CATORCE

CATORCE

La oscuridad era tan intensa que ni siquiera la visión aumentada de Alaric podía distinguir nada. Aquello no era natural. Algo estaba absorbiendo toda la luz.

Alaric avanzó a tientas en las tinieblas. Extendió la mano y sintió el tacto del metal pulido. Era la primera superficie limpia que Alaric tocaba en las entrañas del Hecatombe.

Una música comenzó a sonar como respuesta a aquel movimiento.

Era un sonido tranquilo y cadencioso, triste pero al mismo tiempo hermoso. La última música que Alaric había oído hasta aquel momento fueron los cánticos de Aelazadne. Pero esta melodía era diferente. Sonaba como un millar de voces que cantaran en la distancia. Por un instante pensó que estaba ante algo ancestral y sagrado, y sintió vergüenza por encontrarse herido y sucio.

Pero estaba en el Hecatombe. Aún seguía en Drakaasi. Nada hermoso podía haber en aquel planeta. Alaric trató insistentemente de convencerse de ello, hasta que de pronto las luces comenzaron a encenderse sobre él.

Estaba en una cámara cubierta de oro y plata. Constelaciones de gemas y piedras preciosas palpitaban tímidamente por todas partes. Era una estancia gigantesca. Debía de ocupar toda la eslora del Hecatombe, quizá incluso más. Otra de las manipulaciones del tiempo y el espacio propias del Caos. Varias columnas asimétricas y retorcidas como troncos viejos ascendían por los muros para sostener el techo, una bóveda que se combaba como un cielo dorado y que amenazaba con precipitarse en cualquier momento. Los muros, también dorados, estaban salpicados de paneles de color azul oscuro decorados con símbolos que parecían brillar como pequeñas gotas de energía que refulgían ante la mirada de Alaric. Era como si toda la cámara palpitara débilmente al ritmo de un corazón ancestral.

Alaric se puso en pie. Sintió un gran dolor en el pecho y expectoró unas gotas de sangre que cayeron sobre el suelo dorado. Los diamantes y los zafiros engarzados contemplaron al caballero gris a través del líquido rojizo.

Jamás había visto un lugar como aquél. Era como si tuviera vida; las bases de las columnas eran como raíces de árboles gigantescos. Las formas biológicas de los muros y del techo hacían que aquella cámara pareciera una enorme garganta dorada.

La música provenía de uno de los extremos de la cámara, y Alaric dio un par de pasos hacia adelante. El suelo se hundió de manera casi imperceptible bajo sus pies y las columnas se combaron a su alrededor. Era como si estuviera en el interior de una criatura que estaba reaccionando ante su presencia.

De pronto, la cámara se transformó convirtiéndose en un enorme espacio esférico dominado por una pirámide escalonada. En la cima se alzaba un gran cubo de cristal del que emanaba la música. Los muros también estaban cubiertos de cristales que resonaban al compás de la melodía al tiempo que iluminaban la estancia. En la parte de arriba de la pirámide se levantaba un magnífico trono, tallado a partir de un bloque de mármol de color azul oscuro y decorado con unas complejas inscripciones doradas. Una figura encapuchada vestida con una túnica azulada tejida con hilos de oro se alzaba en lo alto. Unos enormes candelabros brillaban con llamas plateadas. El volumen de la melodía se elevó ante la presencia de Alaric y la luz alcanzó un crescendo casi cegador.

La figura levantó la cabeza. Unas llamas plateadas ardían en el interior de la capucha.

—¿Quién eres? —preguntó con una voz seca como el siseo de una serpiente.

—Soy el juez Alaric, de los Caballeros Grises —respondió él.

—Comprendo. Arrodíllate.

Alaric permaneció en pie, sin moverse.

—¿No? Muy bien. Muy pocos se arrodillan al principio, pero al final todos acababan haciéndolo.

—¿Qué quieres decir con todos?

—Todos vosotros, por supuesto. Los esclavos, mi alimento. Como si debiera estar agradecido, como si fuerais una compensación por lo precario de la situación en la que me encuentro. —La criatura extendió una mano para indicar que se refería al lujo dorado de la cámara de la pirámide—. Tú mismo puedes comprobar las condiciones que hay aquí.

Alaric deseó con todas sus fuerzas poder librarse de Collar de Khorne que le oprimía el cuello, para que su mente pudiera comprender a qué se enfrentaba. Pero resultaba imposible quitárselo con las manos desnudas, no sin romperse el cuello.

—Y bien, ¿qué es lo que deseas?

—¿Lo que deseo? —Alaric hizo una pausa. Había muchas cosas que el caballero gris deseaba. Albergaba tanta ira y tanto sufrimiento que no era capaz de pensar en una sola cosa—. Deseo escapar —dijo por fin.

