia, pues quería tardar el menor tiempo posible en comunicarle a Arguthrax lo que había descubierto.

* * *

El Martillo de Demonios era una nave vieja. Estaba cubierta por una capa de corrosión tan densa que parecía imposible que debajo hubiera una nave espacial. Ahora que Alaric sabía la verdad, casi podía ver las toberas de los motores al rojo vivo, las antenas y las aberturas por las que se disparaban los torpedos. Lo único que hacía falta era un poco de imaginación.

—¿Es esto? —preguntó Dorvas.

—Por supuesto —contestó Erkhar—. ¿Acaso no la ves?

Alaric había guiado a los esclavos por el interior del gigantesco cráneo que daba forma al palacio. La enorme cúpula superior estaba dividida en salas de audiencia y cámaras rituales, junto con muchas otras estancias cuyo propósito les era desconocido. En aquellos momentos estaban en una de ellas. Alaric supuso que se trataría de algún tipo de cámara de interrogatorios, pues los anclajes de suelo y de las paredes parecían estar dispuestos para sujetar a una figura humana. Sin embargo, esa teoría no explicaba la lujosa decoración: los instrumentos de tortura estaban bañados en oro, y unos enormes tapices de seda recubiertos de sangre seca, colgaban de los muros.

La enorme daga que atravesaba uno de los ojos de la calavera pasaba justo por aquella cámara, dominando la estancia como una viga de metal oxidado de la que aún colgaban docenas de esqueletos de mutantes. Sin embargo, era evidente que no se trataba de una daga.

—¿Teniente?

Erkhar dio un paso adelante y extrajo el diario del capitán del Martillo de Demonios. Abrió el libro y comenzó a leer.

—Me pregunto si este trasto aún funcionará —dijo Haggard. El cirujano estaba al lado de Alaric, ya que le parecía el lugar más seguro de todo el palacio.

—Es una nave muy vieja —contestó Alaric—, y ésas son siempre las mejores.

—«Hermanos y hermanas —comenzó a leer Erkhar—. Éste no es un viaje cualquiera. Este artefacto no nos llevará la Tierra Prometida por sí solo. No es más que un conglomerado de acero y cristal. Quizá os resulte difícil escuchar lo que voy a deciros, pero es la palabra del Emperador, que nos ha sido revelada a través de su profeta. Nosotros, como peregrinos, no emprendemos este viaje para alcanzar un destino, sino como prueba».

Los fieles escuchaban con atención. El murmullo de sus oraciones era como un lecho sobre el que se posaban las palabras de Erkhar. Aquél era el discurso que el capitán del Martillo de Demonios había leído a la tripulación antes de que la nave iniciara aquel fatídico viaje hacia la Tierra Prometida. La religión de los fieles de Erkhar se basaba en aquellas mismas palabras, pero no las veían como el discurso de un capitán, sino como una metáfora del sufrimiento que debían soportar. Para ellos, la nave era Drakaasi y los peregrinos eran los esclavos. El viaje del que hablaban las escrituras era el martirio de su esclavitud. Sin embargo, la realidad resultó ser mucho más mundana.

—«Nuestra fe en el Emperador no será suficiente para superar los peligros que nos esperan. En este viaje debemos cambiar. Debemos convertirnos en parte de la verdad del Emperador. Debemos deshacernos de las mentiras que nos impiden ver. Liberarnos de los vicios y de las dudas que gobiernan nuestras acciones. La supervivencia no es suficiente. El Martillo de Demonios debe convertirnos en mejores seres humanos. Sólo así podremos ganarnos un lugar en la Tierra Prometida».

De pronto, algo comenzó a sonar en el interior de la enorme daga. Los fragmentos de óxido empezaron a desprenderse y a caer al suelo convirtiéndose en pequeñas nubes rojizas. Todos los fieles dieron un paso atrás.

—Por la gloria del Emperador —susurró Haggard.

—¡Es real! —exclamó Gearth.

