Los esclavos más fuertes estaban en cubierta, asegurando los cabos al casco abultado del Hecatombe, mientras patrullas de escaefílidos esperaban en la orilla para asegurar las amarras a los norays del muelle. Alaric, el más fuerte de todos los esclavos, estaba en popa. Era la primera vez que podía examinar con detenimiento el buque de Venalitor, y por el Emperador que era una nave verdaderamente horrenda.

—Juez —dijo una voz desde detrás del caballero gris. Alaric se volvió y vio a Hoygens, uno de los fieles de Erkhar con quien el marine espacial había hablado poco después de llegar a Drakaasi—. He oído que has hablado con Erkhar.

—¿Te refieres a antes de Ghaal?

—Sí, aunque sé que hablasteis de algo que no me está permitido escuchar.

—Únicamente intentaba comprender lo que ocurre en este mundo, yo sólo trato de sobrevivir.

—El teniente cree que mi fe no es lo suficientemente fuerte como para conocer la verdad tal y como él la percibe —continuó Hoygens—. Nunca me ha hablado del Martillo de Demonios. Soy la clase de hombre débil que perdería la fe si llegara a comprender.

—¿Acaso has perdido la fe?

Hoygens se encogió de hombros.

—No me queda mucho más que perder. Si perdiera la fe, ¿qué me quedaría?

—No mucho.

—Menos que nada. Sería igual que los hombres de Gearth. Me he rendido, estoy cansado de ser humano. Escucha, juez, yo sé más de lo que Erkhar piensa. Yo también estaba en el Pax y sé de dónde viene esa religión. Erkhar suele leernos fragmentos de un libro religioso. Muchas veces he sido incapaz de comprender el significado de sus palabras, yo no veo este lugar con los mismos ojos que Erkhar.

—¿Has podido ver ese texto?

—No lo he leído, pero sé que existe. Estoy seguro de que Erkhar no lo escribió, y tampoco creo que lo tuviera antes de llegar a Drakaasi.

—¿Quieres decir que lo encontró aquí?

—Quizá, no lo sé. Pero juez, si el Martillo de Demonios es algo más que una simple idea, puede que esté aquí, y si conseguimos encontrarlo, podríamos usarlo.

—Quizá eso pueda sacarnos de este planeta.

—Es posible. Si existiera la más mínima oportunidad, debes encontrarlo. El Emperador sabe que hay muy poco que un pecador como yo pueda hacer, pero un marine espacial… un marine espacial puede hacer cualquier cosa.

—No estés tan seguro, hermano Hoygens —dijo Alaric—. ¿Crees que podrías conseguir ese libro?

—No sin antes matar a Erkhar —contestó Hoygens—. Pero no puedo hacer eso, yo creo en él, juez. Tenga o no razón sobre el Martillo, Erkhar es el único que ha sido capaz de mantener con vida a la tripulación del Pax.

—El Martillo es real —afirmó Alaric—. Y si está en este planeta, lo encontraré.

—Si se trata de un arma, tú eres el único que podrá blandiría.

—Desearía más que nadie que así fuera, si eso pudiera sacarnos de aquí.

De pronto, uno de los escaefílidos le dio un latigazo a Hoygens, quien lanzó una mirada de odio a su captor y regresó a su puesto.

Sólo el Caos podría crear un lugar como Gorgath, pensó Alaric, y sólo los seguidores de Khorne podrían cultivar una brutalidad tan explícita. Columnas interminables de cultistas y mutantes encadenados marchaban por las orillas del río de sangre, siguiendo los pasos de los campeones demoníacos que tiraban de ellos, arrastrándolos hacia la batalla eterna de Gorgath. En la lejanía, Alaric podía sentir el fragor de la batalla, e incluso llegó a ver la silueta de un enorme titán que se movía y abría fuego indiscriminadamente. Por todas partes podían verse las marcas de la guerra, huesos que emergían de la tierra baldía, cimientos ruinosos de fortalezas olvidadas y fosas comunes que apestaban a muerte y putrefacción. En aquel mismo lugar fue donde se forjó el ejército que acabaría tomando Sarthis Majoris. Aquel lugar era una fábrica de guerra, una fragua donde los despojos de Drakaasi se fundían y se transformaban en instrumentos del Caos.

