DIECISIETE

DIECISIETE

Venalitor contemplaba con atención el aterrizaje de la nave. El desierto era una llanura rocosa y fría, uno de los rincones más inhóspitos de Drakaasi. Era un lugar tan desolado que Venalitor albergaba serias dudas respecto a si Ebondrake accedería a reunirse con él allí. Muy alejado de cualquiera de las grandes ciudades, y sin ni siquiera un canal de sangre que discurriera entre las rocas, aquel desierto era uno de los lugares más inhóspitos de Drakaasi, y resultaba una incógnita saber si Ebondrake se dignaría honrarlo con su presencia.

Lord Ebondrake descendió por la pasarela. La Guardia Ophidiana que lo rodeaba quedaba empequeñecida ante la majestuosidad del dragón. Aquella nave formaba parte de una pequeña flota que constituía una verdadera reliquia de tiempos pasados, y que Ebondrake poseía en su totalidad. Parecía un enorme galeón sacado de las aguas del océano, con el velamen dispuesto de manera horizontal como las alas de una gigantesca libélula.

—Es un verdadero honor que hayáis accedido a reuniros aquí conmigo, mi señor.

—Tengo entendido que deseas mostrarme algo —dijo Ebondrake, dejando que un tono de amenaza tiñera aquellas palabras.

Venalitor había acudido a aquel encuentro solo. La armadura roja y negra le daba un aspecto completamente fuera de lugar en medio de aquel paisaje baldío.

—En efecto, mi señor —contestó.

—Únicamente tengo tiempo para los juegos y para la cruzada. Mi paciencia tiene un límite, Venalitor, no pienso aguantar ni uno más de tus insulsos halagos.

—Vuestra cruzada es ahora mismo lo que más me preocupa, mi señor —le aseguró Venalitor—. Este mundo es demasiado pequeño para dar cobijo a todos nosotros. Si no expandimos las fronteras de Drakaasi, acabaremos por marchitarnos en este planeta, y el Dios de la Sangre no verá muchos de los sacrificios que podríamos haberle ofrecido.

—¿Y bien? —preguntó Ebondrake.

—Observad, mi señor, pronto lo veréis todo claro.

Una tormenta empezaba a formarse en el horizonte. Las nubes oscuras se amontonaban unas sobre otras cargadas de sangre. Un viento frío empezó a soplar sobre el desierto, levantando nubes de polvo de la tierra agrietada.

Venalitor desenfundó su enorme espada a dos manos. El cielo se oscureció aún más y la hoja comenzó a refulgir como un relámpago enjaulado. El duque la sostuvo con fuerza.

Unas figuras negras comenzaron a emerger de una hendidura del terreno, como hormigas que abandonaban el hormiguero. Cada vez había más y más. Todo el desierto comenzaba a teñirse de negro. Las criaturas brotaban de cada grieta y cada recodo.

Después de todo, parecía que aquel desierto sí que albergaba vida. Escaefílidos, miles de ellos, muchos más de los que jamás se habían visto en todo Drakaasi. Aquellos seres estaban saliendo de sus cuevas subterráneas para llenar el desierto con sus formas insectoides. Los rayos de la gran tormenta que se había desatado en el cielo centelleaban reflejados sobre los miles de caparazones negros.

Los escaefílidos comenzaron a organizarse en batallones. Los estandartes se elevaron hacia el cielo, cada uno de ellos con un símbolo de las tribus más ancestrales de Drakaasi: un ave de presa, un ser gigantesco y extinto que una vez fue el terror de los cielos del desierto; un árbol de cuyas ramas colgaban cabezas y manos cercenadas; unas garras de bronce que emergían entre un cielo rojizo; un ojo con el párpado cerrado; un hacha y un cráneo de escaefílido envuelto en llamas negras.

Cuando todos ellos hubieron salido a la superficie, los escaefílidos formaron un ejército mucho más numeroso que cualquiera de los que jamás hubieran luchado en Gorgath. Era la fuerza más grande que Drakaasi había visto en siglos. Debía de haber un millón de ellos, y seguían saliendo sin cesar.

—¿De modo que esto es lo que piensas aportar a mi cruzada? —preguntó Ebondrake mientras escudriñaba el horizonte, tratando de calcular el tamaño del ejército que acaba de aparecer frente a él.

—Y todos ellos me han jurado lealtad —contestó Venalitor—. Estas tribus nativas de Drakaasi han esperado mucho tiempo para poder tomar parte en la gran matanza de Khorne.

