DIECISÉIS

DIECISÉIS

La sala de control del Hecatombe estaba específicamente concebida para dirigir desde su interior las piezas del juego de la guerra. Una enorme mesa táctica dominaba la estancia, y sobre ella brillaba un mapa de Drakaasi tallado en oro y marfil. El resto de la cámara estaba sumido en la oscuridad para que Venalitor pudiera concentrarse en la campaña contra Arguthrax. El duque iba vestido con el hábito sacerdotal de Khorne. La enorme espada a dos manos estaba apoyada sobre la mesa. Venalitor jamás se separaba de su arma más preciada.

—Nos ocuparemos del demonio a su debido tiempo —dijo Venalitor—. Por el momento dadme un informe de bajas.

El maestro escaefílido desenrolló con la mandíbula un pergamino que sostenía entre las patas delanteras.

—La Mano ha atacado de nuevo —informó—. Los líderes del ejército del Odio Escarlata han sido asesinados durante la noche.

—¿Es que no habíamos acabado con todos ellos? —exclamó Venalitor—. ¡Maldición! Son una escoria de la peor calaña. —Las marcas que representaban a las fuerzas de Venalitor y a las de Arguthrax estaban diseminadas por todo el mapa, como las piezas de un juego de estrategia—. ¿El Odio Escarlata aún está capacitado para luchar?

—Parece que los supervivientes se enfrentan entre sí para decidir quiénes serán los nuevos generales —contestó el escaefílido.

Venalitor extendió la mano y cogió la pieza que representaba al ejército del Odio Escarlata. No podía permitirse el lujo de perderlos, sobre todo si tenía en cuenta los sacrificios que había hecho para asegurarse su lealtad. Lanzó la pequeña pieza contra el muro de la cámara, rebotó contra una columna de obsidiana y fue a perderse detrás de un altar en el que se veía una estatuilla de Khorne en la que estaba representado como el Caballero Rojo.

—¿Qué más?

—Arguthrax también ha atacado a las células latentes —continuó el escaefílido—. Nuestro agente en la Caza Salvaje de Tiresia ha sido asesinado hace poco más de una hora.

—¿Cómo ha podido encontrarlo? —gruñó Venalitor, contrariado. El espía de Venalitor en la corte de Tiresia era un agente sutil y astuto que ni siquiera tenía nombre, no era más que un rostro, un semblante tan anodino que no dejaba en la memoria el más mínimo recuerdo.

—No lo sabemos —contestó el esclavo—. Pero el táctico del ejército de Scathach, que también trabajaba para nosotros, ha sido descubierto y delatado. Scathach lo ha ejecutado.

—Eso no me sorprende tanto; el señor de la guerra Thorgellin no es tan sutil. Al menos ha sido una ejecución de verdad. Habría sido digna de ver, Scathach tiene mucha imaginación. ¿Qué progresos hemos hecho?

—La campaña contra la tribu del Quinto Ojo está siendo todo un éxito, los Discípulos del Asesinato los han hecho retroceder hasta la costa, la ofensiva final ya ha dado comienzo.

—Bien, ¿y qué hay de los agentes de Arguthrax?

—Están muy bien escondidos, mi señor, los escaefílidos los buscan con ahínco. Hemos ejecutado a todos los sospechosos, pero no se ha confirmado la presencia de espías entre nosotros.

—Tu raza hizo bien al decidir servirme —dijo Venalitor—. Sin mí, antes o después, todos vosotros habríais sido exterminados. Es difícil corromper a aquellos que le deben la existencia a su maestro.

—Así es, mi señor —contestó el escaefílido en un gótico imperial que hizo imposible saber si se había tomado las palabras de Venalitor como un insulto.

Venalitor se recostó en el trono, una evocación tallada en roca negra del Trono de las Calaveras sobre el que Khorne contemplaba los asesinatos que se perpetraban en su nombre. A buen seguro Khorne sabría cómo enfrentarse a un enemigo como Arguthrax.

Venalitor no sabía cómo funcionaba la mente de su dios, pero estaba seguro de que si se enfrentara a alguien como Arguthrax, Khorne no tendría piedad.