—No, ése es un deseo tremendamente primitivo, la necesidad básica de libertad no es más elegante que el hambre o la sed. ¿Qué es lo que de verdad deseas? —La figura se puso en pie y descendió un par de escalones—. ¿Venganza? ¿Gloria? ¿Redención? Yo solía conceder grandes deseos, juez Alaric de los Caballeros Grises. Dicen que las viejas costumbres nunca mueren. Siempre me piden algo tan pronto como se dan cuenta de ello, pero por supuesto aquí no se puede cumplir ningún deseo, a no ser que quieras que tu alma sea despellejada. Algo que supongo que no deseas.

—Son muchos los que lo han intentado —dijo Alaric.

—Es fácil darse cuenta viendo el aspecto que tienes.

—¿De modo que es así como terminará todo? —preguntó Alaric.

—Sí.

El astartes cerró los puños con fuerza. No estaba en condiciones de luchar. Se sentía muy débil después del encuentro con Venalitor y de haberse enfrentado inútilmente con los escaefílidos. Pero ningún caballero gris se había rendido jamás, y estaba decidido a no suplicar clemencia.

—Te lo advierto —dijo—. No soy un hombre fácil de matar.

—¿Matar? Pensé que tendrías algo más de cerebro en esa cabeza. Tú y yo somos parecidos. Venalitor tiene pensado para nosotros algo más que apilar nuestros cráneos junto al trono del Dios de la Sangre. No, Venalitor no te quiere muerto.

La figura se quitó la capucha. Debajo apareció un rostro humano desprovisto de piel cuyos músculos eran hilos de plata. Unas llamas argentadas se alzaban sobre él. Los ojos eran dos pequeños puntos ardientes de color azulado. Alrededor de toda su cabeza se abrían y cerraban pequeñas bocas que no cesaban de musitar oraciones, creando una aureola que se alzaba sobre aquel ser extraño.

—Quiere que te posea —dijo Raezazel el Malicioso.

* * *

El duque Venalitor contemplaba la batalla desde sus aposentos. El juego sangriento resplandecía desde la gran pantalla de cristal que dominaba una de las paredes de la cámara.

—Mostradme el Azote —ordenó Venalitor.

La imagen pasó a mostrar la ciudad más reciente de Drakaasi. El Azote no era sino una colección de barcos y plataformas flotantes unidas para crear una gigantesca amalgama de desechos que flotaba en el océano sur de aquel planeta. Allí vivían millones de herejes y renegados. Había rumores que aseguraban que el propio Hecatombe había formado parte del Azote, e incluso que fue aquel mismo navío el que dio origen a semejante conglomerado. Pero ahora el Hecatombe surcaba los mares como el corazón arrancado de una ciudad muerta. Venalitor jamás había desmentido esos rumores.

El Azote era el nexo de unión entre la superficie de Drakaasi y las civilizaciones más tenebrosas de las profundidades del planeta. Allí, criaturas evolucionadas a partir de escaefílidos convivían con algunos de los señores de Drakaasi. Como Thurgull, el Ser de los Mil Tentáculos, quien había decidido forjar su propio reino alejado de la mirada de tierra firme.

Unos mutantes anfibios estaban emergiendo del océano para ahogar a los tripulantes de un gran templo flotante situado en uno de los extremos del Azote. Aquel templo estaba dedicado a Arguthrax y regido por el sacerdocio demoníaco del Saqueador de Kolchadon. Los mutantes eran seres con agallas y manos palmípedas que habían respondido a la llamada de Venalitor emergiendo de las profundidades.

Los sacerdotes de Arguthrax, todos ellos con seis dedos en cada mano, eran arrojados al océano y asesinados sin piedad. Poco a poco, el templo se fue yendo a pique, hasta que empezó a desaparecer en las profundidades del océano llevándose consigo la morada de miles de renegados de Drakaasi. Finalmente, aquel símbolo de la disformidad desapareció en medio de las aguas hediondas.

La imagen cambió de nuevo. En la pantalla apareció el campo de entrenamiento de uno de los cultos leales a Venalitor. Se trataba de la Mano de Ébano, un grupo de piratas corrompidos que fueron convertidos a la disciplina de Khorne por los agentes del duque. Ahora se habían refugiado en las montañas, donde habían anclado naves y dirigibles antes de unirse a la cruzada estelar de lord Ebondrake.

Cuando el sol comenzaba a brillar sobre las cimas de las montañas, los centinelas de la Mano de Ébano dieron la luz de alarma. En el mástil que se alzaba en el centro del campo de instrucción, donde antes hondeaba una bandera bendecida por el propio Venalitor, ahora colgaba el cadáver del líder del culto, Gargyan Mano Roja. Le habían arrancado la piel del rostro y una mandíbula ensangrentada mostraba los dientes desde lo alto. También le habían cortado las manos que, sin duda, se habían convertido en trofeos para los asesinos que Arguthrax había enviado.

—La guerra sigue su curso, mi señor —dijo el amo de esclavos. El viejo escaefílido esperaba pacientemente al fondo de la estancia. Se trataba de una criatura astuta que había conseguido sobrevivir en Drakaasi sometiéndose a los señores del planeta y ofreciéndoles servidumbre absoluta.