—Comprendo —asintió Ebondrake—. Me resulta fascinante que hayas recurrido a la raza más baja de este planeta, más despreciable incluso que la escoria de Ghaal, y hayas creado con ella un ejército con la esperanza de ganarte un sitio junto a mí: desde las entrañas más hediondas de Drakaasi hasta el corazón que da vida a este planeta. —Ebondrake se volvió hacia el duque y lo miró fijamente—. El Dios de la Mentira estaría orgulloso de un paladín como tú.

Venalitor sonrió.

—Él nunca me valoraría, mi señor. Puede que yo manipule a otros para conseguir lo que deseo, pero jamás permitiría que se me mintiera. Nunca podríamos ser aliados.

Ebondrake también esbozó una sonrisa.

—¿Y cuántas de estas criaturas piensas sacrificar en tu guerra contra Arguthrax?

Aquella pregunta estaba destinada a sorprender a Venalitor con la guardia baja, pero el duque ya la había previsto. Ningún subterfugio podría mantener esa guerra silenciosa oculta ante los ojos de Ebondrake. Aquel viejo lagarto debía de tener miles de espías ocultos en cada rincón de Drakaasi.

—Ese asunto, mi señor —le aseguró Venalitor—, ya está zanjado. Hemos alcanzado un punto muerto. Pronto se pactará una tregua. Yo no tengo intención de desperdiciar más tropas, y Arguthrax no se arriesgará a despertar la ira de la disformidad sacrificando más demonios para intentar acabar conmigo. No se lo confesaría a nadie más que a vos, mi señor, pero la contienda ha terminado.

—¿Acaso esperas que te crea? Cuando alguien como tú cruza el acero con un demonio como Arguthrax, el enfrentamiento no termina hasta que uno de los dos resulta destruido. A no ser que un poder superior decida ponerle fin antes.

—¿Debo entender que ese poder sois vos?

—Por supuesto, y pienso poner fin a esa guerra, joven duque. Si tú y Arguthrax continuáis malgastando los recursos de Drakaasi en ese enfrentamiento inútil, tendré que acabar el trabajo por vosotros. No dudaré en mataros a los dos. No eres tan valioso como para evitar que te despelleje y te cuelgue de lo alto de un estandarte, y Arguthrax no es tan poderoso como para evitar ser desterrado a los rincones más fríos de la disformidad.

—Nada de esto me sorprende, mi señor —contestó Venalitor con tranquilidad—. Esa es la razón por la que he permitido que la guerra se apague progresivamente. Ahora esta contienda no es más un puñado de refriegas entre pequeñas bandas de cultistas que nadie echará en falta. Y estoy convencido de que Arguthrax piensa lo mismo. Ninguno de nosotros tiene intención de ceder ante los ojos de los demás señores de Drakaasi, pero tampoco somos tan insensatos como para desafiaros, mi señor.

—Veo que no cesas en tu empeño de intentar adularme —dijo Ebondrake con desdén.

—También es la verdad, mi señor.

Uno de los escaefílidos se aproximaba. Se trataba de un espécimen muy antiguo y particularmente grande, casi del tamaño de un tanque. Tenía el caparazón abultado y deforme. Estaba cubierto de parásitos que se amontonaban sobre la corteza formando colonias. A medida que había ido envejeciendo le habían crecido más y más ojos en el rostro, hasta que su cabeza no era más que unas mandíbulas astilladas rodeadas por un centenar de cuencas oculares. Cada uno de sus múltiples ojos se movía de forma independiente; algunos de ellos se posaron sobre Venalitor mientras que otros se fijaron en Ebondrake. Hacía mucho que no se veía ningún espécimen de aquella clase en la superficie de Drakaasi. Estaba equipado con el arma tradicional de los escaefílidos: dos hojas unidas por una bisagra que operaba con dos de sus miembros, hecho que indicaba el rango de aquella criatura.

—General —lo saludó Venalitor—. Puedo ver todas las tribus han respondido a mi llamada.

—Por supuesto, duque —contestó el general con un acento tan marcado que sus palabras resultaron apenas inteligibles. Las mandíbulas de aquella criatura debían deformarse dolorosamente para emitir los sonidos del idioma humano—. No podría ser de otra manera.

—Exponed vuestra situación a lord Ebondrake —lo instó Venalitor.