Una compuerta se abrió de pronto, dando paso a un resplandor que refulgía en el interior. El sonido de los sistemas de a bordo y de los conductos de plasma comenzó a extenderse por todo el lugar. El Martillo de Demonios había respondido al código cifrado en el discurso del capitán y la nave empezaba a cobrar vida.

Todos los ojos miraban hacia la compuerta que acababa de abrirse y hacia el resplandor blanquecino que emanaba de ella. Todos los ojos excepto los de Alaric. La visión periférica de un marine espacial era excelente, y Alaric había visto que algo se movía entre las sombras. Era una figura que se había escabullido entre la penumbra para salir por una puerta en dirección a la parte frontal de cráneo. Alaric sabía de quién se trataba. Le sorprendió que hubiera tardado tanto en desvelar sus verdaderas intenciones.

—¡Estad alerta! —gritó Alaric, dirigiéndose a Gearth—. ¡Debéis mantener a raya a cualquier enemigo hasta que los hombres de Erkhar consigan poner en marcha la nave!

—¿Y qué pasa contigo?

—Tengo que proteger este lugar.

—Entonces envía a…

—No voy a enviar a nadie. Es algo de lo que debo ocuparme yo solo.

—Como tú quieras, tipo duro, pero debes saber que si no has regresado cuando este trasto esté listo para despegar, nos iremos sin ti.

—Si eso llegara a ocurrir, os deseo buena suerte ahí fuera —contestó Alaric mientras abandonaba la cámara. Muy pocos esclavos se dieron cuenta de que se iba. Algunos contemplaban extasiados la luz que emanaba del Martillo de Demonios, otros empezaban a ascender por la rampa hacia la gigantesca hoja. Los fragmentos de óxido seguían cayendo al suelo, revelando cada vez más partes del fuselaje de la nave. El Martillo de Demonios parecía estar pintado de color azul oscuro y decorado con símbolos dorados.

Cuando Alaric atravesó la puerta de la cámara, Erkhar seguía leyendo las oraciones del libro.

Ante él se abría una nueva cámara triangular. Era una estancia gigantesca formada por la cavidad nasal del cráneo, seguramente reservada para reuniones estratégicas. Alaric lo supo gracias al gigantesco mapa estelar que había en uno de los extremos, y por el panel repleto de cálculos astrológicos que había al otro lado. Los muros estaban repletos de planos de las diferentes estrellas que rodeaban Drakaasi.

Alaric se detuvo para recuperar el aliento. El zumbido de los motores del Martillo, que empezaban a calentarse, reverberaba por todo el palacio. Pero no era eso lo que Alaric buscaba, él quería encontrar huellas.

De pronto, una sombra se deslizó sobre uno de los muros, apenas perceptible sobre la ilustración de algún sistema estelar.

—Kelhedros —lo llamó Alaric—. No puedes seguir escondiéndote.

La sombra se detuvo. Pero Alaric ya lo había visto, una ligera irregularidad en la luz que emanaba de la carta estelar.

—Sé lo que eres, Kelhedros. Lo he sabido desde hace tiempo. Has cumplido bien con tu cometido, pero ahora todo ha terminado.

La silueta del eldar cobró forma desde las sombras.

—Alaric, me alegro de haberte encontrado. Me separé del grupo en el coliseo, pero sabía que éste era vuestro objetivo, así que…

—Tratabas de colarte en la nave como polizón.

—¿Polizón? ¿Por qué iba yo a querer…?

—Porque sabes que habría acabado contigo antes de despegar. Se acabaron las mentiras, eldar.

—¿Qué te hace pensar que os he traicionado, humano? Me gustaría que me lo dijeras antes de que empieces con tus amenazas. —La voz de Kelhedros había recuperado la arrogancia que lo caracterizaba. Alaric se preguntó si alguna vez un eldar se habría parado a pensar si los humanos tenían alma, o capacidad para sufrir. Probablemente, ninguno de ellos habría dedicado a los humanos más pensamientos que a un virus expuesto bajo un microscopio.

