VEINTIDÓS

VEINTIDÓS

—¡Otra vez tú! —exclamó Dorvas.

La puerta acababa de abrirse de pronto y Kelhedros había aparecido entre las sombras con la llave de Kruulskan en la mano.

—Por supuesto.

La prisión que había bajo el coliseo era un lugar sombrío y nauseabundo. Cada una de las celdas estaba ocupada por dos o tres soldados de Hathran. Los cuerpos poseídos de los carceleros patrullaban por todo el complejo.

—¿Cómo has conseguido evitar al cara de cerdo?

—Matándolo.

Dorvas golpeó la palma de su mano con el puño cerrado. Los demás soldados de Hathran que había en la celda esbozaron una mueca de alivio. Kruulskan estaba muerto. Muchas veces habían soñado con oír esas palabras.

—Rápido, tenemos que movernos —dijo Dorvas.

Kelhedros avanzaba por el corredor abriendo las puertas de las celdas una por una. En el suelo, el cadáver poseído de uno de los carceleros daba los últimos estertores. Dorvas y los demás soldados se abalanzaron sobre él para coger cualquier cosa que pudiera servirles como arma. Cada vez había más soldados reuniéndose en el exterior de las celdas. Un sentimiento de excitación se mezclaba con el miedo. Los hombres se movían entre las sombras sabiendo que más pronto que tarde se descubriría la fuga.

—Ya conocéis el plan —les habló Dorvas—. Tenemos que llegar hasta la armería, y después hasta la cámara en la que marcan a los esclavos. Si alguien cae herido, no nos quedará más remedio que dejarlo atrás.

Los chillidos comenzaron a inundar el corredor de las celdas. Las hojas de las espadas que formaban la estructura de la prisión reflejaban decenas de ojos rojizos llameantes de ira.

—¡Ahora! —gritó Dorvas.

Los prisioneros se abalanzaron sobre los guardias que se aproximaban. Los soldados de Hathran cayeron sobre ellos como una multitud enfervorizada.

Los poseídos basaban toda su fuerza en el miedo. Los demonios que los controlaban eran seres terribles y crueles, pero los soldados de Hathran cayeron sobre ellos movidos por algo más fuerte que el miedo, más fuerte incluso que el anhelo de libertad.

Por fin tenían ocasión de luchar. Por fin podían buscar la venganza en lugar de agazaparse en sus celdas. Por fin, la caballería acorazada de Hathran cargaba de nuevo.

* * *

Alaric rodeó con una cadena el cuello de Vladamasca, la Portadora de Ira, y tiró con fuerza hasta que la vida comenzó a desaparecer del cuerpo de la mutante. Las serpientes carnosas que tenía por cabello se retorcían mientras Vladamasca luchaba por respirar. Alaric le golpeó la pierna para obligarla a arrodillarse mientras la cadena bloqueaba el flujo de sangre que le regaba el cerebro.

Durante un instante, el caballero gris se preguntó cuántos espectadores del coliseo habrían apostado por ella. El astartes odiaba Drakaasi con toda su alma.

Alaric se deshizo del cuerpo de la mutante con una patada. El cadáver comenzó a deslizarse sobre el mármol ensangrentado. Justo en aquel momento, el caballero gris vio a los esclavos de Venalitor luchando espalda contra espalda. Los orkos no habían perdido la oportunidad de dar su propio espectáculo, y masacraban sin piedad a cualquiera que se les acercara. Gearth estaba en algún lugar a los pies de la pirámide, luchando por ascender. Alaric no sabía si el asesino lo conseguiría, pero esperó que no fuera así.

En aquel momento dirigió una mirada a la multitud. Los espectadores coreaban los nombres de sus campeones favoritos. En medio de la confusión pudo oír el suyo: el Traicionado, el Caballero Caído, el Perro de Caza del Emperador. Otros gritaban expresando consternación por la muerte de Vladamasca. Los señores de Drakaasi estaban tan extasiados como el resto de la multitud, pues los que estaban luchando y muriendo en la arena eran sus propios esclavos. El palco de Ebondrake estaba envuelto en fuego negro y, por un momento, Alaric creyó ver la armadura roja y las hojas brillantes de las espadas de Venalitor.

Aquella visión lo llenó de odio. Jamás pensó que podría llegar a odiar algo tanto como odiaba a Drakaasi en aquel momento. El odio era un sentimiento sagrado para un caballero gris, pero nunca lo había sentido con tanta fuerza como cuando contempló la escoria que llenaba los grádenos del coliseo. Alaric dejó que ese sentimiento fluyera a lo largo de su cuerpo, y deseó con toda el alma que no lo convirtiera en uno de ellos.