—Sacadlos de donde sea que estén. Llamad a todo aquel que nos haya jurado lealtad. Inspeccionad los pergaminos en busca de cualquier tributo o súplica. ¿Cuántas criaturas de este planeta me habrán jurado lealtad confiando en que su poder o su astucia los libraría de sus obligaciones? ¡Encontradlos y demostradles que estaban equivocados! —Venalitor se puso en pie—. Recurrid al ejército del Odio Escarlata para que los busque a plena luz del día, y a nuestros agentes secretos para que actúen en las sombras.

—Pero así desvelarán su presencia, mi señor.

Venalitor miró directamente a los muchos ojos del escaefílido.

—La victoria siempre es para aquel que va un paso más allá. Arguthrax es un ser ancestral, sus contactos se remontan miles de años en el pasado, no los desperdiciará en una guerra como ésta. Yo en cambio soy joven, no tengo aliados ni seguidores de los que no pueda prescindir. Si yo soy el único que queda, si todo aquel que se ha postrado ante mí acaba muerto, aun así habré vencido a Arguthrax. Ésa es mi mayor ventaja. Haced lo que os digo, amo de esclavos, y no descanséis hasta que todos nuestros aliados estén activos.

El escaefílido hizo una reverencia, volvió a doblar el pergamino y abandonó la cámara.

Venalitor se sentó de nuevo y miró el mapa que se extendía delante de él. Comenzó a mover las piezas sobre la superficie, cada una de ellas era una pequeña figura que representaba a un demonio o a un guerrero del Caos. Algunos de ellos eran espías, agentes de élite ocultos en las cortes de los señores de Drakaasi. Pero a pesar de ser tremendamente valiosos, Venalitor estaba dispuesto a usarlos como soldados de a pie si fuera necesario. Las demás figuras representaban cultos inútiles, creados tan sólo para ser sacrificados e integrados por dementes dispuestos a todo con tal de morir por su señor.

Sin embargo, tan sólo había una pieza que Venalitor no podía mover por el tablero a su antojo, un pequeño dragón de obsidiana con los ojos tallados en ámbar. Representaba a lord Ebondrake, que vigilaba Drakaasi desde su palacio de Vel’Skan.

Ebondrake seguía teniendo poder absoluto sobre Drakaasi, y había prohibido expresamente la guerra entre Venalitor y Arguthrax. Pero la verdad era que, aunque Ebondrake jamás lo admitiera, ni siquiera la Guardia Ophidiana podría enfrentarse a ambos señores al mismo tiempo. Así de frágil era el equilibrio del poder en Drakaasi.

Venalitor dejó la pieza de Ebondrake donde estaba. Pensaba ocuparse del lagarto cuando llegara el momento.

* * *

Alaric aún seguía allí. Era una pequeña parte de él, un fragmento de lucidez, y estaba atrapado. El resto de la mente del caballero gris era un océano oscuro, y Alaric estaba hundido en las tinieblas de la fosa abisal más profunda. A su alrededor, como depredadores marinos o como asesinos salvajes de la disformidad, unos seres repugnantes surgían de entre las sombras. Destellos de odio y miseria, lamentos y recuerdos de una violencia pasada que revoloteaban por su mente en busca de una consciencia que devorar.

Él era el Martillo. Aquella oración era lo único que lo mantenía intacto. Era una plegaria que representaba el deber que debía cumplir, y era precisamente ese deber la única razón de su existencia. Alaric tenía que seguir luchando, debía ser el martillo que enarbolaba la mano del Emperador, porque si él no lo hacía, nadie más ocuparía su lugar. Alaric era un caballero gris, y sin hombres como él la raza humana no podría existir.

Poco a poco empezó a recomponerse, pieza a pieza, imagen a imagen. Veía la figura de un hombre casi olvidado, una silueta con una armadura gigantesca y una alabarda en la mano. Destellos de dolor y violencia llovían sobre él, acosándolo amenazantes con colmillos ensangrentados. Alaric había liberado todos los horrores de su memoria, y ahora éstos caían sobre él convirtiéndolo en un ser humano insignificante y perdido en las tinieblas.

* * *

En ocasiones, los recuerdos de Raezazel también pasaban ante él.

Había algo que el demonio no quería que el caballero gris descubriera, algo escondido entre toda aquella locura, algún secreto vergonzoso que incluso un demonio deseaba ocultar.

La primera imagen que el demonio tuvo de Drakaasi irrumpió en la mente de Alaric. Una estrella de ocho puntas que conectaba ocho ciudades mediante ríos de sangre. Sentimientos de miedo, ira y frustración se filtraban a través de una mente impía y desconocida.

