TRECE

TRECE

Fue la luz lo que despertó a Alaric. Estaba tumbado de espaldas, mirando hacia arriba. Parpadeó un par de veces mientras sus ojos se adaptaban al brillo. Desde que llegó a Drakaasi, aquélla no era la primera vez que se preguntó si estaría muerto.

La luz provenía de una enorme lámpara de araña que colgaba de un techo decorado con frescos de escenas bélicas. Las víctimas yacían apiladas bajo los pies de enormes guerreros, todos ellos con los símbolos de Khorne sobre las armaduras. El cielo sobre sus cabezas estaba cubierto de nubes ensangrentadas, y demonios carroñeros se afanaban en descuartizar a vivos y a muertos por igual. En la distancia, ejércitos enteros luchaban encarnizadamente.

Aquélla era la obra de un genio. En cualquier mundo imperial, aquel artista habría sido uno de los mejores de su generación, quizá lo suficientemente bueno como para adquirir fama en todo un sector de la galaxia. Pero la mente que creó aquello había sido esclavizada por el Caos, y hundida en la locura hasta que lo único que quedó de ella fue aquella obra maestra impía y blasfema.

Alaric se preguntó quién habría sido aquel artista. ¿Habría estado loco desde el principio? ¿Sería una mente torturada y brillante que escuchó las voces de la disformidad en busca de consuelo? ¿O quizá no fue más que uno de los millones de ciudadanos esclavizados por los ejércitos de Drakaasi? Alaric se imaginó al artista anónimo agazapado entre una multitud de ciudadanos aterrorizados esperando a que la muerte llegara para llevárselos. Quizá suplicando clemencia o tratando de encontrar algún consuelo para sus seres queridos. Fue entonces cuando llegó la muerte, pero no fue a buscarlo a él. Los sirvientes de Drakaasi descubrieron sus habilidades y decidieron dejar que viviera, y así aquella mente fue esclavizada hasta que lo único que pudo crear fueron imágenes de sangre y destrucción. A buen seguro desearía haber muerto. Quizá siguiera con vida en algún lugar de Drakaasi, concibiendo las más terribles visiones en nombre de Khorne.

Alaric permaneció tumbado durante un largo rato. La gracia del Emperador era lo único que lo mantenía con vida y sin perder la cabeza. Se preguntó cuánto tardaría en derrumbarse. A buen seguro les llevaría más tiempo corromper a Alaric que pervertir al artista que había pintado aquellos frescos. Pero ¿cuánto más? Tal y como discurría el tiempo en la galaxia, probablemente no mucho.

El caballero gris trató de incorporarse. Pero el dolor era como una lanza al rojo vivo que le oprimía el pecho. Reprimiendo un grito, volvió a reclinarse de nuevo. Estaba sobre una superficie rígida y lisa. Alaric se preguntó si habría muerto y estaría sobre la cubierta de un sarcófago en el interior de una catedral erigida en honor al Dios de la Sangre.

El caballero gris giró la cabeza. Estaba tumbado sobre una enorme mesa de madera dispuesta para albergar un banquete. Los platos de bronce y los cálices dorados habían sido retirados para hacer sitio a su enorme figura. La mesa sobre la que yacía era una más de las muchas que llenaban una gigantesca cámara, mucho más lujosa que cualquier otra que Alaric hubiera visto en Drakaasi. Los muros estaban cubiertos con tapices de seda negra y escarlata, y unas enormes columnas de mármol negro se elevaban hasta el techo. A primera vista, el suelo parecía de mármol, pero cuando miró detenidamente, Alaric se dio cuenta de que, en realidad, eran lápidas. El suelo de aquella cámara estaba hecho con losas de tantos tipos que tenían que haber sido robadas de infinidad de mundos diferentes. Miles de inscripciones en alto gótico desfilaron ante los ojos de Alaric: eran los nombres de quienes habían yacido bajo las lápidas profanadas.