El astartes alcanzó el penúltimo peldaño de la pirámide. Una criatura con las pezuñas ensangrentadas estaba arrodillada sobre el mármol, sosteniéndose las entrañas para que no se le salieran del vientre. Alaric apenas se detuvo un instante para romperle el cuello. Aquella bestia había luchado con una lanza de punta dentada que yacía a su lado. Sería un arma más útil que la cadena de púas que Alaric le había quitado a uno de sus primeros enemigos al principio de la batalla, un demonio de piel roja que intentó verter sobre él varios litros de sangre cáustica. Alaric recogió la lanza y subió al último escalón.

La mitad de la multitud que llenaba los graderíos comenzó a vitorear a Alaric el Traicionado, que justo en aquel momento ascendía hasta el pedestal de mármol que coronaba la pirámide. El caballero gris trató de recordar a cuántos campeones de los Dioses Oscuros había aniquilado, pero rostros y mutaciones se le mezclaban en la mente.

Podría haber dejado que el clamor de la multitud le diera la fuerza que necesitaba, pero entonces no sería Alaric, el caballero gris. No era un gladiador que luchara persiguiendo la gloria, era un sirviente del Emperador que luchaba por sobrevivir, y por hacer justicia. En aquella ocasión, la multitud de Drakaasi no sería su fuente de energía.

Tenía un arma en la mano y un enemigo al que matar. Eso era lo único que un ciudadano del Imperio necesitaba, eso y el odio.

La multitud bramaba de excitación. Aquel baño de sangre no había sido más que un prolegómeno. El verdadero espectáculo estaba a punto de comenzar. El campeón debía ganarse la corona.

Mucho antes de que pudiera verlo, Alaric ya sabía qué era lo que subiría arrastrándose hasta la cima de la pirámide: unos ojos pequeños y brillantes sobre unas fauces burlonas y una lengua bífida, un collar de manos cercenadas sobre un torso con cuatro brazos. El sonido del reptil que ascendía deslizándose por el mármol fue una confirmación que Alaric no necesitaba.

—Me alegro de que finalmente hayas sido tú —dijo Skarhaddoth, el campeón de lord Ebondrake—. Últimamente he desarrollado un gusto muy exquisito por los de tu clase.

Visto de cerca, Skarhaddoth era mucho más grande de lo que parecía. Tenía nuevos trofeos que colgaban sobre su pecho escamoso. Seguramente, una de aquellas manos sería la de Hualvarn. En aquella ocasión, Skarhaddoth no llevaba los escudos, y en cada uno de sus cuatro brazos sostenía una cimitarra manchada de sangre.

—Tengo por costumbre provocar digestiones muy pesadas —dijo Alaric.

Los dos contrincantes se movían en círculos, calculando sus movimientos. En aquellos momentos, el aspecto de Alaric no parecía el de un digno oponente. Caminaba pesadamente y le costaba respirar. Su magnífica armadura estaba tremendamente sucia y abollada. Daba la impresión de que el baño de sangre que se extendió por la pirámide peldaño a peldaño no había sido más que un calentamiento para Skarhaddoth. El campeón de lord Ebondrake estaba cubierto por una capa de sudor hediondo y brillante, y su rostro estaba dominado por una expresión de maldad. Llevaba tiempo esperando aquel momento. Desde que acabó con Elualvarn había deseado acabar el trabajo.

—Dos caballeros grises… —dijo Alaric mientras preparaba sus músculos para el combate que se avecinaba—. Es un buen botín. ¿Qué es lo que te han prometido? ¿La libertad?

—¿Quién necesita libertad? —siseó Skarhaddoth—. ¿Qué tiene esa mentira para que le resulte tan atractiva a la mente humana? ¿Qué más hay en el universo aparte de la muerte y el sonido del acero al atravesar la carne? Y eso es precisamente lo que obtendré: ¡más sangre!

—Si me matas, Ebondrake te dará todo lo que pidas durante la cruzada —dijo Alaric.

—Atacaré en primera línea —contestó Skarhaddoth—. Seré el primero en la vanguardia. Derramaré litros de sangre sobre tierra virgen. ¡El sonido de mi espada se escuchará en toda la disformidad, Traicionado! ¡Khorne se bañará en la sangre que yo derrame!

Alaric sonrió. Aquel sentimiento le resultaba extraño; en medio de aquella vorágine de blasfemia y muerte aún podía experimentar el humor y la alegría. Porque Alaric era humano, y ser humano significaba encontrar esperanza en la más adversa de las situaciones.

—No habrá ninguna cruzada —continuó Alaric—. Sé lo que Ebondrake quiere. También sé lo que tú quieres. Y sé que ninguno de los dos lo tendréis. Quiero que sepáis eso antes de…

—¿Antes de qué, Traicionado?

