VEINTE
Los escaefílidos soltaron los amarres del Hecatombe y comenzaron a tirar de ellos, haciendo que el barco avanzara por la gorguera de una gigantesca armadura dispuesta boca abajo. En el interior de aquella enorme estructura, la oscuridad era total, rota tan sólo por los destellos rojizos de los ojos de miles de demonios alados que revoloteaban de lado a lado. El barco avanzaba penosamente por el sumidero de sangre que se extendía bajo Vel’Skan, donde confluían los desechos de los miles de sacrificios que se llevaban a cabo en los altares de la ciudad. Durante las temporadas de mayor fervor, el número de sacrificios era tal que la sangre llegaba a inundar las zonas más antiguas de la ciudad. Para los habitantes de Vel’Skan no había mejor presagio que el hecho de que la sangre de los sacrificados alcanzara las marcas talladas en la armería de la ciudad, y en los albores de la batalla por el título de campeón de Drakaasi la marea de sangre había cubierto esas marcas por completo.
El Hecatombe llegó hasta la prisión, una gigantesca maraña de puntas de bronce y hojas de acero que una vez fue un descomunal instrumento de tortura. Estaba situada justo debajo del coliseo de Vel’Skan y albergaba a todos los esclavos de la ciudad, entre los que se encontraban muchos de los supervivientes de la caballería acorazada de Elathran.
El navío de Venalitor quedó amarrado en los muelles para evitar que los esclavos del duque se mezclaran con los del coliseo de Vel’Skan. El propio Venalitor abandonó la nave acompañado por su guardia de honor de escaefílidos, elegidos de entre los más valerosos guerreros de aquel pueblo insectoide del que Drakaasi apenas sabía nada.
Muchos de los esclavos se afanaban llevando a cabo entrenamientos de última hora, o seleccionando las armas que usarían en la arena. Otros rezaban. Algunos incluso lloraban desconsolados convencidos de que el final estaba cerca, y de que se disponían a encontrar la muerte bajo la ávida mirada de los espectadores del coliseo. Los orkos estaban inusualmente tranquilos. Su líder, el orko de una sola oreja, los había estado arengando durante horas en la lengua primitiva de aquellos seres repugnantes. Pocos esclavos sabían que Alaric tenía planeado escapar, y muy pocos eran conscientes de la locura que los esperaba cuando consiguieran huir del coliseo. Pero lo que sí sabían es que a Venalitor no le importaría verlos a todos muertos, siempre y cuando eso ocurriera sobre la arena de Vel’Skan.
* * *
—Estoy preparado, juez —dijo Haggard—. Yo también lucharé.
—Sabía que lo harías —contestó Alaric—. Al igual que sé que no hay nada que pueda hacer para evitarlo, ¿no es así?
—¿Acaso no quieres contar con otro aliado más?
—Nos ayudaría mucho que siguieras con vida —afirmó el caballero gris—. Nadie sabe lo que ocurrirá ahí fuera, pero me atrevería a decir que cuando todo haya terminado, necesitaremos un buen matasanos.
—Nada de lo que ocurra ahí fuera importará si no lo conseguimos —contestó Haggard—. Yo también fui un soldado, y puedo luchar, aunque me sería de mucha ayuda si en algún momento pudieras conseguirme un arma de fuego; nunca he sido muy bueno con la espada.
—Veré qué puedo hacer.
Haggard ya había escogido las armas con las que saltaría a la arena: una espada y un escudo que estaban apoyados sobre el banco que el cirujano normalmente usaba para operar.
—Nunca volveré a intentar remendar a nadie sobre esta losa —declaró—. He estado encadenado a este maldito bloque durante años. Resulta difícil pensar que jamás volveré a tener a nadie desangrándose sobre este banco.
—En el Martillo de Demonios hay una cubierta médica —lo informó Alaric al recordar las imágenes de la nave que había visto en la mente de Raezazel—: autocirujanos, tejedores de sinteticarne, puede que incluso haya servidores médicos.
Haggard esbozó una leve sonrisa.
—No intentes convencerme, juez. Antes tenemos que llegar hasta allí.