—Así es —asintió Venalitor—. Y no terminará hasta que uno de los dos esté muerto.

—¿Y cómo pensáis salir victorioso?

Venalitor lo miró fijamente.

—Pienso sacrificar todo lo que tengo, nada más.

—Lord Ebondrake ya estará al corriente de la situación, mi señor.

—Eso es lo que pensaría una mente poco brillante, amo de esclavos, pero lo cierto es que Ebondrake venera la fuerza tanto como cualquiera de nosotros. Cuando haya acabado con Arguthrax, estaré más cerca del puesto de Ebondrake, no más alejado.

—Entonces, ¿cuáles son vuestros planes, mi señor? —El maestro esclavista dobló las patas. Aquel movimiento era el equivalente de una reverencia, algo que los escaefílidos no podían hacer debido a lo encorvado de sus cuerpos.

—Por el momento intentar no llamar la atención —contestó Venalitor—. Recurrid a soldados de los que podamos decir que actuaban por voluntad propia y que no echemos en taita. Primero acabaremos con los círculos cercanos a Arguthrax, sus aliados, los puntales sobre los que descansa su poder. Es un ser de ira y odio en estado puro. Intentará atacarme tan directamente como le sea posible, pero así sólo conseguirá desatar la ira de Ebondrake, y cuando eso ocurra, estará a punto para recibir el golpe definitivo.

—Así será, mi señor.

—Mantenedme al corriente de lo que ocurra con el caballero gris —continuó Venalitor—. Cuando Raezazel termine con él, será el encargado de matar a Arguthrax.

—Por supuesto, mi señor.

El amo de esclavos abandonó la cámara para encargarse de las numerosas tareas que le habían sido encomendadas. Venalitor se quedó a solas contemplando cómo la sombra de la guerra comenzaba a extenderse por todo el planeta.

* * *

Alaric se estrelló contra el muro que había detrás de él. Pequeñas esquirlas doradas llovieron a su alrededor mientras se deslizaba aturdido hacia el suelo. Sintió como su mente se estremecía. Imágenes de demonios caían sobre ella como si fueran fuego de artillería.

Tuvo que esforzarse mucho para poder respirar y acallar el instinto humano que lo incitaba a huir.

Raezazel el Malicioso flotaba en el aire por encima de él. Unas alas plateadas habían emergido a través de sus ropajes. El fuego rodeaba toda la silueta de aquel ser mientras cientos de pequeñas bocas incrustadas en la piel brillante cantaban al unísono.

—Sabes que yo puedo cumplir tu deseo —dijo Raezazel con sus cien voces a la vez—. Tú eres mucho más fuerte que todos los demás. Crees que puedes ver a través de la mentira. Quizá tengas razón.

Alaric consiguió ponerse en pie. Se sentía débil e insignificante. Jamás había estado tan a merced de otra criatura.

—¿Es la muerte lo que deseas, caballero gris? —preguntó Raezazel—. Yo pudo concedértela.

Alaric tomó una bocanada de aire. Él era un caballero gris. Se había enfrentado a las mentiras del Caos en infinidad de ocasiones, y había conseguido enviarlas a todas ellas de vuelta a las tinieblas gracias a la fuerza de la verdad. Muchos demonios habían intentado poseerlo, pero ni uno solo había conseguido abrir una grieta en su mente.

Sin embargo, ningún demonio lo había atacado estando tan desprotegido.

—Deseo ser liberado.

—Entonces pronto lo conseguirás.

—Liberado de ti.

Raezazel ladeó la cabeza. Los ojos ardientes de aquel ser miraron a Alaric inquisitivamente, como si escudriñaran a una criatura particularmente lunática.

—Eso —dijo— tendrás que conseguirlo tú solo.

Una mano de energía dorada levantó a Alaric y lo aplastó contra el muro. La energía que emanaba de Raezazel estaba convirtiendo los muros en láminas de luz líquida. Alaric luchó con todas sus fuerzas mientras sentía como aquella mano se cerraba alrededor de su mente. Un dolor insoportable se apoderó del interior del caballero gris.

—Pienso vestir tu propia piel y abandonar esta prisión, juez Alaric. Escaparé de este mundo para reunirme con mi dios, eso es lo que deseo. Eso es lo que Venalitor me ha ofrecido al enviarte aquí, así, incluso los sirvientes del Dios de la Sangre tendrán que perpetuar la mentira.

Alaric luchó haciendo acopio de toda su fuerza. El mero hecho de respirar ya le costaba un tremendo esfuerzo, pero estaba decidido a no dejar que Raezazel penetrara en su mente. ¡Jamás! Estaba dispuesto a morir antes de dejar que eso ocurriera. Aquél sería su último servicio al Emperador. El enemigo jamás conseguiría poseer a un caballero gris y hacer que marchara a la cabeza de sus ejércitos. Nunca… a no ser que Raezazel fuera más fuerte.

El rostro del demonio, envuelto en llamas, levitó hasta colocarse justo delante del de Alaric. Una mano plateada se posó sobre la cabeza del caballero gris.

