VEINTIUNO

VEINTIUNO

El palacio de lord Ebondrake estaba conectado directamente con el coliseo mediante una espléndida galería de mármol y bloques de sangre congelada. Unos enormes candelabros iluminaban las estatuas y los retratos de los grandes campeones de Drakaasi. El general Sarcathoth destacaba por encima de todos ellos, una enorme y musculosa figura tallada en mármol a la que parecía envolver un halo de odio en estado puro. También había un gigantesco retrato de la Dama de la Malicia, una maestra torturadora que sirvió a los señores de Drakaasi durante siglos, y cuya imagen apenas podía contener la despiadada hermosura de su rostro y la gran cantidad de instrumentos de tortura que colgaban de un muro a sus espaldas. También estaba Kerberian, el Señor de las Tres Cabezas, junto a Rajah, el Demonio de Aelazadne, y Morken Kruul, el heraldo del mismísimo Khorne. Cada uno de ellos era un recordatorio de lo que todo señor de Drakaasi aspiraba a ser. También había un pedestal vacío esperando para recibir la estatua de Ebondrake, pues cuando la cruzada de Drakaasi le asestara el golpe definitivo a un Imperio que agonizaba, el dragón por fin se habría ganado el derecho de colocar su efigie en aquella galería.

—He de reconocer que me gusta tenerte cerca, joven duque —dijo Ebondrake mientras caminaba majestuoso por el corredor.

—Eso supone todo un honor para mí, mi señor —contestó Venalitor mientras avanzaba junto al dragón. Por una vez, ambos estaban solos, sin la compañía de los escaefílidos ni de la Guardia Ophidiana.

—Así me resultará más fácil reconocer la traición —continuó Ebondrake—, y devorarte sin contemplaciones al más mínimo atisbo de ella.

—¿Devorarme? Había oído que así era como acababais con vuestros enemigos en el pasado, pero desconocía que esas leyendas fueran ciertas.

—Por supuesto que lo son. He devorado infinidad de enemigos. Resulta difícil tener un cuerpo como el mío y no ceder ante la fuerza de su apetito. Muchos espías y enemigos, y también algún que otro psicópata, han bajado por esta garganta escamosa. Con los más débiles suelo mostrar misericordia y los mastico antes de engullirlos, pero los que realmente despiertan mi ira mueren de una sola pieza. Sentir cómo se retuercen de dolor mientras se disuelven en los jugos gástricos es una sensación verdaderamente placentera.

—Tal y como están las cosas, lord Ebondrake, ésa me parece una forma de morir bastante civilizada.

—Y también necesaria, Venalitor. Tú tienes un gran potencial, pero nada más. Eres ambicioso, y no cabe duda de que te beneficiaría que mi propia cruzada acabara conmigo muerto. Así los conspiradores podríais repartiros este mundo. —Ebondrake se detuvo para mirar hacia las estatuas y los retratos que decoraban las paredes—. Todos estos señores llegaron al poder en periodos tan convulsos como éste, y acabaron su reinado de la misma manera. Así son los designios del Caos, y los designios de Drakaasi. Mi deber es postergar ese destino tanto como me sea posible. Es probable que tanto el Señor de los Huesos como Scathach ya se hayan acercado a ti para proponerte una alianza, con la esperanza de poder acabar conmigo durante la cruzada y así poder repartiros este mundo. Te aconsejo que no los escuches, Venalitor. Para llegar hasta donde estoy he tenido que acabar con conspiradores infinitamente más ambiciosos e inteligentes que tú.

Venalitor reflexionó durante unos instantes.

—Esa idea ya ha cruzado por mi mente, mi señor. Codicio el poder que vos ostentáis, ningún seguidor de Khorne estaría en su sano juicio si no lo hiciera, pero os aseguro que yo prefiero estar donde está el poder. Y eso significa que ahora mismo estoy a vuestro lado. Resulta más probable que alcance el poder con vuestra bendición que con vuestra oposición. Soy joven, mi señor, y a buen seguro viviré más tiempo que vos, y aunque es cierto que soy ambicioso, también puedo ser muy paciente.

Ebondrake esbozó una de sus sonrisas más peligrosas.

—Eso es exactamente lo que quería oír. Llegarás lejos, joven Venalitor.

