OCHO

OCHO

—Se oyen muchas cosas —dijo el eldar como si estuviera midiendo sus palabras con mucho cuidado—, y me gustaría saber si alguna de ellas es cierta.

—Aléjate de mí —contestó Alaric—. Ya me siento lo suficientemente sucio.

Kelhedros inclinó la cabeza y miró a Alaric con ojos alienígenas.

El caballero gris estaba en una celda de aislamiento. Parecía evidente que a Venalitor no le había gustado nada el hecho de que Arguthrax hubiera enviado al navegante para acabar con Alaric, y había volcado parte de su ira contra el propio caballero gris. Alaric había estaba encadenado al muro de la cubierta inferior, y allí se encontraba a gusto. Hasta que apareció Kelhedros había estado completamente solo.

—He intentado comprender a los de tu clase —continuó el eldar—. Es como estar delante de un animal que se guía por los instintos más bajos e incontrolables.

Hasta aquel momento, Alaric no había tenido oportunidad de ver al alienígena tan de cerca. Los eldar eran una figura familiar para muchos ciudadanos del Imperio, pues siempre se los solía representar como alienígenas desamparados aplastados bajo los pies de los conquistadores humanos en las vidrieras de los templos o en los márgenes de los libros de plegarias, pero la verdad era que ningún artista había sido capaz de representarlos con fidelidad. A cierta distancia, un eldar podía pasar por un ser humano: dos brazos, dos piernas, dos ojos, una nariz y una boca, pero todo lo demás era diferente. Un eldar emanaba iniquidad, desde sus ojos vidriosos hasta sus muchos dedos, alargados como gusanos. Eran seres repugnantes y desconcertantes, y Alaric los odiaba con toda el alma. Kelhedros estaba sucio y lleno de cicatrices, como todos los demás esclavos, pero además desprendía esa típica arrogancia alienígena. Aún conservaba las placas de color verde jade de la armadura eldar con la que debió de haber sido apresado.

—Pues este animal no piensa inclinarse ante ningún alienígena.

—Por supuesto. Quieres ser libre. Es lo que todos quieren cuando llegan aquí.

—No pienso decirte ni una palabra.

—Tú quieres escapar, igual que yo. Te encuentro tan repugnante como tú a mí, humano, pero resulta innegable que ambos tenemos un objetivo común. Pienso que ninguno de los dos tendría muchas posibilidades si actuáramos solos, pero es evidente que tú y yo somos muy superiores al resto del ganado de Venalitor, y nuestras habilidades podrían complementarse mutuamente.

Alaric soltó una carcajada a pesar de que aún se sentía dolorido tras la pelea con el navegante.

—Sí, ya sé lo que ocurre cuando un humano hace un pacto con un alienígena. Yo estuve en Thorganel Quintus. La Inquisición firmó un pacto entre el Imperio y los eldar. Yo mismo vi como todos vosotros caíais sobre nuestras tropas en cuanto conseguimos tomar las montañas Daggerfall. Las asesinasteis como ganado porque no queríais que nadie supiera que habíais necesitado nuestra ayuda para destruir lo que encontrasteis allí. Jamás confiaré en vuestra raza. Seríais capaces de acabar con todos nosotros para salvar a uno solo de vuestra especie. Nos mataríais a todos sin ni siquiera pestañear.

Kelhedros desenfundó el arma que llevaba a la espalda; una espada sierra con dientes impolutos que refulgía en medio de la penumbra reinante en la cubierta de aislamiento.

—Los eldar contra los que luchaste, ¿eran del Templo del Escorpión?

Alaric hizo una mueca. Todos le parecían iguales.

—Si lo hubieran sido, lo recordarías. No hay eldar más fuertes ni valerosos que los que siguen la Senda del Escorpión. El escorpión es implacable. Jamás fracasa, porque es capaz de morir antes que abrir las pinzas y liberar a su presa. Cuando tiene a un enemigo a su alcance, su picadura resulta mortal. Yo mismo recorrí la Senda del Escorpión antes de que el destino me arrojara a este agujero, humano. Dicen que eres un cazador de demonios, algo extraordinario para los de tu especie. Los eldar piensan lo mismo de mí. La Senda del Escorpión no es un camino fácil de recorrer. Yo no soy un alienígena cualquiera, caballero gris, ni siquiera para ti. Soy un escorpión asesino, y de todos los seres vivos que hay en este planeta soy el que más posibilidades tiene de salir de aquí con vida. Sin mí, morirás en este agujero después de sufrir como un esclavo hasta tus últimos días. Pero juntos podemos regresar a esas galaxias que llamamos hogar. Piensa en ello. No creo que tengas otra elección.

—Soy muy exigente con aquellos a los que concedo la oportunidad de traicionarme —replicó Alaric. Sabía que los insultos no tendrían ningún efecto sobre aquel alienígena, pero en aquellos momentos le resultaba inaceptable permanecer impasible ante tanta arrogancia—. Y me temo que tú no cumples los requisitos mínimos.

—Acabarás cambiando de opinión, caballero gris —afirmó Kelhedros. Resultaba poco probable que el eldar fuera capaz de comprender el odio humano, y si lo hacía, parecía no reaccionar ante tal sentimiento—. Yo estoy aquí fuera, tú estás ahí dentro, y si es eso lo que deseas, hay poco que pueda hacer para que cambies de opinión.

Kelhedros le lanzó a Alaric una última mirada con sus enormes ojos negros, y acto seguido volvió a desaparecer entre las sombras. Se había ido; ni siquiera el sonido de sus pasos delataba su presencia en la cubierta de aislamiento. Alaric se preguntó cómo un ser como Kelhedros habría acabado allí. Aquel alienígena parecía tener libertad de movimientos por toda la nave, y el hecho de que hubiera conseguido sobrevivir en Drakaasi durante tanto tiempo daba una idea de sus habilidades, sobre todo teniendo en cuenta el odio a lo alienígena que todo humano tenía enraizado en lo más profundo del alma. Sin embargo, Alaric conocía muy bien lo que los eldar eran capaces de hacer. La palabra de un eldar valía menos que nada. Era como pedir ser traicionado.

Agazapado en las entrañas del Hecatombe, Alaric pensó durante mucho tiempo. La mayor parte de sus pensamientos los dedicó al Martillo de Demonios.