Aquella pausa duró tan sólo una fracción de segundo, pero durante aquel breve instante fue tanto lo que pasó por la mente de Alaric que el caballero gris no pudo ver nada más que la imagen de Skarhaddoth. El coliseo, la multitud, los juegos, los demonios, los señores de Drakaasi… todo se convirtió en una nebulosa rojiza. Ángulos de ataque y puntos débiles en la anatomía de Skarhaddoth, el peso de la lanza en sus manos, la sangre que goteaba sobre el mármol… todo aquello fue lo que pasó por la mente del caballero gris. Entonces se acabó. No hubo tiempo para más conjeturas.

Alaric lanzó la estocada. Estaba lo suficientemente cerca como para que la punta de la lanza atravesara el pecho de Skarhaddoth y saliera por la espalda.

El monstruo dio un grito ahogado. Por primera vez, la sonrisa burlona desapareció de su rostro. Bajó la vista para mirar la lanza que le había atravesado el pecho. Acto seguido miró a Alaric.

—Tu posición de defensa es demasiado baja —dijo Alaric. Skarhaddoth se inclinó hacia adelante, deslizándose sobre la lanza mientras luchaba por dar una última bocanada de aire. El rostro de la criatura estaba muy próximo al de Alaric, tanto que el caballero gris sólo tuvo que susurrar—: Me di cuenta cuando mataste a mi amigo. Una cosa así no se olvida.

Skarhaddoth se desplomó sobre el mármol. La mirada de sorpresa aún no había desaparecido de su rostro.

La multitud se quedó en silencio. Alaric había conseguido lo que nadie había podido hacer jamás. Había hecho enmudecer al coliseo de Vel’Skan.

De pronto, el silencio fue roto por una fuerte explosión que abrió un enorme cráter en la arena. Alaric perdió el equilibrio golpeado por la onda expansiva. Una nube de arena ensangrentada cayó sobre él.

El griterío se apoderó del coliseo. Los espectadores furiosos comenzaron a saltar a la arena. La Guardia Ophidiana se movilizó rápidamente para intentar mantener el orden. Los señores de Drakaasi querían saber quién había osado mancillar el espectáculo de Khorne.

En aquel momento, una figura emergió de la nube de polvo y arena. Una silueta alta y delgada que se movía a una velocidad endiablada. Era Kelhedros.

Justo detrás de él aparecieron cuatro mil esclavos con los uniformes de la caballería acorazada de Hathran.

* * *

Alaric sabía que la única manera posible de escapar del coliseo de Vel’Skan era a través de la arena.

Cruzando aquel campo de batalla los esclavos y los soldados de Hathran conseguirían llegar hasta los graderíos, mezclados entre la confusión desatada por la victoria de Alaric y por la irrupción de Kelhedros. Había muchas puertas que daban a la arena, pero Alaric tan sólo estaba interesado en una de ellas, la única que lo llevaría a él y a los esclavos hasta su objetivo final.

No se trataba de un plan perfecto. Los hermanos capitanes y los grandes maestres de los Caballeros Grises jamás aprobarían el caos que Alaric había desatado. Pero era la única oportunidad que tenían de llegar hasta el Martillo de Demonios. También era la única oportunidad que les quedaba para escapar de aquel planeta. Pero si Alaric era sincero consigo mismo, verdaderamente sincero, tenía que aceptar que la huida era un objetivo secundario para él.

Muchos de ellos iban a morir. Alaric sabía que los iba a sacrificar para su propio beneficio, pero así era como funcionaba la galaxia. El universo era un lugar muy cruel, lo que significaba que, en ocasiones, Alaric tenía que serlo aún más.

* * *

—¿Cuáles son vuestras órdenes, mi señor? —preguntó el capitán de la Guardia Ophidiana.

—¿Qué demonios crees que voy a ordenaros? —gritó Ebondrake entre los remolinos de luego negro—. ¡Matadlos a todos!

—Sí, mi señor —contestó el capitán. Acto seguido levantó la espada hacia el cielo y abandonó el palco para unirse al resto de la Guardia, que se agrupaba en la arena.

Ebondrake se volvió hacia Venalitor.

—Esto es una blasfemia imperdonable, y tu caballero gris es el culpable. Tendrás que responder por esto, Venalitor.

—No tengo ninguna duda al respecto —contestó el duque inmediatamente—. Pero puede que esta catástrofe no sea tan grave como parece. Puede que sea una oportunidad para…

—¡Menos palabras y más muerte! —gritó Ebondrake encolerizado—. ¡Por las puertas del infierno, Venalitor, desenfunda tu espada y empieza a matar a esa escoria!

