SIETE
El teniente Erkhar alzó lentamente las manos y dirigió la mirada hacia el suelo de la celda. Algún día los horrores de aquel mundo se convertirían en las maravillas más espléndidas que los ojos de aquellos fieles pudieran contemplar. Debían recordar eso pasara lo que pasase.
Erkhar apoyó las manos sobre el altar. Era una enorme cabeza de piedra que una vez perteneció a una estatua; aún podía percibirse la nobleza de aquel rostro, la nariz afilada y aristocrática y los bucles marmóreos del cabello. Probablemente sería algún paladín del Caos o uno de los muchos rostros de Khorne, pero hacía ya mucho que no servía para el propósito con el que fue creada. Era algo hermoso que destacaba sobre la fealdad de Drakaasi y que había sido olvidado por los señores de aquel planeta. Los creyentes habían depositado toda su fe en aquel altar. Era el rostro del Emperador de Drakaasi, un símbolo del pecado transformado en algo hermoso por la fuerza de la fe.
—Las penurias que nos asedian —comenzó Erkhar— son una prueba para medir nuestra fe. Pues la fe no significa nada sin sufrimiento. Por cada momento de dolor, Emperador, te damos las gracias. Por cada hermano y hermana que nos es arrebatado, te damos las gracias. Por cada victoria del enemigo, por cada horda del Dios de la Sangre, te damos las gracias, pues la verdadera victoria enemiga no sería sino arrebatar la te de nuestros corazones.
Alrededor de Erkhar, los fieles escuchaban aquellas palabras pacientemente. Casi todos ellos vestían el mismo uniforme raído de color azul oscuro, algunos incluso conservaban la insignia de la Armada Imperial.
Unos pocos hombres y mujeres acababan de unirse al grupo, pero el corazón de aquella congregación lo formaban los miembros de la tripulación del Pax Deinotatos, que había sido abordado y cuya tripulación fue entregada a Venalitor como tributo.
—Este planeta acaba de celebrar la destrucción de nuestros hermanos en la revuelta —lo interrumpió Hoygens, un antiguo artillero que también había formado parte de la tripulación del Pax—. Esa revuelta nos ha hecho perder a muchos creyentes y ha supuesto la victoria del lagarto negro sobre todos ellos. ¿Cómo podemos dar las gracias por algo semejante? Siento que mi fe se resquebraja, teniente, como si hubiera un vacío en lo más profundo de mi corazón.
Erkhar se puso en pie. A pesar de que Drakaasi había hecho que su rostro se volviera adusto y sombrío, aún conservaba el porte característico de un oficial.
—¡El Emperador te ha arrebatado las muletas sobre las que te apoyas, Hoygens, da gracias por ello! ¡Piensa en cuánto podrá reconfortarte la visión de nuestra Tierra Prometida ahora que has perdido tanto! ¡Ojalá todos nosotros sintiéramos semejante abatimiento!
Erkhar se disponía a continuar cuando vio una enorme figura que permanecía a la entrada de la celda. No era un escaefílido, tampoco ninguno de los prisioneros más violentos del Hecatombe. Era un hombre alto y corpulento, mucho más alto que cualquiera de los fieles, y llevaba una armadura oxidada y llena de arañazos que apenas podía disimular su descomunal musculatura.
Muchos de los fieles retrocedieron asustados.
—¿Has venido a evocar junto a nosotros la Tierra Prometida, extraño? —preguntó Erkhar.
—Es el marine espacial —dijo Hoygens con una voz que sonó sólo un poco más alto que un suspiro. Hoygens había sido capitán de artillería en el Pax, pero a pesar de ser un hombre muy corpulento también se sintió intimidado ante la presencia del recién llegado—. Cuando dijeron que Venalitor había conseguido atraparte con vida, ninguno de nosotros lo creímos.
—Creo que todos aquí necesitamos rezar —replicó Alaric—. Me gustaría unirme a ustedes, padre.
—Soy el teniente Erkhar, del navío imperial Pax Deinotatos —contestó Erkhar—. No soy padre de nada ni de nadie. ¿Puedo preguntarte tu nombre?
—Juez Alaric.
Erkhar sonrió.
—Aquí siempre hay sitio para un recién llegado con voluntad de creer. Después de todo, hemos sido enviados aquí como prueba de fe. Drakaasi es un tormento para todos nosotros, un tormento a través del cual el Emperador quiere probar la fe de sus hijos.
—Alguna vez habrá pensado en escapar, teniente.