—Y estoy seguro de que lo conseguiremos. Sólo te pediré una última cosa. La hoja que me extrajiste, ¿aún la conservas?
—¿La espada? Sí, aún la tengo.
—Entonces voy a necesitarla.
—Como arma no te será muy útil, juez, es poco más grande que una daga.
—No la necesito para luchar.
—Muy bien.
Haggard metió la mano en uno de los bolsillos del delantal y extrajo un objeto cuidadosamente envuelto en uno de los fragmentos de tela que empleaba como vendas. El cirujano se lo entregó a Alaric.
—Tengo la impresión de que está envenenado —le advirtió Haggard—. Supongo que tu cuerpo de marine espacial será inmune, pero me temo que yo no habría tenido tanta suerte.
Alaric deshizo la envoltura. Dentro estaba la hoja de metal que Haggard le había extraído del pecho después de la revuelta de Gorgath. El caballero gris recordó que la herida que aquella hoja le había infligido aún no había sanado por completo, y cuando lo hiciera, quedaría una cicatriz bien visible. Era un fragmento de metal de color negro verdoso del que aún goteaba el veneno. Haggard tenía razón, sin el metabolismo modificado de un marine espacial aquella sustancia tóxica habría acabado con él. Alaric podía haber muerto una docena de veces en Drakaasi, pero acabar con un marine espacial no era tarea sencilla.
—¿Qué es lo que tienes pensado hacer con ella?
—Ese secreto me lo guardaré para mí mismo, si no te importa —contestó Alaric.
—Comprendo, eso no es asunto mío. —Haggard comprobó la distribución del peso de la espada que había escogido. No era una mala elección para tratarse de un guerrero con poca experiencia: un arma corta y de hoja ancha, pensada para dar estocadas rápidas. No le serviría de nada si tenía que enfrentarse cuerpo a cuerpo contra alguien mejor entrenado, pero era perfecta para atravesar el estómago de un enemigo desprevenido—. Cuando llegue el momento, Alaric, ¿me buscarás entre la multitud?
—Es imposible saber si podré hacerlo —contestó el caballero gris—. Lo intentaré, pero todo va a ser demasiado caótico como para prometer nada.
—Al menos no os vayáis de este planeta sin mí.
—Todos saldremos de aquí, Haggard, y si alguien cree que tú no debes estar entre nosotros, tendrá que enfrentarse a mí.
—Lo sé… Pero ya me abandonaron una vez, en Agripina. Si eso vuelve a ocurrir, será el fin. Yo mismo me quitaré la vida con esta espada.
—Eso no será necesario. Al menos, eso sí te lo puedo prometer. Ahora yo también tengo que buscar un arma, mi hacha se quedó clavada en un guardia ophidiano en Gorgath.
—Elige sabiamente, Alaric. Te harán luchar contra los mejores. Ahora eres una estrella y quieren ver espectáculo.
—Puedes estar seguro de que vamos a dar espectáculo —afirmó Alaric—, pero no será el que ellos esperan ver.
* * *
Con unos ojos que parecían echar llamas y una piel ardiente, los carceleros eran el terror de la prisión de Vel’Skan. Seres crueles y calculadores que trataban a los prisioneros como objetos a los que moldear mediante el miedo y la brutalidad hasta convertirlos en carnaza para los coliseos. El líder de los guardias, un ser enorme llamado Kruulskan, con un rostro deforme que recordaba al hocico de un cerdo, dio orden de llevar a los prisioneros a las cámaras de preparación.
El eco de la multitud que aguardaba en el coliseo llegaba hasta los oídos de los gladiadores. Cientos de miles de voces se alzaron entonando un himno de sangre y violencia. En aquel mismo momento, la sangre empezó a gotear por los muros, empapando el suelo de arena; era el resultado de los sacrificios previos al gran combate. Los gritos de los sacerdotes se elevaban sobre el fervor de la multitud. Estaban interpretando las palabras de Khorne mediante las figuras que la sangre dibujaba sobre la arena y comunicando a los graderíos los designios del Dios de la Sangre. Aquél era un sonido muy familiar para la escoria que llenaba el coliseo de Vel’Skan, pero jamás aquellas criaturas lo habían oído elevarse con tanta nitidez, la sangre jamás había goteado por los muros de bronce y por las hojas de acero como aquel día.