Un dolor frío e intenso se apoderó de él.

Raezazel le estaba mostrando lo que era capaz de hacer con él: sumirlo en una agonía insoportable durante un millar de años. Le estaba diciendo a Alaric que se rindiera.

—No conseguirás penetrar en esta mente —consiguió decir Alaric entre dientes—. No hay mayor sufrimiento que el fuego del fracaso. No hay mayor tortura que el deber no cumplido. Mi Emperador me reclama, y nada ni nadie podrá evitarlo.

Raezazel soltó al caballero gris.

—Tu fuerza mental no importa —dijo—. Te despellejaré la mente si es necesario.

Alaric intentó ponerse en pie, y Raezazel lanzó contra él toda clase de horrores.

Cadáveres putrefactos comenzaron a emerger del suelo y de los muros. Alaric había visto miles de cuerpos sin vida. Ninguno de ellos conseguiría hacer que se arrodillara.

De pronto, los cadáveres comenzaron a adoptar el aspecto de amigos. Se convirtieron en hermanos de batalla y en todos aquellos en quien Alaric había confiado.

El caballero gris había perdido a innumerables amigos. Parecía como si el precio a pagar por contar con la confianza de Alaric fuera la muerte.

Y en aquellos momentos, el marine espacial sentía que la suya estaba muy cerca, pero luchó por mantenerse firme.

Mundos enteros eran consumidos por las llamas. La galaxia sufría, las estrellas se apagaban. Una carcajada vacía se extendió por el universo.

Alaric luchó con todas sus fuerzas.

Las victorias comenzaron a cobrar forma. El caballero gris sabía que el Caos podía ser derrotado. Quizá se necesitara todo el tiempo de la galaxia, pero la victoria final llegaría algún día. A cada visión que Raezazel lanzaba contra él, Alaric respondía con una imagen gloriosa: la aniquilación del la flota del Caos en la batalla de Getsemaní, la visión del comandante general Solar Macharius reconquistando un millar de mundos y rescatándolos de las tinieblas, el destierro de Angron en la primera guerra de Armageddon. Alaric intentó recordar las victorias que se narraban en todos los libros y sermones que había leído.

«Somos necios de carne débil —pensó Alaric con fuerza—. Somos jóvenes y ciegos. Quizá algún día desaparezcamos, pero ahora brillamos con tal fuerza que la galaxia, que tantas cosas ha olvidado, nos recordará siempre».

Raezazel dejó escapar un gruñido de frustración. Las visiones de sufrimiento desaparecieron. Alaric se desplomó sobre el muro de la cámara sonriendo como un loco.

—Jamás conseguirás que me rinda mediante el terror, demonio. Soy un marine espacial. No conocemos el miedo.

—Entonces —replicó Raezazel—, parece que voy a tener que mostrártelo.

La mente del demonio levantó a Alaric del suelo. El caballero gris luchó con todas sus fuerzas mientras Raezazel se situaba frente a él, apoyado sobre unas alas de energía plateada, y colocaba una mano en la frente del caballero gris.

Hilos de plata y oro rodearon la cabeza de Alaric y comenzaron a introducirse por los poros de su piel. El astartes lanzó un alarido y trató de arrancárselos, pero ya estaban dentro de él.

Podía sentir como se retorcían abriéndose paso entre el cráneo hasta llegar al cerebro. Las sinapsis comenzaron a fallar. Sensaciones extremas de frío y calor se apoderaron de Alaric. Náuseas, dolor, confusión… El mundo giraba a su alrededor mientras el sentido del equilibrio desaparecía por completo.

Alaric golpeó el cuerpo de Raezazel con la mano que le quedaba libre. Las costillas de plata crepitaron. No sería suficiente.

Un millar de bocas se reían de él.

La consciencia de Alaric se fundió como si fuera oro.

* * *

Raezazel el Malicioso ya concedía deseos cuando Arguthrax aún era joven.

La imagen de él que Alaric tenía en la mente era la de algo enorme y deforme, un borrón de materia física perdida en la disformidad. El caballero gris sabía que se trataba de una imagen simplificada, algo distorsionado para poder entrar en una mente humana. La escala de la disformidad aún martilleaba en la mente de Alaric.

El joven demonio, poco más que una larva que nadaba a ciegas en medio de la disformidad, bebió de la miseria y el odio de las razas que poblaban el universo. De ellas aprendió el engaño y la maldad, y comprendió que los destellos esporádicos de alegría y afecto no eran más que sensaciones vacías. Los seres vivientes de la galaxia eran manojos de mentiras tejidas para ocultar lo odioso de su naturaleza.

La mentira era el tejido del que se componía la mente. Para las razas mortales, la mentira era la realidad. El poder de la mentira era capaz de crear imperios y de convertirlos en ruinas. La mentira era capaz de hacer que hombres, pielesverdes, eldar y toda clase de seres llevaran a cabo actos de heroísmo y devoción… así como de odio, vileza y maldad. La mentira era el poder. El engaño era la realidad.