Alaric vio cientos de miles de ellos. Gorgath era una aberración. Era la celebración de la guerra por la guerra misma, la muerte inútil, un matadero vacuo y atroz que se clavó como un puñal en el corazón del caballero gris. La nube de humo negro procedente de la batalla se hizo más y más visible. Envueltos en lenguas de fuego, los titanes se movían por un campo batalla delimitado por enormes estandartes hechos jirones. Justo en el corazón de aquella visión infernal se alzaba el coliseo de Gorgath.

* * *

Hace cientos de años, uno de los señores de la guerra más brutales y perspicaces de Drakaasi decidió llevar a cabo una matanza de tal escala que sería recordada eternamente. Para ello esclavizó a un ejército entero y lo puso a horadar infinidad de grutas en las entrañas del planeta, y el ejército excavó entre fosas comunes y máquinas de guerra enterradas hasta llegar al epicentro de lo que sería la más feroz de todas las batallas.

Entonces, los esclavos de aquel señor de la guerra llenaron de explosivos los túneles que habían excavado esperando a que la batalla que se libraba en la superficie alcanzara su punto álgido. Los soldados envolvieron los explosivos en plegarias de fuego y destrucción, para que cuando llegara el momento hicieran explosión desatando el fuego sagrado de Khorne, que se extendería por toda la superficie de Drakaasi.

La explosión pudo oírse en todo el planeta. Las torres de Aelazadne se estremecieron, las barriadas inmundas de Ghaal se vinieron abajo, cientos de miles de seres desaparecieron en un instante. Las cenizas y los fragmentos de roca llovieron sobre Gorgath durante semanas. Los escombros y los muertos volatilizados formaron una nube oscura que, según se dice, aún no ha desaparecido.

Nadie recuerda el nombre de aquel señor de la guerra, pues lo único que quedó de él fue el enorme cráter que dejó la explosión, y que por órdenes de lord Ebondrake se vació y se convirtió en el gran coliseo de Gorgath.

* * *

El olor y el sabor del aire de Gorgath se enquistaron en lo más profundo del alma de Alaric. Fue una sensación que cayó sobre él como una losa, mientras los esclavos de Venalitor atravesaban encadenados las ruinas de dos fortalezas gigantescas que desembocaban en el coliseo. Era el sabor del miedo, de la sangre, de las vísceras esparcidas por la arena. El olor de los cuerpos chamuscados y del polvo de los edificios derruidos, un miasma aceitoso que se veía acentuado por el humo que expulsaban los gigantescos titanes. Alaric había estado en cientos de batallas, pero en Gorgath sentía como si todas y cada una de ellas se hubieran combinado en una única experiencia.

Los graderíos estaban saturados. Había cientos de miles de espectadores que habían acudido a celebrar la inminente cruzada de lord Ebondrake. Desde arriba, el público lanzaba rocas e inmundicias a los esclavos, que marchaban cabizbajos por los túneles bajo la atenta mirada de los guardias de Venalitor.

—¿A qué nos enfrentaremos esta vez? —preguntó Gearth. El hombre había buscado a Alaric y se había asegurado de entrar en el coliseo junto al caballero gris.

—No lo sé —contestó Alaric.

—Venga ya —protestó Gearth—. Sé que tienes un plan. ¿Acaso crees que nadie vio lo que hiciste en Ghaal? Eres hábil, caballero gris, y a algunos de nosotros nos gustaría formar parte de ese plan.

—¿Qué hiciste? —le preguntó Alaric.

—¿Qué hice? ¿Cuándo?

—Eso son tatuajes carcelarios. Tú me has hecho una pregunta, ahora yo te hago otra. ¿Qué hiciste para acabar en prisión antes de que Venalitor te capturara?

—Regla número uno —replicó Gearth—, jamás le preguntes eso a nadie.

—Entonces no mereces formar parte de mi plan, sea cual sea.

—No, espera… no quería decir eso.

