DOCE

DOCE

Alaric luchó contra aquella marea con toda su alma. Sintió como se hundía bajo al mar de cuerpos e intentó encontrar desesperadamente una brizna de aire. Su propio nombre coreado una y otra vez era como el sonido grave y repetitivo del océano.

El suyo no era un plan excesivamente complejo. Seguramente, el propio Khorne lo hubiera aprobado. La sed de sangre de los habitantes de Gorgath, arraigada en lo más profundo de su ser a lo largo de generaciones y generaciones de matanzas, tan sólo necesitaba la dosis justa de motivación para espolearlos y hacerlos saltar a la arena.

Todo lo que Alaric tenía que hacer era salir de allí. Justo antes de saltar a la arena había recibido un mensaje, y para averiguar su significado tenía que escapar del coliseo y llegar a la forja.

Alaric comenzó a abrirse paso entre la multitud. Trepando sobre la masa de soldados, espectadores y gladiadores consiguió llegar hasta el muro que delimitaba la arena. Tras saltar por encima de la pared de roca se vio de pie en los graderíos erigidos en las laderas del cráter. Detrás de él, la batidla llegaba a su apogeo; todas las formaciones de combate se habían disuelto en una espiral de violencia.

Los señores de Drakaasi estarían furiosos. Por supuesto, aquello era todo un baño de sangre, y Khorne estaría complacido, pero una batalla todos contra todos no era lo que los señores de aquel planeta habían planeado. La revuelta desencadenada por Alaric era un insulto directo a la clase dominante de Drakaasi.

De pronto, Alaric vio a lord Ebondrake delante de él. Avanzaba protegido por una línea de la Guardia Ophidiana.

El corazón del marine espacial dio un salto. Ebondrake no formaba parte del plan.

—¡Caballero Gris! —gritó Ebondrake—. ¡Abandonado por el emperador cadáver! ¡Marioneta de Khorne! ¿Es ésta la venganza que tanto anhelas? ¿Enfrentarte a mí e intentar acabar conmigo en mis propios dominios?

La Guardia Ophidiana avanzaba hacia el caballero gris con las espadas negras en la mano.

Alaric no obtendría la venganza que buscaba. Ebondrake no estaba dispuesto a dejarse matar, pero el caballero gris era humano, y eso significaba que lucharía hasta el final.

Ebondrake hinchó el pecho y extendió las enormes alas.

Alaric cayó al suelo. Ebondrake exhaló una llamarada negra que cayó sobre el caballero gris como un maremoto de agua oscura. Sintió como el fuego lo abrasaba y rodó sobre sí mismo para alejarse de allí, tratando de apagar las llamas antes de que le quemaran la piel. Lo único que oía era el rugido de un huracán de fuego que giraba a su alrededor. Los soldados de la Guardia Ophidiana seguían avanzando entre la lengua de fuego, protegidos de las llamas por sus armaduras.

Alaric no podría enfrentarse directamente a Ebondrake sin que una lengua de fuego negro cayera de nuevo sobre él.

El caballero gris iba a morir.

Realizando un tremendo esfuerzo consiguió ponerse en pie. La Guardia Ophidiana cargó de nuevo y Alaric respondió destrozando un casco negro sin rostro con un golpe de hacha. Inmediatamente después otro soldado saltó para intentar derribarlo, pero Alaric lo golpeó con la rodilla en el casco y lo echó a un lado de un empujón.

—¿Qué clase de victoria esperas alcanzar, criatura insignificante? —gritó Ebondrake con llamaradas negras centelleando entre los colmillos. La capa que le cubría la espalda se desgarró a causa de la envergadura de las alas cuando las desplegó completamente—. ¿Qué esperas obtener de mí?

Los soldados de la Guardia Ophidiana cerraron el círculo rodeando a Alaric, y levantaron las espadas como verdugos a la espera de la orden de ejecución.

—Mátame y matarás a Drakaasi, ¿no es eso lo que piensas? —La sonrisa de Ebondrake era maligna y estaba llena de ira. Los ojos del dragón eran dos fisuras de fuego amarillo—. ¿Es eso todo lo que tu imaginación es capaz de concebir?

De pronto, la mirada de Ebondrake pasó sobre Alaric y se posó en la arena, justo detrás del caballero gris. El rugido se elevó hasta extenderse por todo el coliseo. Alaric se aventuró a darse la vuelta.

Decenas de miles de soldados de Gorgath ascendían por el graderío, entre aquella masa podía verse el estandarte que Alaric les había arrojado al desencadenar la revuelta. Querían luchar, quizá incluso querían morir, y para eso necesitaban enfrentarse a los mejores luchadores del coliseo. Con los gladiadores más fieros perdidos en la confusión que reinaba en la arena, lo único que les quedaba era la Guardia Ophidiana.

