—Esa maldita melodía —dijo Gearth— se clava en lo más profundo del alma.

—Debes resistir —contestó Alaric.

—Para ti es fácil decirlo. A vosotros os lavan el cerebro para que seáis capaces de soportar toda esta porquería.

Gearth estaba sentado en un rincón de su minúscula jaula, que colgaba del techo sobre un sumidero de sangre y residuos. Alaric estaba en la celda de al lado, y a través de la oscuridad podía distinguir innumerables jaulas como la suya, cada una de ellas con uno de los muchos esclavos de Venalitor. Los prisioneros del Hecatombe habían sido separados y encerrados en ellas, y ahora se movían por las entrañas oscuras y vidriosas de la ciudad mediante un sistema de raíles. La melodía había comenzado cuando el Hecatombe comenzó a aproximarse a Aelazadne, y desde aquel momento ya no se detuvo, haciéndose más y más fuerte cada vez hasta incrustarse en los muros de las diferentes cámaras como un elemento arquitectónico más.

El coliseo de Aelazadne estaba sobre ellos, e incluso allí, en el laberinto cristalino y corrupto sobre el que se había construido la ciudad, la melodía llegaba a cada rincón. Los orkos también entonaban sus propios cánticos, un sonido horrendo, peor incluso que la melodía de Aelazadne. La idea de que cualquier ser viviente pudiera gozar de la vida en Drakaasi era algo incomprensible.

—¿Sabes contra qué lucharemos esta vez?

—Eso es imposible, nadie lo sabe, pero apostaría a que tienen algo especial preparado para ti.

—Seguro que alguna vez has pensado en salir de aquí —dijo Alaric.

—Sí, pienso en ello con mucha frecuencia, aunque también pienso en cómo sería ser despellejado y arrojado a los perros, porque eso es lo que ocurriría si me atraparan. Tal y como yo lo veo, no hay forma de escapar de este planeta. Lo mejor que puedes hacer es empañar su disfrute; antes o después siempre nos enfrentamos a algo que no quieren que matemos. Cuando me lanzan a la arena a luchar contra algo así, me aseguro de acabar con ello. Eso les duele más que la fuga de cualquier esclavo.

—Pero todas estas matanzas se organizan para mayor gloria de Khorne. Cada vez que matas algo ahí fuera, estás cumpliendo la voluntad del Caos.

—Entonces déjate matar en la arena, astartes, a mí no me importa lo más mínimo —concluyó Gearth con aire despectivo—. He oído que han matado a tu amigo.

—Cierto.

—El Imperio mató a mi mejor amigo. Los arbitradores los arrastraron hasta el muro trasero y les dispararon en la nuca uno por uno. En este universo no hay nada bueno por lo que luchar, todo lo que hay en él acabará en el infierno. Si quieres morir ahí fuera, adelante, pero antes echa una buena mirada a tu alrededor, astartes, porque muy pronto toda la galaxia será como este planeta.

—Creo que a Venalitor no debió de resultarle muy difícil minar tu voluntad —dijo Alaric lánguidamente—. Tú ya eras un sirviente de Khorne mucho antes de que él te encontrara.

Gearth escupió en dirección a Alaric. El caballero gris ignoró aquel gesto. Hombres como él eran una consecuencia directa del Imperio. El Imperio era un lugar cruel porque la galaxia era cruel. Los ciudadanos debían vivir oprimidos; si tuvieran libertad para pensar y actuar a su libre albedrío, llevarían a cabo actos horribles que provocarían la destrucción de la raza humana. Gearth era uno más de los muchos que no encajaban en el molde que el Imperio había preparado para ellos.

A veces Alaric se preguntaba si llegaría un día en que el Emperador despertara para mostrarle al Imperio un modo de sobrevivir que no requiriera emplear tanta violencia con sus ciudadanos.

—¿De veras crees que Drakaasi podría existir sin gente como tú?

Alaric no pudo evitar decir aquellas palabras. Gearth le lanzó una mirada de odio, pero antes de que pudiera contestar, la jaula del caballero gris comenzó a ascender con un estruendo metálico. Estaba siendo arrastrada por un pasadizo estrecho y maloliente, iluminado por una luz tenue y rojiza que hacía resaltar los arañazos hechos por los muchos prisioneros que habían pasado por allí antes que Alaric. El sonido de la multitud que esperaba en los graderíos del coliseo se mezcló con la melodía de Aelazadne, formando una armonía perfecta que habría hecho derrumbarse a un hombre más débil.