Duque y dragón continuaron avanzando por la galería, al final de la cual se abría un enorme balcón tapizado de seda escarlata reservado para los señores más poderosos del planeta.

—Tengo entendido —el tono de Ebondrake se volvió de pronto mucho más duro— que el embajador de la disformidad en el feudo de Arguthrax ha sido asesinado, y que su cuerpo ahora cuelga de lo más alto de un altar de Ghaal. Creí que mi opinión sobre este asunto había quedado clara.

—Sé exactamente lo mismo que vos, mi señor —contestó Venalitor.

—Esa guerra ha terminado, Venalitor, yo mismo te lo ordené personalmente.

—Ya no existe tal guerra, mi señor —contestó Venalitor con tranquilidad—. Arguthrax y yo albergamos un odio mutuo e irreconciliable, pero ninguno de los dos estamos dispuestos a desperdiciar más sangre.

Al igual que mucho de lo que Venalitor había dicho durante aquel paseo hacia el coliseo de Vel’Skan, esas últimas palabras también eran una mentira. Venalitor había ordenado a los cazadores escaefílidos más cualificados que acabaran con los heraldos y emisarios que componían el nexo de Arguthrax con la disformidad. Quizá aquel demonio se viera incluso obligado a retirarse allí o quedaría aislado de sus semejantes, y entonces Venalitor habría vencido.

—Si descubro que lo que acabas de decir no es cierto, Venalitor, es probable que se me despierte el apetito.

—Dudo mucho que el sabor de Arguthrax sea agradable, mi señor.

—En ese caso te reservaré para que mi paladar se deleite después de engullir al demonio, Venalitor —lo amenazó Ebondrake—. Pero ya basta, no es momento de discutir sobre política. El coliseo nos espera.

Ebondrake y Venalitor salieron al balcón. Se trataba de un mirador hecho a partir de la celada de un gigantesco yelmo que se alzaba majestuoso sobre la arena del coliseo. La Guardia Ophidiana saludó a Ebondrake cuando el señor de Drakaasi apareció entre las almenas desatando una ovación de júbilo entre la multitud. Como respuesta, el dragón gruñó con fuerza y dejó salir una lengua de fuego negro desde lo más profundo de su garganta. Venalitor también saludó levantando la espada hacia el cielo. No había ninguna duda de que el pueblo de Vel’Skan adoraba a su gobernante. Los juegos no podían dar comienzo sin la presencia del dragón.

El coliseo de Vel’Skan se alzaba sobre la masa de armas y piezas de armadura de la ciudad sostenido por docenas de enormes guanteletes, que elevaban el anfiteatro como si fuera un gigantesco cáliz. Aquella copa estaba formada por la empuñadura de un estoque descomunal incrustado en la roca. La guarda de la gigantesca espada formaba los graderíos, alzándose sobre la arena como una majestuosa espiral de acero.

El interior del coliseo brillaba esplendoroso; allí dentro, la muerte se mezclaba con la opulencia. La multitud gritaba enfervorizada desde los enormes graderíos tallados en mármol y obsidiana. Enormes hojas de acero se alzaban en los límites superiores de las gradas, donde permanecían empalados los restos de los muertos más recientes. De vez en cuando, fragmentos de carne putrefacta caían sobre la multitud haciendo que los espectadores lucharan por conseguir hacerse con ellos.

En el coliseo de Vel’Skan, los demonios también eran bienvenidos. Toda una sección del graderío estaba reservada para ellos. En aquellas zonas, las galerías de mármol habían sido sustituidas por enormes depósitos de sangre, donde las criaturas de la disformidad se sumergían en los restos de los últimos sacrificios. Había demonios de toda clase: desangradores, mastines de Khorne, criaturas sin piel sedientas de sangre, y bestias aún más extrañas que se regocijaban retorciéndose sobre las vísceras. Arguthrax también se encontraba allí, rodeado de una guardia de esclavos y vestido para la ocasión. Junto a él también había varios de los señores demoníacos de Drakaasi: la silueta deforme del Señor de los Huesos; Harrowful el Magnífico, el enorme monstruo canino; y la Niebla Escarlata, cuya sombra rojiza se retorcía en torno a tres ojos amenazantes.