—¡Matadlo! —gritó Ebondrake justo cuando el ejército improvisado empezaba a cargar—. ¡Y cerrad filas!

Una espada silbó en el aire.

Alaric fue más rápido.

El caballero gris atravesó con el hacha el visor del casco que se cernía sobre él al tiempo que clavaba el codo en la garganta del soldado que tenía detrás. El verdugo frustrado cayó al suelo con la cabeza ensangrentada, mientras que el otro guardia ophidiano se derrumbó cuando Alaric le seccionó una pierna.

Ebondrake tomó aire de nuevo. La lengua de fuego negro pasó por encima de Alaric y cayó sobre los primeros soldados que se aproximaban. La línea de vanguardia desapareció entre los remolinos de fuego negro.

Alaric apenas se dio cuenta de que estaba siendo arrastrado sobre los hombros de aquellos soldados, mientras los hombres que había a su alrededor ardían o desaparecían bajo las espadas ophidianas. Entonces vio el estandarte que ondeaba en el aire, y se dio cuenta de que él, al igual que la enseña, era un símbolo de rebeldía para aquella gente. Aquellos seres atormentados no querían otra cosa que seguir al caballero gris hasta la muerte, pues sabían que nadie en Drakaasi moriría como lo haría un marine espacial.

En algún lugar entre aquella matanza, Ebondrake saciaba su ira engullendo a un grupo de soldados de Gorgath. Los señores de Drakaasi habían perdido totalmente el control del coliseo. Lord Ebondrake se dio la vuelta disgustado, los soldados rebeldes de Gorgath eran una presa demasiado inmunda para él. Alaric había desaparecido entre la contusión y ya no quedaba nada ni nadie que mereciera la pena matar.

Alaric contempló como las hogueras empezaban a arder y los cadáveres se apilaban a los pies de los muros. Poco después, la marea de soldados rebeldes se introdujo en un pasadizo abovedado y lo llevó a hombros hacia las calles de la ciudad en guerra de Gorgath.

* * *

La noche en Gorgath era fría. La oscuridad acabó con los muchos heridos del día anterior, de manera que sólo los más hábiles y fuertes pudieron seguir luchando por la mañana.

Alaric no sentía el frío como los demás hombres. Sabía que aquella noche podría matar a alguien débil sin que supusiera un problema para él. Por un momento deseó sentir ese frío, e incluso temerlo, pues al menos sería algo que comprendería. Como un enemigo al que podía derrotar, podría buscar cobijo, encender una hoguera. Drakaasi era un enemigo al que no podía enfrentarse de esa manera. La solución no sería tan simple. Si pudiera sentir el frío, al menos tendría algo que lo haría sentirse vivo.

Si Ebondrake estaba muerto, ¿qué habría conseguido el caballero gris? El propio Ebondrake fue capaz de descubrir sus intenciones. Si el dragón había desaparecido, algo o alguien ocuparía su lugar, puede que Venalitor, o Arguthrax, o quizá algún otro horror ancestral de Drakaasi del que Alaric ni siquiera había oído hablar.

El caballero gris consiguió llegar a la forja pocas horas después de que el ejército rebelde saliera del coliseo de Gorgath y comenzara a extender la matanza por las calles de la ciudad. Alaric se separó de los rebeldes para ir hacia las fortalezas gemelas. No le importaba lo más mínimo lo que pudiera ocurrirle a los insurgentes. Probablemente serían ejecutados por su blasfemia contra los juegos de Gorgath.

Alaric caminaba con cuidado por una trinchera. Aquella zanja debió de haber sido excavada hacía decenios, cuando las dos fortalezas estuvieron en guerra y sus señores ordenaron abrir trincheras para intentar tomar el bastión enemigo. Los dos bandos se habían asediado mutuamente hasta crear una red de túneles y trincheras interconectadas en las que aún quedaban restos de la contienda: huesos sucios que sobresalían entre la tierra oscura y cartuchos vacíos que se descomponían en el centro de círculos de óxido rojizo.

Cada una de las dos fortalezas era un gigantesco cilindro erizado de cañones oxidados y rodeado de armas de asedio que se pudrían, decrépitas, junto a los muros. Alaric casi podía oír los disparos de los cañones y los gritos de los soldados agonizantes. Durante un instante se preguntó cuántos habrían muerto en la revuelta de la que acababa de escapar, una guerra en miniatura desatada en los albores de la batalla más decisiva para Drakaasi, pero parecía que en aquella ciudad ya no había sitio para más muerte.