—Thorganel Quintus —dijo Alaric. La arrogancia de Kelhedros flaqueó durante un instante—. Nunca estuve allí. Fue una acción de la Guardia Imperial. Tú eres el único al que le dije que yo había estado en aquel planeta.

Un ojo no augmético habría sido incapaz de ver que Kelhedros se movía, pero Alaric sabía muy bien que el eldar estaba tensando los músculos. Se estaba preparando para entrar en acción. La estrategia de Kelhedros consistía en dar el primer golpe, pero en aquella ocasión Alaric no iba a permitírselo.

—Venalitor también lo creía —continuó el caballero gris—. Pensaba que yo había estado allí. El único al que le conté aquella mentira fue a ti, Kelhedros.

El eldar se humedeció los labios.

—Te aferras a la verdad como si eso tuviera algún valor en este planeta, humano.

—¿También lo informaste de la revuelta de esclavos? ¿La que conmemoraban cuando murió mi amigo? ¿Es que aquellos juegos fueron posibles porque tú hablaste a Venalitor y a Ebondrake de la revuelta?

—Uno debe hacer lo que sea necesario para sobrevivir —respondió Kelhedros.

—Para un humano —replicó Alaric con tranquilidad—, sobrevivir no es suficiente.

—¿Qué sabéis vosotros, humanos? —gritó Kelhedros al tiempo que desenfundaba la espada sierra. La hoja estaba manchada de sangre. La apariencia amable del eldar había desaparecido, ahora parecía una criatura salvaje, nacida para matar—. ¿Por qué crees que no le hablé a Venalitor del Martillo de Demonios? ¡Porque yo también creo, juez! ¡Creo en escapar de este maldito mundo! ¡Nadie en este planeta desea salir de aquí tanto como yo! ¡Jamás comprenderás lo que puede ocurrirle a un alma desprotegida si muere en un lugar como éste! ¡Nunca tendrás que mirar directamente a los ojos de la Sedienta!

—Lo comprendo todo, eldar —lo rebatió Alaric—. Comprendo lo que eres. Jamás has caminado esa Senda del Escorpión. Ya me he enfrentado antes a los de tu clase. Sois criaturas de las tinieblas, vuestra piel está hecha de sombras y envuelta en silencio. Mandrágoras, así es como os conocen en la Guardia Imperial. Sois asesinos y espías. ¿De qué otra forma podrías haber tenido libertad para entrar y salir del Hecatombe a tu antojo? ¿Acaso pensaste que creería esa patraña de la Senda del Escorpión? Eres algo mucho peor que un alienígena, y no pienso permitir que alguien como tú salga vivo de este mundo.

—¡Pienso salir de Drakaasi! —bramó Kelhedros. El rostro del eldar había adoptado una expresión brutal. Los ojos se le habían teñido de un negro impenetrable, y de ellos comenzaban a brotar unas lágrimas oscuras como el aceite. Ya no era capaz de mantener su apariencia anterior. Su piel comenzaba a mezclarse con las sombras, entrando y saliendo de la realidad—. ¡Estoy decidido a regresar a Commorragh! ¡Ella jamás dará conmigo! —Mientras hablaba, Kelhedros se movía poco a poco por la cámara, intentando acercarse a la puerta que daba acceso al ojo del cráneo.

—Vas a morir aquí —dijo Alaric—. Y ella hará lo que le plazca contigo.

Alaric mantenía la alabarda en la mano. Tenía la impresión de haber empuñado millones de armas desde que posó los pies en Drakaasi por primera vez. Hubiera preferido tener entre las manos un arma némesis, o cualquiera de las que forjaba el herrero, pero aquella lanza sería suficiente.

Kelhedros se movía con rapidez, pero no era lo suficientemente bueno. Si había algo que Alaric hacía mejor que cualquier otra criatura viviente de Drakaasi, era matar. El caballero gris se preparó para atacar.

