SEIS

SEIS

—Debemos de estar en el Hecatombe —dijo Hualvarn—. He oído que uno de ellos lo llamaba así.

—¿Uno de ellos?

—Los esclavos, esas cosas insectoides.

—¿Y qué es? ¿Una prisión?

—Un barco.

Alaric tiró de las cadenas con fuerza aunque sabía que sería inútil. Estaba encadenado al muro de una celda pequeña y oscura en la que apenas tenía sitio para permanecer encorvado. El suelo estaba repleto de sangre seca y cubierto por una capa de paja que desprendía un olor repugnante. Todo a su alrededor apestaba. Muchos hombres habían muerto en aquel lugar.

El caballero gris sólo podía entrever la silueta de Hualvarn a través de una rejilla de hierro situada en el muro. Alaric había perdido el conocimiento poco después de ser expuesto en el mercado de esclavos. No resultaba nada fácil hacer que un marine espacial perdiera la consciencia; aquel collar le estaba debilitando la mente.

—¿Pudo verlo?

—¿Ver el qué?

—El dragón.

—Sí. —Alaric recordó aquella visión, una imagen que cayó sobre él como una pesadilla. Por supuesto no se trataba de ningún dragón, los dragones no eran más que criaturas mitológicas, meros símbolos. En el mejor de los casos, era así como los humanos primitivos llamaban a los enormes lagartos que habitaban muchos de los planetas más inhóspitos de la galaxia—. Pude verlo, y también vi a aquella otra criatura hinchada, el demonio. A pesar de mantenernos con la mente abotargada no pudo ocultar su verdadera naturaleza. El otro caballero, el de la armadura roja, fue el que nos apresó en Sarthis Majoris.

—Yo vi como luchaba contra él. Era muy fuerte, juez, pero durante algunos momentos hubo esperanza. Muchos de aquellos seres inmundos murieron gracias a su ejemplo.

Alaric suspiró.

—Consiguió vencerme y capturarme con vida, pero esto aún no ha terminado. —A través de la rejilla, Alaric apenas podía distinguir los rasgos de su hermano de batalla—. ¿Qué ha sido de los demás? ¿Y el resto de la escuadra?

—Thane cayó —contestó Hualvarn—. Yo mismo lo vi con mis propios ojos. En cuanto a Dvorn y a Visical no puedo decirle nada, el enemigo nos superaba en número y nos vimos obligados a separarnos. Quizá también los hicieron prisioneros, pero no los he visto. Que el Emperador me perdone, pero nunca llegué a creer que Sarthis Majoris tuviera la más mínima oportunidad.

—Probablemente, nunca la tuvo —asintió Alaric. El caballero gris notó como el suelo de la celda vibraba ligeramente y oyó un zumbido lejano que comenzó a extenderse por todo el Hecatombe. El barco se movía.

—¿Adonde cree que nos llevan? —preguntó Hualvarn—. ¿Cree que van a sacrificarnos?

Alaric levantó las manos, que tenía encadenadas a la altura de las muñecas.

—Creo que tienen un plan mejor para nosotros. Cortarle el pescuezo a un prisionero no es un sacrificio digno para el Dios de la Sangre. Tengo la impresión de que nos tienen preparado algo diferente.

—¿Y quién cree que nos retiene, juez?

Alaric hizo una larga pausa. ¿Quién? El Caos, por propia definición, no podía clasificarse. A pesar de los miles de volúmenes de textos prohibidos que descansaban en las librerías de Encédalo, y a pesar del extenso conocimiento que atesoraban los inquisidores, el Caos no podía dividirse en categorías ni diseccionarse como un animal cualquiera. El Caos era el cambio en estado puro, era entropía y decadencia, pero también era vida y emociones, nacimiento y muerte. Cada vez que alguien como Alaric pensaba que había llegado a comprender a un enemigo nacido del Caos, éste muraba, no sólo para confundir a todos aquellos que intentaban darle caza, sino también porque el cambio era su esencia.

—Estemos donde estemos y sean quienes sean los que nos han apresado, jamás podremos dar respuesta a esa cuestión. Nunca conseguiremos comprender este lugar ni a las criaturas que lo habitan. Si algún día llegáramos a hacerlo, nuestra corrupción sería absoluta.

