Desde la cubierta del Hecatombe, Alaric contempló Vel’Skan por primera vez. El barco se adentraba majestuoso en la ciudad, saludado por los guerreros que se agrupaban a orillas del río de sangre.
A bordo, los esclavos se mantenían con la cabeza gacha, intentando seguir el ritmo marcado por el tambor del maestro escaefílido. Alaric, por el contrario, sólo deseaba ver lo que les aguardaba en aquella ciudad.
—Juez —lo llamó una voz desde detrás de él.
Alaric se volvió y vio a Haggard sentado junto a él. Parecía que aquel viejo matasanos había sufrido mucho últimamente. Tanto los ojos como la piel de aquel hombre tenían un color inusualmente pálido. Era evidente que también había luchado, pues mostraba varias cicatrices y heridas que él mismo se había tenido que curar. Venalitor estaba dispuesto a aprovechar a todos sus esclavos en la víspera de los grandes juegos de Vel’Skan.
—Es agradable tenerte de vuelta —dijo el cirujano.
—Gracias, Haggard.
—Porque… has vuelto, ¿verdad?
Alaric sonrió.
—Últimamente no he sido yo mismo. Venalitor envió a uno de sus demonios para que me poseyera. Intenté resistirme con todas mis fuerzas, pero esa resistencia me ha costado la cordura durante algún tiempo.
—Has hecho cosas terribles —dijo Haggard.
—Lo sé. Pero ya las hacía mucho antes de acabar en Drakaasi.
—Ahora dicen que eres un aspirante al título.
—¿Quién lo dice?
—Los hombres de Gearth. Esa gente ya no es de los nuestros. Venalitor les ha prometido una recompensa si luchan bien, y los escaefílidos han hecho lo mismo. Nosotros… Erkhar y yo… y algunos más, planeábamos matarte, pero los escaefílidos lo descubrieron y fueron muy claros respecto a lo que nos ocurriría si le pasaba algo al luchador más valioso de Venalitor.
—Entonces debo alegrarme de que la razón haya prevalecido.
Haggard esbozó una leve sonrisa.
—Supongo que ya te traicioné una vez, hacerlo dos sería demasiado.
—No, Haggard, tú sólo pretendías sobrevivir. No puedo culpar a nadie por eso, especialmente después de todo lo que he hecho en este planeta. Al menos queda el consuelo de que todo terminará pronto.
Alaric miró de nuevo a la ciudad que desfilaba ante sus ojos. Pudo ver el palacio de lord Ebondrake, un gigantesco cráneo humano atravesado por una daga oxidada incrustada en una de las cuencas oculares. Aquella calavera era lo poco que quedaba de uno de los monstruosos guerreros que una vez lucharon sobre Drakaasi, y ahora miraba amenazante mientras dominaba la ciudad desde las alturas.
—Aquí es donde vamos a rebelarnos —dijo Alaric.
—¿Por qué aquí? —preguntó Haggard desconcertado—. ¿Qué hay en Vel’Skan?
—El Martillo de Demonios —contestó Alaric.