En uno de los extremos de la cámara se alzaba un altar en honor a Khorne. Era un enorme bloque de piedra irregular y ennegrecida cubierto de marcas que el paso del tiempo había ido suavizando. Era un altar para realizar sacrificios. Justo detrás se alzaba el símbolo de Khorne, tallado en bronce y lacado en rojo. Era un cráneo, pero se trataba de un cráneo tan estilizado que apenas era más que un triángulo coronado por una cruz. Sin embargo, la maldad que irradiaba era tal que el mero hecho de contemplarlo producía un dolor insoportable. El suelo que se extendía frente al altar estaba horadado para canalizar la sangre. Aún seguía usándose con el propósito para el que fue concebido.

Alaric se examinó el cuerpo en busca de heridas. Fue algo reconfortante, pues aquel ritual formaba parte de su entrenamiento. Aún le quedaba lo suficiente de caballero gris como para poder actuar como un soldado. Sintió la cacofonía familiar del dolor producido por decenas de heridas menores. Sin embargo, la herida del pecho parecía seria. Le costaba mucho respirar y uno de sus corazones había resultado afectado. Aún podía moverse, y luchar si fuera necesario, pero era una herida de mucha consideración. En Titán, los apotecarios lo habrían enviado al apotecarión hasta que se hubiera recuperado. Pero en Drakaasi no le quedaría más remedio que seguir luchando.

Uno de los tapices que cubrían los muros se apartó. Durante un momento, Alaric vislumbró una cámara tan opulenta como la de las lápidas, una estancia que se extendía en torno a una gran escalinata decorada con estatuas de bronce.

Haggard entró en la cámara principal. Su aspecto, mugriento y desaliñado como el de cualquier esclavo, desentonaba en medio de tanto lujo. Llevaba puesto un delantal de cirujano sucio y andrajoso, y durante un instante Alaric se preguntó si realmente estaría allí.

—Por fin te has despertado —dijo el cirujano.

—Eso creo.

—¿Cómo te encuentras?

—Sobreviviré.

—Tenías las entrañas hechas un desastre —continuó Haggard—. Uno de tus pulmones no funciona. Y uno de tus corazones no tiene buena pinta. La espina dorsal está bien, ésa es la buena noticia. Tenías esquirlas de metal del tamaño de un dedo. La gracia del Emperador ha sido lo único que ha impedido que te seccionaran la médula.

—Gracias, Haggard —dijo Alaric—. No sé si habría podido sobrevivir sin tu ayuda.

—No me des las gracias, por favor, no lo hagas. No tengo ni idea de qué ocurrirá ahora.

Alaric intentó sentarse de nuevo. Esta vez consiguió vencer al dolor. Varios de los puntos con los que Haggard había intentado cerrarle la herida se soltaron. Un reguero de sangre comenzó a correr por el pecho del caballero gris. Entonces se percató de que aún tenía puesta la armadura con la que había luchado en Gorgath, pero el peto había desaparecido. La herida que tenía en el pecho era enorme. Sólo un caballero gris podría haber sobrevivido a algo semejante.

—Pase lo que pase, Haggard, siempre será mejor poder enfrentarme a ello estando con vida.

—Tenías esto clavado en el pecho. —El hombre le mostró un fragmento de la espada con que el guardia ophidiano lo había atravesado. Vista de cerca, era del tamaño de una daga, y la empuñadura era de pequeño tamaño. La hoja estaba lo suficientemente afilada como para brillar bajo la luz de las velas—. ¿De veras pensabas que podrías acabar con Ebondrake tú solo?

—Toparme con él no entraba en mis planes —contestó Alaric—. Me pregunto si habrá alguien en este planeta capaz de acabar con ese dragón. —El caballero gris miró la espada que Haggard tenía en la mano—. ¿Crees que podrías esconder eso entre tu instrumental quirúrgico?

—No creo que me resulte muy complicado —contestó Haggard mientras deslizaba el arma en uno de los bolsillos del delantal.

—Guárdalo para cuando regrese al Hecatombe. Lo que me recuerda una cosa: ¿dónde estoy?

—Aún sigues a bordo —contestó Haggard—. Éstos son los aposentos de Venalitor.