Las cámaras de preparación contenían la colección de armas de la prisión, de entre las que los látigos y las hojas curvas eran la elección preferida. Los soldados de Hathran escogieron las espadas que más se parecían a aquellas con las que habían luchado sus predecesores, las tribus guerreras de un mundo que jamás les había parecido tan lejano. El resto de los esclavos, muchos de ellos ciudadanos imperiales apresados en incursiones llevadas a cabo a través del Ojo del Terror, intentaban equiparse con cualquier cosa que pareciera útil.
Muchos de esos esclavos jamás volverían a atravesar las puertas de aquellas cámaras, nunca más volverían a sufrir la ira del látigo de Kruulskan. O bien conseguían escapar o bien morirían sobre la arena. No les quedaba más remedio que confiar en el marine espacial, aunque muchos culpaban a los caballeros grises del desastre de Sarthis Majoris. Sin embargo, Alaric era el mejor aliado que podrían encontrar en todo Drakaasi. Era su única oportunidad.
—¡Ahora vais a morir! —gritó Kruulskan al tiempo que hacía restallar el látigo—. ¡Los más afortunados de entre todos vosotros morirán aquí y ahora! ¡Regocijaos, pues la muerte es vuestro sirviente! ¡Dadle la bienvenida! ¡Adorar a Khorne, vuestro señor, y preparaos para morir por él!
Kruulskan estaba exultante. Contemplar a aquellos hombres y mujeres condenados mientras se preparaban para entretener a los más poderosos habitantes de Drakaasi parecía causarle una enorme satisfacción.
Sin embargo, algunos de aquellos esclavos, los pocos que sabían lo que se avecinaba, se limitaban a esperar pacientemente a que el verdadero espectáculo diera comienzo.
* * *
Uno de los escaefílidos se acercó hasta Alaric y le ordenó que descendiera a la cubierta inferior. El caballero gris no tuvo más remedio que seguir a aquella criatura, pues sabía que aquél no era el mejor momento para levantar ningún tipo de sospecha. Fue llevado hasta la armería que había bajo la cubierta de los esclavos y recibió la orden de prepararse.
Alaric era famoso, y alguien como él tenía que tener un aspecto que lo diferenciara de los demás. Había perdido todo su equipo en Gorgath, pero no iba a sustituirlo con la armadura oxidada de un esclavo. En el coliseo de Vel’Skan portaría la nueva armadura del Traicionado.
—En este momento se me ocurren muchísimas preguntas —dijo Alaric.
—Sin embargo, te queda muy poco tiempo —contestó el herrero.
Exactamente igual que cuando Alaric lo vio en Kharnikal por primera vez, el herrero estaba trabajando sobre un yunque, engarzando los eslabones de una cota de malla con un par de tenazas que refulgían al rojo vivo. La forja se encontraba en una de las muchas cámaras ocultas en las entrañas del casco del Hecatombe. La silueta del herrero se perfilaba sobre la luz rojiza. Justo al lado tenía el peto de una magnífica armadura, con decenas de placas móviles entrelazadas como el caparazón de un insecto. Por el tamaño de aquella armadura, resultaba obvio que sólo podía haber sido concebida para Alaric.
—¿Quién eres?
—Soy tú —contestó el herrero—. Si llega el día en que te rindas. El hombre se dio la vuelta y Alaric reconoció al instante las cicatrices quirúrgicas y el caparazón negro bajo la piel del pecho.
—Eres un astartes.
—No —contestó el herrero mientras sonreía, dejando entrever unos dientes blanquecinos—. Hace tanto que dejé de ser un marine espacial que el tiempo ya ha perdido todo significado. Pero aun así soy como tú. Yo también fui capturado hace tiempo por uno de los señores de este planeta. Ahora ese señor está muerto, pero sigo siendo un sirviente. —El herrero se miró las manos, destrozadas tras años de trabajo en el yunque—. Estas mismas manos forjaron las armas que mataron a tus camaradas en Sarthis Majoris. Yo soy tu enemigo. Me mantienen con vida porque mis habilidades son demasiado valiosas. Soy un sirviente del Caos que no se diferencia en nada de cualquiera de los sacerdotes de Khorne. Ya no soy un astartes.