En la disformidad existía un dios de la mentira. No había poder más absoluto. Nacido a partir del engaño del universo y más viejo que la propia realidad, Raezazel no pudo sino pasar a formar parte de él. Se trataba de Tzeentch. Pero al mismo tiempo no era nada, pues la manifestación más pura del Caos era tan mutable que jamás llegaba a ser algo fijo. Su mera existencia era una mentira, porque Tzeentch no podía existir. Tal era el poder que emanaba de aquella paradoja que el universo sólo podía tener un único y verdadero gobernante, y ése era Tzeentch.

El mero concepto de Tzeentch era una noción aterradora, una idea que a Alaric le resultaba repugnante. Pero la devoción que Raezazel profesaba hacia aquel ser, mezclada con la repugnancia que Alaric sentía, creaban una emoción completamente ajena a la mente del caballero gris. La perversión de todo lo que significaba ser humano.

Y el conocimiento de Raezazel se amplió. Tzeentch deseaba poder, pero al mismo tiempo también deseaba la ausencia de él. Deseaba la anarquía y la confusión, porque para Tzeentch desear algo significaba negar su existencia.

También había otros dioses en la disformidad. Uno de ellos era Khorne, el Dios de la Sangre. Pero Raezazel sabía que sólo Tzeentch podía obtener poder de una parte tan fundamental del universo como era la mentira. De modo que fue Tzeentch a quien Raezazel decidió servir.

Raezazel encontró maneras de llegar al espacio real, donde habitaban las razas más jóvenes del universo. Y encontró el modo de penetrar en las mentes desprotegidas, en las almas desnudas de psíquicos cuyo resplandor era tan intenso que Raezazel podía atravesar el puente que separaba ambas dimensiones y poseer sus cuerpos. Y así fue como hizo el trabajo de Tzeentch, expandiendo el culto al Dios de la Mentira y construyendo la que sería la base de su poder. Al mismo tiempo, también derribaba otras estructuras de poder allí donde las encontrara, desatando así el caos y la anarquía, pues sólo Tzeentch podía ambicionar caos y sometimiento por igual. Algunas veces llegó incluso a luchar contra otros seguidores de Tzeentch para perpetuar la paradoja sagrada.

El tiempo comenzó a rugir como un huracán en la mente de Alaric. El caballero gris luchó con todas sus fuerzas para evitar que la memoria de Raezazel lo despedazara. Si eso llegaba a ocurrir, Alaric desaparecería por completo y pasaría a existir como una creación en la mente del demonio.

Los cultos de Tzeentch suplicaban ayuda. En ocasiones, Tzeentch se la concedía. Otras veces enviaba a Raezazel. Había cultos que invocaban a los sirvientes de Tzeentch y abrían puertas que Raezazel podía atravesar, mostrándose en el espacio real en toda su aterradora y argentada magnificencia. Todo aquel que adoraba a Tzeentch también debía sufrir, pues Tzeentch prometía liberación y auxilio, de manera que resultaba inevitable que eso siempre fuera una mentira. Con frecuencia, Raezazel era el origen de aquel sufrimiento. En ocasiones actuaba como asesino, otras veces se convertía en un titiritero que orquestaba derrumbamientos con una precisión inconcebible para la mente humana. Manejaba a su antojo imperios enteros sólo para corromper una única alma. Y con los movimientos más sutiles era capaz de hacer que el individuo más ruin destruyera la civilización que lo había visto nacer.

Raezazel mentía. Hacía promesas. Se convirtió en un experto en escuchar los deseos de aquellos que invocaban a Tzeentch, y en concedérselos de la manera más maliciosa posible. Todos ellos descubrían la mentira cuando el final ya estaba demasiado cerca, y se daban cuenta de que no había sido Tzeentch, sino ellos mismos, los que se habían condenado. Una paradoja más. Raezazel era muy bueno en lo que hacía.

Los milenios pasaron. Muchas razas nacieron y desaparecieron, y de todas ellas la raza humana jamás fue la que tuvo mayor potencial. Una raza se hacía con el poder sobre la galaxia, y poco después otra se lo arrebataba, ignorante de que el verdadero poder no residía en el espacio real.

Y así llegó el tiempo en el que la humanidad se alzó para dominar la galaxia, durante lo que se conoció como Era Oscura de la Tecnología, para caer poco después en las guerras de la Era de los Conflictos. No fue aquél el hundimiento más dramático, aunque permitió a Tzeentch avivar el fuego argentado con infinidad de nuevas almas. Sin embargo, sí que resultó ser un hundimiento diferente, porque los hombres regresaron. Uno de aquellos seres se alzó en Terra, el lugar de nacimiento de la humanidad, y empezó a unir bajo su luz a lo poco que quedaba de aquella especie. El Emperador estuvo muy cerca de tener éxito. Pero su poder no era más que una mentira vacía en comparación con la gran mentira de la disformidad. Los poderes de la disformidad comenzaron a mover los hilos para hacerse con el control de aquella nueva humanidad unida, sabiendo que así también podrían controlar la galaxia material.