—¿Esto? Imposible, el barco no es lo suficientemente grande.

Haggard se encogió de hombros.

—Aquí la física sólo funciona por conveniencia. Si Venalitor quiere saltarse las leyes físicas para construir un lugar que esté a la altura de un duque, no hay nada que se lo impida. Escucha, juez, Venalitor fue quien me trajo aquí arriba para que me ocupara de ti. Sea lo que sea lo que piensa hacer, necesita que estés vivo y consciente. Piensa castigarte.

—Pero no sabe que estoy despierto.

Haggard bajó la cabeza y miró al suelo.

—Te equivocas. Sí que lo sabe.

* * *

El sonido de las patas de escaefílido al pisar sobre las lápidas de piedra era inconfundible, al igual que el sonido de una armadura que descendía por la escalinata de mármol. De pronto, la guardia de honor de Venalitor irrumpió en la estancia apartando a Haggard a un lado.

Inmediatamente después de ellos entró Venalitor, rodeado de escaefílidos armados con aturdidores. Con un solo gesto, el duque les ordenó que se retiraran. Tras la figura de Venalitor, Alaric pudo ver como los escaefílidos se llevaban a Haggard por la escalinata.

—¿Y bien, juez? —dijo Venalitor.

El duque encajaba a la perfección en la opulencia que lo rodeaba. La oscura magnificencia de aquellas cámaras estaba a la altura de la de Venalitor, que portaba su armadura roja y negra con varias espadas envainadas a la espalda. Todo aquel lugar, al igual que el propio duque, era un reflejo de la arrogancia en estado puro.

Alaric no contestó. Deliberadamente, Venalitor había decidido mostrarse vulnerable, por eso había ordenado a los escaefílidos que se retiraran. Pero Alaric estaba herido y desarmado. Si Alaric decidía luchar, Venalitor acabaría con él, y eso era algo que el duque quería que el caballero gris tuviera claro.

Venalitor pasó junto a Alaric y se arrodilló frente al altar, musitando una oración en honor a Khorne.

—El Dios de la Sangre —dijo por fin mientras se volvía hacia Alaric— siempre escucha. Pero para eso debes ganarte su respeto, tal y como yo he hecho. Cuando le pido que me de fuerza para luchar, él me la concede; cuando le pido más soldados, él hace que ejércitos enteros marchen bajo mi bandera. A ti te llaman Alaric el Traicionado porque tu Emperador te ha abandonado. Tú le pediste que te protegiera del Caos, que te permitiera salir de Drakaasi, y él te ha ignorado. No es más que un cadáver que ni siquiera puede oír tus plegarias, caballero gris. Ésa es la traición más grave de todas. Pero mi señor te dará todo lo que le pidas si consigues ganarte su respeto.

Alaric descendió de la mesa y se puso en pie. Le costaba mantener el equilibrio, pero hacía todo lo que podía para que el duque no lo notara.

Podría luchar allí y ahora, y morir. Así, al menos, todo terminaría pronto y no tendría que oír las blasfemias de Venalitor nunca más.

—Aún tienes una última oportunidad, Alaric —continuó el duque.

—¿Estás pidiéndome que me una a ti? —preguntó el Caballero Gris—. Esa idea únicamente puede ser producto de la desesperación.

—Tú mismo has visto la escoria de las ciudades de Drakaasi —respondió impasible Venalitor—. Te has mezclado con los desechos más indeseables del Hecatombe: esos asesinos, esa basura, esos despojos de tu Imperio. Así son la gran mayoría de esclavos que acaban aquí. Khorne los desprecia, y casi todos ellos acaban pudriéndose o muriendo para ayudar a saciar la sed de sangre de mi dios. Los más afortunados se convierten en sacrificios.

»Pero tú, tú eres diferente. Tú no eres como esa escoria. Aún no has vislumbrado lo que podrías llegar a ser en Drakaasi. El Dios de la Sangre está dispuesto a escucharte si tú así lo quieres. —Venalitor señaló hacia el altar—. Es muy fácil, caballero gris, y es la única opción que te queda. No importa lo que hagas o la determinación con la que lo intentes, acabarás muriendo en nombre del Dios de la Sangre. La única manera de evitarlo es inclinándote por una vez en tu vida ante un verdadero dios.

