DIEZ
El Saqueador de Kolchadon, la Mano Sangrienta de Skerentis Minor, el Azote de los Imperios. Arguthrax el Magnífico descendió del trono y se dirigió hacia el pozo de vísceras que dominaba su santuario, enquistado en las entrañas de la ciudad de Ghaal.
Las emociones humanas no tenían ningún efecto sobre la mente de los demonios. Ningún mortal podría llegar a comprender lo que ocurría en la cabeza de un demonio sin perder la cordura, pues la psique demoníaca no se regía según las leyes de la lógica. Ninguna emoción humana podría ser adjudicada a aquellas criaturas, pero a pesar de todo, Arguthrax estaba furioso.
—¡Escoria! —espetó mientras se sumergía entre las vísceras que flotaban en la sangre—. ¡Perro inmundo! ¡Pagará por lo que ha hecho! ¡Él y sus esclavos, esos… nativos! ¡Esa escoria debe sufrir por lo que ha hecho!
—Mi señor —dijo Khuferan, el maestro del santuario de Arguthrax—. ¿Acaso algo os perturba?
Arguthrax lo miró fijamente. Hubo un tiempo en el que Khuferan había sido humano, antes de morir y de convertirse en un cadáver momificado, reclutado por los soldados de Arguthrax mientras marchaban triunfales sobre las ruinas de su mundo natal. Miles de años atrás, Khuferan llegó a ser alguna clase de rey o de alto sacerdote, pero decidió abandonar aquello en lo que creía en vida para servir al Caos en la muerte.
—Ese advenedizo de Venalitor. Ese ser medio humano que se hace llamar duque. Ha osado humillarme… a mí… ¡A mí!
—Eso es algo inherente a Drakaasi, mi señor.
—Y también lo es la venganza —replicó Arguthrax—. ¿A quién tenemos en las calles y en las planicies? ¿Quién se mantiene fiel a la voluntad de Arguthrax?
Khuferan chasqueó sus dedos huesudos. Inmediatamente, decenas de demonios menores, masas informes de carne con miembros entumecidos, comenzaron a arrastrarse hacia los rincones más oscuros del santuario. El santuario de Arguthrax era un quiste esférico incrustado en la tierra, lleno de vísceras y sangre proveniente de miles de sacrificios. El altar estaba situado en un saliente de roca ennegrecida por la sangre de miles de generaciones de seres sacrificados, y constituía un punto elevado desde el que los sirvientes mortales de Arguthrax podían hablar con su maestro.
Uno de los demonios le entregó a Khuferan un enorme libro cuyas tapas las recubrían bandas de bronce oxidado. El sirviente comenzó a escudriñar las páginas en las que estaban escritos los nombres de los individuos y de las miles de organizaciones leales a Arguthrax. Todo señor de Drakaasi tenía seguidores a quienes podía movilizar en cualquier momento. Muchos de ellos se ocultaban latentes en las entrañas de las ciudades de Khorne, esperando a que su señor los reclamara.
—La llamada a las cruzadas de lord Ebondrake ha dado lugar a una gran movilización —dijo Khuferan—. Hemos invocado a la Legión de los No Consagrados para que marchen sobre la jungla bajo vuestros estandartes, mi señor.
—Salvajes —dijo despectivamente Arguthrax—. Primitivos pero muy útiles. ¿Qué más?
—La Decimotercera Mano aún no ha regresado, pero se mantiene a vuestras órdenes. La deformidad nos los devolverá en unos días. Están curtidos en mil batallas, mi señor, y por lo que sé han reclutado nuevos miembros.
—No está mal. —La Decimotercera Mano era un culto de fanáticos y asesinos cuyos líderes habían sido iniciados en la voluntad de Khorne por el propio Arguthrax—. ¿Cuál es la situación en la disformidad?
—Por el momento las relaciones se mantienen… tensas —contestó Khuferan—. Se han producido muchas bajas. A la disformidad no le gusta sufrir bajas en exceso. El despilfarro de nuestros coliseos nos ha dejado…
—¡Yo soy el Saqueador de Kolchadon! —rugió Arguthrax—. ¿Cuántos millones de litros de sangre han llovido sobre la disformidad gracias a mí? Los señores demoníacos deberían considerarme uno de los suyos. Quiero demonios cazadores por todas las calles que sigan el rastro de Venalitor. Quiero que las furias surquen el cielo y controlen todos los movimientos de sus sirvientes. ¡Y quiero que el Hecatombe sea atacado!