Inmediatamente, Venalitor desenvainó la gigantesca espada a dos manos que portaba a la espalda y saltó sobre las almenas del palco, cayendo con decisión sobre el graderío que llevaba hasta la arena.

El público se había convertido en un animal rabioso. La victoria de Alaric y la forma en que se había producido fue suficiente como para que los espectadores empezaran su propia revuelta. El campeón de Ebondrake había caído. ¡Y sin dar ni una sola estocada! Había sido una muerte indigna, y no había nada que despertara más odio en Drakaasi que una muerte infame. Y luego vino la explosión, y el torrente de esclavos que habían irrumpido en la arena. Aquello era más que suficiente como para despertar en ellos una ira incontenible. Los espectadores se atacaban los unos a los otros, culpándose mutuamente por mancillar la celebración de sangre de Khorne.

Uno de ellos comenzó a correr hacia Venalitor, un cultista que llevaba un hábito andrajoso y tenía unas tenazas rituales de bronce en lugar de brazos. Venalitor hizo que el charco de sangre que tenía delante se elevara como una lanza afilada para seccionar la espina dorsal de aquella criatura.

—Mi duque —lo llamó la voz anónima de un escaefílido. El amo de esclavos de Venalitor se abrió paso entre los heridos y muertos que yacían en los asientos—. Los escaefílidos están listos y esperan vuestras órdenes. ¿Deseáis que descendamos a la arena?

Venalitor lanzó una mirada a la arena del coliseo. Los esclavos se dirigían hacia la cara norte. Algunos ya avanzaban por los graderíos luchando contra todo aquel que se cruzaba en su camino. Muchos esclavos de los otros señores también se habían unido a la revuelta. Alaric estaba en lo alto del muro, dirigiendo la sublevación.

—No —dijo el duque—. Se dirigen hacia la puerta norte. Que los escaefílidos se desplieguen allí. La Guardia Ophidiana va tras ellos, si sois lo suficientemente rápidos, podremos encerrarlos entre los dos ejércitos.

—¿Y el caballero gris, mi señor?

Venalitor se quedó pensativo durante un instante.

—Tengo la esperanza de poder matarlo yo mismo, pero si se os presenta la oportunidad, no la dejéis escapar.

—¿Dónde estaréis vos, mi señor?

—Lord Ebondrake me necesitará a su lado —afirmó Venalitor—. Tanto si le gusta como si no.

—Muy bien. ¿Y cuáles son vuestras órdenes?

—Matarlos a todos. Ya lo habéis oído.

El amo de esclavos levantó la mandíbula a modo de saludo, se volvió hacia el destacamento de escaefílidos que aguardaba en la parte superior del graderío y comenzó a chillar órdenes en su propia lengua.

Los escaefílidos empezaron a moverse en dirección a la puerta norte, ignorando la revuelta que se iba extendiendo a su alrededor.

* * *

Alaric no era estúpido. Sabía que una revuelta en Vel’Skan le otorgaría un día de libertad y varios siglos de tortura. El caballero gris perseguía un objetivo, algo más que luchar por su vida. Venalitor se preguntó de qué se trataba. En Vel’Skan no había nada que los esclavos pudieran necesitar, nada que la Guardia Ophidiana no fuera capaz de defender.

Aunque, por otro lado, aún había otra posibilidad. Una oportunidad para llevar a cabo un gesto dramático que, aunque fuera a costarle la vida a todos los esclavos que consiguieran escapar, podría parecer ante los ojos de un sirviente del Emperador como un último canto de cisne antes de morir. Era una locura, por supuesto, pero el hecho de que Alaric no fuera estúpido no significaba que no estuviera loco. Después de todo, Venalitor había utilizado todos sus recursos para hacerle perder la cabeza.

Ahí sería donde Venalitor podría enfrentarse a Alaric y acabar con él. Incluso si Ebondrake consideraba al duque como responsable de las acciones de Alaric, Venalitor estaba seguro de que nada lo haría ser más respetado por los señores de Drakaasi que elevarse sobre la multitud con la cabeza del caballero gris en la mano.

Aquella situación aún podría resultarle beneficiosa. Aplastando sin ningún esfuerzo a los pocos infelices que osaban interponerse en su camino, Venalitor comenzó a dirigirse hacia la puerta norte.

—Comprendo —dijo Arguthrax—. Todo empezó aquí.

Los esclavos más corpulentos del demonio sapo arrastraban el enorme caldero de bronce en el que iba su amo, pues algunos de los pasadizos de la prisión eran demasiado bajos y estrechos como para llevarlo a hombros. Unos repugnantes demonios similares a perros de caza avanzaban delante de él, lanzándose dentelladas los unos a los otros mientras intentaban encontrar un rastro. Allí no había nada. Teniendo en cuenta el hedor reinante en la prisión resultaba imposible encontrar ninguna pista.