Tzeentch también desempeñó su papel. El Emperador era una mentira, y supuso un gran placer para Tzeentch hacérselo ver a todos aquellos que se rebelaron contra Él. Raezazel estuvo allí, en Próspero y en Istvaan V. También estuvo en Terra cuando la última farsa fue representada, cuando la victoria del Emperador condenó a la humanidad a más de diez mil años de sufrimiento en las tinieblas. Raezazel observó la Herejía de Horus, informando a los príncipes demoníacos de Tzeentch y susurrando promesas de poder y de salvación, tal y como siempre había hecho. Cuando las fuerzas traidoras se refugiaron en el Ojo del Terror, Raezazel sabía que no era más que otra mentira. El Caos jamás había abandonado la galaxia, pero cuando consiguiera gobernar el universo, la Era del Imperio quedaría reducida a un débil parpadeo en la inmensidad de la historia. Pero entonces ocurrió algo.

La herejía era tal que casi se apoderó de Alaric. El caballero gris tuvo que repetirse una y otra vez que Raezazel no era más que un demonio, y que todo cuanto había en él era una mentira.

Alaric reconoció en seguida el mundo ensangrentado al que Raezazel llegó después. Una enorme cicatriz con forma de estrella de ocho puntas cubría la superficie del planeta, formando grandes ríos de sangre y conectando las ciudades más importantes de aquel mundo: una corona de agujas de cristal, un enorme parásito y una aglomeración de suburbios interminable.

Raezazel llegó al mundo de Drakaasi, donde convergían muchos de los hilos del destino. En el pasado, los demonios titánicos lucharon sobre la superficie de aquel mismo planeta, ensuciándolo con una sangre que aún empapaba la tierra. Finalmente, Khorne se hizo con la victoria, y por primera vez Raezazel el Malicioso quedó atrapado.

Khorne odiaba la mentira, odiaba el destino y la magia, así como todo aquello que Tzeentch era capaz de hacer. Raezazel fue desterrado de la disformidad. Vivió en Drakaasi durante más de mil años, urdiendo tragedias para los ensangrentados sirvientes de Khorne, prometiéndoles más sangre y despellejándoles la mente. Los propios demonios de Khorne intentaron darle caza, pero todos ellos acababan devorándose los unos a los otros cegados por su sed de sangre, convertidos en enemigos mutuos por las maquinaciones de Raezazel. Raezazel el Malicioso era la criatura más odiada de Drakaasi, el mundo rebosante de odio.

Fue entonces cuando surgió el duque Venalitor. Aspirante a paladín del Dios de la Sangre, Venalitor era un general tremendamente ambicioso y muy hábil con la espada. El duque fue a buscar a Raezazel, como tantos otros señores habían hecho, y al igual que a todos ellos, el demonio le preguntó a Venalitor cuál era su deseo.

Éste respondió que deseaba un digno oponente. Veneraba a su dios a través del arte de la espada, y necesitaba un contrincante que le permitiera mejorar su destreza. Raezazel le ofreció los mejores luchadores de Drakaasi, sabiendo que luchando contra ellos, Venalitor moriría o perdería la cordura obsesionado con la victoria o con la derrota. Sin embargo, Venalitor acabó con todo aquel que el demonio le puso delante. Finalmente, Raezazel, sabiendo que la mentira debía ser perpetuada a toda costa, se ofreció a sí mismo como adversario, convencido de que el fuego plateado de Tzeentch ardía con fuerza en su interior y de que ningún mortal podría vencerlo jamás.

Venalitor hundió la espada con tal fuerza en el cuerpo de Raezazel que el demonio experimentó el terror durante un brevísimo instante. En aquel momento pudo ver de nuevo la disformidad y los muchos rostros de su señor Tzeentch burlándose de él. Raezazel también había sido engañado. Todo era parte de la misma paradoja divina. Raezazel se derrumbó, derrotado. Pero Venalitor no acabó con él. El duque llevó al demonio al Hecatombe, lo encerró en una cámara en cuyas puertas se tallaron los protectores antimagia más poderosos, y lanzó contra él los juramentos demoníacos más ancestrales, decidido a hacer que Raezazel lo aceptara como su señor.

Después, muchos siglos después, el juez Alaric de los Caballeros Grises fue arrojado a aquella celda.

Toda esta información centelleó ante la mente de Alaric en menos de un segundo.

* * *

Estaba cayendo al vacío. Un universo creado por Raezazel se deslizaba ante sus ojos, infinito y oscuro. Un hombre más débil habría perdido la cordura en aquel mismo instante, abrumado por la realidad de su insignificancia frente a la magnitud del universo. Alaric se convenció de que en algún lugar había un Emperador, y de que el caballero gris le debía algo. Aquella idea fue suficiente.

Un mundo emergió de las tinieblas que se extendían bajo sus pies. Una esfera de roca desnuda, repleta de cráteres, creció hasta convertirse en un planeta sobre el que el caballero gris se precipitaba sin remedio.