—Entonces prefiero morir —contestó Alaric.

—Sólo unas gotas de sangre —insistió Venalitor—. Eso es todo lo que reclama.

—Si eso es lo que desea, que venga a arrancármelas él mismo.

Venalitor negó con la cabeza.

—Intentas humillarme, caballero gris. Incluso trataste de cruzar tu espada con lord Ebondrake. El Dios de la Sangre contempla tu audacia y sonríe. El hecho de que creas que puedes vencerme demuestra que posees la entereza mental propia de un paladín del Caos, y si sigues vivo en este planeta, es porque eres fuerte. Tú podrías gobernar Drakaasi, Alaric. Entonces podrías hacer lo que quisieras con Ebondrake. Podrías tumbarme a mí mismo sobre este altar y abrirme de la cabeza a los pies, con tal de que lo hicieras en nombre de Khorne.

—¡Nunca! —exclamó Alaric—. Jamás. Tendréis que sacrificarme como al resto de vuestra escoria.

Venalitor sonrió.

—Todavía queda algo de nobleza en ti. Los lacayos del Emperador te han enseñado bien, debo admitirlo. La victoria lo es todo para ti, y crees en ella incluso en las situaciones más sombrías. Para ti, morir aquí es una victoria.

—Mi deber no contempla el fracaso —dijo Alaric—. Y no termina con la muerte. Jamás podrás vencer a eso, duque Venalitor.

—También tenías que cumplir tu deber en Sarthis Majoris, ¿no es así?

Alaric fue incapaz de responder.

—¿Acaso sabes lo que le hicimos a aquel planeta?

Alaric buscó desesperadamente algo que decir, algo demoledor que silenciara a Venalitor, pero nada acudió a su mente.

—Separamos a los hombres de las mujeres —continuó el duque, esbozando una sonrisa llena de maldad—, y asesinamos a las mujeres delante de los hombres. Las asesinamos con crueldad, de todas las maneras que seas capaz de imaginar, e incluso de algunas que ni siquiera podrías concebir. Después dejamos que los hombres nos atacaran. La mitad de ellos quería venganza, la otra mitad simplemente quería morir. El dolor que les ensombrecía el rostro era como un himno al Dios de la Sangre. Fue una demencia gloriosa. Muchos de ellos acabaron implorando al Dios de la Sangre que los convirtiera en sus súbditos. Me suplicaron que formara un nuevo ejército con ellos y que les permitiera marchar bajo mi estandarte para destruir todo su mundo. Tú deber era evitar que aquello ocurriera, juez, y resulta evidente que fracasaste.

—Vuestras atrocidades no son nada nuevo —replicó Alaric, intentando que sus palabras ocultaran la ira que se había apoderado de él—. No podemos salvar todos los mundos. Únicamente podemos luchar.

—¿Hasta la muerte?

—Hasta la muerte.

—Pero tú no has muerto. Estás aquí. Sarthis Majoris ha muerto, pero tú has sobrevivido. Y ahora dime, ¿verdaderamente crees que has cumplido con tu deber?

—Tus palabras no significan nada para mí, Venalitor. Yo soy un caballero gris.

—Ya no lo eres. En el mismo momento en que te hice prisionero te convertiste en algo diferente, en algo más ruin. Al menos, tu amigo tuvo la elegancia de morir pronto. Pero tú te has enquistado como un parásito, creyendo que hay algo de victoria en tu fracaso e ignorando la única posibilidad de redención que te queda, una posibilidad que sólo Khorne te ha ofrecido.

Alaric miró alrededor buscando algún arma. No había nada. Tendría que hacerlo con sus propias manos.

—Pienso ser redimido, Venalitor. Seré redimido aquí y ahora. —Alaric cargó contra el duque. Parecía que Venalitor se había relajado mientras hablaba desde el altar, pero aun así seguía alerta.