—Entonces, ¿pueden corrompernos?

—Sí.

—¿Y este collar es lo que anula nuestras defensas?

—No del todo. Siempre nos queda nuestro entrenamiento, pero sí, ahora somos vulnerables.

—De modo que… ¿puede llegar a pasar?

Alaric sabía muy bien a lo que Hualvarn se refería: ningún caballero gris había caído jamás. Muchos habían muerto o quedado mutilados y sus mentes habían sido aplastadas, miles de ellos descansaban ahora en las gélidas catacumbas de Titán, pero ninguno de ellos había caído jamás. Alaric y Hualvarn no podían ser los primeros.

—No dejaremos que eso ocurra —dijo Alaric—. No importa los artefactos que usen para intentar romper nuestras defensas, somos Caballeros Grises, todo lo demás es irrelevante.

—Entonces compartiré su fe, juez.

A Alaric le resultaba imposible saber hasta qué punto Hualvarn estaba convencido. De hecho, le resultaba difícil convencerse a sí mismo de que él también tenía fe.

—Conseguiremos salir de aquí —continuó Hualvarn.

—Por supuesto —asintió Alaric.

En aquel mismo instante, la puerta de la celda se abrió de golpe y uno de los esclavos insectoides lanzó hacia el interior una armadura que cayó al suelo con un enorme estruendo; a continuación también arrojó una cota de malla, un escudo, una espada y un yelmo.

—Prepárate —dijo el esclavo a través de unas fauces babeantes. Acto seguido se dio la vuelta y se dirigió a la celda de Hualvarn.

—¿Prepararme para qué? —preguntó el caballero gris—. ¿Para nuestra ejecución?

El esclavo lo ignoró y cerró la puerta de golpe. Alaric oyó como las patas insectoides repiqueteaban por el corredor a medida que se alejaba.

Las cadenas que le aprisionaban las muñecas se soltaron. El juez miró la armadura que tenía a los pies. Aún le dolían las heridas que Venalitor le había infligido. Un marine espacial sanaba a una velocidad sobrehumana, pero aun así sólo habían pasado un par de días desde que estuvo a punto de morir en Sarthis Majoris. Ahora tendría que luchar de nuevo.

—¿Qué es lo que quieren de nosotros? —le preguntó Hualvarn.

Las puertas de ambas celdas volvieron a abrirse súbitamente. Los caballeros grises vieron entonces a más prisioneros que caminaban por el corredor; el sonido de las cadenas repiqueteaba por toda la nave.

Alaric se puso la cota de malla y recogió la espada oxidada que yacía a sus pies.

—Quieren nuestra sangre.

* * *

La primera vez que Alaric vio a los demás esclavos gladiadores fue cuando caminaban por un corredor angosto y oscuro hacia unas puertas de hueso decoradas con decenas de grandes colmillos. Aquel túnel estaba horadado en las entrañas de Karnikhal, y a través de los agujeros abiertos en los muros carnosos los habitantes de la ciudad gritaban y abucheaban a los hombres que se disponían morir.

Algunos de aquellos esclavos no eran más que carnaza. Estaban vestidos con harapos, tenían la mirada perdida y el rostro pálido de terror. Otros daban la impresión de saber cuidar de sí mismos, como el hombre de grandes músculos y tatuajes carcelarios. Casi todos ellos eran humanos, excepto por el grupo de alienígenas que no cesaban de chillar. Alaric pudo reconocer el sonido y el olor de los orkos, salvajes pielesverdes que únicamente vivían para luchar.

El hombre de los tatuajes miró a Alaric de arriba abajo.

—Vosotros no sois mutantes —dijo.

—No —contestó Alaric con rotundidad.

El prisionero sonrió.

—Entonces les va a encantar veros morir.

Alaric llegó hasta las puertas. Podía sentir la tensión reinante entre los demás esclavos. Algunos estaban paralizados de puro terror. Otros parecían estar preparados para el combate. Los orkos aullaban cánticos mientras se preparaban para la matanza.

De repente, las puertas se abrieron. La luz y los rugidos de la multitud llovieron sobre Alaric. Los orkos se abrieron paso entre los guardias y pasaron junto a Alaric antes de saltar a la arena del coliseo enarbolando enormes cuchillos y garrotes.

