DIECINUEVE

DIECINUEVE

Diez mil soldados de Vel’Skan murieron a espada en la plaza de armas más grande de la ciudad. El interior del gigantesco escudo comenzó a llenarse de sangre a medida que los cuerpos se deslizaban sobre las hojas de acero intentando contener el sufrimiento para no gritar de dolor. Ni uno solo de ellos lo hizo, y en medio de un silencio perfecto y disciplinado, diez mil vidas se apagaron para ungir con sangre el espectáculo más grandioso de Vel’Skan.

Finalmente, el último cuerpo dejó de moverse. Los hábitos de los sacerdotes de Khorne se fueron empapando de sangre mientras los diáconos se movían entre los miles de sacrificados. Avanzaban por aquel mar de sangre sosteniendo entre las manos las hojas ceremoniales y examinando con detenimiento las entrañas expuestas de los cuerpos sin vida. Calculaban el ángulo en el que la espada había perforado la carne. Levantaban los visores de los cascos para ver la expresión que había quedado grabada en los rostros de los mutantes en el momento de morir. Debatieron durante largas horas, hasta que las nubes de insectos cayeron sobre los cadáveres y la sangre comenzó a coagularse formando extrañas figuras sobre la superficie del gigantesco escudo de bronce.

Finalmente, los sacerdotes se reunieron al borde del broquel, donde debatieron durante horas. Algunas veces discutían, otras, los más venerables se dirigían a los demás mientras algunos lamían ociosamente la sangre que aún goteaba de las hojas ceremoniales.

Después de mucho tiempo llegaron a una conclusión. Uno de ellos, el más anciano, fue el encargado de llevar la noticia al palacio de lord Ebondrake, el gigantesco cráneo atravesado por una enorme daga que se alzaba imponente sobre la ciudad.

Los augurios se habían mostrado favorables. La marea de sangre que se avecinaba sería tal que ni siquiera lord Ebondrake y todos los ejércitos de Drakaasi podrían detenerla. Todos y cada uno de aquellos diez mil cuerpos vaticinaban sangre y muerte en una escala inconcebible.

Khorne había sonreído sobre la ciudad que nació de la guerra. Los juegos de Vel’Skan podían dar comienzo.

* * *

Les quedaba poco tiempo. Calculaban que en menos de una hora los llevarían al coliseo de la capital de Drakaasi, y entonces sería demasiado tarde. Por esa razón se reunieron en una de las celdas vacías del Hecatombe, con varios hombres montando guardia en caso de que los escaefílidos fueran a buscarlos armados con sus temibles látigos. El hecho de que tantos esclavos se reunieran en un mismo lugar era motivo más que suficiente para ser encerrados en celdas de aislamiento.

—Tú —dijo el cabo Dorvas.

—Sí —contestó Alaric—. Yo.

Dorvas era el superviviente de más alto rango de la caballería acorazada de Hathran, cuyos pocos supervivientes también habían sido llevados a Drakaasi. Aquellos soldados habían sido arrastrados de coliseo en coliseo, hostigados y maltratados hasta que sólo sobrevivieron los más curtidos, los que lord Ebondrake consideraba aptos para la arena. Dorvas era un hombre delgado y de rasgos finos. El único ojo que le quedaba se mostraba velado y abatido. Aún vestía lo poco que le quedaba de la ropa reglamentaria, lo que contrastaba con los cuchillos improvisados que portaba en una cinta atada alrededor del pecho.

—Tú nos mataste —dijo Dorvas—. Aniquilaste a muchos de nosotros en el Azote.

—Lo hice —asintió Alaric—. Estuve a punto de sucumbir ante Khorne, pero ahora he vuelto.

—Muchos de nosotros perdimos la fe al ver como un marine espacial se convertía en nuestro enemigo. Primero abandonaste tu puesto en la Colina Blanca, y después te convertiste en nuestro verdugo en el coliseo. —Dorvas hablaba con un tono sincero, pero albergaba tanta ira en su interior que aquellas palabras casi lo hacían temblar.

