Lo primero que Alaric sintió de Ghaal fue el hedor. Una pestilencia que se extendió por toda la cubierta como la peste. Una mezcla de putrefacción y dolor, de sudor y residuos, el hedor de una pobreza indescriptible.

—Estamos en los Canales —dijo Haggard, que estaba encadenado al banco que había justo detrás de Alaric. Aunque los esclavos tenían prohibido hablar, los guardias parecían ignorar a Haggard—. Esto es Ghaal, un agujero inmundo.

—¿Literalmente? —preguntó Alaric, que aún tenía las imágenes de la ciudad viviente de Karnikhal muy presentes en la memoria.

—No del todo. Es mucho peor.

Alaric miró a través del ojo de buey que daba al exterior del casco. Era de noche, y bajo el verdor mortecino de la luna de Drakaasi pudo ver interminables hileras de edificios ruinosos amontonados a orillas de un canal por el que discurría un río de sangre. Aquélla no era más que una de las muchas corrientes de una enorme red que dividía la ciudad mediante numerosos canales, y de los que aparentemente el lugar había recibido su nombre. El Hecatombe avanzaba pesadamente con el casco casi rozando la orilla. De vez en cuando, un grito llegaba hasta la cubierta a través de la oscuridad de la noche, para acabar silenciado por el chapoteo del cuerpo que lo había emitido al ser arrojado a la corriente de sangre.

—Ésta es una ciudad de asesinos —dijo Haggard—. Antes o después toda la escoria de Drakaasi termina aquí. Dicen que es como un farol que atrae a las sabandijas.

—¿Cuál es el propósito de esta ciudad?

—¿Propósito? No tiene ningún propósito, juez, es simplemente una ciudad.

—Todo lo que hay en Drakaasi existe por alguna razón. Karnikhal es un depredador, y Aelazadne un altar erigido en honor al Dios de la Sangre. ¿Qué es lo que Ghaal le da Drakaasi?

Alaric miró de nuevo hacia la ciudad. Por todas partes, los habitantes de Ghaal se movían entre las sombras ocultándose de la luz de la luna, como seres primitivos con ropajes andrajosos que anduvieran sueltos por las calles. El caballero gris vio como un cuerpo sin vida se precipitaba al suelo desde una azotea. Cadáveres ensangrentados y aún calientes yacían amontonados por todas partes, y el miedo que emanaba de las ventanas negras hacía pensar que los miles de habitantes que se agazapaban tras ellas estaban paralizados por un indescriptible terror nocturno. Lo poco que Alaric había visto de Ghaal ponía de manifiesto que aquella ciudad estaba dominada por asesinos, para quienes el asesinato era la moneda de cambio.

—Es una granja —dijo Alaric con rotundidad—. Aquí es donde crían a sus sabandijas.

—¡Soltad anclas! —gritó uno de los escaefílidos con el acento tan peculiar que los caracterizaba.

Los miembros de la tripulación soltaron las anclas y las pesadas cadenas que las sostenían comenzaron a repiquetear a ambos lados del Hecatombe. Poco a poco, el navío se situó sobre un gigantesco muelle de piedra negra, en el que la masa de sabandijas de Ghaal corría de un lado a otro hostigada por las órdenes de los escaefílidos.

—¡Armaos! —volvió a gritar la misma criatura, alzando la voz sobre el estruendo provocado por el casco al posarse sobre el muelle.

El navío pareció emitir un gemido cuando las rampas fueron bajadas y las amarras quedaron aseguradas.

Alaric conocía de memoria aquel proceso. Empezaba a perder la cuenta de las veces que había tenido que entrar en las celdas para colocarse las armaduras oxidadas y manchadas con sangre seca de sus anteriores portadores. Esta vez, sin embargo, fue diferente. En una de las jaulas había un escaefílido montando guardia sobre una enorme armadura.

—Tú —dijo cuando Alaric se aproximaba—. Aquí.

Aquella armadura era mucho mejor que cualquier otra que los escaefílidos le hubieran dado antes. La placa pectoral parecía un murciélago con las alas extendidas, y en las hombreras había tallados dos rostros con la mirada severa y llena de rabia. Los espacios entre las diferentes placas de la armadura estaban protegidos con cota de malla, y apoyada en aquella enorme silueta de metal había una espada a dos manos que parecía haber sido tallada a partir de un gigantesco colmillo.

—Parece que ahora eres famoso —comentó Gearth, que estaba examinando una colección de cuchillos oxidados en la jaula contigua—. Mira el lado bueno; habrá muchos que apuesten a tu favor. ¡Seguro que hasta tienes un club de seguidores! ¡Debes de ser el ídolo de muchos niños! —Gearth sonrió, dejando ver una hilera de dientes ennegrecidos—. Deberías aprovechar para decirles que hagan caso a sus madres y que no hablen con extraños.