Justo en ese momento, delante de los esclavos se abrieron dos gigantescas puertas hechas a base de retales de placas y trozos de metal. Frente a ellos aparecieron dos enormes tanques de los que salían sendas columnas de humo, dispuestos a abrir fuego a bocajarro en cuando los esclavos saltaran a la arena. Alaric se dio cuenta de que eran tanques Leman Russ ligeramente modificados que, sin duda, habrían acabado en Drakaasi después de haber sido capturados durante alguna incursión en busca de esclavos.

—Asesinato —dijo Gearth súbitamente—. Ya está. ¿Contento?

—¿A quién mataste?

Gearth tragó saliva. Alaric jamás había visto a aquel esclavo perder la confianza en sí mismo, pero resultaba evidente que Gearth se sentía intimidado por la pregunta.

—A varias mujeres —dijo.

—¿Por qué?

—¿Qué quieres decir? ¿Por qué hace uno las cosas? —El rostro de Gearth adoptó una expresión de ira—. ¡No tengo por qué darte explicaciones!

—¿De modo que no sabes por qué lo hiciste? —insistió Alaric—. Bueno, me pondré en contacto contigo cuando llegue el momento.

Intentando a toda costa alejarse de Alaric, Gearth salió de la fila y se perdió entre los esclavos que avanzaban detrás.

Uno de ellos, alguien a quien Alaric no conocía, emergió de pronto de entre la lluvia de desperdicios.

—Astartes —susurró casi sin separar los labios.

Alaric tuvo que buscar el rostro de aquel hombre entre los pliegues de la capucha andrajosa que le cubría la cabeza. Era un rostro desfigurado por alguna clase de enfermedad cutánea, de manera que los únicos rasgos reconocibles eran unos ojos pequeños y acuosos.

—¿Me conoces? —preguntó el caballero gris.

—La fama que te precede es cada vez mayor.

—¿Quién eres?

—Te vi en Ghaal. Escapé de allí sólo para venir a verte.

Alaric lo miró con desdén. En todos los mundos del Imperio había algún tipo de entretenimiento para las masas, y legiones de seguidores que acompañaban a las figuras más famosas allí donde fueran. Los coliseos de Drakaasi cumplían la misma función a una escala mucho mayor. La idea de que Alaric pudiera tener una legión de admiradores le pareció tan patética como la apariencia de aquel esclavo.

—Entonces vuélvete a Ghaal, regresa a tu hogar.

—Yo ya no tengo hogar. Te he traído un regalo.

El esclavo extrajo un hacha que llevaba oculta bajo los ropajes. Las dimensiones del arma indicaban que había sido fabricada para un guerrero del tamaño de un marine espacial, pues la empuñadura resultaría demasiado gruesa y pesada para las manos de cualquier hombre normal. La hoja era brillante y tenía forma de media luna, el filo estaba tan aguzado que parecía casi transparente.

—Es de la forja —dijo el esclavo.

Alaric examinó el hacha con detenimiento. Estaba muy bien equilibrada. En muy pocas ocasiones había tenido entre las manos un arma forjada con tanta destreza, parecía incluso mejor que las que fabricaban los armeros de Titán.

—¿Quién la ha forjado? —preguntó el caballero gris.

—La forja se halla en el cruce de caminos —contestó el esclavo—, oculta entre los muros de las fortalezas gemelas. Eso es todo lo que me ha dicho que te diga.

—¿Quién? ¿Quién te lo ha dicho?

De pronto, el extremo de un látigo se enredó alrededor del cuello del esclavo, tirando de él y haciéndolo retroceder. El hombre fue arrastrado por un grupo de soldados de Gorgath, y Alaric comprendió que en pocos instantes caería muerto bajo el peso de las botas y los golpes de las mazas. Los esclavos que había alrededor de Alaric le bloquearon el campo de visión y el caballero gris lo perdió de vista.

Acto seguido miró el hacha, probablemente era el primer objeto hermoso que veía en Drakaasi.

Justo delante de él, los tanques abrieron fuego y las puertas de metal saltaron por los aires.

Los esclavos que saltaron a la arena se encontraron de pronto con dos enormes ejércitos perfectamente formados que enarbolaban estandartes que ondeaban al viento. El terreno que los separaba de los esclavos estaba patrullado por numerosos desangradores, que se acercaban amenazantes hacia las primeras líneas de gladiadores para mantenerlos a raya. De pronto, un grupo de demonios comenzó a hostigar a los esclavos de Venalitor para que avanzaran, dividiéndolos en dos grupos y empujándolos hacia los ejércitos.