Una luz cegadora lo inundó todo repentinamente. Los barrotes de la jaula se vinieron abajo y Alaric quedó de pie en el centro de la arena de Aelazadne.

* * *

La luz entraba por una angosta abertura en el techo de roca. Alrededor de Alaric se abría un laberinto que se extendía en todas direcciones. Estaba en alguna zona subterránea de la ciudad, perdida entre los cimientos ruinosos de los edificios, por todas partes había infinidad de ventanas vacías y vigilantes como ojos negros, y puertas ruinosas que parecían los dientes medio podridos de una enorme boca. Hubo un tiempo en que Aelazadne fue una ciudad espléndida, pero ahora su magnífica decoración se había convertido en una parodia de todo lo que una vez fue hermoso. Una miríada de estatuas sin rostro yacía en el suelo entre fragmentos de enormes frontones derruidos hacía ya muchos años.

Alaric vio que entre los muros había infinidad de pequeños ojos que seguían todos sus movimientos. La ciudad lo estaba vigilando a través de aquellas retinas temblorosas. También podía oír los gritos de la multitud, muy atenta al nuevo aspirante que acababa de entrar en el juego.

Entonces vio que muy cerca de él había un cuerpo tendido en el suelo en medio de un charco de sangre. Parecía el cadáver de un ser humano, pero resultaba difícil saberlo con exactitud, pues estaba partido por la mitad. Alaric recogió la espada oxidada que aún tenía en la mano.

Algo aulló en la distancia, fue un sonido grave y lleno de ira. Acto seguido, alguien dejó escapar un grito provocando una ovación entre el público invisible.

La melodía de Aelazadne sonaba en un tono diferente allí abajo. Los estratos de la cuidad estaban filtrando el sonido, resaltando sus particularidades. Ahora, Alaric podía distinguir las voces que la entonaban, sonidos huecos y sofocados para mayor gloria de Khorne. También le fue posible distinguir algunas palabras.

Aquellas voces decían que debería estar agradecido, pues muy pocos tenían el honor de encontrar la muerte como él iba a hacerlo.

En aquel momento, Alaric sintió que algo se movía muy cerca de él. Entonces vio a otro esclavo amparado entre las sombras. Estaba armado con un garrote que llevaba atravesada una estaca metálica. Alaric se dio cuenta de que se trataba de un mutante; su rostro desfigurado estaba cubierto de filamentos ondeantes que también le cubrían el cuello y los brazos y sobresalían entre las placas oxidadas de su armadura.

—¿Dónde está? —preguntó el mutante.

—Dónde está ¿el qué?

—Lo que han enviado para cazarnos.

—No lo sé, no he visto nada.

—Claro que no lo has visto, ¿acabas de llegar de la superficie, no?

—Sí.

—¿Qué eres? —El mutante miró a Alaric de arriba abajo.

—Yo estaba a punto de preguntarte lo mismo.

—Soy uno de los Elegidos —dijo el mutante con orgullo—. Un Elegido de la Sangre. —La sangre goteaba de los filamentos que le cubrían la piel—. Derramo mi sangre para su mayor gloria, el tributo a Khorne que…

De pronto, un sonido cercano hizo enmudecer al mutante. Un segundo después, otro cuerpo se estrelló contra el muro que Alaric tenía a su espalda haciendo saltar una fina nube de esquirlas de mármol.

Rápidamente, el caballero gris se echó a un lado y durante un breve instante alcanzó a ver el cadáver: otro mutante, una criatura con muchos brazos, con el pecho destrozado y una expresión de sorpresa en el rostro.

El mutante con el que había hablado lanzó un grito y cargó decidido contra la oscuridad. Entonces, una garra musculosa lo agarró y comenzó a arrastrarlo hasta hacerlo desaparecer entre los escombros. Acto seguido se oyó un alarido que se prolongó en las tinieblas, dando a entender que el cazador había decidido acabar con su presa poco a poco.