Todo el público había acudido al coliseo vistiendo sus mejores galas. Había innumerables sacerdotes, que se movían orgullosos entre la multitud vistiendo los hábitos de las diferentes órdenes de Khorne. También había soldados, dispuestos a contemplar el espectáculo vestidos con armaduras o uniformes. Muchos de los espectadores pertenecían a las clases altas de Drakaasi, y se afanaban en demostrar su estatus dejándose ver con los ropajes más lujosos y rodeados de esclavos.

Entre ellos también estaban los señores mortales de Drakaasi, desde Ebondrake, que contemplaba el espectáculo recostado en su palco personal, hasta Scathach, sentado muy cerca de la arena y acompañado por un escriba dispuesto a anotar todos los pormenores de la batalla. El Caballero Bermellón vestía una imponente armadura carmesí y estaba rodeado por su guardia personal de guerreros con yelmos plateados. Golgur, el Señor de la Maza, se entretenía lanzando a los esclavos más desobedientes a la jauría de perros mutantes que tenía a sus pies. Incluso Tiresia la Cazadora estaba allí, sobrevolando majestuosa el coliseo a lomos de una ballena voladora negra.

Todos y cada uno de los señores de Drakaasi estaban en el coliseo. A algunos de ellos no se los había visto desde hacía décadas. Pero aquel día todos deseaban mostrar lealtad a lord Ebondrake y al Dios de la Sangre, así como disfrutar del baño de sangre que se había organizado en honor a ambos.

Toda la arena estaba teñida de negro, empapada con la sangre de los sacrificios matinales. Justo en el centro, donde la empuñadura del estoque se unía con la hoja, se alzaba una enorme pirámide escalonada hecha con bloques de mármol. Cada nivel de aquella gigantesca estructura era como un campo de batalla independiente, manchado con la sangre de cientos de generaciones de gladiadores y astillado por miles de estocadas perdidas.

Entre los bloques de mármol aún había algunos huesos incrustados, restos mudos de las ejecuciones más crueles. La cúspide de la pirámide estaba rematada por un enorme zócalo en el que se veía un gran cáliz de bronce. El gladiador que bebiera la sangre de su último oponente en aquella copa sería coronado como campeón de Drakaasi. Muchos de los señores que estaban en las gradas habían tenido el privilegio de escuchar las ovaciones de la multitud mientras bebían de aquel mismo cáliz, pues aquél era el primer paso para convertirse en paladín del Caos. Aunque también había antiguos campeones que seguían luchando, convertidos en monstruos infrahumanos por la brutalidad infinita de Drakaasi.

—A mucha gente le encantaría poder ver a tu caballero gris en lo más alto de esa pirámide —dijo lord Ebondrake. La voz del dragón casi se perdía en medio del creciente estruendo de la multitud—. Aunque también los hay que han apostado muchos cráneos a que lo verán morir ahí abajo. Este espectáculo tendría el colofón perfecto si culminara con la sangre de tu astartes derramada por la arena.

—Desde que ha llegado a Drakaasi ha aprendido mucho —contestó Venalitor—. Es imposible saber si morirá o no. Pero creedme, luchará encarnizadamente contra cualquier cosa que lancemos sobre él.

—Una vez más, joven Venalitor —dijo Ebondrake—, eso es justo lo que quería oír.

De pronto, las gigantescas puertas de la arena se abrieron de par en par. La multitud clamó enfervorizada mientras los gladiadores salían al exterior, confusos y cegados por el resplandor del coliseo. El público adoraba contemplar el miedo de los esclavos, adoraba aquella inocencia, pues ni siquiera los más pecadores sabían lo que estaba a punto de ocurrirles. Entre la masa de esclavos, los pielesverdes dirigieron sus gruñidos hacia los graderíos. El orko de una sola oreja era uno de los blancos de la multitud, y numerosos espectadores se agolparon en las primeras filas para insultarlo en su propia lengua alienígena. El clamor se elevó aún más cuando una enorme figura cruzó el umbral. Era Alaric el Traicionado, el cazador de demonios, la marioneta del Dios de la Sangre. Muchos de aquellos espectadores lo habían visto luchar recientemente, y disfrutaron viendo cómo había perdido la cordura ante la rabia infinita de Khorne. Pero ahora parecía más tranquilo. Su rostro dejaba ver una expresión adusta mientras esperaba a que el baño de sangre diera comienzo.