Una batalla, por supuesto. El único modo que había en Gorgath para alabar a Khorne.

* * *

—Es algo magnífico —dijo Venalitor mientras ocupaba su asiento junto al trono de lord Ebondrake.

Todos los coliseos de Drakaasi tenían un lugar reservado para que los señores del planeta pudieran contemplar el espectáculo, y en Gorgath ese palco era una amplia zona rodeada por demonios encadenados cuya obligación era servir a la clase dominante del planeta. Aquellas criaturas se postraban y se encogían como perros bajo los pies de Ebondrake. Ambos señores los ignoraron; estaban en Gorgath para admirar los juegos, no para recibir agasajos.

—Sí que lo es —contestó Ebondrake mientras recostaba su gigantesco cuerpo de reptil en el trono que había hecho instalar en el graderío—. Parece que esta vez los señores de Drakaasi se han superado. Khorne quedará muy complacido.

—Y no sólo será un baño de sangre —dijo Venalitor—. Aunque se podría haber pensado que lo más apropiado sería una matanza, creo que este espectáculo complacerá mucho más al Señor de la Batalla.

Ebondrake giró la cabeza para mirar fijamente a Venalitor con ojos amenazantes.

—Tus halagos me decepcionan, joven duque —dijo mientras mostraba su lengua viperina entre las hileras de dientes afilados—. Esperaba otra cosa de ti. Te creía con más imaginación.

—Pero… no lo habéis comprendido, mi señor —se apresuró a contestar Venalitor—. No creáis que me he dejado llevar por la modestia. Mis mejores luchadores están ahí abajo.

—¿También tu caballero gris?

—Por supuesto.

—¿Acaso piensas arriesgarlo hoy aquí?

—El Dios de la Sangre no me tendría en tan alta estima si no arriesgara todo lo que aprecio para complacerlo —contestó Venalitor, haciendo gala de sus buenos reflejos—. A ninguno de los dos nos beneficiaría que mi caballero gris permaneciera recluido en el Hecatombe.

—¿Debo entender entonces que albergas grandes planes para él?

—Al igual que vos, mi señor.

Ebondrake sonrió, dejando ver varias hileras de dientes afilados.

—Sin embargo, a buen seguro intentará escapar, tratará de buscar venganza.

—Ése sería un espectáculo digno de ser admirado.

El palco de Ebondrake estaba protegido por toda una unidad de la Guardia Ophidiana, aunque en aquellos momentos el público no constituía peligro alguno, pues todos los ojos del coliseo miraban expectantes hacia la arena. Los esclavos fueron divididos en dos grupos que se mantenían separados por una línea de desangradores. Unos enormes estandartes ondeaban sobre las primeras hileras de gladiadores, y las runas con las que estaban decorados dejaban caer gotas ensangrentadas sobre la arena. Cada uno de los dos ejércitos estaba formado por decenas de miles de hombres, desde cultistas encolerizados salidos de los suburbios de Ghaal hasta salvajes de los bosques de Drakaasi. También había gladiadores de otros señores como Venalitor. Muy pronto, la multitud reconoció la posesión más preciada del duque, el caballero gris, aquel que muchos ya conocían como Alaric el Traicionado, el gladiador destinado a luchar en Vel’Skan por la corona de campeón de Drakaasi. Aunque para eso, por supuesto, tendría que salir con vida de Gorgath.

Había mutantes gigantescos, tres veces más grandes que cualquier hombre normal; seres infrahumanos recubiertos de tentáculos y psíquicos encadenados en las primeras filas para asegurarse de que fueran los primeros en morir. También había cultos enteros del Dios de la Sangre, vestidos con ropajes ceremoniales y ansiosos por encontrar la muerte bajo la atenta mirada de su dios.

A la señal de lord Ebondrake, un guardia ophidiano levantó un enorme cuerno y lo hizo sonar produciendo una única nota discordante. Los estandartes fueron retirados y los desangradores desaparecieron bajo la superficie del cráter. Los ejércitos comenzaron a avanzar.