Los esclavos habían escapado. Muchos de ellos habían muerto a manos de los carceleros durante la huida. La armería había sido saqueada y la cámara donde se marcaba a los prisioneros había volado por los aires dejando un enorme cráter en la arena. Había sido una huida rápida y violenta. Algo había dado a aquellos esclavos la esperanza necesaria para llevarla a cabo, pero sin ayuda del exterior ni siquiera podrían haber salido de las celdas.

Delante de Arguthrax se abría la cámara de tortura. Estaba destrozada. Las máquinas estaban hechas añicos. Había espadas y lanzas diseminadas por el suelo. Todo estaba abrasado. En el centro de la cámara yacía un cuerpo calcinado. Había pertenecido a un humano de gran tamaño, pero los sabuesos se resistían a acercarse.

—Demonio —dijo el portador del caldero, uno de los pocos esclavos a los que Arguthrax permitía hablar. Aquella criatura tenía un alma particularmente cruel, y probablemente, de no haber sido un esclavo, habría acabado trabajando igualmente para Arguthrax—. Es el caparazón de un poseído.

—Sí, son los guardianes de este lugar. Alguien sabía cómo acabar con ellos, y tengo que averiguar quién es.

Los sonidos de la batalla retumbaban por los pasadizos. Los señores de Drakaasi estaban luchando en el coliseo. Algunos luchaban entre ellos, otros para intentar sofocar la revuelta. A Arguthrax le hubiera gustado poder unirse a ellos, pero en aquellos momentos tenía otras prioridades.

—Si conseguimos demostrar que uno de los esclavos de Venalitor ha estado aquí abajo, el duque se convertirá en sospechoso de alta traición. Se me ocurren varias razones por las que podría haberlo hecho: para sembrar la discordia entre los señores y así poder ganarse la confianza de Ebondrake; para posponer la cruzada; o para ganarse la lealtad de estos esclavos para después utilizarlos contra mí. Aunque las razones son lo de menos, siempre y cuando podamos acusarlo de traición. —Arguthrax miró alrededor de la cámara. Aparte del olor a sufrimiento incrustado en las paredes, allí no había nada de interés—. ¡Traedme el cuerpo! —ordenó.

Uno de los demonios agarró el cadáver por el miembro que parecía haber quedado en mejor estado y levantó el cuerpo hasta el caldero de Arguthrax. Restos de carne chamuscada cayeron al suelo. Aquel cuerpo no era más que un caparazón. Los ojos y la boca eran unos orificios humeantes abrasados por la fuerza de las llamas demoníacas.

—Un poseído —afirmó Arguthrax—. Un cuerpo impuro incapaz de contener toda la hermosura de un demonio. —Entonces, Arguthrax vio algo que brillaba en el interior del cuerpo carbonizado. Introdujo una garra en la carne abrasada y extrajo una hoja negra empapada en sangre corrupta.

Era la punta de una espada.

—¡La Guardia! —bramó Arguthrax—. ¡Esto es obra de la Guardia Ophidiana!

Los esclavos sabían que Arguthrax estaba furioso. Lo habían visto así en numerosas ocasiones, y en todas ellas muchos de sus seguidores habían terminado muertos. Incluso los esclavos más brutales, aquellos que portaban el caldero, intentaban acercarse lo menos posible a su señor.

—¡Ebondrake! —gritó el demonio—. ¡Maldito sea tu cuerpo escamoso! ¡Lagarto traidor! ¡No eres más que un montón de escamas y de mentiras! —Arguthrax se agitaba lleno de ira, haciendo que la sangre que llenaba el caldero salpicara el suelo de la cámara—. ¿Cómo osas traicionarnos? ¿Cómo te atreves a hacerme esto a mí, al Saqueador de Kolchadon, al Azote de los Imperios, a la Mano Sangrienta de Sekrentis Minor?

La sangre comenzó a inundar la estancia, brotando de los pozos de la disformidad a través de la puerta que había abierto la ira de Arguthrax. Los remolinos rojos comenzaron a girar en la cámara de tortura.

—¡Llevadme a la superficie! ¡Llevadme ante los demás señores! ¡Ebondrake debe pagar por esto!

* * *

Gearth, quien finalmente se las había arreglado para sobrevivir, hundió los dos cuchillos que tenía en las manos en el tórax de un escaefílido que se había abalanzado sobre él. El gigantesco insecto se retorció de dolor y se desplomó en el suelo. Las dagas de Gearth cayeron con él, pero el asesino recogió la lanza con la que la criatura lo había atacado. Después de todo, una hoja siempre sería una hoja.