Un relámpago plateado refulgió detrás de Kelhedros. Emergió de entre las sombras y atravesó al eldar a la altura del hombro. Los órganos comenzaron a salir de la tremenda herida.

Kelhedros intentó alejarse de Alaric, pero su cuerpo no respondía. El eldar abrió los ojos de par en par justo cuando comprendió que ya estaba muerto. Acto seguido se desplomó de espaldas. La sangre abandonaba a borbotones su cuerpo sin vida.

—Sobrestimas demasiado tu propia importancia, eldar —dijo una voz grave llena de arrogancia y autoridad—. Es una de las muchas imperfecciones de tu raza. ¿De verdad llegaste a pensar que cumpliría nuestro trato? ¿Y ahora intentas escapar de aquí para enseñarle a tu raza todo lo que has aprendido en este mundo? No eres más que una marioneta, y tu hora ha llegado.

—Ella… —balbució Kelhedros mientras se retorcía en el suelo como un pez agonizante—. La… La… Sedienta… —Los ojos del eldar se apagaron mientras Alaric contemplaba como la vida de Kelhedros se desvanecía. Por un momento, el caballero gris creyó oír sus gritos en la lejanía, el alarido de un alma a punto de ser devorada. Pero aquel sonido quedó en seguida amortiguado por el ruido del viento que soplaba en el interior del cráneo.

—Pobre infeliz —dijo el duque Venalitor—. Verdaderamente creía que sus mentiras le permitirían alcanzar algún tipo de victoria.

A Alaric le resultaba imposible articular palabra. Venalitor había dado con ellos. Todo había terminado.

—Parece que por fin he dado contigo —dijo Venalitor mientras avanzaba sobre el suelo ensangrentado. Su armadura brillaba a la luz del crepúsculo que comenzaba a cernirse sobre el paisaje armado de Vel’Skan. La espada que tenía en la mano destellaba al beber la sangre que manaba del cuerpo sin vida de Kelhedros—. Cuando uno de mis esclavos debe ser ejecutado, la tarea de verdugo recae sobre mí.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Alaric.

—¿Tú qué crees, caballero gris?

—Uno de nosotros mata a su adversario.

—Creo que podrías ser más preciso —replicó Venalitor con una mirada fría como el hielo—. Debo admitir que eres de esa clase de enemigos que se vuelven más peligrosos cuanto más cerca los tienes.

Venalitor estaba delante de Alaric. El caballero gris analizó los posibles movimientos ofensivos del duque: una estocada baja para seccionarle las piernas, una estocada alta para cortarle la garganta, y un millón de posibles movimientos que podrían acabar con la vida de Alaric de un solo golpe.

—Sería entretenido permitirte vivir un poco más para que pudieras seguir honrando a Khorne —declaró Venalitor con un tono seco—. Pero ya estoy harto de pasatiempos.

Venalitor atacó. Alaric lo estaba esperando. El caballero gris detuvo el golpe con la lanza, pero la hoja del duque seccionó el asta. El golpe se desvió lo suficiente como para evitar que la hoja partiera a Alaric en dos, pero el arma del caballero gris quedó destrozada. Alaric se deshizo de lo poco que quedaba de la empuñadura y sostuvo con ambas manos la hoja de la lanza, preparado para repeler la siguiente estocada del duque.

—Debo admitir que he aprendido mucho en este planeta —afirmó Alaric mientras intentaba disfrazar sus palabras con un tono de tranquilidad—. No soy el mismo hombre al que derrotaste en Sarthis Majoris.

—No, juez, ahora eres algo mucho más bajo.

Alaric podría haber atacado, y detenido una estocada, y de ese modo seguir así hasta caer muerto, pero no era así como debía ganarse aquel combate. Un caballero gris jamás lo habría comprendido, pero Alaric ya no era un caballero gris.

Dejó caer la lanza y cargó.