Alaric corrió a esconderse, alejándose del campo de visión de aquella criatura. Aún no había podido verla, tan sólo había visto una enorme garra. Poco después sintió como se alejaba emitiendo un gruñido siniestro, al que siguió un crujido húmedo cuando aplastó el cuerpo del mutante contra el suelo.

Alaric contuvo la respiración. Aquel monstruo era enorme, y a juzgar por el alarido del mutante debía de tener más armas aparte la fuerza bruta de sus músculos. La criatura se alejó dejando tras de sí un olor que cayó como una losa sobre los sentidos del caballero gris: era una mezcla de sudor y productos químicos.

El juez llegó a una plaza ruinosa construida alrededor de una enorme fuente. Las estatuas que la decoraban estaban decapitadas y sus extremidades habían desaparecido; el agua que fluía por ella, si es que alguna vez la hubo, se había secado hacía ya mucho tiempo. Una basílica ruinosa se alzaba al otro lado de la plaza, destrozada y ennegrecida por las llamas. El hedor que dejaba aquella criatura le indicó a Alaric que había pasado por allí. El sonido de sus pasos resultaba amortiguado por el zumbido grave de la melodía de Aelazadne, pero estaba allí, Alaric podía oírlo.

Una cabeza de piedra lo miraba fijamente. Sus ojos eran iguales que los que había entre los muros del laberinto. Alaric le dio una patada, destrozando el rostro de piedra y haciendo añicos los ojos. Tenía la esperanza de que en algún lugar de Aelazadne los espectadores se hubieran quedado ciegos.

El interior de la basílica estaba arruinado por las llamas y por el paso del tiempo. Las columnas se doblaban bajo el peso del techo medio derruido. Entre los bloques de los muros había infinidad de esqueletos incrustados, petrificados como fósiles, que parecían extender los brazos, como si hubieran intentado escapar en el momento de convertirse en piedra.

Alaric se apoyó en uno de los pilares y examinó la espada que tenía en la mano. Era algo patético, poco más que un trozo de metal con una empuñadura. Era casi peor que no tener nada. La dejó en el suelo, junto a él.

Se detuvo a escuchar la canción durante un momento; le decía que aceptara la muerte y corriera hacia la liberación de todo aquel sufrimiento. Alaric ignoró las voces. Aquella melodía podría haber penetrado en la mente resquebrajada de cualquier hombre, pero Alaric era mucho más fuerte. Escuchó la canción atentamente.

También podía oír el sonido de las gotas de agua que caían desde una abertura en el techo y el rugido enfervorizado de la ciudad. Los sentidos de un marine espacial estaban extremadamente potenciados, pero en muy pocas ocasiones Alaric se había visto obligado a exigirles tanto.

La criatura había pasado por la basílica, había salido por la montaña de escombros que se acumulaban al otro lado y se había dirigido hacia arriba.

Alaric abandonó su parapeto detrás de la columna y comenzó la cacería.

Empezó a arrastrase entre una columnata derruida que una vez debió de haber formado un pórtico enorme, pero que ahora no era más que un montón de escombros. Alaric siguió el rastro a través de los diferentes niveles, entre estatuas ruinosas y altares que lo observaban con los cientos de rostros malignos de Khorne.

Las huellas de la criatura lo llevaron hasta un jardín de árboles petrificados entre los cuales alguna vez debió de fluir una corriente, pero cuyo cauce estaba ahora lleno de sangre seca. Pasó junto a una pirámide de huesos y atravesó un enorme complejo de mataderos, donde vio muchos ganchos que aún colgaban del techo con algún que otro cráneo clavado.

Alaric supo entonces que la bestia que había estado siguiendo estaba cerca. No era sólo su instinto, sino también las pistas que dejaba: huellas aún húmedas de pezuñas de seis dedos, el rastro de esclavos muertos cuya sangre aún no había empezado a secarse, el olor a productos químicos y los salientes de mármol ensangrentados con los que la bestia había rozado al pasar. Alaric aminoró el paso, convirtiendo cada movimiento en un ejercicio de disciplina mientras cruzaba el umbral de uno de los mataderos y accedía a un gran puente.