Alaric cayó al suelo. La superficie del planeta se combó como si fuera una criatura con vida que reaccionaba ante su presencia. El suelo se elevó y se cerró sobre él, cálido y asfixiante. Alaric luchó con fuerza para poder respirar. Acto seguido, el planeta lo escupió de nuevo.

El caballero gris trató desesperadamente de encontrar algo real. Estaba en un mundo creado por Raezazel. El demonio estaba en su mente, y movía los hilos de su imaginación y de su memoria para dar forma a aquel lugar.

Raezazel había conseguido entrar. Aquello jamás le había ocurrido a ningún caballero gris, nunca. Raezazel el Malicioso había dicho que lo poseería, y ahora estaba muy cerca de conseguirlo. Con el Collar de Khorne anulando el escudo psíquico del caballero gris, Alaric dependía únicamente de su entereza mental.

La hierba comenzó a crecer. Alaric se puso en pie mientras el manto verdoso se extendía a su alrededor. En la lejanía, el horizonte se elevó formando colinas y montañas. Unas profundas cicatrices se abrieron sobre la tierra, llenándose de agua y dando de beber a los frondosos bosques que surgieron en las orillas de los ríos. Los árboles emergían como manos que intentaban tocar el cielo, rodeando a Alaric hasta sumirlo en lo más profundo de un bosque impenetrable. Las enredaderas se extendieron sobre los troncos de árboles caídos y ennegrecidos por el musgo. El suelo pareció reblandecerse súbitamente, como cubierto por siglos de materia vegetal que había crecido y muerto en aquel mismo lugar. En aquel mundo en la mente del caballero gris, las primeras criaturas empezaron a cobrar vida: insectos brillantes que revoloteaban en el aire, depredadores oscuros como la noche que acechaban entre las ramas, y pájaros de múltiples y vivos colores. El sonido reinante en aquel lugar descendió sobre Alaric como un manto, el viento soplaba entre los árboles trayendo consigo los aullidos lejanos de los depredadores.

El cielo estaba salpicado de nubes. En la lejanía, las cimas de las montañas estaban cubiertas de nieve. El sonido de una cascada cercana llegó hasta los oídos de Alaric.

Se hallaba en un claro del bosque. Aún llevaba puestos los restos de la armadura con la que había huido del coliseo de Gorgath. Seguía siendo la misma persona. Fuera lo que fuese lo que estaba ocurriendo, Alaric seguía existiendo. Aquello era lo único de lo que el caballero gris podía estar seguro.

—¡Raezazel! —gritó Alaric—. ¡Demonio! ¡Jamás un caballero gris se ha postrado ante la hechicería, y yo no seré el primero!

La única respuesta que obtuvo fue el débil murmullo del bosque. Alaric miró a su alrededor, notando como el bosque se oscurecía a medida que se volvía más y más denso. Podría quedarse allí eternamente, escondiéndose aterrorizado de aquel demonio, o podía ir a buscarlo y luchar contra él.

Alaric comenzó a avanzar arrancando las ramas que se interponían en su camino. En aquellos momentos deseó haber tenido un arma, pero ya se ocuparía de eso más adelante. Por el momento siguió caminando.

* * *

Llegó hasta la cascada. Era un salto de agua que se precipitaba desde el cráneo de una criatura gigantesca, una calavera que parecía llevar allí miles de años, fosilizada y devorada por la maleza. El agua era limpia y cristalina, y en ella nadaban decenas de peces plateados.

El cráneo era enorme. Sin embargo, aquella criatura tenía muchas, muchas más calaveras que se extendían a lo largo de la espina dorsal, formando una cresta ósea que se perdía en la distancia. Cada una de ellas era diferente, algunas sonreían maliciosamente mientras que otras estaban horadadas por decenas de cuencas oculares vacías. En vida, aquella criatura había sido una gigantesca columna de varios kilómetros de altura, tallada con infinidad de rostros imposibles.

—Ghargatuloth —dijo Alaric.

El príncipe demoníaco que renació en la senda de San Evissier. Un ser que fue capaz de urdir una sucesión de acontecimientos de tal complejidad que el propio Alaric no pudo evitar verse envuelto en ella. Toda la red de sucesos fue tejida con el único fin de traer de vuelta a Ghargatuloth en el mismo lugar en el que fue desterrado. Sólo Alaric y la inquisidora Ligeia consiguieron acabar con el demonio tan pronto como se manifestó en el espacio real.

—¿Es esto lo mejor que puedes hacer? —gritó el caballero gris mientras miraba hacia el cielo sabiendo que Raezazel oiría aquellas palabras—. ¿Recordarme viejas victorias? ¿Es esto todo lo que me ofreces, Raezazel? ¡Saborear las glorias pasadas no significa nada para un caballero gris, no mientras los de tu clase sigáis existiendo! ¡Si Ghargatuloth existió, fue sólo por culpa de mi capítulo! ¿Es así como piensas poseerme?

No hubo respuesta.