La multitud empezó a corear su nombre. Alaric permaneció inmutable.

Todas las puertas que daban a la arena comenzaron a abrirse. Muchos de los señores de Drakaasi habían cedido a sus mejores esclavos para los juegos de Vel’Skan. Pero incluso los mejores gladiadores tendrían que ganarse un sitio en los primeros peldaños de la pirámide, pues en la arena del coliseo había infinidad de esclavos, hombres desesperados que sabían que sólo luchando conseguirían salir de Vel’Skan con vida.

Lord Ebondrake gruñó desde el palco y levantó una de sus garras para reclamar la atención del coliseo. Acto seguido cerró el puño escamoso y lo dejó caer con fuerza sobre las almenas que tenía delante.

A latigazos, los guardias hostigaron a los esclavos para que se alejaran de las puertas. Los gladiadores más valerosos saludaron a la multitud, levantaron las espadas hacia el cielo y comenzaron la carga. Los demás sólo tuvieron tiempo para musitar una breve oración antes de seguirlos.

* * *

—Intentad manteneros con vida —dijo Alaric a medida que los esclavos de Venalitor se iban reuniendo en el centro de la arena.

Todos ellos miraban a su alrededor abrumados por el tamaño descomunal del coliseo.

—Nos matarán si no atacamos —dijo Gearth. Tenía todo el cuerpo decorado con pintura de guerra, y se parecía más a uno de los orkos que a un esclavo humano.

—No, no lo harán —contestó Alaric—. Todos los ojos me estarán mirando a mí. Concentraos tan sólo en manteneros con vida. Cuando hayan acabado conmigo, la caballería de Hathran ya estará aquí.

—Eso espero —dijo Erkhar. Los esclavos de los demás señores ya avanzaban por la arena. Entre todas aquellas figuras humanas y mutantes había algunos gladiadores con un aspecto tan brutal como el del propio Alaric—. Aunque no parece que sobrevivir aquí vaya a resultar nada fácil.

—Confiad en mí —dijo Alaric—. Y en la caballería de Hathran. —Acto seguido, el caballero gris se volvió hacia Erkhar—. Tú y Gearth estaréis al mando de los esclavos.

—¿Cómo? ¿Es que no piensas luchar con nosotros?

—Yo estaré ahí arriba —respondió Alaric mientras señalaba a la gigantesca pirámide que se alzaba en el centro de la arena—. Eso es lo que quieren. Nadie os prestará atención mientras yo les dé el espectáculo que quieren ver.

Los demás esclavos ya corrían en dirección a la pirámide. Algunos de ellos se dirigían hacia los hombres de Venalitor, dispuestos a acabar con tantos oponentes como les fuera posible durante las primeras etapas de la batalla.

Justo cuando se disponía a echar a correr, alguien agarró a Alaric por el brazo. El caballero gris bajó la vista y vio el rostro de Haggard.

—Sé lo que intentas hacer —afirmó el cirujano.

—Entonces sabrás por qué lo hago.

—Quédate con nosotros. No es razón suficiente para morir.

—Si caigo, manteneos junto a Erkhar —dijo Alaric—. Todos conocéis el plan, quedaos junto a él y no os pasará nada.

Alaric dejó atrás a Haggard y echó a correr hacia la pirámide. De pronto, dos mutantes se cruzaron en su camino, pero la espada que Alaric había escogido para la batalla resultó ser sumamente rápida. El caballero gris cortó en dos al primero de ellos y hundió la espada en la garganta del segundo, extrayendo la hoja de la masa carnosa sin ni siquiera aminorar el paso.

Los niveles inferiores de la pirámide estaban repletos de asesinos.

Hombres y demonios caían al suelo cubiertos de sangre y con el cuerpo destrozado. Entonces, Alaric se percató de que algo o alguien corría detrás de él. Era Gearth. El rostro del asesino, pintado para la guerra, tenía una expresión feroz y decidida. En aquellos momentos no había ningún otro lugar en Drakaasi donde Gearth deseara estar.

—¡No pienso perderte de vista, tipo duro! —gritó.

Alaric no contestó. El caballero gris saltó al primer escalón de la pirámide, la superficie de mármol estaba a la altura de la cabeza de un hombre, pero Alaric llegó hasta ella con un solo impulso.