—Han sido muchos los que lo han intentado, astartes —asintió Hoygens—. Créeme, yo mismo estuve cerca de probar suerte en los viejos tiempos, pero todos los que lo intentan acaban muertos. O bien mueren en el intento o terminan por dar con ellos y los llevan a morir en la arena, en este planeta eso no es más que un pasatiempo.
—El hermano Hoygens está en lo cierto —afirmó Erkhar—. Lo más cerca que alguien ha estado jamás fue hace poco más de un mes. Cientos de esclavos se rebelaron en el coliseo de Aelazadne. Algunos de nuestros hermanos se encontraban entre ellos, pero la Guardia Ophidiana de Ebondrake los estaba esperando. Los mataron a todos. Se dice que pasaron meses planeando esa revuelta, pero todo acabó en unas pocas horas.
—Khorne es el dueño y señor de esta planeta —declaró Alaric—. Estoy convencido de que escapar no resulta nada fácil, pero parece que ha hecho muy poco para minar vuestra determinación.
Erkhar negó con la cabeza.
—La huida no es más que un sueño, juez, me refiero a la huida física. Todo lo que he visto en Drakaasi me ha llevado a pensar que estamos aquí por una razón. El Emperador nos trajo aquí porque es el primer paso de nuestro viaje a la Tierra Prometida. Sólo si mantenemos la fe, conseguiremos llegar hasta allí. Por cada pecado que se comente contra nosotros, mayor será nuestra gloria cuando el Emperador nos libere.
—¿Acaso fue el Emperador quien creó Drakaasi? —preguntó Alaric con sorna.
—No, juez, Drakaasi fue creado por hombres malvados. El Emperador nos trajo aquí porque somos sus fieles sirvientes, y sólo a través del sufrimiento podremos purificarnos y ascender a la Tierra Prometida. Si te unes a nuestra fe, tú también podrás conseguirlo.
—En el Imperio, teniente, lo que usted acaba de decir sería una herejía.
—Pero ya no estamos en el Imperio.
—No, teniente, no lo estamos, ¿y dónde se supone que está esa Tierra Prometida?
—Es un lugar al que el Emperador nos enviará a todos nosotros, un lugar donde la paz sustituirá al sufrimiento. Respecto a si es un lugar físico o es algo que está en nuestro interior, eso depende de la fe de cada uno. Pero tengo la impresión de que un caballero gris no se conformaría con buscar el alivio en su interior, sino que desearía escapar y vengarse.
—Es posible —contestó Alaric.
—Para eso necesitarás aliados. Ni siquiera un marine espacial puede escapar solo de Drakaasi. ¿Pensabas que este puñado de pobres fanáticos religiosos te vería como una especie de enviado del Emperador? ¿Que estarían dispuestos a sacrificar sus vidas en tu beneficio? Todos somos iguales en Drakaasi, juez, incluso los marines espaciales. Si quieres salir de aquí, la Tierra Prometida es la única alternativa. La fe conquistará Drakaasi, no tú, y si quieres enfrentarte al duque Venalitor, es que no sabes lo suficiente sobre él.
—Él sólo consiguió doblegarme y hacerme prisionero —contestó Alaric con determinación—. No me queda ninguna duda respecto a lo que es capaz de hacer.
—Entonces sabrás por qué Ebondrake lo tiene en tan alta estima.
—¿Debo asumir que usted sí lo sabe?
—Bueno, uno oye cosas. —Erkhar se encogió de hombros—. Algunos de los esclavos que estaban aquí cuando nosotros llegamos, esclavos que ahora llevan mucho tiempo muertos pero que ya estaban aquí cuando Venalitor botó el Hecatombe y se hizo un hueco entre los señores de Drakaasi, decían que consiguió doblegar a un demonio. Los esclavos han transmitido la historia de generación en generación. Venalitor le dio caza y consiguió derrotarlo. Los demás señores lo odiaban, y fue precisamente ese odio lo que le dio tanto poder. En Drakaasi, odio y poder son una sola cosa. Así es el mundo en el que debemos sobrevivir.
—Parece que está usted decidido a quedarse sentado y aceptar cualquier cosa que el Caos le envíe.
—Cuando la Tierra Prometida esté cerca, juez, entonces te darás cuenta de que no hay nada más alejado de la verdad, y si quieres llegar a conocer esa verdad, será mejor que te unas a nosotros. Siempre serás bienvenido. De lo contrario sólo te quedará luchar y morir, pues en este planeta eso es lo único que les queda a los que no tienen esperanza.
Erkhar se dio la vuelta, posó una mano sobre la piedra agrietada que representaba a su Emperador y continuó rezando. Cuando aquella congregación terminó de suplicar al Emperador que los liberara, Alaric ya se había marchado.