DIECIOCHO
Aquella vez fue el dolor.
La consciencia volvió a la mente de Alaric con tanta fuerza que casi perdió el conocimiento de nuevo. Un dolor frío y punzante le ascendió por la espina dorsal, aprisionándole el cerebro tan intensamente que le resultaba imposible dar forma a cualquier pensamiento. Sentía el frío que le oprimía la espalda, se sentía atrapado, encarcelado.
Había un fuerte olor a sudor y a sangre.
Realizando un tremendo esfuerzo, Alaric abrió los ojos. Una luz blanca y brillante le inundó las retinas haciendo que se estremeciera. Algo repiqueteaba contra el suelo, un sonido muy débil apenas perceptible envuelto en el ruido de fondo de aquella agonía.
Alaric se resistió a perder el conocimiento de nuevo. Era un acto que requería una tremenda fuerza de voluntad, y al caballero gris ya no le quedaba demasiada.
Los recuerdos del demonio aún ardían en lo más profundo de su mente. Trató de ahogarlos inundándola con una marea de fe. Sentía un tremendo dolor en el pecho, estuvo a punto de hundirse de nuevo.
Poco después, por fin consiguió respirar.
Ahora conocía la verdad. Necesitaba contársela a alguien, pero antes tenía que asegurarse de que su mente estaba intacta.
La visión aumentada del caballero gris se adaptó con rapidez a la luz. Aquella cámara estaba muy débilmente iluminada, pero cuando despertó, le pareció terriblemente brillante, de manera que debió de haber estado sumido en las tinieblas durante mucho tiempo. Era una estancia pequeña, caliente y sucia. Estaba perdida en las entrañas de acero ensangrentado del Hecatombe, una prisión que ya le resultaba tremendamente familiar. Supuso que se encontraría en algún punto bajo la cubierta de prisioneros.
Kelhedros estaba frente a él. Se había quitado la parte superior de su armadura verde. El pecho blanquecino del eldar estaba cubierto de sangre. Aparentemente, el alienígena no estaba herido, de modo que Alaric supuso que aquella sangre era suya. Era la misma sangre que goteaba de la aguja de metal oxidado que Kelhedros tenía en la mano.
Alaric se miró el brazo, el origen de las oleadas de dolor. Su consciencia segregaba endorfinas directamente sobre el cerebro ayudando a atenuar el sufrimiento. Era una reacción característica de todo marine espacial, aunque a pesar de eso el dolor resultaba casi insoportable. La piel del brazo le había sido arrancada desde la muñeca hasta el codo. Varias agujas atravesaban los músculos desnudos, perforando las terminaciones nerviosas con tanta precisión que simplemente eran incapaces de transmitir más dolor.
El astartes intentó hablar. Trató de coger aire. Su sistema nervioso no respondía como debería. En medio de la confusión alcanzó a pensar que un cuerpo sin tantas modificaciones como el suyo ya habría sucumbido. Sabía que únicamente seguía vivo porque era un marine espacial.
Kelhedros extrajo un par de agujas más del brazo de Alaric. Este pudo pensar de nuevo, y respiró profundamente para llenar el pecho de oxígeno. En aquel momento se percató de que estaba encadenado al muro, con el brazo inmovilizado sobre la pared de roca para que Kelhedros pudiera trabajar con precisión.
—Bienvenido… —dijo Kelhedros.
—¿Qué… qué estoy haciendo aquí?
—Estabas delirando. Has estado así durante bastante tiempo. He intentado devolverte a un estado de consciencia que pudieras soportar. ¿Crees que he tenido éxito?
—Sí —contestó Alaric con la esperanza de que fuera cierto—. ¿Dónde estoy?
—En el Hecatombe.
—Lo sé, pero ¿estamos en Drakaasi?
—Salimos del Azote hace una semana —respondió Kelhedros.
Alaric se miró el brazo una vez más. Teniendo en cuenta la cantidad de agujas que tenía clavadas, había muy poca sangre.