Agarró a Alaric por la garganta. Con el brazo que tenía libre detuvo el puño del caballero gris. Acto seguido, levantó a Alaric y lo lanzó contra la mesa de madera, haciendo que los platos y cálices de plata volaran en todas direcciones. Alaric sintió que la herida del pecho se abría de nuevo, y por un instante quedó cegado por el dolor.

—¿De verdad quieres morir? —preguntó Venalitor.

Tambaleándose, Alaric se puso en pie. La herida del pecho sangraba profusamente. Venalitor hizo un movimiento con la mano y la sangre que discurría por el pecho del caballero gris se convirtió en unos tendones que comenzaron a rodearle la garganta. Cuando consiguió arrancárselos, ya era demasiado tarde, Venalitor estaba justo detrás de él. El duque lo agarró por el cuello y por el hombro, y con un rápido movimiento lo empujó hacia adelante, contra el altar de los sacrificios. La cabeza de Alaric chocó contra la roca y el olor a sangre seca lo golpeó como un puño.

Venalitor desenfundó una de las espadas que llevaba a la espalda. Era una hoja pequeña y curva cuyo filo brillaba bajo la tenue luz de las velas. La hundió en la espalda de Alaric.

Venalitor sabía cómo hacer sufrir al cuerpo humano. La punta de la hoja se clavó en el sitio adecuado y las terminaciones nerviosas del astartes comenzaron a arder de dolor. Alaric no podía moverse, permanecía inmóvil, convulsionándose sobre el altar mientras sentía como el dolor se extendía por todo su cuerpo.

Trató de sobreponerse a él. Venalitor extrajo la hoja y el caballero gris se deslizó hasta caer al suelo. El duque dejó que la sangre de Alaric resbalara por el filo de la espada y goteara sobre el altar. El emblema de Khorne pareció iluminarse como muestra de agradecimiento.

—No voy a matarte, juez —dijo Venalitor—. Eres demasiado valioso, te necesito en el coliseo. El Dios de la Sangre aún puede sacar mucho provecho de ti. El hecho de que te obstines en negar su voluntad no significa que la rechaces. Primero tendré que hacer que te derrumbes. A largo plazo no habrá ninguna diferencia.

Los escaefílidos irrumpieron en la cámara. Durante unos instantes, el caballero gris luchó contra ellos, revolviéndose y devolviendo los golpes con las manos desnudas. Hasta que poco a poco los aturdidores hicieron efecto. Alaric se postró de rodillas sin dejar de luchar.

Venalitor contemplaba la escena con atención. Siempre habría más escaefílidos que esclavizar, y no había necesidad de comprometer a su gladiador más valioso. Alaric estaba de rodillas, con las manos apoyadas en el suelo. Finalmente, uno de los aturdidores impactó justo por encima del collar de acero y el rostro del caballero gris quedó inmovilizado sobre el suelo de lápidas.

—Sé quién eres, caballero gris. Sé lo que hiciste con Ghargatuloth, y lo que pasó en Chaeroneia. Sé quién fue Valinov y lo que hiciste en Thorganel Quintus. Conozco bien lo que eres capaz de hacer, pero nada de eso te ayudará ahora.

Los escaefílidos se abalanzaron sobre él como hormigas alrededor de un cadáver. Lo ataron de pies y manos y lo levantaron del suelo.

—Llevadlo a la cubierta de proa —ordenó Venalitor.

Uno de los escaefílidos, una criatura particularmente vieja y deforme que se había mantenido al margen durante la refriega, se volvió hacia su dueño mientras Alaric era arrastrado hacia el exterior de la cámara.

—¿A la cubierta de proa, mi señor? —preguntó. Aquella criatura había practicado el lenguaje de los humanos durante tanto tiempo que era capaz de pronunciar cada sílaba prácticamente a la perfección.

—Ya me has oído, amo de esclavos.

—Os referís a…

—Me refiero exactamente a lo que acabo de decir —espetó Venalitor—. Abrid la puerta, arrojadlo dentro y cerrarla de nuevo. Esas son mis órdenes.