Alaric fabricó una lanza con la rama de un árbol y con un guijarro afilado. Al menos ahora estaría armado. Sosteniendo aquella arma entre las manos se sentía más como un caballero gris y menos como un hombre que deambulaba por los confines de su propia mente, moviéndose a merced de un demonio. Ascendió hasta la espina dorsal de Ghargatuloth. Desde allí arriba pudo ver las montañas que se alzaban en el horizonte, mientras que en el lado opuesto vio un río que serpenteaba brillante abriéndose paso hasta el océano.

De pronto, el pico nevado de una de las montañas comenzó a estremecerse. Acto seguido explotó generando una gigantesca columna de humo negro. Unos minutos después, el estruendo llegó hasta Alaric. Fue como un aullido furioso proveniente de las entrañas de la tierra. El suelo comenzó a temblar. El cielo se volvió negro.

—De modo que es así como va a ser —dijo Alaric.

Unas olas gigantescas comenzaron a azotar el océano. Una lluvia torrencial empezó a martillear el suelo.

* * *

Raezazel hostigó a Alaric durante horas. Los torrentes de agua emergían de la profundidad del bosque empujando al caballero gris contra rocas y troncos caídos. Infinidad de terremotos hicieron añicos la tierra, y Alaric estuvo a punto de precipitarse hacia las entrañas ardientes de aquel planeta en varias ocasiones. Los depredadores acechaban entre la maleza. Alaric tuvo que atravesar con la lanza la garganta de un gigantesco lagarto, y luchar contra un monstruo felino hasta conseguir derribarlo y romperle el cuello. Aves de presa caían en picado desde el cielo. Alaric las agarraba por las alas y las lanzaba contra la roca. Serpientes venenosas se deslizaban entre la maleza para terminar con la espina dorsal destrozada a manos del caballero gris, quien las golpeaba contra el suelo como si fueran látigos.

La noche cayó sobre el bosque. Meteoritos en llamas comenzaron a llover del cielo dejando tras de sí enormes nubes de ceniza. El propio bosque también mutó a su alrededor, cerrándose en torno al caballero gris e intentando alcanzarlo con sus miembros espinosos. Alaric luchó contra todo aquello mientras avanzaba desafiante por el mundo que Raezazel había creado.

Sin embargo, llegó un momento en el que comenzó a sentirse exhausto. Supuestamente, su cuerpo no era real, no era más que una proyección de su propia consciencia, pero aún así estaba lleno de heridas y golpes. La herida del pecho seguía sangrando. Las quemaduras que le había causado el oro fundido aún palpitaban de dolor. Estaba exhausto y herido, y supo que le quedaban muy pocas fuerzas.

De pronto comenzó a ver cosas, rostros proyectados en el cielo. También oía voces que le hablaban, frases reales que parecían haber sido extraídas de su propio pasado. Quizá las personas que le hablaban también estuvieran allí, confabuladas con Raezazel para atormentarlo.

Alaric comenzó a tambalearse, casi ciego a causa de la fatiga. Unas tenazas emergieron de la oscuridad para intentar arrancarle la piel. Un meteorito cayó lo suficientemente cerca como para hacerle perder el equilibrio. El caballero gris comenzó a arrastrarse por el barro. La lluvia caía punzante sobre él, y Alaric ya ni siquiera sabía hacia dónde se dirigía.

De pronto palpó con la mano una roca pulida. Alaric consiguió levantarse del barro y apoyarse jadeante sobre la piedra. Podía haberse quedado allí, dejando que la escasa energía que aún le quedaba desapareciera poco a poco hasta hacerle perder el conocimiento. Pero algo que apenas recordaba le dijo que debía continuar.

Delante de él podía ver una escalinata de piedra. Sobre ella se alzaba un templo rodeado de columnas que sostenían un frontón donde estaba tallada la representación de una batalla. Delante de las columnas, en el último escalón, se alzaba una gigantesca estatua que representaba a un hombre con una armadura muy ornamentada. El rostro de aquel caballero era fuerte y de rasgos nobles. Su armadura era magnífica, con infinidad de textos devotos tallados sobre ella. En una de las manos sostenía una alabarda.

Era una estatua de Alaric. Aquél era su templo, erigido en la disformidad para honrarlo por todos los cráneos que había ofrecido a Drakaasi, y quizá también por todas las criaturas y demonios que había matado a lo largo de su vida.

Alaric comenzó a ascender por la escalinata. Los relámpagos rompían la oscuridad de la noche y la lluvia torrencial caía insistentemente sobre el templo. Al menos, allí encontraría cobijo.

Había alguien de pie entre las columnas. La luz tenue de un candelabro oscilaba detrás de aquella figura, iluminando con una luz dorada las ofrendas para Alaric el Traicionado. Cuando llegó al último escalón, Alaric pudo reconocerlo.

El juez Tancred, cuya silueta se alzaba enorme en su armadura de exterminador, le tendió la mano. Alaric sonrió.

—Coge mi mano, Alaric —dijo—. Todo ha terminado.