—¿Dónde aprendiste a hacer esto? ¿En el Templo del Escorpión? —preguntó el caballero gris.
Los ojos acuosos y alienígenas de Kelhedros miraron a Alaric con curiosidad.
—Nosotros caminamos por muchas sendas —se limitó a decir.
—¿Tienes pensado liberarme?
—Cuando la herida se haya cerrado —contestó Kelhedros—. La actividad prematura puede hacer que el daño sea irreversible.
—Y eso no es lo que deseas.
Una vez más se produjo una mirada de curiosidad; evidentemente, Kelhedros no había tenido suficiente contacto con humanos como para reconocer el sarcasmo cuando lo escuchaba.
—No. Tenerte incapacitado no nos beneficia.
—¿Por qué me has despertado?
—Pronto llegaremos a Vel’Skan. Hay muchos que creen que nuestra supervivencia en los juegos depende únicamente de tu liderazgo. Según tengo entendido se ha producido un arduo debate. Gearth quería dejarte tal y como estabas. Muchos de los hombres de Gearth te idolatran, Alaric. Te han seguido desde los primeros pasos.
—¿Los primeros pasos de qué?
—Los primeros pasos de tu delirio, caballero gris. Te ven como un ejemplo de cómo un hombre puede perder la cordura hasta convertirse en un asesino nato. Da la impresión de que hablan de ello con el mismo fervor con el que Erkhar habla de la Tierra Prometida. Esta vez Gearth no se salió con la suya, así que me ofrecí para devolverte la consciencia. —Kelhedros extrajo las agujas que aún quedaban en el brazo de Alaric—. Tengo entendido que te recuperas con rapidez.
—Así es.
—Entonces, los puntos no serán demasiado pequeños. —Kelhedros extrajo otra aguja, la enhebró con un hilo y comenzó a coser el brazo de Alaric. El caballero gris agradeció poder sentir aquel dolor. Al menos era algo real, algo que podía experimentar sin tener que preguntarse si sería un paso más de la degradación que lo estaba convirtiendo en un ser terrible.
—¿Qué he hecho mientras estaba… mientras no era yo mismo? —preguntó.
—Has matado a muchos adversarios —contestó Kelhedros—. Incluyendo a Lucetia la Envenenada, el sabueso del vacío de Tremulon y Denias, hijo de Kianon. Con algunos de ellos diste un verdadero espectáculo, aunque, por supuesto, también has matado a muchos esclavos menores.
—Ese no era yo —dijo Alaric—. Yo no era el que luchaba. —Alaric observaba como Kelhedros le cosía la herida.
—Es bueno saberlo —contestó el eldar—. En ese estado no estabas en condiciones de escapar.
—¿Por eso has decidido traerme de vuelta?
—Por supuesto. Lo único que deseo es escapar de este mundo, caballero gris. De todos los prisioneros tú eres el que más desea la libertad, y el que más opciones tiene de alcanzarla. Y me atrevería a decir que Vel’Skan es nuestra última oportunidad.
Kelhedros terminó de coser el brazo de Alaric. Teniendo en cuenta que el eldar había tenido que improvisar todos los instrumentos médicos, parecía que había realizado un buen trabajo. Alaric se preguntó qué sendas habría seguido aquel alienígena, y cuál de ellas fue la que lo llevó hasta Drakaasi.
—¿Cuánto falta para que lleguemos a Vel’Skan? —preguntó.
—Un par de días —respondió Kelhedros—. Los juegos serán grandiosos. Los mejores gladiadores lucharán por hacerse con el título de campeón de Drakaasi.
—Comprendo.
—Y tú serás uno de ellos.
Alaric esbozó una sonrisa.
—Por supuesto que lo seré, el pueblo me adora.