En algún tiempo olvidado, un gran palacio se erigía al otro lado de aquel puente de piedra, y aunque hacía ya mucho que estaba en ruinas, el acceso aún permanecía intacto. Alaric lo atravesó con cuidado, deteniéndose tras una estatua para ocultarse de la silueta que acababa de ver entre las rocas. Hileras de estatuas decoraban ambos lados del puente. Un adusto desfile en el que participaban todos los reyes de Aelazadne, vestidos con unos ropajes majestuosos que no hacían sino resaltar sus deformidades. Los ojos de aquellas figuras se posaron sobre Alaric, titilando de excitación mientras toda Aelazadne vigilaba los movimientos del caballero gris.

Escondido en su parapeto, Alaric por fin pudo ver a la criatura a la que debía cazar. Era un gigante jorobado recubierto de costras y jirones de piel y lleno de cicatrices y heridas supurantes. Estaba de espaldas a Alaric, y el caballero gris vio que una hilera de huesos puntiagudos le brotaba de la espina dorsal.

También distinguió algunos de los tatuajes de la bestia: un ojo, una brújula, una estrella. Había visto tatuajes como aquéllos en infinidad de ocasiones, lo cual le otorgaría una ventaja de la que no disponían ni siquiera los mejores cazadores de Drakaasi.

—Sé lo que eres —dijo Alaric en voz alta.

La bestia levantó la cabeza y apartó la vista de su festín, un cazador al que había seguido hasta el puente y descuartizado allí mismo. Alaric salió de detrás de la estatua. Aquella bestia tenía un rostro humanoide, aunque le quedaba muy poco de humano, pues estaba deformado por un enorme colmillo que le atravesaba la barbilla. Sus manos se habían desfigurado hasta convertirse en unas enormes tenazas similares a las de un cangrejo y cubiertas de músculos y tendones.

Sus ojos estaban hundidos en una maraña de cicatrices: aquella criatura estaba ciega. El tercer ojo que tenía en la frente permanecía cerrado.

—¿Dónde te capturaron? —preguntó Alaric—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí abajo?

La bestia no atacó. Un leve destello de reconocimiento pareció iluminarle el rostro.

—Recuerda lo que una vez fuiste, navegante.

Los navegantes eran una de las muchas paradojas del Imperio. Miembros de una estirpe que tenía una mutación muy estable en sus genes, todo navegante tenía un tercer ojo con el que podía ver a través de la disformidad sin perder la cordura, como le ocurría a los demás hombres. Esa mutación hacía que sólo ellos fueran capaces de guiar las naves durante los saltos a la disformidad. Sin ellos, todos los transportes estelares se verían limitados a pequeños saltos con los que la civilización tardaría décadas en expandirse de sistema en sistema. Sin los navegantes, las fuerzas del Imperio llegarían a los puntos de conflicto con siglos de retraso, tropas especiales como los marines espaciales resultarían incapaces de lanzar operaciones relámpago, y el Imperio, asfixiado y hambriento, se derrumbaría sin remedio.

Los navegantes, según decían los hombres del espacio, eran capaces de matar a una persona sólo con mirarla con el tercer ojo.

Parecía razonable que aquella criatura que una vez fue un navegante resultara ser un duro oponente para Alaric.

Poco a poco, el caballero gris se aproximó al mutante. Quizá la exposición al Caos reinante en Drakaasi lo hubiera convertido en la criatura que era, o quizá había nacido así. Aunque sus mutaciones eran relativamente estables, Alaric había oído a muchos inquisidores contar historias sobre las aberraciones que las estirpes de navegantes mantenían ocultas en sus propiedades de Terra.

El navegante no atacó. Probablemente, Alaric era la primera persona que encontraba en Drakaasi que no intentaba matarlo.

—Sé por qué razón te han enviado aquí —dijo el Caballero Gris, tratando de convencer no sólo al mutante sino también a sí mismo—. Se supone que debes matarme.

De pronto, la canción de Aelazadne alcanzó un crescendo brutal. Toda la ciudad se estremeció, y las estatuas y los bloques de roca comenzaron a temblar bajo los arcos del puente. El navegante se irguió y dejó escapar un aullido mientras levantaba las tenazas en el aire. Alaric también se estremeció ante la fuerza del coro atonal que cayó como un yunque desde la ciudad que se alzaba sobre sus cabezas.

El navegante se puso a cuatro patas y lanzó un terrible alarido hacia Alaric mientras comenzaba a abrir el tercer ojo.