Un templo se alzaba delante del caballero gris, erigido justo en el punto en el que las líneas de asedio se cruzaron por primera vez. Los muros estaban hechos de casquillos vacíos, las columnas eran enormes proyectiles de artillería y balas de pequeño calibre formaban los colmillos de las gárgolas que observaban desde lo alto.

A través de los ventanales rotos, Alaric pudo ver fraguas y yunques sobre los que se apoyaban montones de espadas oxidadas. Empujó la puerta de la forja y accedió al interior, sintiendo el frío y la oscuridad que dominaban el lugar. El altar había sido usado como yunque y estaba marcado por infinidad de golpes. Alaric empezó a caminar. Sentía el humo y el olor a metal fundido, y casi podía oír los golpes de un martillo que forjaba una nueva hoja.

Aquel lugar estaba abandonado, y lo estaba desde hacía tiempo. Desde que posó las manos sobre la empuñadura de aquella hacha, Alaric había albergado la esperanza, en lo más profundo de su interior, de que el herrero con el que había hablado en Karnikhal estuviera intentando enviarle un mensaje. Ni siquiera sabría decir si aquel hombre era un aliado o un enemigo, quizá incluso fuera un producto de su imaginación. Sin embargo, era cierto que se trataba de un aliado potencial, y Alaric sabía que necesitaría uno fuera del Hecatombe.

¿Cómo había podido pensar que encontraría a alguien allí? Seguramente por la misma razón por la que pensó que podría derrotar a lord Ebondrake él solo.

De pronto, algo brilló en medio de la penumbra. Alaric echó a un lado un montón de espadas sin terminar y vio un martillo apoyado sobre el altar. La cabeza era de plata y estaba decorada con una talla que representaba un asteroide a punto de impactar sobre un planeta. También se veía el guantelete de una armadura agarrando un relámpago y un dragón cuyo pecho estaba atravesado por una espada. Alaric cogió el arma. Era muy pesada. Había sido forjada con tanta destreza como el hacha que le había dado el esclavo. En aquel momento pensó en cuánto disfrutaría el hermano Dvorn si pudiera empuñar un arma con un aspecto tan brutal. Se preguntó si Dvorn y sus demás hermanos de batalla habrían conseguido salir con vida de Sarthis Majoris.

Uno de los extremos del martillo, el que estaba pensado para golpear al enemigo, era un cráneo de acero. Uno de los ojos era liso mientras que del otro salían unas llamas talladas en el metal. Alaric examinó la imagen detenidamente, tratando de encontrarle algún significado.

Tenía que ser un mensaje. El caballero gris había arriesgado la vida para escapar del coliseo y llegar hasta aquel lugar, y tenía que haber alguna razón. Aquel cráneo tuerto tenía que significar algo, aunque ese significado estuviera en su interior.

Quizá la calavera representara a Alaric. Cuando tenía el Collar de Khorne alrededor del cuello, se sentía impedido, como si le faltara un ojo.

—El Martillo de Demonios no existe —dijo en voz alta—. No hay ningún arma sagrada esperando a que yo la encuentre. Se trata de mí, yo soy quien debe acabar con este planeta. Yo soy el Martillo.

Pero ¿y si el Martillo de Demonios era otra de las artimañas del Caos? No resultaría extraño que los seguidores del Caos idearan una estratagema como aquélla, sólo por el placer de dar a los humanos un hilo de esperanza que poder arrancarles de las manos.

Alaric deseaba tener fe en algo, aunque sólo sirviera para morir con dignidad en Drakaasi, pero ya no le quedaba nada en lo que creer.

Un ruido arrancó a Alaric de aquellos pensamientos. Algo se movía en el exterior: oyó pisadas y el crujido de los escombros al aplastarse bajo el peso de alguien. Alaric cogió el hacha con una mano y el martillo con la otra, convencido de que ambas armas habían sido forjadas por el mismo maestro herrero.

Oyó más pasos, voces, el siseo de las espadas al ser desenfundadas.

Alaric se puso alerta. Estaba frente a la puerta, con el altar justo detrás de él. Estaba convencido de que podría cubrir aquella distancia en unas pocas zancadas, aplastar con el martillo el primer visor oscuro que apareciera por la puerta y seccionar con el hacha las piernas del soldado que apareciera justo detrás. Estaba preparado.