El gentío estalló de júbilo. Ellos mismos habían sido parte de la maquinaria infernal de Gorgath durante mucho tiempo, y ahora eran ellos quienes estaban en los graderíos contemplando con placer la muerte de otros, como si fueran el mismísimo Khorne regodeándose en un baño de sangre. Aquélla era la visión más gloriosa que habían contemplado jamás.

Las líneas de vanguardia entraron en contacto, produciendo un estruendo similar al de un millar de truenos. Cuerpos sin vida comenzaron a volar por el aire, algunos arrancados de sus cabezas, otros con el torso completamente destrozado. Un grupo de hombres se abalanzó contra uno de los mutantes gigantes, lo derribaron y comenzaron a descuartizarlo sin piedad. Pronto, los cadáveres comenzaron a cubrir el campo de batalla, y los ejércitos se vieron luchando sobre un lecho de muerte.

Alaric el Traicionado era el centro de todas las miradas. El destello plateado del hacha y la silueta de la armadura lo convertían en una figura que destacaba por encima de todos los demás gladiadores. El caballero gris avanzaba quitándose de en medio a amigos y enemigos por igual. Otros esclavos de Venalitor comenzaron a seguirle los pasos: un eldar que destrozaba sin piedad con una espada sierra a cualquiera que se aproximara, seguido por un grupo de carniceros humanos que avanzaban dejando tras de sí un rastro de enemigos muertos. Era como si Alaric finalmente hubiera perdido la cabeza y se hubiera sometido a la voluntad del Dios de la Sangre. Un caballero gris, un cazador de demonios, la joya más preciada del Emperador, luchaba ahora para mayor gloria de Khorne.

Poco a poco, Alaric consiguió acercarse hasta uno de los límites más próximos de la arena. Un monstruo recubierto de tentáculos se abalanzó sobre él, pero el caballero gris le aplastó el torso antes de cercenarle varios tentáculos con un solo golpe de hacha. Justo en aquel mismo instante una bruja cayó sobre él lanzando rayos por los ojos. Alaric dejó que el primer relámpago de energía impactara sobre la armadura. Dio un único paso y quedó cara a cara con la bruja, y con un movimiento certero hundió la hoja del hacha en el cráneo de la criatura. No había nada que gustara más a los espectadores de Gorgath que ver como los débiles cuerpos de los psíquicos caían al suelo sin vida. Algunos de ellos empezaron a corear el nombre de Alaric.

De pronto, Alaric se dio cuenta de que uno de los soldados que portaban los estandartes estaba luchando muy cerca de él. Llevaba la armadura de la guardia personal de alguno de los señores de Drakaasi. Estaba gravemente herido. Un chorro de sangre salía a borbotones por la junta de una de las hombreras, también tenía una brecha enorme en el yelmo ensangrentado. Dándole un único golpe, el caballero gris lo hizo caer al suelo y recogió el estandarte. Inmediatamente lo alzó en el aire para que todo el coliseo pudiera contemplar las calaveras que blasonaban la enseña. Alaric comenzó a correr hacia uno de los enormes graderíos que se alzaban sobre él por encima de la pared del cráter.

Cuando llegó al límite de la arena, lanzó el estandarte hacia el graderío. Decenas de soldados se apresuraron a recogerlo.

—¿A qué estáis esperando? —gritó Alaric.

Las decenas de miles de espectadores del coliseo respondieron coreando su nombre aún más alto, mientras comenzaban a abandonar los graderíos para saltar a la arena.

Aquello era la guerra, y de pronto mirar dejó de ser suficiente.

* * *

—Un tipo listo —dijo Ebondrake mientras contemplaba cómo la multitud saltaba a la arena.

—Mi señor… —balbució Venalitor—. Esto… esta blasfemia es…

—Creo que ya has hablado bastante, joven duque —lo interrumpió Ebondrake—. ¿Comandante?

Inmediatamente, un comandante de la Guardia Ophidiana, con el rostro oculto tras el visor negro del casco, avanzó hasta colocarse en posición de firme delante de Ebondrake.

—¿Sí, mi señor?

—Acabad con el caballero gris.