QUINCE
Cuando Alaric despertó estaba en un farallón de roca que se alzaba sobre un océano encolerizado. No reconocía aquel mundo. Quizá fuera otra zona del mismo planeta que Raezazel había creado en la mente del caballero gris.
—¿Ves lo que te han hecho? —dijo Raezazel. El demonio estaba junto a Alaric. El caballero gris se levantó y Raezazel empezó a levitar frente a él—. ¿Alguna vez has dejado de matar el tiempo suficiente como para pararte a pensar en ello?
—¡Pon fin a este hechizo! —gritó Alaric. El viento soplaba a su alrededor, trayendo consigo el sabor del mar y haciendo que las palabras del marine espacial se perdieran en la lejanía.
—¿Qué es un hombre si no significa nada para sus semejantes? —preguntó Raezazel—. ¿Qué clase de existencia es vivir en una isla, Alaric? Todo aquel en quien confías y todos los que confían en ti acaban muriendo. Eres una sentencia de muerte. Mira lo que te han hecho.
Alaric miró sobre el borde del precipicio. Una pared de roca lisa caía hasta la orilla, que se perdía en la distancia azotada por el oleaje. Estaba en la cima de un altísimo peñón rocoso y yermo, desprovisto totalmente de vida. Alaric estaba completamente solo.
—Lo que te ofrezco es una vida humana —dijo Raezazel—. Una vida real.
—¡Lo único que necesito saber es que he cumplido mi deber!
—¿Y cuándo ocurrirá eso? ¿Cuando el Caos haya desaparecido y la disformidad deje de existir? Eso es imposible, y tú lo sabes tan bien como yo. ¿Qué sentido tiene luchar una guerra que no terminará jamás y que hace que el sacrificio sea lo único que te hace humano? Una vida humana, Alaric, felicidad, satisfacción… Te estoy mostrando lo que eres. Ahora te voy a mostrar lo que podrías ser. Libre del yugo de tu Imperio, libre de un deber que no podrás cumplir jamás. Voy a mostrarte lo que significa la libertad.
—¡Arde demonio! ¡Vuelve al infierno!
—¿Hubo alguna vez un prisionero que amara con tal fervor los barrotes que lo mantienen cautivo? Abandona, Alaric, reniega de todo lo que te aísla y te convierte en algo diferente. Ningún hombre puede tratar de ser algo más que un ser humano. Deja de soñar y vive.
Raezazel tenía razón. Alaric estaba completamente solo, separado de una raza humana a la que había jurado defender.
Reflexionó y comprendió que después de todo aquél sería un pequeño precio a pagar. Todo hombre debía hacer un sacrificio, y aquél era el de Alaric.
El caballero gris levantó la vista y miró a Raezazel. Acto seguido saltó al vacío.
* * *
Cayó al océano, y el océano se convirtió en aire. Era un vacío sin luz ni materia. Lo único que sentía era el sonido del viento.
—Coge lo que deseas —dijo Raezazel, susurrando en el interior de su cabeza—. ¡Cógelo! ¿Qué clase de existencia vivirás si no lo haces?
El vacío gélido arañaba al caballero gris. Tenía unos dedos tan fríos como el hielo y parecía estar a punto de despellejarlo. Alaric deseaba llegar al suelo y encontrar a Raezazel para averiguar cuál sería el próximo truco.
De pronto, la tierra apareció bajo sus pies. Alaric cayó en un desierto seco y arenoso que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Deseó saber dónde se encontraba.
Un sol brillaba en el cielo como una flor blanca. Alaric miró a su alrededor. La llanura se extendía en todas direcciones. Buscó algún punto de referencia que le permitiera orientarse.
En la distancia alcanzó a ver la silueta de una ciudad. Parecía una metrópoli imperial, coronada por decenas de pináculos y águilas de piedra similares a las de las fortalezas de Titán. De pronto, Alaric se encontró allí, en las puertas de la ciudad.
—Coge lo que deseas —repitió Raezazel.
«Poder —pensó Alaric—. Poder para cumplir con mi deber. Poder para destruir el mal».
Alaric era el rey de aquella ciudad. Su trono estaba rodeado por toda una corte de hombres y mujeres, cientos de nobles imperiales y representantes de todos los Adeptus. Tenía un sello inquisitorial en una mano, con la otra sostenía un documento firmado con la letra «I» escrita sobre una gota de sangre. Era un documento que le otorgaba poder sobre aquel mundo, y sobre todos los mundos que la imaginación de Alaric pudiera concebir.