De pronto, uno de los muros laterales se derrumbó con un gruñido metálico, e inmediatamente después un enorme transporte blindado Rhino apareció entre la nube de polvo y escombros. La escotilla lateral se abrió de repente dando paso a dos guardias ophidianos. No llevaban la armadura de la guardia personal de Ebondrake, sino cotas de malla, corazas y yelmos de cuero que les cubrían el rostro. En las manos portaban látigos que refulgían como la plata. Con un rápido movimiento, ambos los lanzaron hacia el caballero gris. Alaric dejó que el primero de ellos se enrollara alrededor de la empuñadura del hacha, acto seguido dio un tirón seco y arrancó el látigo de las manos del soldado. Sin embargo, la otra correa lo alcanzó en el hombro, provocándole un dolor insoportable que se extendió por todo el cuerpo. Alaric cayó de rodillas lanzando desesperadamente golpes de martillo. Sintió como el metal de su arma aplastaba algún hueso, pero era incapaz de ver lo que había golpeado.

Los guardias ophidianos irrumpieron en el interior del templo a través de las puertas y de los ventanales. Había docenas de ellos. Muchos más salieron también del Rhino blandiendo los temibles látigos. Alaric se puso en pie para repeler el ataque. Cargó con toda su rabia y consiguió abatir a los primeros guardias que se abalanzaron sobre él. Pero eran demasiados.

Volvió a caer de rodillas. El dolor se apoderó de él como un relámpago. Consiguió alcanzar con el martillo a uno de los soldados que blandían un látigo, y en cuanto cayó al suelo, le cercenó la cabeza con el hacha. Justo después atravesó el torso de otro y consiguió ponerse en pie, pero los soldados que lo rodeaban portaban unos enormes escudos decorados con dragones blancos, y los emplearon para reducir a Alaric cuando el caballero gris intentó escapar.

Alaric cayó al suelo. Su cuerpo seguía luchando, pero algo en lo más profundo de su ser le decía que se rindiera. Era la parte de él que el Collar de Khorne había despertado, un resquicio mental oculto y cobarde que había salido a la superficie para decirle que iba a fracasar.

El caballero gris hizo un último acopio de fuerzas, silenciando la cobarde voz interior y lanzando un terrible alarido.

Sintió como algo pesado y frío se le clavaba en la espalda, y a continuación notó un tremendo calor que le oprimía el pecho. Bajó la vista y vio la punta de una espada negra que le salía del torso. Cuando levantó los ojos de nuevo miró por un instante al guardia ophidiano que se la había clavado. Alaric intentó mover la hoja, pero le resultó imposible. Finalmente, el dolor se apoderó de él. El mundo se volvió gris.

El guardia arrancó la espada y Alaric se desplomó. Aún sentía la hoja atravesándole el pecho.

Ya no importaba si se rendía o no. El dolor lo había vencido. Alaric perdió el conocimiento.

* * *

—Veo que has estado pensando en lo que te dije.

La voz de Durendin era grave y tranquila, muy distinta del tono estridente que empleaba cuando subía al púlpito para arengar a los caballeros grises.

—Así es —contestó Alaric.

A su alrededor se alzaba majestuosa la capilla de Mandulis. Construidas en piedra oscura, las columnas sostenían una bóveda decorada con tallas que representaban a los grandes maestres que habían perecido luchando contra los demonios. Sin embargo, en lugar de estar rodeada por muros de granito tallados con los nombres de notables caballeros grises, aquella capilla estaba abierta al exterior, y a través de las columnas podía verse un enorme desierto dorado que se extendía bajo la luz azulada del crepúsculo. Unas estrellas parpadeaban extrañamente en el cielo, las mismas constelaciones sangrantes que brillaban sobre el Ojo del Terror.

Alaric estaba sentado en uno de los bancos de piedra. Durendin lo hacía un par de filas por delante. Era evidente que estaba rezando, pues no llevaba puesta la servoarmadura negra característica de la capellanía. El caballero gris reparó en que él tampoco llevaba armadura. Portaba una coraza abollada con la forma de dos alas extendidas y de su pecho sobresalía la punta de una espada.

—¿Y bien? —preguntó Durendin.

—Estaba equivocado.

—¿De veras?

—Hay cosas contra las que no se puede luchar.

—Interesante. ¿Acaso crees que todos estos grandes maestres pensaron lo mismo que tú? ¿Crees que cuando Mandulis se enfrentó a su peor enemigo pensó que no podría luchar contra él?

Alaric miró en dirección a la columna que representaba a Mandulis. La empuñadura de la espada del gran maestre tenía la forma de un relámpago. Una vez, el propio Alaric también sostuvo aquella espada entre las manos, y trató de emular las hazañas de Mandulis desterrando al príncipe demoníaco Ghargatuloth. Pero ahora sentía como si todo aquello hubiera ocurrido en otra vida.