Alaric trataba de comprender con todo su empeño. Había una clave que lo llevaría al Martillo de Demonios y al cráneo con el ojo en llamas. Pero fuera lo que fuese estaba oculto en la mente de un demonio, y eso era algo a lo que ni siquiera un caballero gris podría sobrevivir.

Siguió luchando. La oración continuaba sonando mientras el caballero gris se precipitaba en el vacío de su mente.

Entonces, poco a poco, trepando por aquella plegaria como si fuera una soga, Alaric consiguió llegar a la superficie.

* * *

Alaric despertó tosiendo sangre y luchando por respirar. Estuvo a punto de asfixiarse. El olor de los cadáveres en descomposición le resultó tan familiar que por un momento se preguntó en qué clase de ser horrible se habría convertido.

Era el juez Alaric. Era un caballero gris. Sabía que aquello era cierto, pero aun así aquellos pensamientos le resultaban extraños, como si fueran intrusos en su propia mente.

Entonces apareció el dolor. Un alarido que provenía de sus propias manos y hombros. Era como una tortura punzante que lo golpeaba por oleadas, cada una más fuerte que la anterior. Una tortura que lo llevaba hacia el vértigo y las náuseas. Jamás se había sentido tan extenuado psíquicamente, ni siquiera durante aquellas feroces batallas que emergían silenciosas en su memoria.

Dio dos grandes bocanadas de aire. Las costillas le dolieron, comprimidas por la fuerza de los pulmones al llenarse de oxígeno. Se sintió un poco menos mareado y recordó que aún le quedaban dos pulmones funcionales.

Se arriesgó a abrir los ojos. El sol dorado brillaba sobre un cielo inmaculado. El desierto estaba salpicado de huesos descomunales. En vida, las criaturas a las que pertenecieron debieron de ser colosales, pero ahora habían sucumbido ante el desierto, su vida se había evaporado y no había quedado nada de ellas excepto aquellos gigantescos armazones. Quizá esos huesos llevaran allí miles de años, protegidos de la erosión por la sequedad del desierto. Alaric vio un cráneo que sobresalía entre la arena, y una enorme caja torácica sobre cuyas costillas alguien había extendido grandes lonas para protegerse del sol. Varios cobertizos y carromatos se agrupaban en torno al gigantesco esqueleto. Incluso allí, Drakaasi albergaba vida. No había ni un solo rincón de aquel planeta que no diera cobijo a algún ser repugnante.

Alaric trató de volver la cabeza. Debía llevar allí colgado bastante tiempo. Sentía los músculos entumecidos. Al ver que le resultaba imposible, decidió mirar hacia abajo.

Una corriente de sangre fluía debajo de él, abriéndose paso entre las dunas del desierto. Era un río de sangre por el que el Hecatombe navegaba. Alaric colgaba encadenado de la proa del barco por las muñecas y los tobillos. Cuando comprendió dónde estaba tuvo que coger aire con todas sus fuerzas.

Estaba vivo. Raezazel había sido algo real. Ahora comenzaría el verdadero sufrimiento. Se había resistido a ser poseído y Venalitor se lo haría pagar.

Infinidad de pequeños insectos revoloteaban a su alrededor, Alaric sacudió la cabeza para quitárselos de encima. Aquellos parásitos provenían de la cuenca ocular de un cadáver resecado por el sol que estaba colgado junto a él. Habían formado una colonia en la cavidad vacía. Alrededor de Alaric pendían decenas de cadáveres en diversos estados de descomposición. Muchos no eran más que esqueletos despellejados por los parásitos y las aves de rapiña, otros eran lo suficientemente recientes como para estar hinchados y descoloridos, repletos de gases que los deformaban como si fueran globos carnosos.

Uno de ellos, asolado por los parásitos y deshidratado por el sol del desierto, no era más que la parte superior de un cuerpo. La caja torácica era enorme y las costillas se fusionaban formando una placa pectoral. El rostro, cuando aún conservaba sus rasgos, debió de haber tenido una expresión severa y una mandíbula prominente.

Aquello era todo lo que quedaba del hermano Hualvarn.

El desierto se volvió oscuro, y Alaric perdió el conocimiento.

* * *

Aquella vez fue la sangre lo que lo despertó.