—Deseo acabar contigo —respondió Alaric—. Contigo y con todos los de tu raza.
Al momento estaba a la cabeza del ejército de la ciudad, pero ya no era una ciudad, sino todo un reino, uno de los muchos de aquel mundo que le debían fidelidad. Llevaba una armadura tan majestuosa como la de un primarca, y estaba rodeado de marines espaciales, legiones enteras, millones de ellos, y todos lo honraban como rey y como hermano. No había nada que aquel ejército no pudiera conseguir.
—Puedes tener cualquier cosa que desees —continuó Raezazel—. No hay nada en tu imaginación que yo no pueda concederte.
—¿Es fuerza lo que me ofreces? —preguntó Alaric—. ¿Acaso crees que me traicionaría a mí mismo por eso?
—No puedes negar tus deseos, caballero gris. Mira a tu alrededor. Tienes todo aquello que deseas, y podrás tenerlo para siempre.
Alaric deseó sostener un relámpago entre las manos con el que abrasar al demonio. Lo tuvo. Deseó tener a Raezazel frente a él, de rodillas y esperando a ser ejecutado. El demonio se postró ante Alaric. Todo lo que tenía que hacer era coger lo que deseaba.
—Es cierto —asintió Alaric—, todo aquello que deseo se presenta ante mí. Pero hay una cosa que deseo más que nada, un anhelo irresistible que jamás podrás concederme.
—Pídemelo —replicó Raezazel.
—Deseo un universo en el que no existan los demonios —dijo Alaric.
Las muchas bocas de Raezazel comenzaron a abrirse y cerrarse confundidas; el demonio estaba aturdido.
La fuerza de aquella paradoja era demasiada, incluso para un sirviente de Tzeentch.
Las legiones de Alaric desaparecieron. La ciudad se desintegró en una ola de ceniza, y el mundo implosionó.
* * *
Alaric estaba en el fin de los tiempos.
Delante de él había un campo de batalla que se extendía hasta el infinito, pero de alguna manera podía percibir cada centímetro cuadrado de aquella llanura.
La humanidad se había reunido, todos los hombres y mujeres justos que habían muerto a lo largo de la historia. Allí estaban los primarcas: Sanguinius volando majestuoso con sus alas de plumas de plata; Leman Russ avanzando solemne a la cabeza de una jauría de lobos; Jaghatai Khan en un carruaje hecho de estrellas. Las grandes leyendas del Imperio estaban allí, y justo detrás avanzaban los Caballeros Grises y la Guardia Imperial, seguidos por todos los ciudadanos imperiales y por los pecadores redimidos. Todos ellos se habían congregado, en el epílogo de los tiempos, para enfrentarse al mal.
El Emperador marchaba a la cabeza en su armadura de oro reluciente. Era la visión más magnífica que la mente de Alaric jamás había contemplado. Un halo de majestuosidad emanaba de su figura. No había duda de que él era el señor de la humanidad, un verdadero dios, el futuro hecho hombre.
Los hermanos de batalla que Alaric había visto morir marchaban junto a la silueta dorada del Emperador. El caballero gris pudo reconocer a Thane, que había muerto en Sarthis Majoris; a Lykkos y a Cardios, que cayeron en Chaeroneia; a la canonesa Ludmilla, asesinada por Valinov en Volcanis Ultor; al juez Tancred y a la inquisidora Ligeia.
—Juez Alaric —lo saludó Tancred, esbozando una sonrisa. Tancred era un hombre descomunal incluso para tratarse de un marine espacial, y portaba una armadura de exterminador que se ajustaba a la perfección a su poderosa musculatura. El caballero gris se acercó y le dio a Alaric una palmada en la espalda—. ¡Por fin has decidido unirte a nosotros! ¡Ahora ya estamos todos!
—¿Es esto la batalla final?
—¡Por supuesto! Los hijos de Russ lo llaman la hora del lobo. Para los hombres de Khan es la caza de la gran presa. Para un caballero gris es la batalla final contra el enemigo. ¡Mira! ¡Allí están todos, esperando para morir!
Alaric siguió la mirada de Tancred sobre el campo de batalla. La masa informe del enemigo esperaba en la lejanía la carga imperial. Cuatro generales estaban en la vanguardia. Uno de ellos llevaba una corona de cuernos, otro era un mago vestido con una túnica que ondeaba al viento, el tercero era una serpiente que se retorcía y el cuarto era una silueta abultada y putrefacta. Eran poderosos y temibles, pero iban a morir. No podrían resistir a la fuerza del Emperador y de sus súbditos.