—Puedes odiarme si lo deseas, cabo. O puedes dejar de lado ese odio durante unas horas y cooperar con nosotros. Si lo haces, te garantizo que tendrás una oportunidad de salir de este planeta.

Dorvas se sentó de nuevo y contempló como el resto de esclavos se iban reuniendo en el interior de la celda. Erkhar, el antiguo capitán de la Armada, convertido ahora en un fervoroso creyente, se sentaba junto a Alaric. Al otro lado estaba Gearth, quien incluso ante los ojos de un extraño parecería un verdadero psicópata, un asesino cruel y despiadado. Haggard, el cirujano, y Kelhedros, el eldar, completaban el grupo que pretendía liderar la huida de los esclavos del Hecatombe. Alaric no podía imaginar lo que sentiría un extraño al contemplar un clan tan variopinto. El mero hecho de que un marine espacial y un eldar compartieran una celda sin tratar de matarse mutuamente ya era un hecho más que destacable.

—¿Qué posibilidades tenemos? —preguntó Dorvas, intentando dar a entender que no estaba impresionado.

—No te habría arrastrado hasta aquí si esto fuera una misión imposible —intervino Kelhedros.

—Tienes suerte de que no te matara en cuanto posaste tus repugnantes manos alienígenas sobre mí —le espetó Dorvas.

—Entonces comprenderás por qué me he visto obligado a recurrir a métodos tan poco ortodoxos.

Kelhedros era el único en quien Alaric confiaba para entrar y salir del Hecatombe sin ser detectado, por eso le había ordenado arrastrar a Dorvas, con los ojos vendados, hasta la cubierta inferior del barco.

—Entonces, ¿cuál es el plan? —preguntó el soldado.

—Matarlos a todos —contestó Gearth con una sonrisa burlona.

—¿Eso es todo? —preguntó de nuevo el cabo.

—Es un poco más complejo que eso —matizó Alaric—. Pero básicamente sí. Con la ayuda de los esclavos del coliseo de Vel’Skan podemos desencadenar una revuelta. Si conseguimos hacerlo durante los combates, la confusión será tal que la multitud puede convertirse en un arma invencible, pero debemos saber cómo usarla en nuestro beneficio.

—Ya he oído algo parecido —dijo Dorvas—. Dicen que fue un marine espacial quien desató el levantamiento de Gorgath, y dado que no hay muchos astartes en este planeta, eso me lleva a pensar que el hostigador fuiste tú. Pero incluso aunque estés en lo cierto, muchos de los esclavos del coliseo aún recordarán esa revuelta. Todos lo que tomaron parte en ella acabaron muertos. Aunque consigamos rebelarnos no podremos hacer nada contra la Guardia Ophidiana.

—El pez gordo asegura que tiene un plan para eso —interrumpió Gearth—. Aunque parece que no quiere revelar muchos detalles.

—El temor a que una revuelta sea sofocada es lo que nos mantiene prisioneros aquí —intervino Erkhar—. A nosotros y a todos los demás esclavos de Drakaasi. Si queremos superar ese miedo, Alaric, necesitamos saber que al menos tendremos una oportunidad de sobrevivir después de escapar.

—Exacto —recalcó Gearth—. A nuestro guerrero de oro no le importaría morir por el Emperador llevándose consigo a unos cuantos señores de Drakaasi, pero a algunos de nosotros nos gustaría disfrutar de nuestra merecida libertad al menos durante un tiempo.

Todos los ojos se posaron sobre Alaric. Gearth tenía razón. El caballero gris era quien había orquestado aquella revuelta, y había llegado el momento de decir la verdad.

—¿Quién de vosotros ha oído hablar de Raezazel el Malicioso? —preguntó.

* * *

Raezazel ya era un ser ancestral mucho antes de que los hilos del destino tejidos por Tzeentch lo atraparan entre sus redes.