La multitud bramaba enfervorizada. Alaric el Traicionado iba a morir, y muchos de aquellos espectadores ganarían sus apuestas. Pero el caballero gris estaba decidido a defraudarlos a todos.

* * *

Kelhedros se deslizó entre el muro de espadas que daba acceso al bloque principal de la prisión. Aquel complejo era una estructura aterradora, había sido construida como una máquina de tortura verdaderamente diabólica, dominada por unas hojas tan afiladas que podrían desgarrar todos y cada uno de los tendones de cualquier ser vivo. Sin embargo, había algo admirable en la pureza del propósito con el que había sido construida. Había nacido de un amor incondicional por el sufrimiento. Algún torturador ancestral había vertido en aquella máquina todo su genio.

Kelhedros se arriesgó a echar un vistazo hacia el interior del bloque de celdas. Infinidad de jaulas colgaban de unas enormes hojas de acero que brotaban de la parte superior de los muros. Una compleja red de grúas y pasarelas hacía pensar que aquel lugar había sido concebido para torturar a miles de esclavos. Y, de hecho, aquélla era su finalidad principal.

El eldar se movía sigilosamente por el corredor de acero rodeado de jaulas mientras se deslizaba entre las sombras que dominaban el lugar. En medio de aquella oscuridad, los guardias de la prisión resultaban muy fáciles de detectar; dos ojos ardientes que brillaban sobre un rostro deforme. Aquellos seres no eran más que cascarones de huesos y carne que albergaban a los demonios que los controlaban.

Kelhedros no estaba dispuesto a enfrentarse a ellos. Tratar de matarlos únicamente le haría perder un tiempo muy valioso del que no disponía. Pasó justo por debajo de uno de ellos, que montaba guardia sobre una pasarela elevada. Ni los demonios ni los pocos humanos que había en las jaulas sabían que el eldar estaba allí. Parecía como si Kelhedros pudiera desaparecer de la realidad cuando no deseaba que nada ni nadie se percatara de su presencia.

Tras la galería de celdas se abrían las cámaras de tortura. El olor era repugnante, parecía convertir el aire en una neblina hedionda. Allí dentro había cientos de máquinas de tortura, complejos artefactos que colgaban de los muros repletos de hojas y de cadenas, como un eco de la propia estructura de la prisión. Muchos de los seguidores de Khorne consideraban que las empulgueras y los hierros candentes no eran suficiente para torturar a un prisionero, de manera que los señores de Drakaasi enviaban allí a muchos de sus esclavos para que aquellas máquinas de precisión les arrancaran la piel a tiras hasta conseguir que confesaran. En aquel terrible lugar, una persona podía ser totalmente diseccionada mientras aún se mantenía viva y consciente. Algunos de los esclavos más rebeldes del coliseo también habían pasado por aquel lugar.

En el centro de la estancia había un bloque de metal del que salían varias correas de cuero. Justo delante, de espaldas a Kelhedros, estaba Kruulskan. El cuerpo del humano que aquella criatura había ocupado era enorme. La piel de la cabeza estaba ennegrecida a causa del fuego que le brotaba de las cuencas oculares, que hacía que la silueta del carcelero brillara sobre la tenue luz mientras Kelhedros se aproximaba. Kruulskan estaba limpiando una selección de hojas, pinzas y otros extraños instrumentos que había junto al bloque de acero.

—¿Qué eres? —preguntó Kruulskan con una voz aguda y chirriante.

Kelhedros se detuvo en seco. Acto seguido retrocedió intentando perderse de nuevo entre las tinieblas.

—Debes de ser sumamente hábil para haber conseguido llegar hasta el corazón de este lugar. ¿Acaso eres un demonio? No… No hueles como tal. ¡Un asesino! He vivido milenios en la disformidad y un siglo en el espacio real; no eres el primero que viene hasta aquí para intentar matarme.

Kruulskan se volvió hacia Kelhedros. Las bolas de fuego incrustadas en el rostro del guardia escudriñaron la estancia, pero no consiguieron encontrar al eldar. Sin duda, la penumbra fue de mucha ayuda, aunque las oleadas de dolor y de sufrimiento lo fueron aún más. Eran tantos los tormentos que había albergado aquella cámara de tortura que Kelhedros casi podía ocultarse entre ellos como si fueran una mortaja.