La práctica totalidad de los ojos de aquella criatura se giraron para mirar al dragón. El general posó el tórax sobre la arena a modo de reverencia al tiempo que depositaba el arma en el suelo a los pies de lord Ebondrake.

—Señor de Drakaasi —comenzó—, el duque Venalitor es nuestra salvación y nuestra gloria. Él nos ha mostrado el camino del Dios de la Sangre cuando todos los demás nos han despreciado. Él nos ha enseñado que incluso nosotros, las criaturas más despreciables de Drakaasi, podemos servir a Khorne. Él nos ha dado la oportunidad de servirle con la promesa de que nuestra vida y nuestra muerte servirán para adorar al Dios de la Sangre.

—Ya veo —asintió Ebondrake—. ¿Y ahora qué?

—Ahora hemos demostrado nuestra valía —continuó el general—. Y todos nosotros tendremos oportunidad de servir. Este ejército ha esperado bajo tierra durante siglos a que el paladín del Dios de la Sangre reclamara nuestra presencia en la superficie. Ahora debo dar las gracias por haber vivido lo suficiente como para ver a la nación escaefílida ocupar su lugar entre los ejércitos de Drakaasi.

Ebondrake miró al general con curiosidad.

—¿Cuánto tiempo has mantenido escondido a este ejército, joven duque?

—Primero empleé a un cierto número de ellos —contestó Venalitor—, después todos vinieron a mí suplicándome que les permitiera servirme. ¿No es eso cierto?

—Suplicamos —admitió el general—. Y también maduramos. Los escaefílidos no somos una raza orgullosa, sólo buscamos nuestro lugar en el universo.

—¿Y deseáis uniros a mi cruzada? —preguntó Ebondrake.

—Es el mayor deseo de todo escaefílido —contestó el general—. Los disidentes han sido ejecutados. Todos los que quedan están dispuestos a luchar hasta la muerte.

—¿Y tú?

—No concibo mayor honor que morir por el Dios de la Sangre —dijo el general al tiempo que levantaba el arma que había dejado en el suelo a modo de saludo.

—Muy bien —concluyó Ebondrake—. Vuelve a tu… a tus criaturas, asegúrate de que están preparadas. La cruzada dará comienzo muy pronto.

—¿Es ése vuestro deseo, mi duque y señor?

—Sí, lo es —asintió Venalitor.

—Entonces, así será.

El general levantó el tórax del suelo y regresó a las filas del ejército de escaefílidos.

—Parecen muy fieles.

—Verdaderamente lo son, mi señor.

—Fieles a ti, Venalitor.

—A su dios, mi señor. Son tropas destinadas a morir bajo el fuego enemigo. No las echaremos en falta y siempre podremos reclutar más. A una orden mía los ancianos de las tribus darán comienzo al ciclo de reproducción, y miles de nuevos escaefílidos empezarán a ser incubados. Si lo que necesitamos es carne de cañón, al poco tiempo de nacer, estas criaturas ya estarán en condiciones de luchar.

—¿Es ésta la aportación con la que deseas contribuir a la cruzada, Venalitor? ¿Acaso deseas convertirte en el señor de la escoria? Para muchos, el mayor honor reside en combatir junto a los guerreros de élite, entre aquellos que ganan o pierden el combate, no entre la masa que muere antes de que la verdadera batalla dé comienzo.

—La sangre siempre será sangre, mi señor —contestó Venalitor.

Ebondrake esbozó una sonrisa.

—Así es, joven duque, así es. Pero, en otro orden de cosas, últimamente se oye hablar mucho de ese caballero gris.

—Su obra sagrada no ha hecho más que comenzar —afirmó Venalitor con un tono de orgullo—. Verdaderamente se ha convertido en una pieza indispensable para la gran maquinaria de nuestro culto.

—Teniendo en cuenta todo aquello por lo que debe de haber pasado, parece que ha tardado poco tiempo en aceptar los designios de Khorne. Su fama crece de forma imparable, y también las conjeturas sobre cómo hemos conseguido dominarlo. ¿Acaso has sido tú mismo quien ha hecho que se derrumbe? ¿Qué clase de artimañas lo han llevado a perder la cordura?

—Soy un hombre muy persuasivo, mi señor.

—Aun así tiene que haber algo más que eso. Si se tratara de un simple marine espacial, aún sería posible, pero ¿un caballero gris? Es imposible que una simple tortura o una débil tentación hayan sido suficientes para hundir a semejante criatura.