El demonio pasó miles de años al servicio de Tzeentch, aunque por supuesto jamás llegó a servirle completamente, pues el Dios de la Mentira no recurría a cosas tan mundanas como dar órdenes. Raezazel manipulaba, vertía medias verdades en la mente de amigos y enemigos con el fin de que convergieran en algún punto del espacio y del tiempo que Tzeentch había previsto con milenios de antelación.

En ocasiones, el Tejedor de Destinos se dignaba comunicarse con la mente de sus sirvientes. Aquello suponía un gran honor, aunque también era algo muy temido, pues aquel dios siempre mentía. También significaba que Tzeentch estaba tan disgustado como para degradarse hasta el punto de hablar con sus seguidores.

Tzeentch requería almas, nuevos sirvientes, quizá, o puede que más bien fueran carnaza. Marionetas a las que encerrar en el laberinto de la disformidad para así poder contemplar su sufrimiento mientras sonreía con mil bocas. Fuera como fuese, Tzeentch anhelaba almas, y cuanto más justas fueran, mejor. Cuanto más férrea fuera la fe que aquellos hombres tenían en el emperador cadáver, el falso dios inhumado en Terra, más dulce serían el terror y la locura.

Raezazel el Malicioso era el encargado de encontrar esas almas y entregárselas a Tzeentch. Las razones por las que las reclamaba no eran incumbencia del demonio. Posiblemente, Tzeentch ni siquiera las necesitara. Aunque quizá el mero hecho de abducirlas iniciara alguna sucesión de eventos inconcebiblemente compleja que Tzeentch había decidido poner en marcha. La razón de aquel anhelo no importaba. Tzeentch se manifestaba ante Raezazel en sueños, y le hablaba con mil voces diferentes acerca de la necesidad de encontrar más almas inocentes. Eso era todo lo que importaba.

En el pasado, Raezazel había adoptado infinidad de formas. Resultaba impropio de una criatura como él mantener el mismo aspecto durante demasiado tiempo. Pero por Tzeentch decidió adoptar un rostro lleno de mediocridad. Raezazel se convirtió en humano. Hizo que aquella nueva apariencia rebosara hermosura y carisma. Y haciendo gala de la ironía que tanto complacía al Dios de la Mentira, Raezazel hizo que aquella figura se rodeara de un halo de verdad. Así, el demonio descendió a un conjunto de mundos olvidados donde se autoproclamó como profeta. Durante años revoloteó entre mundos perdidos seduciendo a los hombres que allí habitaban. No fue tarea fácil. Muchos de aquellos humanos eran misioneros del Culto Imperial, y tacharon de hereje a Raezazel el Profeta, instando a la población a tomar las armas y a quemarlo en la hoguera. Hubo incluso quien aseguró que el profeta era en realidad un demonio de la disformidad, enviado al espacio real para tentar a los hombres. Para Raezazel fue motivo de sumo placer ver que algunos de ellos, cegados por el odio y la ira, se habían topado de lleno con la verdad.

Raezazel era demasiado grandioso para sucumbir ante las llamas y la cólera que la multitud atizó en su contra. Por cada ciudadano temeroso del Emperador que quería acabar con él, había dos o tres que miraban directamente al vacío del universo intentando encontrar algo más profundo en las promesas del demonio. Y así, el culto de Raezazel el Profeta creció y se hizo fuerte. Sin responder a ninguna orden suya, cientos de predicadores comenzaron a difundir su palabra. Pronto, nobles y gobernadores empezaron a caer bajo la fuerza del hechizo, pues ellos conocían mejor que nadie la futilidad de la existencia humana y anhelaban obtener algo más de aquella realidad vacía.

Fue entonces cuando Raezazel ideó la Tierra Prometida. Allí, los fieles que lo siguieran quedarían libres de todo sufrimiento y de todo odio. No habría más recaudadores de diezmos, nadie se vería amenazado por la sombra de la pobreza. No habría predicadores convirtiendo en pecado los pensamientos más inocentes. No habría leyes basadas en el miedo. En la Tierra Prometida, todos serían libres.