—Yo no soy uno de esos grandes maestres —dijo Alaric.

—No, no lo eres, y jamás lo serás si te rindes tan fácilmente.

—No me he rendido, capellán.

—Entonces, Alaric, ¿qué cualidad posees que te permita hacerte con la victoria si no luchas con la determinación de un caballero gris?

—Imaginación.

Durendin se rio. Resultaba extraño ver a aquel viejo capellán riendo a carcajadas.

—¿De veras? ¿Qué quieres decir?

—Me refiero a que ahora entiendo que no sólo hay una única manera de luchar.

—Comprendo. ¿De modo que piensas que el bólter y la espada no son suficientes y quieres encontrar otro camino?

—Sí. Eso es lo que he aprendido luchando contra Ebondrake. No puedo luchar contra ellos como si fueran un enemigo cualquiera, debo luchar contra todo este planeta. Incluso si gano, cada gota de sangre que derrame sería una victoria para ellos. Tiene que haber otro modo.

—¿Y qué piensas hacer?

—No lo sé. —Alaric se reclinó sobre el respaldo. Sentía como la fuerza se le escapaba del cuerpo, como si se estuviera desangrando.

—¿Y piensas que yo puedo darte la respuesta?

—Ni siquiera sé lo que pienso.

Durendin se puso en pie y se alisó los ropajes ceremoniales. Caminó hasta el altar de la capilla y cogió un candelabro que había en un banco de piedra. Una efigie del Emperador miraba fijamente al capellán mientras éste iba encendiendo las velas una a una. Era un antiguo ritual que rendía homenaje a las almas de todos los caballeros grises caídos desde la fundación del capítulo. Y les recordaba a los que aún vivían que las luces de las almas de sus hermanos de batalla se reunirían para luchar junto al Emperador en el final de los tiempos.

Alaric imaginó todas aquellas almas revoloteando como luciérnagas alrededor de una pira, ansiosas por empezar la batalla, y no pudo evitar sentir lástima por ellas. Por primera vez pensó que aquel sacrificio podría no servir para nada.

—Yo no puedo responder a esa pregunta, Alaric —dijo Durendin—. Has venido a mí buscando esperanza, no resolución, y me temo que voy a decepcionarte. Fui ordenado capellán precisamente porque soy lo contrario de lo que tú eres. Yo sólo comprendo la razón de ser de los Caballeros Grises, la eterna batalla contra el Caos. Todo lo demás debe contemplarse bajo un prisma diferente. No puede haber duda en los ojos de un capellán. Estás solo, juez, al igual que todos nosotros.

—Entonces me temo que no lo conseguiré —replicó Alaric—. Mi deber en Drakaasi está claro: el Caos debe ser castigado; la justicia del Emperador debe cumplirse. Pero yo no soy más que un hombre. Los señores de Drakaasi son muchos y muy poderosos. Es tal y como dijo Venalitor, puedo morir aquí sin conseguir nada o luchar por hacerme un nombre ante los ojos del Dios de la Sangre. La victoria es imposible.

—Entonces ése es tu destino, Alaric. Un gran maestre jamás diría esas palabras, pero como tú mismo has dicho, no eres uno de ellos. Y ahora debo pedirte que te marches. Estás manchando de sangre el suelo de mi capilla, y eso es un mal augurio.

Alaric se miró el pecho. La herida estaba abierta. Cada latido del corazón lanzaba un chorro de sangre. Un reguero rojizo descendía por el banco hasta formar un charco a los pies del caballero gris.

—¿Voy a morir?

Durendin lo miró, pero Alaric fue incapaz de leer la expresión que tenía en el rostro.

—Si te dijera que sí, ¿cómo te sentirías?

—Aliviado —contestó Alaric—. Alguien ya habría tomado la decisión por mí.

—Pero Drakaasi seguiría existiendo tal y como tú lo has visto, de modo que te sugiero que vivas.

—Veré qué puedo hacer.

—Buena suerte, juez. Quizá vuelvas a verme algún día, a mi yo real, quiero decir, si es que consigues regresar a Titán. Supongo que estas conversaciones me resultarían sumamente interesantes.

—Adiós, capellán.

Durendin levantó la vista. Mientras se daba la vuelta, los rasgos del capellán se convirtieron en una figura sin rostro. Los grandes maestres también comenzaron a disolverse, dejando tras de sí unas columnas de piedra desnuda. Las estrellas del cielo se fueron apagando una a una. La capilla de Mandulis se hundió en el desierto.

Alaric dio una dolorosa bocanada de aire y la oscuridad se desvaneció.