Kruulskan cogió una espada que tenía justo a su lado y comenzó a caminar lentamente.

—Yo soy capaz de ver cosas que ningún humano podrá ver jamás —dijo el carcelero—. No podrás esconderte de mí. Un terrible demonio habita en el interior de esta cabeza. Y está hambriento. Hace mucho que no prueba el dulce sabor de la sangre. Su última víctima fue un pobre esclavo. Pero tú eres diferente. Tú sabor es mucho mejor. La sangre de los alienígenas es dulce. Sí, puedo oler el vacío que crece en tu interior. Estás muy lejos de tu hogar, eldar.

Kelhedros se deslizaba sigilosamente por la cámara, abriéndose paso entre las sombras e intentando mantenerse alejado de la mirada ardiente de Kruulskan.

—Ya entiendo —continuó el guardia—, estás hecho de sombras.

Súbitamente, Kelhedros emergió de las tinieblas y saltó sobre el bloque de piedra, justo detrás de Kruulskan. El carcelero se volvió con la espada preparada para seccionar la cabeza del alienígena.

Kelhedros cogió un pequeño cuchillo que había sobre el bloque de acero, una pequeña hoja curvada que parecía una hoz en miniatura, y la lanzó directamente contra Kruulskan. La hoja se clavó en el ojo del guardia. Las llamaradas comenzaron a brotar de la cuenca ocular como sangre saliendo a borbotones de una arteria seccionada. Kruulskan empezó a tambalearse mientras soltaba un alarido de dolor.

Kelhedros recogió otra hoja de acero y la lanzó también. El arma comenzó a arder en cuanto se clavó en el hombro del carcelero. Inmediatamente después, otra hoja voladora cercenó los tendones de la muñeca de aquel cuerpo poseído, haciendo que soltara la espada que tenía en la mano. Un cuarto cuchillo se le clavó en la garganta.

Con la mano que aún le quedaba útil, Kruulskan se arrancó la hoja que Kelhedros le había clavado en el ojo. La mitad de lo poco que le quedaba del rostro había desaparecido consumida por las llamas. Perdida entre los restos chamuscados del cráneo, Kelhedros pudo ver la luz del demonio que habitaba en el interior.

Kruulskan lanzó una carga desesperada, tratando de aplastar al eldar contra el bloque de acero. Kelhedros saltó elevándose sobre el demonio. El carcelero chocó contra el bloque y los instrumentos de tortura cayeron al suelo con un estruendo metálico. El eldar cayó justo detrás del demonio. Kruulskan se dio la vuelta, tragó una bocanada de aire y lanzó una lengua de bilis ardiente directamente sobre Kelhedros. El eldar saltó de nuevo, pero esta vez se agarró a una de las muchas máquinas de tortura que colgaban del muro, moviéndose con agilidad entre las hojas y las puntas afiladas mientras el líquido inflamado se desparramaba por el suelo de la cámara.

Con la única mano que le quedaba, Kruulskan arrancó el bloque de acero y lo lanzó contra Kelhedros. El eldar dio un enorme salto mientras el acero chocaba contra el muro destrozando uno de los instrumentos de tortura. El suelo aún estaba inundado de líquido ardiente, de manera que Kelhedros siguió ascendiendo hasta agarrarse con una mano a una de las vigas del techo. Justo debajo del eldar, Kruulskan tomó impulso.

Con la mano que le quedaba libre, Kelhedros extrajo la daga negra. En aquel momento se sintió agradecido de que Alaric se la hubiera entregado. Era evidente que una hoja de acero convencional jamás habría sido suficiente para acabar con Kruulskan, pero el veneno de aquella daga podría terminar el trabajo.

Kelhedros se soltó de la viga y cayó sobre la espalda del demonio. Hundió la daga directamente entre las costillas. El eldar sintió como la hoja atravesaba la carne y se clavaba en el corazón. Kruulskan dio un alarido y comenzó a revolverse, intentando librarse del peso de Kelhedros. El eldar saltó de nuevo, cayó delante del demonio y lanzó un pie contra su cuello humeante. Acto seguido hundió la hoja directamente en el pecho de la criatura.