Así, los cultistas se hicieron con una nave, y emplearon todos los recursos del culto con el único fin de adaptarla para viajar a través de la disformidad, convirtiéndola en el hogar de miles de fieles. En sus entrañas se erigió un altar en honor a Raezazel. También se construyeron infinidad de templos y basílicas dedicadas a santos y a espíritus sagrados nacidos en las mentes de los cultistas, sin que el propio demonio los hubiera ideado. Y aquella nave se convirtió en una tierra sagrada, en un arca celestial que era a la vez un símbolo de salvación y un medio para alcanzarla.

Un día, cuando la nave estaba a punto de ser bendecida, Raezazel les contó a sus seguidores cómo llegar a la Tierra Prometida. Su destino sería la gran tormenta disforme del Ojo del Terror, una herida supurante en medio de la oscuridad de la noche espacial. Allí, escondida entre los mundos corruptos del Ojo, había una grieta abierta en medio de la crueldad del universo a través de la cual llegarían a su destino. El Ojo del Terror era una prueba de fe, un símbolo del miedo que los fieles tendrían que sufrir para probar que sus almas eran lo suficientemente decididas como para ganarse la entrada en la Tierra Prometida. Si conseguían pasar aquella prueba, el Emperador los estaría esperando al otro lado, y podrían llevar una vida de dicha y felicidad durante toda la eternidad.

La nave despegó. Raezazel iba a bordo, regodeándose en la gloria del altar erigido en su honor y burlándose de aquella congregación con cada nueva promesa que les hacía. Cuando llegaron al Ojo del Terror, quizá por casualidad o quizá por la inescrutable voluntad de Tzeentch, las tormentas que asolaban la disformidad amainaron. Así, la nave pudo navegar por el espacio hasta llegar a un corte brillante que desgarraba la realidad, una abertura detrás de la cual Tzeentch esperaba para torturar y atormentar las almas de los miles de peregrinos que adoraban a Raezazel.

Sin embargo, aquellos peregrinos eran humanos, seres propensos al error. El sistema de navegación de la nave no detectó uno de los muchos mundos que flotaban a la deriva por el Ojo del Terror, moviéndose a merced de las tormentas de la disformidad. Cuando la nave salió de la disformidad, uno de aquellos planetas se cruzó en su trayectoria, y quedó atrapada por la inmensa fuerza del campo gravitacional que la atrajo indefectiblemente hacia la superficie.

Los peregrinos gritaban despavoridos. Raezazel montó en cólera. Jamás había estado tan cerca de cumplir la voluntad de Tzeentch. Si hubiera conseguido entregar todas aquellas almas a su dios, a buen seguro habría sido recompensado con un puesto privilegiado que le habría permitido comprender mejor el gran misterio del universo. Pero ahora aquel plan se había visto truncado por una cuestión técnica, imprevista y mundana. Raezazel permaneció en la nave y recurrió a la hechicería para intentar retomar el rumbo, pero los poderes del demonio resultaban inútiles contra la gravedad de todo un planeta.

A través de la ventana de observación, los peregrinos contemplaron la enorme estrella de ocho puntas horadada de la superficie del planeta, una gigantesca cicatriz de ríos y canales llenos de sangre. En aquel momento, muy pocos se dieron cuenta del terrible destino al que el profeta los había condenado.

Finalmente, la nave se estrelló sobre una de las ciudades. El navío resultó ser muy resistente, de modo que la estructura se mantuvo prácticamente intacta, aunque no pudo decirse lo mismo de las miles de almas que viajaban en el interior. La locura y el baño de sangre que se desencadenó a continuación fueron de tal magnitud que el eco de la muerte se extendió por todo el planeta. Raezazel consiguió escapar de la nave y esconderse entre los callejones ensangrentados de una de las ciudades. Poco después sería desafiado y derrotado por el joven campeón Venalitor.

Ésa era la verdad que Alaric consiguió extraer de la memoria iracunda del demonio.

El nombre de aquel planeta era Drakaasi.

El nombre de la nave era Martillo de Demonios.