Alaric también saltó a la arena. Debía de haber cientos de miles de espectadores abarrotando las gradas y los palcos de aquel enorme lugar.

Horadado en la propia carne de la ciudad, aquel coliseo era un pozo apestoso y maloliente rodeado de muros de carne descompuesta de los que goteaba pus y sangre putrefacta. Los espectadores estaban separados en pequeñas celdas para evitar que se mataran los unos a los otros, y bramaban como animales mientras no cesaban de arrojar cosas a la arena. Los ciudadanos de Karnikhal eran tan perversos y estaban tan podridos como su propia ciudad. La carne y la piel se deshacían a jirones sobre sus cuerpos putrefactos, y sus caras descompuestas habían perdido cualquier indicio de humanidad. Por todas partes había enormes palcos de mármol recubierto de seda reservados para los dignatarios. Seguramente, Venalitor estaría en uno de ellos, y quizá otros de los señores de Drakaasi que Alaric había alcanzado a ver en el mercado de esclavos. Varias hileras de soldados con armadura separaban a los dignatarios de la escoria.

—¡En el nombre del Trono! —exclamó Hualvarn.

De pronto, la multitud elevó aún más el volumen de los gritos. Otras puertas de hueso acababan de abrirse en el otro extremo del coliseo, al otro lado de la arena empapada de sangre. Una enorme figura emergió de la oscuridad reinante tras los portones. La parte superior de su torso era humanoide, pero la parte inferior parecía la de una serpiente. Tenía cuatro brazos, y con dos de ellos sostenía una enorme hoja dentada. La multitud gritaba y bramaba a medida que aquel ser se arrastraba bajo la luz del sol. La visión potenciada de Alaric le permitió ver con detalle el rostro humanoide y la lengua bífida que paladeaba con placer la sangre que flotaba en el aire. Alrededor del cuello portaba un collar hecho con manos cercenadas, pequeños trofeos que oscilaban caprichosamente sobre su piel reseca.

—¡Por el Trono de Cráneos! —maldijo el esclavo de los tatuajes—. Skarhaddoth.

Alaric lo miró.

—El campeón —continuó el esclavo—. El favorito de Ebondrake.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó el caballero gris.

—Gearth.

—Gearth, mantente junto a nosotros. Vamos a rodearlo. Hualvarn y yo intentaremos mantenerlo a raya, vosotros quedaos detrás y…

Gearth sonrió.

—Me temo que no; esto no funciona así.

De repente, varias hileras de estacas casi el doble de altas que Alaric emergieron del suelo, dividiendo la arena en cuadrados y corredores. El caballero gris quedó separado del resto de esclavos, incluido Hualvarn.

—¡Hermano! —gritó Hualvarn mientras el estruendo de la multitud se hacía más y más fuerte—. ¡Sólo quieren ver sangre. Cualquier cosa que matemos será para mayor gloria del Caos!

—¡Cierto, pero hagamos lo que hagamos, sobrevivir debe ser nuestra prioridad! Debemos luchar como si ésa fuera la voluntad del Emperador, como si…

De pronto, una de las hileras de estacas desapareció de nuevo en la arena. Ahora no había nada que se interpusiera entre Hualvarn y Skarhaddoth, el campeón de lord Ebondrake.

Los ojos de la bestia se posaron sobre Hualvarn.

Como respuesta, el caballero gris levantó la espada y se puso en guardia. Jamás habría nada tan poderoso como el arma némesis que portaba cuando luchaba como caballero gris, pero cualquier arma era letal en manos de un marine espacial.

La multitud comenzó a corear el nombre de Skarhaddoth.

La bestia empezó a arrastrarse hacia Hualvarn. Skarhaddoth era enorme, mucho más alto que el caballero gris. Con las manos que le quedaban libres extrajo dos escudos que llevaba a la espalda. Eran de color negro con una serpiente tallada en blanco, probablemente el emblema de lord Ebondrake. Resultaba lógico que Venalitor hubiera cedido a uno de sus dos preciados caballeros grises para un combate contra el campeón de Ebondrake.

—¡Hermano! —gritó Alaric—. ¡Yo estoy a tu lado!