Había perdido la noción del tiempo. Podían haber pasado décadas desde que vio lo poco que quedaba del rostro descompuesto de Hualvarn, o quizá no había transcurrido más de una hora. De cualquier modo, había sido tiempo suficiente como para que Alaric quedara completamente cubierto de sangre.

Estaba por todas partes, coagulándose sobre su cuerpo, espesa e incómoda. Alaric apartó la sangre que le cubría los ojos para intentar comprender dónde estaba.

Todo daba vueltas. Un ruido confuso le llegaba hasta los oídos, como el crepitar furioso de una enorme hoguera. Era el clamor de cientos de miles de espectadores que abarrotaban unos graderíos que se alzaban imponentes alrededor del caballero gris. Estaba en un coliseo. No sabía en cuál. Unos enormes arcos de granito se alzaban a gran altura, como si aquel lugar hubiera sido construido bajo el esqueleto de una gigantesca catedral ruinosa.

Alaric estaba sobre una montaña de cadáveres y tenía los brazos levantados hacia el cielo en señal de victoria. Sentía que el cuerpo le dolía como si hubiera estado luchando durante horas. Los dos corazones del interior de su pecho le bombeaban adrenalina por todo el cuerpo.

Los cadáveres sobre los que se encontraba eran de salvajes y de mutantes, mezclados con esclavos del coliseo. Alaric los miró, intentando comprender lo que había hecho. Alguien los había matado con sus propias manos: cráneos aplastados, miembros arrancados y cuellos rotos. Entre todos ellos, Alaric pudo distinguir varios uniformes de la Guardia Imperial, la caballería acorazada de Hathran.

Sobre la arena había más gladiadores, luchando contra los pocos esclavos y mutantes que aún quedaban. Alaric no pudo reconocerlos, pero parecían estar bien entrenados y pertrechados: los mejores esclavos de los señores de Drakaasi. Uno de ellos era un mutante de dos cabezas, una de las cuales se afanaba en arrancar con los dientes la carne de los huesos de un esclavo mientras la otra gritaba victoriosa hacia la multitud. También había un gigantesco guerrero con armadura. En aquel momento se estaba quitando el casco para dejar que la sangre de sus adversarios le corriera por el rostro. A Alaric se le hizo un nudo en el estómago cuando se percató de que aquel guerrero era una mujer.

Entonces, la mujer se acercó hasta él y le dio una palmada en la espalda. Alaric la miró. Tenía un rostro sólido y un parche en uno de los ojos. La armadura que portaba era muy vieja y estaba repleta de arañazos.

—Eres bueno derramando sangre —le dijo a Alaric con un tono de aprobación.

El caballero gris sintió el sabor de la sangre en la boca. Rezó para que fuera suya.

—¿Hay alguien que quiera desafiar al Traicionado? —gritó la mujer, dirigiéndose hacia el graderío.

La multitud clamó enfervorizada. Alaric se había convertido en la estrella de aquel coliseo. Los espectadores tardarían mucho en olvidar su nombre.

El caballero gris sintió que ya había visto suficiente. En aquel coliseo no podía haber nada bueno. Estaría mejor sumido en el olvido. Dejó que la oscuridad emergiera de lo más profundo de su mente hasta apoderarse de él y arrastrarlo hacia el desfallecimiento.

* * *

Sabía que a su alrededor se extendía un enorme espacio, bañado por el eco del cincel al golpear sobre la roca.

Alaric se encontraba en una estancia cavernosa. Parecía que en algún tiempo remoto había sido un lugar de reunión. Unas enormes vidrieras decoraban el techo, pero tenían tantos paneles rotos que resultaba imposible saber qué pretendían representar. Aquel lugar estaba prácticamente en ruinas, los rayos de sol se filtraban por los agujeros de unos muros repletos de tallas destruidas. Una gran escalinata parecía elevarse hasta ninguna parte, y las raíces y la maleza comenzaban a abrirse paso entre las grietas del suelo.

Había restos de tallas deformes, estatuas sin terminar diseminadas por todas partes.

Delante de Alaric, un hombre esquelético trabajaba sobre un bloque de mármol con un cincel y un martillo. Una figura comenzaba a emerger de la fría roca, enorme y amenazante.

Aquella figura era Alaric.

—¿Qué armadura deseáis que le ponga, mi señor? —preguntó el escultor.