Poco después de que el conciliábulo de esclavos se disolviera, Alaric encontró al teniente Erkhar en el pequeño templo oculto en las entrañas del Hecatombe. Erkhar se encontraba solo. El resto de fieles permanecían en algún otro lugar, rezando en silencio y suplicando misericordia ante la crueldad que estaba a punto de desatarse en los juegos de Vel’Skan. El teniente estaba de rodillas, con la cabeza inclinada frente a la cabeza de piedra que los fieles utilizaban como altar.

—Sé cómo te sientes —dijo Alaric después de un largo silencio—. Intentas escuchar la voz del Emperador y distinguir sus palabras entre la confusión de tus propios pensamientos. Él está ahí dentro, en algún lugar, pero es la disformidad la que debe encontrarlo.

Erkhar levantó la cabeza. Parecía no haberse percatado de que Alaric estaba allí.

El caballero gris se acercó. Se dio cuenta de que el rostro de Erkhar estaba pálido y tenía una expresión adusta.

—¿Acaso no me crees?

—Ya no sé qué creer. Aún conservo mi fe, pero es una fe que ha cambiado.

—Sabes muy bien que lo que les he contado a los demás es cierto, Erkhar. El libro del que has sacado todos tus sermones lo encontraste en este planeta, ¿no es cierto? Creo que fue escrito por uno de los seguidores de Raezazel el Profeta. Cuando la mente del demonio entró en contacto con la mía pude verlo todo, y comprendí en qué consistía realmente el Martillo de Demonios. Después de todo no es ningún arma milagrosa, ni tampoco una metáfora de vuestro sufrimiento. Se trata de una nave, una nave que aún está ahí.

—¿De modo que todo aquello en lo que creemos no es más que el producto de la corrupción y de las mentiras urdidas por un demonio? —inquirió Erkhar. El teniente extrajo un libro de oraciones de la chaqueta del uniforme, un volumen ajado y envejecido por el paso del tiempo. Se lo entregó a Alaric.

El caballero gris comenzó a leerlo. Erkhar permaneció sentado, mirándolo. Alaric no podía imaginar cómo debía de sentirse después de ver como todo aquello en lo que creía se derrumbaba.

Aquel libro era el diario de bitácora de la nave, escrito por un capitán cuya mente estaba gobernada por el fervor religioso. La entrada de cada día estaba escrita como una parábola. El capitán describía la nave como una metáfora de la fe, y el periplo hacia la Tierra Prometida como un viaje del alma, lodos los pensamientos estaban descritos bajo la apariencia de sermones o himnos. Cualquiera que no supiera de la existencia de aquella nave habría pensado que el Martillo de Demonios no era más que una metáfora entre muchas otras.

—La fe no es una mentira —replicó Alaric—. ¿Cuántos de tus fieles habrían sobrevivido sin ella? ¿Cuántos habrían sido corrompidos?

—¿Qué te importa a ti eso? —le espetó Erkhar—. Tú nunca has creído. Jamás. Nosotros éramos un recurso de fe inagotable, esperando para ser explotado. ¿Y ahora ese demonio asegura que fue él quien trajo el Martillo hasta aquí?

—Yo mismo lo vi en el interior de su mente —afirmó Alaric—. Estaba tan claro como el sol de la mañana.

—¿Y cómo sabes que no es más que otra mentira? —Erkhar se puso en pie. Alaric acababa de decirle a aquel hombre que todo aquello en lo que creía no era más que una invención, y su incredulidad empezaba a convertirse en ira—. Puede que esto no sea más que otro truco del demonio para intentar acabar con nosotros, o quizá sea otra de las argucias urdidas por el Dios de la Mentira.

—Dudo mucho que el plan de Raezazel contemplara la posibilidad de no poseerme —dijo Alaric.

—Para ser alguien que se dedica a luchar contra los demonios parece que confías mucho en ellos. ¿Qué pruebas tienes de que el Martillo aún sigue aquí?