—Por supuesto, mi señor. Pero aún hay otra cuestión.

—¿Cuál?

—La guerra.

* * *

La guerra había comenzado con el ataque de los demonios cazadores en el puente del Hecatombe. Fue un primer golpe verdaderamente audaz, un intento del enemigo de mostrar su superioridad. Seguramente no tenían intención de matar a Venalitor, sino más bien demostrar que podían llegar hasta él en cualquier momento y en cualquier lugar. El Hecatombe no era un lugar seguro, no con un enemigo como Arguthrax.

Venalitor había convocado a la Ira del Tiempo, un culto guerrero dedicado a la automutilación y a la disciplina castrense, para que asediaran el baluarte de la Decimotercera Mano. Ésta, tras fracasar como fuerza de apoyo en Sarthis Majoris, se había refugiado en una red de túneles y cloacas inmundas perdidas entre la maraña de vísceras cavernosas y putrefactas que se extendía por las entrañas de la ciudad monstruo de Kharnikal. Los fanáticos de la Ira del Tiempo los asediaron, luchando noche tras noche en aquellos túneles infestados de podredumbre y de órganos en descomposición, mientras aquella escoria se defendía con flechas envenenadas y con todo tipo de argucias diabólicas.

Finalmente, la Ira alcanzó el corazón de la fortaleza, y los cultistas llevaron a cabo un ritual que devolvió la vida a los cientos de miles de órganos muertos que a lo largo de los siglos habían ido enquistándose en la geografía inmunda de Karnikhal. Unos pocos de aquellos cultistas consiguieron salir, mientras que todos los adeptos de la Decimotercera Mano perecieron aplastados bajo los túneles carnosos o disueltos en ácido digestivo. Finalmente, los despojos sin vida de la Decimotercera Mano fueron expulsados por los canales de sangre hasta el río que unía Karnikhal con Aelazadne. Una muerte inútil propia de un culto tan execrable.

Una cruenta batalla tuvo lugar en las planicies que se extendían entre Ghaal y Gorgath, una tierra baldía y carente de vida. Allí, una alianza de cultos fieles a Arguthrax se enfrentó a un ejército de escaefílidos, todos ellos pertenecientes a clanes que esperaban ascender en la sociedad de Drakaasi sirviendo a Venalitor. Para ellos el duque era un mesías, un profeta del Caos que les permitiría dejar de ser considerados como animales.

Arguthrax se alzó con la victoria. Los escaefílidos fueron masacrados y los diferentes cultos les arrancaron cabezas y miembros como símbolos de su devoción. Los cultistas marcharon por las calles de Ghaal para presentar aquellos trofeos ante Arguthrax, quien los bendijo con desdén haciendo un movimiento con sus manos húmedas.

Drakaasi había vivido muchas guerras como aquélla. En cierto modo eran parte del culto que se profesaba en aquel planeta, pues los contendientes luchaban en última instancia por ganarse el reconocimiento de Khorne. Eran guerras que no se luchaban en los coliseos ni en los altares, guerras que tenían lugar fuera de la vista de los demás señores de Drakaasi. Eran guerras sucias en las que prevalecían los asesinatos entre las sombras. Todos los señores de Drakaasi habían ganado sus posiciones de poder gracias a guerras como aquélla, y todos habían tenido que sobrevivir a los ataques de rivales celosos. Así era como se alcanzaba el poder: mediante la agresión y la destrucción. Y la voluntad de Khorne aseguraba que en Drakaasi ambos recursos se tradujeran en una violencia abierta y despiadada.

Pero los tiempos habían cambiado. En los albores de la Decimotercera Cruzada Negra, lord Ebondrake había ordenado que todos los señores de Drakaasi se unieran para formar un gran ejército capaz de conquistar mundos enteros en nombre de Khorne. Eso cerraba la posibilidad de cualquier conflicto interno entre ellos. Y cuando Ebondrake decidía castigar a los señores de Drakaasi, el resultado era más sangriento que cualquiera de los enfrentamientos que pudieran mantener entre sí.

Aquélla era la esencia de la guerra.