—¡Intentan cerrarnos el paso! —gritó Erkhar. Él y sus fieles ocupaban uno de los flancos del ejército de esclavos, los asesinos de Gearth y los pielesverdes luchaban en el lado opuesto. Alaric estaba entre ambos grupos, avanzando a la cabeza de los soldados de Hathran.

El caballero gris se dio cuenta de que Erkhar tenía razón. Los esclavos ya habían conseguido atravesar la arena, aunque muchos de ellos habían perecido a manos de los espectadores rabiosos. Ahora, frente a ellos se abría un paso flanqueado por cientos de hojas de acero, grandes armaduras y enormes escudos tras los que se protegían los escaefílidos.

Justo detrás del ejército de insectos, sobre una escalinata formada por unas gigantescas hojas de hacha, se alzaba el palacio de lord Ebondrake. El cráneo tuerto contemplaba con expresión burlona el campo de batalla, como riéndose de aquella matanza.

Aquel palacio era el objetivo. Alaric estaba decidido a tomarlo por la fuerza, aunque eso le costara la vida a todos y cada uno de los esclavos.

El caballero gris se volvió a mirar a los soldados de Hathran. Muy pocos de ellos sabían lo que estaba ocurriendo. Lo único de lo que tenían certeza era que habían conseguido escapar de la arena; pero ahora no había manera de saber lo que les esperaba.

—¡Recordad que el Emperador nos contempla desde su trono! —tronó Alaric—. ¡Debéis luchar por su gloria, hijos de Hathran! ¡Luchad por vuestros hermanos muertos! ¡Luchad por los que combaten a vuestro lado! ¡Luchad por el Emperador!

—¡Por el Emperador! —repitió el cabo Corvas al tiempo que levantaba hacia el cielo el hacha que le había arrebatado a uno de los muchos muertos del coliseo.

La caballería de Hathran lanzó la carga. Alaric corría en primera línea. Ahora todos se fijaban en él, y si el caballero gris fracasaba, todos aquellos soldados también caerían.

La línea defensiva de los escaefílidos aún no estaba completamente formada, pero ya había miles de criaturas dispuestas a detener el ataque. Alaric no sabía que Venalitor tuviera un ejército tan numeroso. Pero aquello era lo de menos; siempre supo que aquellos esclavos no morirían sin luchar.

Ambos ejércitos entraron en contacto. Gearth dio un enorme salto para caer directamente sobre el escaefílido de mayor tamaño que pudo encontrar entre la multitud. Los pielesverdes hicieron lo mismo. El orko de una sola oreja se abalanzó sobre el alienígena que tenía más cerca y le arrancó las patas de cuajo. El otro flanco del ejército de esclavos también chocó contra las líneas de escaefílidos. Los fieles de Erkhar cargaron de la manera más disciplinada que pudieron. Los esclavos tenían espadas, mientras que los escaefílidos portaban lanzas. El mayor rango de alcance de los alienígenas hizo que muchos fueran abatidos en seguida. Pero los hombres y mujeres de Erkhar tenían fe, y la inercia de la carga a su favor. Pronto los escaefílidos comenzaron a retroceder.

Rápidamente aquel enfrentamiento se convirtió en una verdadera locura. No había lugar para la estrategia. Se trataba de hacer retroceder a los escaefílidos a base de fuerza bruta. Alaric tenía a uno de ellos justo delante. Los ojos asimétricos de la criatura ardían de puro odio. La lanza con la que Alaric había luchado hasta entonces resultó ser inútil en medio de aquella vorágine, de manera que la dejó caer y hundió el puño en la mandíbula de la criatura. Acto seguido, lo extrajo con fuerza destrozando por completo las fauces del alienígena. La criatura comenzó a tambalearse mientras un chorro de sangre le brotaba del rostro. Sin darle tiempo a reaccionar, Alaric lo golpeó con el codo en la cabeza, le arrancó una de las patas y se la clavó entre dos juntas de la armadura. A continuación arrancó una lanza de las manos de otro alienígena, se puso en pie sobre el cuerpo del escaefílido que acababa de matar y comenzó a dar estocadas en medio de aquel océano de insectos gigantes.

Los soldados de Hathran también luchaban con determinación. Alaric vio como muchos de ellos caían al suelo ensangrentados y sin vida. Pero también los había que avanzaban masacrando a cualquier alienígena que se cruzara en su camino. Los escaefílidos empezaban a retroceder ante los esclavos. Algunos de ellos recibían las puñaladas de varios esclavos al mismo tiempo, y regaban el suelo con una masa carnosa y negruzca.

Alaric lideraba el avance. Los demás esclavos iban detrás. Sin el caballero gris aquel ejército no sería más que un puñado de hombres muertos. Pero con Alaric al frente se habían convertido en una verdadera fuerza de ataque.