—Así se hará, mi señor. Pero la disformidad exigirá una gran recompensa por las pérdidas sufridas en el Ojo Vacío.
—Diles que este oprobio será vengado. Venalitor me ha insultado al permitir que su astartes acabara con mi campeón demoníaco. ¡Incluso se ha quedado su cabeza como trofeo! Es un insulto para todos los demonios, y la disformidad será recompensada con el sufrimiento de Venalitor. Primero lo degradaremos y luego acabaremos con él. Habla con la disformidad, ellos escucharán.
—Así lo haré, mi señor.
—E invoca también a los Cazadores de la Sombra Impenetrable, y a los cultistas mutantes que se esconden bajo Vel’Skan. Invócalos a todos.
—¿Y los informadores?
Arguthrax hizo una pausa. Los señores de Drakaasi se espiaban los unos a los otros. Era como un juego de estrategia en el que las piezas eran agentes infiltrados entre los círculos de los diferentes señores. Sin duda, los demás señores también tendrían ojos y oídos ocultos entre los seguidores de Arguthrax. Se trataba tanto de mortales como de demonios, pero todos tenían habilidades suficientes como para mantener oculta su verdadera identidad. Los agentes infiltrados eran considerados como plebeyos. La ley de Khorne despreciaba el subterfugio y las maquinaciones entre las sombras, de modo que los espías de Drakaasi eran una especie de raza marginada y oculta que trabajaba para los estratos más elevados de la sociedad del planeta. Entre los informadores de Arguthrax había tanto humanos como demonios capaces de mutar de forma, y todos ellos estaban ligados a su señor por pactos de sangre.
—Llama a todos los que sean capaces de luchar —contestó Arguthrax—. Castigar a Venalitor es ahora nuestra prioridad. Los juegos, la cruzada de Ebondrake… todo eso puede esperar hasta que acabemos con él.
—Si es ése vuestro deseo, mi señor Arguthrax —asintió Khuferan. El sirviente inclinó su cabeza muerta y momificada ante Arguthrax, y acto seguido se volvió para abandonar el altar y empezar a organizar a los seguidores de su señor.
La luz del santuario se volvió más tenue. Solo y absorto en sus pensamientos, Arguthrax se sumergió en el aljibe de sangre y vísceras.
* * *
—Aún recuerdo el día en el que conocí la historia de la Caída —dijo Kelhedros.
La celda de Kelhedros estaba relativamente limpia. Los demás esclavos del Hecatombe tenían necesidades más apremiantes que la de ornamentar sus jaulas. El eldar había cubierto los muros de runas, complejas figuras dibujadas con una pintura hecha a base de arena y sangre, y ahora se afanaba en limpiar y recoger la sangre que había quedado entre los dientes de la espada sierra.
—¿La Caída? —preguntó Alaric.
—Por supuesto, humano. Había olvidado que los de tu raza no estáis muy versados en nuestra historia. Los biólogos de la Inquisición nos han estudiado; cuanto mejor nos conozcáis, más fácil os resultará matarnos, pero me temo que tú nunca has sido uno de ellos.
—Sé que sois alienígenas.
—Qué extraño, hubo un tiempo en el que eso era lo mismo que yo pensaba de vosotros.
El viaje de regreso del Ojo Vacío había sido particularmente tenso. Desde el timón del Hecatombe, Venalitor no había cesado de gritar a los esclavos mientras sostenía en el aire la cabeza del campeón demoníaco de Arguthrax. Aquella noche se habían perdido muchos esclavos, y Haggard era incapaz de ocuparse de todos los heridos. Los orkos habían sido los últimos en recibir tratamiento, pues solían recuperarse de sus heridas con extraordinaria rapidez. Ahora se increpaban los unos a los otros desde los barrotes de las jaulas. Fue Alaric quien había ido a buscar a Kelhedros. Desde el inicio de su andadura como caballero gris, el juez había aprendido que ser salvado por alguien merecía al menos unas palabras de agradecimiento. Por otro lado, la posibilidad de conseguir un aliado en Drakaasi, aunque fuera un alienígena, no podía dejarse escapar.