—En efecto, juez. Para ellos yo no soy más que Kelhedros el Intruso, o el Fantasma Verde, aunque parece que ese nombre no ha calado entre la multitud. Por el contrario, tú eres Alaric el Traicionado, el Juez Escarlata, la Mano Ensangrentada del Dios Cadáver. Cuando mueras, se erigirán estatuas en tu honor. Se contarán historias de cómo el Emperador envió a su mejor guerrero para que acabara con la disformidad, y cómo éste llegó a convertirse en una leyenda de los coliseos. Servirás de inspiración para los grandes campeones del futuro. La escoria de Ghaal se abrirá paso hasta hacerse un hueco entre los gladiadores de élite sólo porque un caballero gris hizo lo mismo una vez. Este planeta jamás te olvidará, juez.
—Hablas como si fueras uno de mis más fervientes admiradores, eldar —rezongó Alaric con un tono sombrío.
—La fama es una de las sendas que llevan a la supervivencia en este planeta —contestó Kelhedros mientras soltaba las cadenas que sujetaban a Alaric—. Aunque yo jamás la seguiría, pues convertirme en algo que no soy sería traicionar a mi propia senda. Sin embargo, eso no quiere decir que no sea un modo efectivo para sobrevivir. Lo cierto es que tú eres el único esclavo que tiene una cierta esperanza de vida. Quizá algún día te conviertas en algo más que un simple esclavo, aunque esa libertad te costará tu propia personalidad, y aun así será una libertad limitada.
—Estoy dispuesto a morir antes que convertirme en un campeón de la disformidad —afirmó Alaric.
—Eso es lo que pensaba, aunque puede que no llegues a tener la oportunidad de elegir.
—Eso sólo lo sabremos después de Vel’Skan.
Alaric quedó libre de las cadenas. Tuvo que luchar para no derrumbarse. Sentía entumecidos todos y cada uno de los músculos. Debía de haber permanecido encadenado frente a Kelhedros durante mucho tiempo. Tenía el torso desnudo e innumerables cicatrices le cubrían el pecho y los brazos. También tenía una marca, una cicatriz hecha a fuego con la forma del cráneo de Khorne.
—¿Cuándo me han hecho esto? —preguntó.
—Después de los sacrificios —contestó Kelhedros sin darle mucha importancia—. Así es como fuiste recompensado.
Aquel símbolo despreciable miraba fijamente a Alaric.
—De modo que he sido marcado —reflexionó.
—Te lo tomaste como un gran honor. Ahora Gearth y sus hombres sólo piensan en obtener uno igual.
Alaric se tocó la cicatriz. Aún no había sanado completamente y todavía le dolía. Ver aquel símbolo sobre su propia piel lo hacía sentirse repugnante. Tan pronto como regresara a Titán haría que se lo borraran.
Jamás había sentido que Titán estaba tan lejos.
—El viento ha amainado —anunció Kelhedros mientras depositaba los escalpelos y las agujas sobre un fragmento de tela. El eldar trataba los instrumentos de tortura con sumo cuidado. Alaric se sorprendió de que hubiera conseguido ocultárselos a los escaefílidos durante tanto tiempo. Aquel alienígena tenía más libertad que cualquier otro esclavo a bordo del Hecatombe, podía actuar en secreto y moverse por todo el barco. Lo que mantenía prisionero a Kelhedros eran los peligros de Drakaasi, no las celdas del Hecatombe.
—Pronto, los escaefílidos nos reunirán en la cubierta superior. Si no te ven allí, empezarán a sospechar.
Alaric movió los brazos, calibrando la fuerza que tenía en los hombros y en la espalda. Sentía dolor en todos y cada uno de los músculos de su cuerpo. Tenía la sensación de que alguien lo había estado golpeando durante horas, y recordó los enfrentamientos que mantenía con su amigo Tancred durante los larguísimos entrenamientos. El origen de aquella sensación no estaba en las cadenas. Había luchado sin cesar durante días enteros. Debía de haber engrandecido la gloria de Khorne hasta límites desconocidos. Parecía haber ofrecido docenas de cráneos al trono del Dios de la Sangre.
—Entonces será mejor que me prepare —dijo—. Llegar tarde no es propio de Alaric el Traicionado.