—¡Adelante! ¡Dejad atrás a los heridos y aprovechad sus armas! —Alaric arrancó una espada de acero de las tenazas sin vida de un escaefílido que yacía en el suelo. Luego la alzó en el aire para que todos los soldados de Hathran pudieran verla, y señaló con ella hacia el palacio de Ebondrake—. ¡Por vuestro Emperador! ¡Por la libertad!

El ejército de esclavos siguió avanzando. Los escaefílidos retrocedían paso a paso. Las criaturas de Venalitor habían perdido la formación e intentaban reagruparse en medio de la confusión reinante. Los pielesverdes, con el orko de una sola oreja a la cabeza, empezaron a entonar cánticos de guerra. Los asesinos de Gearth también entonaron gritos de muerte, aplastando sin piedad al ejército alienígena.

No había tiempo para detenerse a acabar con los enemigos agonizantes. Alaric avanzaba decidido entre el océano de escaefílidos, descuartizando o aplastando contra el suelo a todo aquel que se interponía en su camino. El caballero gris estaba completamente cubierto de una sangre viscosa y repugnante, incluso tuvo que limpiarse la que le cubría los ojos para poder ver.

—¡Seguid avanzando!

El ejército de esclavos pasó por encima de los escaefílidos. Alaric echó a correr. Delante de él aún había algunos alienígenas, pero huyeron despavoridos al ver la enorme silueta del caballero gris. Tan sólo una explanada se interponía entre él y el palacio de lord Ebondrake. Vel’Skan se alzaba, siniestra, a ambos lados de la plaza, con edificios amenazantes construidos a partir de empuñaduras de espadas o de hojas de hachas. La mayor parte de los habitantes de Vel’Skan darían por sentado que los esclavos intentarían escapar de la ciudad. Si conseguían llegar al palacio lo suficientemente rápido, y si todo salía según lo previsto, el éxito estaría al alcance de la mano.

Aún había esperanza. Pero Alaric no permitió que esa idea se incrustara en su mente. Muchos soldados morirían antes de escapar de Drakaasi, y el caballero gris sabía perfectamente que él podría ser uno de ellos.

—¡Seguidme! ¡El palacio debe caer! ¡Por el Emperador!

Alaric comenzó a ascender por la escalinata. El ejército cargó a su lado.

* * *

Para Tiresia la Cazadora, quien de joven había conseguido cercenar las cabezas de los siete Hermanos de la Oscuridad Absoluta, no había nada más placentero que ver a sus enemigos postrados ante ella después de una feroz cacería. Y los esclavos que estaban intentando escapar del coliseo de Vel’Skan se presentaban ante sus ojos como un objetivo perfecto.

Su montura, una gigantesca criatura similar a una manta raya cubierta de espinas, realizó una pasada volando a pocos metros del suelo. Casi podía tocar las puntas de las espadas y las empuñaduras de las lanzas que daban forma al horizonte de Vel’Skan. Vio a uno de los esclavos del coliseo, agazapado bajo el estandarte de algún señor olvidado, mientras intentaba ascender por el asta de una gigantesca lanza.

I i res i a extrajo el arco que llevaba a la espalda. Acto seguido, atravesó sin piedad el cuerpo del esclavo con una flecha ungida en veneno de serpiente. Realizó una nueva pasada mientras el esclavo, una criatura insignificante de piel pálida, parecía dar saltos alegremente tras haber sido disparado. Las toxinas del veneno le estaban provocando unos terribles espasmos. Finalmente, el esclavo perdió el equilibrio y cayó al vacío. Su cuerpo quedó destrozado sobre el mármol de la fortaleza que había intentado escalar.

Tiresia acababa de añadir una nueva cabeza a la sala de trofeos que guardaba en su memoria.

Arguthrax, el demonio abotargado, avanzaba hacia el coliseo rodeado por su cohorte de esclavos mutilados. En aquel momento atravesaban una llanura formada por un gigantesco escudo. Tiresia se sorprendió ante aquella visión. Arguthrax no era un verdadero cazador, no era como ella, pero aun así, y al igual que todos los demonios, Arguthrax disfrutaba matando. Cientos de esclavos extraviados eran perseguidos y asesinados por toda la ciudad, y los pocos que no cayeran muertos serían entregados a los sacerdotes de Khorne para que llevaran a cabo sacrificios con ellos. Resultaba extraño que una criatura tan corrupta como Arguthrax rehuyera semejante placer. Con un golpe de riendas, Tiresia hizo que su bestia alada se detuviera en el aire, justo sobre la cabeza del demonio.

—¡Sapo inmundo! —gritó—. ¿Es que no deseas disfrutar de la cacería? ¿Acaso la disformidad ahora también desprecia el placer de matar?