—No puede ser —dijo Alaric—. Yo no merezco esto.
Entonces sintió que una pequeña mano lo cogía del brazo. Era la inquisidora Ligeia. Una mujer mayor pero muy hermosa que se veía radiante con una túnica azul repleta de joyas. Alaric la admiraba tanto como a los grandes maestres de su propia orden. La inquisidora le dirigió una sonrisa llena de tristeza.
—¿Por qué reniegas de ti mismo, Alaric? —preguntó—. Es mucho todo lo que has hecho. ¿Quién puede decir que no te has ganado un puesto junto al Emperador? Mira, allí está el Castigador, el demonio que destruiste en Chaeroneia. —Entre las sombras del enemigo, Alaric pudo distinguir al demonio, que se alzaba bajo la forma de un gigantesco titán—. Y allí está Ghargatuloth, el príncipe demoníaco al que matamos juntos. Piensa en todos los enemigos que has enviado a morir a este lugar, piensa en los hombres y mujeres que has salvado. Tú me redimiste, Alaric. Gracias a ti mi muerte no fue en vano. Y como yo hay muchos otros. ¿Es que no valen nada? —Ligeia volvió a cogerle la mano—. Éste es tu sitio, te lo mereces. Has cumplido con tu deber.
—¿Raezazel también está aquí? —preguntó Alaric.
—Eso no importa —contestó Tancred—. Él es uno más entre muchos otros. No es nada comparado con otros demonios a los que has vencido. Sólo eres un hombre, no puedes esperar acabar con todos los demonios del universo.
—Esas palabras no son propias de un caballero gris —repuso Alaric—. Mientras quede uno solo de ellos en el espacio real o arrastrándose por la disformidad, nuestro deber no habrá terminado. No me quedaré aquí a menos que vea a Raezazel con mis propios ojos. ¿Está aquí? ¿Podéis verlo?
—Me decepcionas, juez —dijo Ligeia—. Pensaba que comprenderías mejor tu papel en la galaxia.
—La inquisidora Ligeia jamás pronunciaría semejantes palabras —espetó Alaric. El caballero gris se volvió para mirar a la imponente figura del Emperador. Era como mirar directamente al sol—. ¡Y vos, mi Emperador! ¿Veis en mí a alguien que merece estar en este lugar? ¿Merecería estar aquí alguien que deja que su consciencia se desvanezca mientras un demonio baila a su antojo en el interior de su mente? ¿Alguien que cuando se enfrenta al enemigo le da la espalda al deber?
El Emperador bajó la mirada. Un centenar de bocas se abrieron en su rostro dorado.
—¿Es esto todo lo que puedes hacer, Raezazel? ¿Es todo lo que puedes ofrecerme? ¿Una falsa victoria sobre la disformidad? ¿Es esto lo que pensabas representar en mi mente una y otra vez como recompensa?
—Ya estoy muy cerca, caballero gris —dijo Raezazel—. Es sólo cuestión de tiempo.
El hermano Tancred y la inquisidora Ligeia se disolvieron en una corriente de oro fundido que inundó todo el campo de batalla, atrapando a Alaric en un torrente dorado y abrasador. Los primarcas y el Emperador también desaparecieron. Alaric luchó por encontrar una brizna de aire.
No iba a morir; todavía no. Raezazel aún tendría que jugar con él.
* * *
Alaric dio una bocanada desesperada. Tentando a ciegas encontró algo a lo que aferrarse y consiguió salir a la superficie del océano dorado.
Una torre de sangre helada se elevó delante de él.
Alaric posó una mano sobre la sangre. El calor que emanaba del caballero gris derritió el hielo formando un pequeño entrante al pudo que asirse. Movido por un impulso inevitable, empezó a subir.
De pronto, varias fortalezas ruinosas comenzaron a emerger de la superficie del océano. Su instinto le dijo que cada una de ellas representaba a uno de los paladines de la disformidad a los que Alaric había vencido. Poco a poco, todas fueron desapareciendo hasta que únicamente quedó una.
Alaric se acercaba a la cima de la torre, la sangre derretida le goteaba por todo el cuerpo y podía sentir el olor y el sabor del líquido rojizo. Todo aquel mundo parecía hecho de sangre. Finalmente, consiguió llegar hasta las almenas.