—Hace mucho tiempo mi raza gobernaba la galaxia —continuó Kelhedros—, tal y como la tuya intenta hacer ahora. Nosotros éramos artistas y pensadores, pero vosotros sois soldados. Nosotros llegábamos a un mundo y lo hacíamos más hermoso, no nos dedicábamos a invadirlo y a vivir en él como abejas en una colmena.
—¿Acaso intentas que me sienta ofendido?
Kelhedros le dirigió a Alaric una mirada sarcástica.
—Pero también éramos arrogantes y orgullosos. Mi raza debería de haber visto en sí misma lo que yo veo ahora en la tuya. Mis ancestros se dejaron llevar por los placeres, y la disformidad se aprovechó de ello. Del orgullo imperdonable de mi gente nació… uno de los más grandes poderes de la disformidad. No puedo decirte qué es. Es algo que nos asedia a nosotros y también a la humanidad.
—Supongo que no es algo que un alienígena pueda confesarle a un humano.
—Por supuesto que no. Muchos me tacharían de traidor por confesarlo, pero también me considerarían un traidor por intentar sobrevivir aquí, entre tanta… contaminación.
—Entonces, ¿por qué me cuentas todo esto?
—Porque es algo que percibo en este mundo, y también en tu Imperio. —Kelhedros levantó la vista, fija en la espada sierra—. La Caída acabó casi con la totalidad de mi especie. Únicamente se salvaron aquellos que anticiparon su advenimiento y pudieron huir en sus mundos astronave. Toda mi raza, tan avanzada en comparación con la tuya, estuvo muy cerca de desaparecer. Piensa en lo que le ocurriría a tu raza si se produjera otra Caída. No pienses que podrás verla venir, o que aún no ha empezado. En este mismo momento estás contemplando la muerte de tu propia especie sin ni siquiera darte cuenta.
—No te creo —replicó Alaric—. Tiene que haber esperanza.
—¿Por qué tendría que haberla? —Kelhedros arqueó una ceja.
—Porque sin ella estaríamos perdidos.
—Estáis perdidos de todas maneras. Creer o no en la salvación es irrelevante. La muerte siempre será la muerte.
—Quizá tengas razón, puede que todo esto sea el canto del cisne de la raza humana, pero aunque sea verdad no pienso perder la fe. Pase lo que pase tiene que haber esperanza. Mi deber es luchar en nombre del Emperador, y aplastar a las fuerzas del Caos es el único camino.
—Eso es una locura.
—Te equivocas, eso es ser humano.
—¿Es por eso? ¿Es ésa la razón por la que tu raza ha conseguido expandirse por las estrellas y fundar su adorado Imperio a pesar de lo primitivo de vuestra mente?
—Exacto —contestó Alaric—. Porque nosotros podemos creer; ésa es la razón.
—Hay tantas cosas extrañas en la galaxia… —reflexionó Kelhedros.
—En eso sí estamos de acuerdo.
El eldar dejó a un lado la espada sierra y comenzó a limpiar la armadura. Estaba tan vieja y maltrecha como el arma, pero el eldar la mantenía bien cuidada. Bajo aquella armadura, el cuerpo de Kelhedros era esbelto pero muy musculado, justo lo contrario que la enorme silueta de Alaric. La piel del eldar también estaba cubierta de cicatrices, y al igual que pasaba con el caballero gris, no todas ellas eran heridas de guerra. Kelhedros tenía una serie de runas marcadas a fuego en el torso. Se trataba de símbolos que al caballero gris le resultaban desconocidos: la mitad de un rostro sin boca y una mano y una espada que se entrelazaban formando una especie de nudo espinoso.
—Tengo la impresión, caballero gris, de que no has venido para discutir sobre la situación del universo —dijo Kelhedros.
—He venido para darte las gracias.
—Entonces puedes ahorrártelas. Perder a nuestro mejor luchador no nos beneficiaría a nadie.
—Pero tú también te arriesgaste.
—Es imposible sobrevivir en Drakaasi sin arriesgarse. Si intentamos huir de la muerte, sólo conseguiremos caer en sus brazos. Mis posibilidades de supervivencia son más si permaneces a mi lado, de modo que debo arriesgarme para evitar que mueras. Cualquiera en nuestra situación actuaría igual. Del mismo modo, tú estás corriendo un gran riesgo al venir a hablar con un alienígena, con alguien a quien tu raza desprecia tanto que lo único que desea es que desaparezcamos del Universo.