Alaric miró al esclavo y a continuación dirigió la mirada hacia la armadura. Resultaba evidente que lo protegería mejor que el montón de chatarra oxidada que usaba normalmente, y que elegía sólo porque era la única armadura que se ajustaba a su enorme cuerpo. La espada también le resultaría muy útil.

El caballero gris recogió la armadura y comenzó a ponérsela mientras los demás esclavos rezaban o trataban de encontrar algún tipo de motivación para afrontar el combate que se avecinaba. Al otro lado de las jaulas estaban los orkos, separados de los esclavos por las espadas de los escaefílidos. El orko de una sola oreja gritaba órdenes para mantener a sus secuaces controlados.

Alaric se preguntó cuánto tiempo tardaría en ser como ellos, en vivir para luchar.

La nueva espada parecía estar bien equilibrada, nada en comparación con cualquier espada némesis, pero aun así sería suficiente. De pronto, las puertas se abrieron y los esclavos comenzaron a marchar para matar y morir por Khorne.

* * *

El coliseo de Ghaal, el Ojo Vacío, era un cilindro achaparrado de roca negra horadado por miles de cavernas en las que habitaban muchos de los seres infrahumanos que poblaban la ciudad. A los pies de los muros había apilados montones de cráneos blanquecinos, algunos cubrían casi totalmente la tapia que delimitaba la arena, como si se hubiera producido una avalancha. Los fuegos fatuos de las fosas de cadáveres que había por toda la circunferencia brillaban bajo la luz tenue y verdosa de la luna.

Alaric oyó el rugido de la multitud que llenaba los graderíos, miles de seres repugnantes que pedían a gritos su ración de sangre. Oyó el restallar de miles de látigos, y supuso que los guerreros del coliseo estaban hostigando a los asistentes para que ocuparan sus puestos antes de que diera comienzo el siniestro espectáculo. Mucha de la escoria que había acudido allí moriría aquella misma noche, pero al fin y al cabo ésa era la razón por la que estaban en Drakaasi. Vivir una vida efímera culminada por una muerte cruenta era la mejor manera de adorar al Dios de la Sangre.

Los esclavos entraron en la penumbra a través de unos enormes pontones. Los escaefílidos los cerraron tras ellos y los gladiadores quedaron prisioneros en las entrañas del coliseo, sumidos en una oscuridad casi total. Alaric podía ver entre las sombras, y percibió en los rostros de los esclavos de Venalitor una mezcla de confusión y miedo que le era muy familiar. Ni siquiera los orkos disfrutaban de aquellos momentos, y los humanos intentaban mantenerse tan alejados de los alienígenas como les fuera posible. Kelhedros, por el contrario, parecía muy concentrado. Nada perturbaba al eldar.

Alaric miró a su alrededor y pudo ver a un grupo de fieles que rezaban junto a Erkhar. El caballero gris se abrió paso entre ellos hasta situarse frente a su líder.

—Teniente —dijo—, sea lo que sea lo que nos espera ahí fuera, existen pocas posibilidades de que salga con vida.

—Tendré pocas posibilidades si el Emperador así lo desea —contestó Erkhar.

—Entonces puede que no tenga otra oportunidad para preguntárselo. —Alaric bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro y Erkhar tuvo que aguzar el oído para poder oír sus palabras en medio de las oraciones y jadeos de los fieles—. ¿Qué sabe del Martillo de Demonios?

La expresión del rostro de Erkhar se endureció al oír la pregunta. El oficial miró a su alrededor para comprobar si alguno de los fieles podía verlos.

—¿El Martillo? ¿Dónde has oído hablar de él?

—No es más que un rumor —contestó Alaric—. Una leyenda local que habla de un arma oculta en algún lugar de Drakaasi.

—¿Acaso la estás buscando?

—Quizá.

—Jamás la encontrarás, juez.

—¿Por qué?

—Porque no es más que una idea.

De pronto, desde el otro lado de las enormes puertas decoradas con cráneos llegó un sonido grave y sordo, como un terremoto. Los cimientos del Ojo Vacío se estremecieron, haciendo que muchos de los cráneos que decoraban puertas y muros cayeran al suelo. Algunos de los esclavos se echaron a temblar de miedo y otros adoptaron una expresión tensa y expectante. Los orkos entonaron un cántico de muerte grave e insistente, una melodía ancestral y primitiva. A Alaric no le habría sorprendido que alguno de los asesinos humanos, los hombres de Gearth, se hubiera unido a aquella salmodia siniestra.