El caballero gris saltó por encima de ellas y se puso en pie. El duque Venalitor estaba frente a él.
Una espada apareció en la mano de Alaric. Todo lo que tenía que hacer era atravesar con ella el pecho del duque, o cercenarle la cabeza, o abrirle las entrañas y contemplar como su vida se desvanecía.
Entonces, todo habría terminado y la muerte de Hualvarn sería vengada.
Venalitor se disolvió en el aire. La armadura del duque se deshizo placa por placa y se perdió en el cielo gris dibujando una espiral en el aire. Finalmente, la enorme espada cayó al suelo convirtiéndose en un charco de mercurio.
Debajo de la armadura no había nada. Venalitor, al igual que todo aquel mundo, era una mentira.
—¿Acaso creías que podrías encontrarlo aquí? ¿Creíste que podrías descuartizarlo y acabar con él? Todo esto está en tu mente, Alaric —lo hostigó Raezazel. El demonio descendió del cielo sobre unas alas plateadas—. Venalitor está muy lejos de aquí. Sabes que si intentas encontrarlo sin mí, jamás lo conseguirás, Alaric. Es demasiado fuerte e inteligente para ti. Yo soy el único camino.
Alaric sabía que Raezazel tenía razón, y sentía aquella verdad como un peso que le impedía moverse. No podía negarlo, pero sabía que sería como traicionarse a sí mismo. Venalitor ya lo había vencido una vez, y en Drakaasi contaba con la protección de todos los que lo servían como señor del Caos, tenía todo un planeta que lo protegía. Pero con la ayuda de Raezazel, Alaric podría acabar con Venalitor.
—No —se negó la pequeña parte de Alaric que aún recordaba que era un Caballero Gris—. Nada de esto es verdad. Tú eres un demonio, una mentira, todo lo que dices es falso. Hay otro camino.
—¿De veras? —preguntó Raezazel—. Di cual es.
—Yo he leído las páginas del Líber Daemonicum —respondió Alaric titubeando—. He contemplado la disformidad y he sentido como la locura me tocaba. He escuchado los susurros de los demonios en lo más profundo de mi mente. He visto… he visto a un mundo que estaba muerto volver a la vida, he visto un mundo caníbal que se consumía a sí mismo para sobrevivir. He visto a hombres buenos matarse unos a otros por los designios de un loco. He luchado en un mundo maldito para deleite de los Dioses Oscuros. He visto tantas cosas aparentemente imposibles… —Alaric miró a Raezazel. Aquel demonio era algo hermoso, pero la esencia que le daba forma era pura mentira—. Yo no soy un caballero gris. ¿Cómo podría alguien ver lo que yo he contemplado y no perder la cordura?
Con el último hálito de disciplina mental que le quedaba, Alaric reunió todo lo que había visto: cuerpos destrozados a manos de demonios, imágenes de la disformidad, el reino del Caos al otro lado de la realidad, héroes convertidos en dementes, planetas enteros aniquilados y el recuerdo psíquico de millones de muertes.
A ello le añadió la certeza absoluta de que la galaxia de los hombres estaba condenada, y que el caos era el estado inevitable de todas las cosas.
—Yo soy el martillo —recitó el caballero gris—. ¡Soy el guante que protege su puño! ¡Soy la hoja de su lanza! ¡Soy el escudo que protege su vida! ¡Soy la punta de su flecha!
Raezazel se dio cuenta demasiado tarde de lo que Alaric estaba haciendo. El escudo psíquico del caballero gris hacía imposible que todos aquellos horrores lo afectaran como harían con un hombre normal. Pero con el Collar de Khorne anulando ese escudo, la mente de Alaric no sólo era vulnerable a criaturas como Raezazel, sino que también era vulnerable a sí mismo.
Tenía algo a lo que aferrarse. Él era el martillo, era un caballero gris. Se asió a aquella idea con sus dos corazones. Era todo lo que le quedaba, y tendría que ser suficiente.
—¡Yo soy el martillo! ¡Yo soy la espada! ¡Yo soy el escudo! ¡Soy un soldado en la batalla del fin de los tiempos!
Alaric dejó que todo aquel horror cayera sobre él: todo lo que había visto, todo lo que había hecho, los amigos que había perdido y las vidas que había quitado.
—¡No! —gritó Raezazel con las cien bocas que le cubrían el rostro.
La mente de Alaric se derrumbó.