—¿A qué capítulo pertenecías?
El herrero levantó la vista para mirar a Alaric. En aquel viejo rostro abrasado aún quedaba algo de espacio para la compasión, aunque parecía que durante mucho tiempo no había reflejado nada más que desesperación. La humanidad de aquel rostro se había ido erosionando hasta que sólo quedó un leve atisbo de ella en lo más profundo de los ojos.
—No lo recuerdo —contestó—. Pero el Martillo, ¿es real?
—Sí, lo que me dijiste en Gorgath era verdad. El Martillo está en este planeta, y es una nave.
El rostro del herrero pareció descomponerse. Era como si hubiera perdido la capacidad para mostrar cualquier expresión de satisfacción.
—¡Una nave! ¡Claro! ¡No es ningún artefacto mágico, es una nave! De todas las armas que podían permanecer escondidas en Drakaasi ésa es la que más daño podría hacerle a este planeta. —Los ojos del herrero se habían iluminado—. Hasta ahora no había oído más que leyendas, pero esto es diferente. ¿Aún conservas el arma que te di en Gorgath?
—No. Intenté escapar, pero fui capturado de nuevo y la perdí.
—Es una pena, estaba realmente orgulloso de ella.
—Si te sirve de consuelo, me ayudó a matar a un buen número de hombres.
—En ese caso, al menos no fue un trabajo inútil. —El herrero señaló hacia la armadura que había junto a él—. Te han enviado aquí para que te la entregue.
—Hay mucha gente ansiosa por saber si conseguiré sobrevivir ahí fuera, supongo que así les resultará más fácil reconocerme entre la multitud.
—Éste ha sido mi mejor trabajo —afirmó el herrero—. He esperado durante mucho tiempo a que llegara alguien como tú. No se trata de proteger al guerrero, cualquier trozo de metal oxidado puede cumplir esa función, la maestría reside en reproducir a la perfección la forma del soldado que la porta, en crear una segunda piel de metal que sea una proyección del propio guerrero, el rostro con el que se mostrará ante el mundo. Forjar una armadura es un arte, caballero gris, y ese arte es lo único que me ha ayudado a no caer en el olvido.
—¿Fue Venalitor quien te ordenó que la hicieras? —preguntó Alaric mientras comprobaba cómo las placas de la armadura se deslizaban unas sobre otras como las escamas de una serpiente.
—No —contestó el herrero—. Él tan sólo me ordenó que hiciera una armadura para ti, pero esto es mucho más que una simple armadura.
—¿Vendrás con nosotros?
—No, caballero gris, no puedo. Estoy obligado a servir aquí eternamente. Ya ni siquiera recuerdo lo que es la rebeldía. La servidumbre es precisamente lo que me ha permitido ayudarte al forjar esta armadura.
—¿Eres consciente de lo que le ocurrirá a este mundo cuando encontremos el Martillo?
—Por supuesto —contestó el herrero—. Y estoy ansioso por que llegue el momento.
Alaric comenzó a ponerse la armadura. Se ajustaba a la perfección a todos y cada uno de los músculos del marine espacial, como si fuera una parte de él con la que se había reunido después de mucho tiempo.
—En ese caso, me temo que ésta será la última vez que nos veamos —dijo Alaric mientras terminaba de ajustarse el peto.
—Sí, así es.
—Tu ayuda ha sido algo inestimable.
—Yo no he hecho nada, caballero gris, después de todo tú eres el martillo, no yo.
Alaric terminó de colocarse la armadura. Era como tener una segunda piel. Después de haberse ajustado las grebas de las piernas, el caballero gris levantó la vista y vio a varios de los escaefílidos de Venalitor. Lo esperaban para escoltarlo de vuelta a la cubierta de prisioneros.