Arguthrax levantó la vista. Al igual que casi todos los señores de Drakaasi, aquel demonio era una criatura verdaderamente horrenda. Tiresia siempre había pensado que, en cierto modo, todos los señores estarían celosos de ella por su forma pseudohumana. Muy pocos estaban tan corrompidos como ella y al mismo tiempo se mantenían tan alejados de las aberraciones físicas de la disformidad.

—¡Maldita seas, hermosa arpía! ¿Qué sabes tú de la muerte? ¡Para ti esto no es más que un juego!

—¡La muerte siempre ha sido y siempre será un juego —contestó Tiresia—, pues no hay nada que complazca más al Dios de la Sangre que jugar con nuestras almas! ¡Benditos aquellos que juegan a su mismo juego!

—¿Juego? Dime, ¿qué clase de juego es éste? —Arguthrax le mostró el fragmento de hoja negra que sostenía entre las garras.

Tiresia hostigó a la bestia alada para que descendiera. La Cazadora saltó al suelo y se acercó hasta Arguthrax para examinar el arma más de cerca.

—Es una hoja de la Guardia Ophidiana —dijo el demonio—. Alguien la ha usado para matar al maestro carcelero del coliseo.

—¿La Guardia Ophidiana? Pero eso es imposible.

—¿Por qué iba a serlo? ¿Es que todo lo que tienes de hermosa lo tienes de ingenua, cazadora de gusanos? Yo mismo he mantenido una guerra con esa escoria de Venalitor desde hace meses. Supongo que hasta tú te habrás percatado de eso.

—Por supuesto —contestó Tiresia. Algunos de sus cazadores habían visto que su señora había desmontado y ahora comenzaban a descender hacia el suelo. Volaban sobre tiburones alados, menos espectaculares que la manta raya de Tiresia pero igualmente escalofriantes—. Venalitor y tú habéis desafiado a Ebondrake, muy pocos en este planeta dudaban que fuera a haber represalias.

—¡Y la tienes ante tus ojos! —exclamó Arguthrax—. Piensa en ello, Tiresia. Ebondrake quiere que unamos nuestros esfuerzos para poder lanzar su cruzada. ¿Cuál sería la mejor manera de unir a dos enemigos bajo su mando?

—Dándoles un enemigo común —contestó Tiresia.

—Parece que después de todo no eres tan indigna del puesto que ostentas. ¡Por supuesto! ¡Un enemigo común! ¡Algo que un duque desee destruir tanto como un demonio! ¡Esta rebelión!

Los cazadores de Tiresia descendieron de sus monturas y se agruparon a su alrededor. Parecía que jamás habían visto a su señora tan sorprendida. Resultaba evidente que Tiresia estaba perpleja ante las palabras de Arguthrax.

—¿Cómo puede ser? Contéstame con tanta sinceridad como puedas reunir, demonio. ¿Es que algo así es posible?

—No sólo es posible, Tiresia, sino que es inevitable. ¿Qué otra prueba necesitas? —Arguthrax miró de nuevo la hoja—. ¡Aquí tienes una prueba irrefutable, cazadora! ¡No hay verdad más grande en todo este planeta! Lord Ebondrake anhela lanzar su cruzada más que cualquier otra cosa, y con tal de unirnos a todos bajo su espada no ha dudado en profanar los juegos organizados para celebrarla. ¡Semejante blasfemia es imperdonable! ¡Esta abominación caerá sobre él con todo su peso! ¡La disformidad debe clamar justicia!

—Pero no podemos arriesgarnos a lanzar una acusación así —opinó Tiresia—. Por muy seguros que estemos de ello, no somos más que dos señores entre los muchos de este planeta.

—¡En ese caso encontraremos más aliados! —replicó Arguthrax dejándose llevar por la ira—. ¡Todos ellos se unirán bajo nuestra causa! El marine traidor, y esa cosa del fondo del océano, y el cuidador de perros, ¡y todos los demás! ¡Juntos haremos que Ebondrake pague por esto! Escucha estas palabras con atención, cazadora: antes de que el sol se ponga pienso estar comiendo lagarto.

Tiresia comenzó a dar órdenes a sus cazadores. De pronto, la cacería de esclavos había quedado en segundo plano. Todos los sirvientes de la Cazadora comenzaron a surcar los cielos en busca de los demás señores, ansiosos por contarles la noticia de la traición. Los esclavos de Arguthrax volvieron a levantar el gigantesco caldero y retomaron su procesión hacia la plaza de armas de Vel’Skan.

Ebondrake había tratado de manipular a los señores de Drakaasi para unirlos en pos de una causa común, pero si había algo que podía unirlos a todos, eso era la traición.