—Nada de armadura. —Alaric oyó la voz de Venalitor a su espalda—. Pero quiero que reproduzcas todas y cada una de las cicatrices.

—Me gustan las cicatrices —afirmó el escultor—. Son muchos los que desean ser perfectos, pero ¿qué perfección hay en una forma inmaculada? La imperfección es lo que hace que algo sea hermoso. La fealdad es la verdad. El modelo es verdaderamente feo, ¡ése es el desafío!

Alaric trató de darse la vuelta, pero tenía las manos encadenadas a una argolla de metal clavada en el suelo.

—¡Y la fuerza! —continuó el escultor—. Ninguna armadura podría encerrar tanta fuerza.

El rostro de la estatua era el de Alaric, pero el caballero gris no reconocía la expresión tallada en el mármol: arrogancia, seguridad, crueldad. Aquel escultor era un genio, pero la persona que estaba tallando sobre el mármol no era Alaric.

Esa estatua no era un caballero gris, era Alaric el Traicionado.

Venalitor apareció delante de él acompañado por la guardia de escaefílidos, quienes formaron un cordón a su alrededor.

—Así es como serás recordado —dijo el duque—. Pase lo que pase siempre tendrás un lugar en los anales de la historia de Drakaasi. ¿Sabes acaso a cuántos has matado?

—No a los suficientes —contestó Alaric mientras tiraba de las cadenas que lo retenían. Estaban tan ceñidas como el collar que le aprisionaba el cuello.

Los escaefílidos se prepararon para usar los aturdidores.

—¡No a los suficientes! —gritó el escultor extasiado—. ¡Semejante violencia es algo maravilloso! Jamás había visto tanta ira encarnada bajo una forma humana. Esta estatua será una obra maestra, mi señor.

Venalitor miró al escultor con desdén.

—No pienso aceptar nada que no lo sea.

—Yo mismo debería estar aterrado, mi señor. La mente de los hombres se derrumbará ante la mirada pétrea del Traicionado.

El escultor estaba trabajando sobre el rostro de roca. Se afanaba en cincelar unos enormes ojos tremendamente expresivos, dotándolos de una mirada de desprecio que hizo que Alaric se estremeciera al contemplarla.

Así era Alaric. Así lo veía Drakaasi: Alaric el Traicionado, un monstruo que se había forjado un lugar entre los campeones más grandes de Khorne.

El caballero gris tuvo que reprimir las ganas de vomitar. Aquella imagen le resultaba repugnante. Había sacrificado tanto en Drakaasi que se había perdido a sí mismo.

Le resultaba imposible mirarla fijamente. Se sentía como un animal luchando contra las cadenas que le impedían moverse. Su mente se hundió de nuevo. El oscuro océano del olvido volvió a apoderarse de él. El mundo que había a su alrededor se diluyó en una oscuridad impenetrable.

Había ocasiones en que las tinieblas se disipaban y Alaric podía ver con sus propios ojos.

Luchó innumerables combates. Recordaba algunos rostros, los de los asesinos de Gearth, que lo llevaban a hombros celebrando alguna gran victoria. Estaba junto a ellos, en el Hecatombe, aullando cánticos de guerra con el cuerpo cubierto de huellas de manos ensangrentadas.

Estaba encadenado a un muro. La gente discutía. Apenas era consciente de que el tema de discusión era él, el derecho de a quién honraría la sangre que él mismo había derramado. Una de las voces pertenecía a Venalitor.

Vio ciudades que no pudo reconocer, atisbos de la monstruosa arquitectura de Drakaasi: pirámides de cráneos, montañas de miembros cercenados, miles de cuerpos ardiendo en una caldera de sangre. Vio altares erigidos en honor a Khorne, hombres que gritaban al ser descuartizados. Vio a los señores de Drakaasi. Vio una gigantesca montaña de huesos y un marine traidor con dos cabezas, una amalgama de carne roja y ardiente que miraba a Alaric con ojos llenos de envidia.

Vio campeones que caían descuartizados, y vio a la multitud que se abalanzaba sobre sus restos.

En ocasiones sentía el olor y el sabor de la sangre en la boca, entonces una parte de su mente rezaba para que fuera la suya.

Vio muchos coliseos, millones de víctimas, y horrores que jamás podría haber imaginado. Pero la mayor parte del tiempo no vio más que oscuridad y frío.