—¿Crees que te servirá de algo, astartes? —preguntó una de aquellas criaturas.
—Estoy seguro de ello —contestó Alaric.
—Entonces ha llegado la hora.
Alaric se volvió, pero el herrero ya se había dado la vuelta. Ahora martilleaba afanosamente la hoja de una espada sin terminar.
Justo en aquel momento, uno de los escaefílidos empujó a Alaric. El herrero desapareció.
* * *
—Ya ha comenzado —dijo Alaric.
Los esclavos de Venalitor aguardaban en una enorme cámara bajo los graderíos del coliseo, vigilados por los escaefílidos y por soldados de la Guardia Ophidiana. Casi con toda seguridad los habían destinado allí para asegurarse de que Alaric no iniciaba otra revuelta.
—Eso parece —asintió Kelhedros. El eldar llevaba su característica armadura verde y tenía dos espadas enfundadas a la espalda para recurrir a ellas en caso de que la espada sierra no fuera suficiente.
—Entonces deberías ponerte en marcha.
Los esclavos habían sido llevados desde la cubierta superior del Hecatombe directamente a las entrañas del coliseo. Aquella construcción, incrustada en el bosque de espadas y lanzas de Vel’Skan, era una esfera gigantesca erizada de hojas afiladas. Los escaefílidos se situaban a ambos lados del pasaje que llevaba hasta la arena, hostigando a los prisioneros para que siguieran avanzando.
—¿Sigues creyendo que es mejor que vaya solo?
—Eres experto en colarte en lugares en los que no deberías estar —dijo Alaric—. Eres el único que puede hacerlo.
—Muy bien —asintió Kelhedros—. Pero no puedo prometerte nada, humano.
—No espero que lo hagas, eldar, pero aún hay una última cosa.
—Sea lo que sea, que sea rápido.
—Usa esto. —Alaric le entregó a Kelhedros la hoja oscura que estuvo a punto de acabar con él.
—¿Esto? —preguntó el eldar, mirando con desprecio aquel fragmento de metal poco más grande que una daga—. Creo que la espada sierra será mucho más efectiva.
—Esta hoja está envenenada —dijo Alaric—. Créeme, la necesitarás, pero asegúrate de dejarla en la herida para que el efecto sea mortal.
Kelhedros no respondió. Miró a su alrededor para estudiar los movimientos de los escaefílidos. Acto seguido cogió la hoja envenenada y desapareció saltando al canal que discurría junto a los pies de los esclavos. Ningún escaefílido se percató. Sea lo que fuere lo que enseñaban a los eldar en la Senda del Escorpión, resultaba evidente que una parte importante del entrenamiento consistía en moverse sigilosamente sin ser descubierto. Alaric ni siquiera oyó el ruido de Kelhedros al caer sobre el canal de sangre. El eldar había desaparecido sin dejar rastro.
Alaric se movía en medio de la marea de esclavos que avanzaba por los pasadizos horadados en las entrañas del coliseo. El estruendo de la multitud se hacía cada vez más y más fuerte. Estaban cantando, dedicando himnos a Khorne o gritando insultos a las facciones contrarias, aclamando a los señores del planeta y reclamando su dosis de sangre con impaciencia. Alaric agarró con fuerza la empuñadura de la espada con la que había decidido luchar. No tenía ni la más mínima idea de qué les estaría esperando en la arena, pero sabía que cualquier esclavo que quisiera escapar de Drakaasi iba a tener que sobrevivir a ello.
De pronto, la luz apareció al final del pasadizo. Después de la oscuridad reinante en el Hecatombe, aquella claridad resultaba cegadora. Los esclavos que avanzaban delante comenzaron a saltar a la arena, deslumbrados y aturdidos.
Alaric los siguió hacia el exterior. El clamor de la multitud se elevó enfervorizado cuando el caballero gris saltó al coliseo de Vel’Skan.
La multitud clamaba enloquecida. Llevaban mucho tiempo esperando aquel momento. Habían acudido allí sólo para ver a Alaric el Traicionado. Y ahora, por fin, iban a tener el privilegio de verlo morir.