—¡Ninguna! —gritó Alaric, dejándose llevar por la frustración—. ¡No hay ninguna prueba! Pero esto es todo lo que tenemos. Creo saber qué es el Martillo, dónde se oculta y cómo puede sacarnos de este planeta. ¿Alguna vez has estado tan cerca de salir de aquí? Quizá todo esto sea una mentira, puede que el Martillo jamás haya estado aquí. O puede que esa maldita nave no esté en condiciones de volar, pero aun así es la mejor oportunidad que tendremos jamás. ¿Cuánto tiempo piensas esperar por tu Tierra Prometida, Erkhar? ¿Hasta que el último de vosotros esté loco o muerto?

Erkhar negó con la cabeza.

—Incluso ahora sigues intentando utilizarnos. Necesitas una tripulación, y mis fieles y yo somos lo más parecido a eso que has podido encontrar. Si no te sirviéramos para nada, dejarías que nos pudriéramos en este agujero.

—No —replicó Alaric—. Todos nosotros vamos a salir de aquí. Os necesito para pilotar el Martillo, es cierto, pero más que eso, os necesito para herir de muerte a Drakaasi. Piénsalo, teniente, si los mejores esclavos de este planeta desaparecieran delante de las narices de sus señores, y además en pleno apogeo de los grandes juegos, ¿cuáles serían las consecuencias? Piensa en el agravio que supondría para su dios. Piensa en las purgas que se producirían. Y si todo esto no te sirve, piensa en la expresión de sus rostros cuando se den cuenta de que hemos huido. Antes o después acabarás muriendo en este planeta, y tu cráneo será uno más de los muchos que yacen junto al trono de Khorne. Si tuvieras la más mínima oportunidad de evitar que eso ocurriera, ¿no sería tu deber intentar aprovecharla?

—Sobrevivir no es suficiente.

—Pero conseguirías derrotar a Khorne, ¿no sería eso más que suficiente?

Erkhar se derrumbó sobre el altar improvisado. Levantó la vista para mirar a Alaric mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Lo único que deseo es abandonar este lugar… lo deseo con toda mi alma… y ahora esa oportunidad por fin ha llegado… Pero ¿qué pasará si no fuera más que otra mentira? Ya ha habido muchas, juez, muchas mentiras sobre el Imperio, mentiras sobre el Emperador. Ahora descubro que han sido las mentiras de un demonio y la desesperación de un puñado de peregrinos condenados lo que nos ha traído hasta aquí. ¿Qué verdad puede haber en todo eso?

—Piénsalo de este modo —insistió Alaric mientras se agachaba para evitar que Erkhar se sintiera intimidado ante su imponente figura—. Si fracasamos, moriremos en este planeta. Pero yo siempre he creído que cuando muramos, el Emperador nos reclamará en el fin de los tiempos para luchar junto a él contra la oscuridad del universo. Pensándolo detenidamente no es un destino tan malo. Morir intentando herir el orgullo del Dios de la Sangre… En fin, por lo menos es una buena historia que contar a los otros fantasmas.

—Que el Emperador me perdone. Deseo salir de aquí. Deseo… deseo morir. No puedo ver sufrir a mis fieles ni un minuto más. No soy más que un hombre. Un santo resistiría. Un santo estaría dispuesto a convertirse en mártir con el único fin de demostrar a la galaxia lo que el Emperador y la fuerza de la fe son capaces de hacer.

—Un santo sacaría a sus seguidores de Drakaasi, los devolvería a la luz del Imperio y predicaría por toda la galaxia lo que hubiera aprendido —dijo Alaric—. Puede que no seas más que un hombre, Erkhar, pero todos nosotros lo somos. Si sobrevives, te convertirás en algo más. Si no conseguimos escapar, moriremos con honor, que es más de lo que muchos ciudadanos consiguen en toda su vida.

—Este planeta quedará herido de muerte —manifestó Erkhar—. ¿Lo juras?

—Lo juro, teniente. Si eres capaz de pilotar el Martillo de Demonios y sacarnos de aquí, este planeta jamás olvidará semejante humillación.

—Y nos iremos todos. Todo el que tenga sitio en la nave.

—Todos.

—Entonces cuenta conmigo.