—Hable, Erkhar —susurró Alaric al oído del oficial.

—Algún día todos nosotros alcanzaremos la Tierra Prometida —dijo Erkhar—. No sabemos dónde está ni cómo conseguiremos llegar, únicamente sabemos que seremos llevados allí. Pero hay algo más. Tan sólo yo y unos pocos fieles somos capaces de comprenderlo. Los más… débiles rechazarían semejante idea si llegaran a comprenderla. Algún día sus mentes estarán preparadas, pero no ahora.

—¿Para el Martillo?

—El Martillo nos enseña que no hemos sido enviados a Drakaasi sólo para intentar escapar. Es un arma que puede usarse contra el enemigo. El Martillo de Demonios será empuñado por todos los fieles para castigar a los sirvientes del Caos. ¿Comprende ahora, juez? ¿Comprende por qué es tan peligroso? ¿Por qué muchos perderían toda esperanza si lo supieran?

Alaric no pudo contestar. El rostro de Erkhar estaba dominado por el miedo. El Martillo representaba algo desconocido y poderoso dentro de las creencias de aquellos fieles.

—Lo único que sus fieles desean es salir de este planeta —dijo finalmente Alaric—. Pero usted sabe que no es tan simple.

Las puertas se entreabrieron y un hilo de luz polvorienta y purpúrea inundó la cámara. Un río de sangre comenzó a fluir por toda la estancia convirtiendo el suelo en un pantano rojizo y maloliente. Uno de los orkos empezó a aullar como un lobo, y pronto los demás se le unieron. Algunos humanos también alzaron la voz, pero sus gritos resultaron inaudibles en medio del estruendo enfervorizado procedente de los graderíos del coliseo.

—Exacto, juez —contestó Erkhar—. Algún día, el Martillo de Demonios nos será entregado y lo empuñaremos para aplastar al enemigo. Sólo entonces conseguiremos llegar a la Tierra Prometida. ¿Comprendes ahora lo que eso significa, juez?

—Significa que el Emperador no les salvará sin recibir nada a cambio.

—Significa que sobrevivir no es suficiente.

De pronto, las puertas se abrieron totalmente. Una marea de sangre comenzó a inundar la cámara, haciendo que algunos gladiadores perdieran el equilibrio. Alaric vio como Gearth hundía la mano en el líquido rojizo para tiznarse la cara con una huella ensangrentada. Kelhedros desenfundó la espada sierra.

Erkhar se volvió para hablarles a sus fieles.

—¡Elevad vuestros corazones. Estas puertas nos acercarán más a la morada del Emperador!

—¡Os acercarán más a la muerte, necios! —gritó Gearth a modo de respuesta. Los demás asesinos soltaron una sonora carcajada—. ¡La sangre humana no les resultará barata! ¡Demostrémosles lo que vale!

Al otro lado de las puertas se extendía un océano de sangre. Los canales de la ciudad debían de haberse quedado vacíos para llenar toda la arena del coliseo. Sobre la superficie de aquel mar rojizo flotaba una docena de embarcaciones de madera oscura, de los mástiles colgaban velas decoradas con runas ensangrentadas. Había infinidad de cadáveres y miembros cercenados. En los graderíos, los palcos de los dignatarios estaban separados de la escoria, y Alaric creyó poder distinguir entre la multitud la silueta deforme y blanquecina de Arguthrax, sentado en su trono de sangre.

El barco que se encontraba más cerca de los esclavos comenzó a aproximarse. Los esclavos del coliseo que iban a bordo empezaron a arrojar cuerdas. Orkos y gladiadores treparon para subir a la cubierta.

La misma escena se repetía por toda la arena, pero en ocasiones eran demonios los que subían a bordo, criaturas de piel blanquecina que se encaramaban por las jarcias retorciendo sus siluetas deformes repletas de colmillos, tenazas y ojos múltiples.

Era una batalla naval. Los señores de Drakaasi habían decidido obsequiar a la escoria infrahumana de Ghaal con un baño de sangre diferente.

Cuando la cubierta del primer barco estuvo repleta, el segundo comenzó a aproximarse. Alaric siguió a Kelhedros, que empezó a ascender junto con varios de los asesinos de Gearth y con los fieles de Erkhar. La sangre se agitaba bajo el casco de la embarcación, que se dirigió hacia el centro de la arena para enfrentarse a los barcos tripulados por los demonios. La multitud gritaba enfervorizada.

Por lo menos, pensó Alaric sobre la cubierta del barco, la gente de Ghaal no quedaría defraudada.