El corazón de Kruulskan se partió en dos. Unas llamas verdosas comenzaron a brotar de la boca y de la herida que le había infligido la daga envenenada. Kelhedros retorció la hoja negra para asegurarse de que el veneno hacía el máximo efecto posible. El fuego verde se volvió más intenso. El eldar se apartó y el cuerpo humano que había sido poseído por aquel demonio comenzó a deshacerse. La daga seguía clavada en el pecho de Kruulskan. El fuego verde la cubrió por completo.

—¡Te encontraré! —musitó Kruulskan. Aquellas palabras se perdieron entre el torrente de llamas—. ¡Regresaré de la disformidad y no descansaré hasta encontrarte, maldita sombra!

Kelhedros arrancó del cuello del demonio una cadena con una enorme llave de bronce. Acto seguido abandonó la cámara justo cuando el cuerpo que el carcelero había poseído explotaba en medio de una nube de fuego verde.

* * *

Regimaiah Corazón de Acero acabó con dos asesinos gemelos conocidos como la Melodía de Sangre. Aethelian, el Martillo Implacable, sostenía un garrote en cada una de sus tres manos mientras aplastaba el cráneo del comandante Thaall, un antiguo oficial del ejército de Scathach caído en desgracia y castigado a luchar en los coliseos. El suplicio del comandante terminó súbitamente cuando su masa cerebral quedó esparcida por el mármol del primer nivel de la pirámide.

Junto a él también murió Sokramanthios el Erudito, un mutante que echaba fuego por la boca y que acababa de ser derrotado por una alianza espontánea entre Murkrellos el Venenoso, campeón de Thurgull, y el Cazador de Pieles. Xian’thal, que vestía una compleja armadura y luchaba con dos espadas unidas por una cadena, estaba rodeado por un grupo de mutantes rabiosos que intentaba hacerlo caer al suelo para descuartizarlo. Xian’thal consiguió decapitar a seis de ellos en pocos segundos, pero no pudo evitar ser empalado por Crukellen, quien le atravesó el cuerpo con una lanza de hueso.

Gearth acabó con Furanka, el Sabueso Rojo, clavando un par de espadas cortas en la espalda de la bestia mutante. La multitud no sabía el nombre de aquel gladiador, pero adoraban la expresión de felicidad salvaje que le teñía el rostro.

Alaric acabó sin piedad con un esclavo humano y esquelético que se abalanzó sobre él con una daga en la mano. El caballero gris golpeó con la bota en el cráneo de su enemigo con tanta fuerza que le destrozó el rostro. Ya estaba muerto antes de tocar el suelo. Alaric se detuvo un momento, mirando fijamente aquel cadáver mientras los demás campeones se masacraban los unos a los otros. En las gradas hubo quien pensó que Alaric el Traicionado se había ido, que su espíritu se había hundido, pero justo en aquel momento, Lethlos, el hijo de Khouros, saltó sobre él. El caballero gris aplastó la cabeza del campeón contra el mármol, apretándola con fuerza hasta que tres de sus ojos se salieron de las cuencas oculares.

En los primeros minutos de la batalla, docenas de combates empezaron y murieron sobre la arena del coliseo. Las carreras de muchos gladiadores terminaron súbitamente pocos instantes después de haber comenzado. Algunos murieron con honor, otros encontraron una muerte vergonzosa a causa de una distracción o de una estocada por la espalda. Había quien mataba con el poder de la fuerza bruta, y quien lo hacía con destellos de habilidad, aunque también los había que mataban con golpes de suerte.

Los esclavos menores luchaban a los pies de la pirámide por ganarse el derecho de seguir a los verdaderos asesinos en el ascenso hacia la cima. Los esclavos de Venalitor estaban rodeados por un grupo de guerreros tribales con una mano de seis dedos marcada a fuego en el pecho. Erkhar y el orko de una sola oreja lideraban a los esclavos formando una extraña alianza. Luchaban para ganar tiempo, una lucha alternativa que estaba teniendo lugar a la sombra del combate principal.

La multitud comenzó a entonar una serie de himnos ancestrales que se elevaron sobre la arena. Los juegos de Vel’Skan no habían hecho más que empezar y ya se había derramado sangre suficiente como para inundar con ella los más majestuosos altares de Khorne. El baño de sangre al que estaban teniendo el privilegio de asistir ocuparía un puesto destacado en los anales de la historia de Drakaasi.