Alaric se inclinó sobre la barandilla y miró hacia la cámara principal. La celda de Kelhedros estaba en un nivel superior, lo que le proporcionaba una vista excelente de lo que hacían los demás esclavos del Hecatombe.
—Mira —dijo el caballero gris.
—Qué es lo que quieres que mire. —Kelhedros se situó junto a él.
—A los pielesverdes.
—¿A esos animales? Tengo por costumbre no ensuciarme los ojos contemplando a esas bestias inmundas.
—Trata de fijarte en ellos por una vez.
Los orkos, que habían conseguido sobrevivir al Ojo Vacío relativamente indemnes, peleaban unos con otros rodeados por la suciedad de la jaula en la que se encontraban. El orko de una sola oreja estaba un poco más alejado, gritando órdenes e insultos.
—Se entrenan los unos con los otros porque saben que si no lo hicieran, los humanos los aplastarían. No son más que unos cobardes —dijo despectivamente Kelhedros.
—Te equivocas —contestó Alaric—. Mira.
En aquel mismo momento, el orko de una sola oreja separaba a dos pielesverdes que estaban peleando. Agarró por el cuello al que había perdido y lo lanzó al suelo. Acto seguido le dirigió al vencedor un gesto de aprobación, exactamente el mismo que le hizo a Alaric cuando el caballero gris cercenó la cabeza del demonio. Después, la bestia se volvió para controlar las peleas de los demás orkos.
—Ése es el que está al mando —dijo Kelhedros.
—Exacto.
—Pero así es como se organizan los animales; es la ley del más fuerte.
—Y él se está aprovechando de ella para entrenarlos, para hacerlos mejores gladiadores.
—Sólo quiere sobrevivir.
—Todos queremos sobrevivir, eldar. Ese orko tiene un plan, que es más de lo que tienen todos esos humanos. Piénsalo, el mejor modo que los orkos tienen para sobrevivir es convertirse en algo importante para Venalitor, así se aseguran de que el duque no desperdiciará sus vidas. Cuanto mejor luchen, cuanto más espectáculo ofrezcan al público, más tiempo conseguirán sobrevivir.
—¿De modo que esa criatura tiene un plan?
—Un plan de supervivencia.
Kelhedros sonrió, algo verdaderamente desconcertante, pues los gestos faciales de los alienígenas constituían una visión muy extraña para el ojo humano.
—Tenía la idea de que os topasteis con los pielesverdes durante las primeras etapas de la exploración de la galaxia, y el odio mutuo que sentisteis inmediatamente jamás se ha desvanecido. Pero hablas como si admiraras a ese orko.
—Odio a los orkos tanto como cualquier ciudadano temeroso del Emperador, pero el hecho es que esa criatura ha sabido comprender la situación, y tiene un plan más sólido que cualquiera de los humanos. Yo también pensaba igual que tú, Kelhedros, y creía que un orko no era más que una máquina de luchar que ni siquiera era capaz de pensar por sí misma, pero entonces dediqué un tiempo a observarlos y descubrí que estaba equivocado.
—¿Cuál es tu plan? —preguntó Kelhedros con un tono seco.
—Aún no lo tengo claro —contestó Alaric—. Pero no estoy dispuesto a esperar a que me llegue la muerte en este maldito barco, ni a luchar para servir a Khorne hasta caer muerto en el coliseo. Voy a salir de aquí.
—Y para eso me necesitas.
Esta vez fue Alaric quien sonrió.
—Disculpa que sea tan claro, eldar, pero no vine aquí para intentar mejorar las relaciones interraciales de la galaxia. Eres uno de los mejores luchadores del Hecatombe, y sabes cómo moverte por el barco. Puedes serme de mucha ayuda. Debes estar preparado, Kelhedros, mientras tanto, intenta evitar que te maten.
—Sea cuál sea tu plan, humano, ¿acaso crees que yo estaré de acuerdo? ¿Cómo sabes que no tengo un plan propio para escapar?
—Porque aún sigues aquí —contestó Alaric.
Y diciendo esto, el caballero gris se dio la vuelta y comenzó a alejarse.