—Le presenté a un antiguo aliado de la disformidad. Su mente no sobrevivió al encuentro.

—¿Cómo es que la disformidad no me ha informado? Aplastar la mente de un cazador es una proeza digna de ser celebrada por los demonios de Khorne.

—Me vi obligado a requerir los servicios de un viejo amigo.

Una expresión de sorpresa apareció en el rostro escamoso de Ebondrake.

—¿Raezazel? ¿De modo que esa historia es cierta?

—De hecho, mi señor, fue Raezazel el que aplastó la mente de Alaric.

—¿El vástago del Mentiroso sigue vivo?

—En cierto modo, mi señor. La vida de un demonio es una cuestión que puede interpretarse desde diversas perspectivas.

—Comprendo. ¡Uno de los vástagos del Dios de la Mentira entre nosotros! Jamás hubiera creído que algo semejante fuera posible. ¿Hay algún otro secreto más que desees revelar, Venalitor?

—Los escaefílidos y Raezazel son todo lo que he mantenido entre las sombras, mi señor. Ahora lo sabéis todo.

—Ahora confío en que Raezazel no viva lo suficiente como para causarnos algún problema. Lo último que necesito es que un ser de su calaña comprometa esta cruzada.

—Lo he retenido como prisionero desde que conseguí derrotarlo, mi señor. No es más que una sombra de lo que era. Nunca conseguirá volver a ser libre, y jamás se opondrá a la voluntad del Dios de la Sangre. Ahora es a mí a quien sirve.

—Lo quiero muerto antes de que la cruzada dé comienzo —exigió Ebondrake.

—Yo mismo prepararé la ejecución.

—Bien. Creo que ya ha sido postergada lo suficiente. —Ebondrake volvió la vista para mirar al ejército de escaefílidos, que aún ocupaba la inmensa llanura. El desierto se había convertido en un océano negro del que emanaba un resplandor oscuro, tiñendo de púrpura y gris un cielo amenazante—. Después de Vel’Skan, duque, quiero que esta cruzada sea tu única preocupación.

—Así será, mi señor —asintió Venalitor.

Ebondrake se dio la vuelta y comenzó a andar con paso decidido hacia la nave, rodeado por la Guardia Ophidiana. Venalitor contempló como el dragón se alejaba.

Quizá Ebondrake le había creído. Después de todo, casi la totalidad de lo que había dicho era cierto. O puede que aquella criatura jamás llegara a confiar en él. De todos modos, eso no importaba. Cuando la cruzara estuviera en marcha, todo cambiaría, y Venalitor estaba ansioso por que diera comienzo.

* * *

Alaric estaba allí, en el lugar de Raezazel. Los rostros de sus seguidores lo miraban fijamente, hipnotizados por su hermosura. Tuvo que luchar con toda su fuerza para evitar que la personalidad de Raezazel se apoderara de la suya. Se sentía inmundo en ese cuerpo; aquellos fieles estaban condenados. Raezazel se resistía. La aversión que sentía Alaric lo obligó a abandonar el cuerpo del demonio.

Estaba fuera de Raezazel, observando. Vio un hombre tan hermoso que iluminaba los muros que había a su alrededor. Alaric apartó la vista. Justo debajo vio al demonio.

Volvió a mirar a su alrededor. Todo era azul oscuro con incrustaciones doradas; se oían sirenas y gritos de pánico. Algo había ido mal. Alaric sintió la ira de Raezazel ante aquella intrusión. De pronto todo el lugar se volvió oscuro, la imagen del planeta con la estrella de ocho puntas comenzó a brillar en lo alto. Raezazel montó en cólera, y la fuerza de aquella emoción casi hizo que Alaric perdiera el conocimiento.

El caballero gris sabía dónde estaba. Así fue como Raezazel llegó a Drakaasi.

La mentira se deshizo. Finalmente, Alaric pudo ver todo lo que el demonio había intentado ocultar.

Al intentar poseer a Alaric, Raezazel no pudo evitar que su propia mente entrara en contacto con la del caballero gris. Y era en el interior de aquella psique donde se ocultaba el secreto de Raezazel, de Drakaasi y del Martillo de Demonios. Ahora Alaric lo veía todo. Estaba allí, frente a él, pasando ante sus ojos como una crónica ancestral.

Era algo terrible, aterrador, pero era la verdad.

Finalmente, Alaric comprendió.