Alaric se echó al suelo. Un rayo de energía negra emergió del ojo del mutante haciendo pedazos las estatuas que había a su alrededor. El brazo de una de ellas cayó al suelo provocando un sonido que fue casi inaudible en medio del estruendo reinante.

Alaric corrió para ponerse a cubierto justo cuando el navegante lanzaba otro rayo sobre el puente. Entonces se lanzó hacia él, avanzando a gran velocidad con pasos decididos hasta golpearlo de costado. Saltó por encima del rayo de energía oscura y cayó sobre la espalda de la criatura.

El navegante se revolvió para quitarse de encima al caballero gris y extendió las extremidades para intentar agarrarlo. Alaric consiguió sujetar una de ellas con fuerza y tiró hasta sentir como los tendones se desgarraban. El grito de dolor del navegante se mezcló con la canción de Aelazadne. Alaric estaba tan aturdido por aquellos dolorosos armónicos que perdió el equilibrio y tuvo que soltarse de la espalda de la criatura.

Una vez en el suelo, extendió los brazos instintivamente y notó la masa carnosa y caliente del último cazador que había intentado matar a aquella bestia. Cuando abrió los ojos vio el destello de algo metálico: la empuñadura desvencijada de una lanza coronada por una hoja de metal oxidado. La sombra del navegante se abalanzó sobre él justo cuando intentaba llegar hasta el arma.

La silueta del mutante cayó sobre las piernas de Alaric. El rostro de la bestia estaba a muy pocos centímetros del caballero gris. El tercer ojo se abrió de nuevo y su ceño se frunció de ira y dolor.

La melodía había convertido al navegante en una criatura salvaje. Aelazadne no estaba dispuesta a defraudar a su público una vez más.

Alaric clavó la punta de la lanza en el rostro del mutante. Sintió como la hoja de hierro se astillaba al chocar contra la córnea del tercer ojo. El caballero gris la hundió hasta la empuñadura de madera, llenando de astillas la cuenca ocular.

El navegante rugió un alarido de dolor y retrocedió cubriéndose el rostro.

Alaric se puso en pie de un salto. El navegante no era una criatura nacida en Drakaasi, pero aquel mundo lo había deformado y corrompido hasta convertirlo en un arma mortal. Drakaasi tenía el poder de convertir a gente buena en monstruos terribles. Ahora pretendía hacer lo mismo con Alaric, eso si el caballero gris no acababa antes con aquel mundo.

El navegante cargó de nuevo, casi a ciegas. Alaric saltó, no para abalanzarse sobre él sino para elevarse sobre la criatura y evitar la embestida.

El mutante siguió corriendo, pues había cargado con tal ímpetu que le resultó imposible detenerse.

Chocó contra la barandilla de roca del puente, la atravesó y cayó al vacío. La criatura extendió los miembros intentando agarrarse a algo mientras lanzaba un terrible alarido. El sonido se perdió en la oscuridad hasta culminar con un golpe seco contra la roca.

Alaric comenzó a caminar sobre el puente. Respiraba pesadamente. Miles de ojos lo contemplaban atónitos: había acabado con el navegante. Aquella posibilidad no estaba en el programa.

De pronto, una multitud de soldados apareció para rodear a Alaric. La caza había terminado y el público había tenido su ración de sangre. El caballero gris sabía que intentar librarse de las figuras con armadura que tenía a su alrededor no haría sino darle a la ciudad más carnaza para saborear. De modo que dejó que le pusieran las cadenas para llevarlo de vuelta al Hecatombe.

Los habitantes de la ciudad habían obtenido su ración de sangre, pero Alaric también había obtenido algo entre los muchos tatuajes que tenía el navegante, el caballero gris pudo reconocer uno que le era muy familiar: una mano con seis dedos.

El navegante podía haberlo matado con un solo rayo de su tercer ojo. Aquel enfrentamiento había sido organizado para acabar con el cazador. Por eso había sido arrojado Alaric al laberinto. El demonio Arguthrax quería asegurarse de que su mejor esclavo acabara con la nueva adquisición de Venalitor.

Los señores de Drakaasi tenían una debilidad, una debilidad camuflada bajo una apariencia de fuerza.

Se odiaban unos a otros. El odio era su debilidad.