El juez trató de saltar sobre la barrera de estacas, pero estaban muy resbaladizas debido a la sangre de otros combatientes, y el metal dentado se le clavaba en las manos.

Inmediatamente, una nube de arena ensangrentada cayó sobre Alaric. El caballero gris se volvió para ver como una enorme jaula emergía del suelo. En su interior había un mutante tan corpulento que apenas cabía en aquel angosto receptáculo. La puerta de la jaula se abrió y, provocando una nueva ovación entre el público, el mutante salió lanzando un temible alarido de rabia.

El oponente de Alaric era un ser deforme con infinidad de miembros que se retorcían en el aire como serpientes, cabeza de equino y un único ojo amarillento que supuraba pus al mirar al caballero gris. También llevaba un arma que parecía una sierra circular de gran tamaño. La multitud bramó con satisfacción, y de repente la sierra pareció cobrar vida y empezó a girar lanzando sangre seca y esquirlas de acero por toda la arena.

Alaric hincó una rodilla en el suelo mientras el mutante preparaba su ataque, haciendo que la sierra rechinara en la hilera de estacas que tenía detrás. Cuando la criatura se lanzó a la carga, Alaric rodó por el suelo y la sierra se hundió en el terreno levantando una nube de sangre y arena. Justo en aquel momento, el caballero gris se arriesgó a volver la vista atrás, Hualvarn y Skarhaddoth estaban enfrascados en su propio combate. La bestia no cesaba de replegarse y atacar como una cobra, mientras Hualvarn intentaba repeler con la espada cada nueva estocada.

Alaric se volvió de nuevo hacia el mutante, que justo en aquel momento extraía la enorme sierra del suelo y preparaba un nuevo ataque. El caballero gris intentó detenerlo con la espada, pero la fuerza del golpe hizo que la hoja se partiera cerca de la empuñadura. A la multitud le encantó aquel hecho, y aparentemente también al mutante, cuyo repugnante rostro esbozó una sonrisa mientras lanzaba una nueva estocada.

Alaric tuvo que arrodillarse para evitar el golpe, movimiento que aprovechó para hendir lo poco que quedaba de la espada en las costillas de su adversario. El caballero gris sintió como los restos afilados de la hoja atravesaban músculo y hueso, pero cuando el mutante retrocedió a causa del dolor, se llevó consigo el arma, que se quedó clavada en su torso. La bestia comenzó a agitar los brazos, unas extremidades inusualmente largas, y estuvo a punto de cortar en dos al caballero gris con un nuevo golpe de sierra.

Alaric no podría permanecer mucho tiempo desarmado, pues aquel mutante acabaría con él en cuanto tuviera la más mínima ocasión. El caballero gris se lanzó contra la criatura y se encaramó a su espalda, intentando hundir las manos en el único ojo de la bestia al mismo tiempo que la agarraba por el cuello para intentar seccionarle la médula.

El monstruo comenzó a tambalearse y a retroceder. Extendió una de las extremidades para intentar agarrar al caballero gris mientras trataba de alcanzarlo con la sierra que sostenía con el otro brazo. Alaric lo sujetó por el cuello con fuerza al tiempo que detenía la sierra con la mano que le quedaba libre. El único ojo del mutante comenzó a palpitar y se volvió rojo de ira. Acto seguido, la criatura extrajo una enorme lengua con la que empezó a hostigar a Alaric como si fuera un pequeño látigo. El caballero gris se agarró con fuerza mientras seguía intentando aplastar los huesos del cuello de la bestia. Tuviera las mutaciones que tuviese, aquella criatura necesitaría respirar.

El mutante lanzó un alarido y se deshizo de Alaric con una fuerza sobrenatural. El caballero gris cayó al suelo e intentó ponerse en pie, pero antes de que pudiera moverse la bestia cayó sobre él. Entonces vio descender la hoja de la sierra sobre su rostro: el mutante estaba intentando cortarle la cabeza en dos. Durante un instante que se hizo eterno y terrible, ambos lucharon encarnizadamente, la fuerza sobrenatural de la bestia intentando superar el poder de la musculatura mejorada del marine espacial. Alaric no sabía si podría llegar a vencerla.

Haciendo acopio de todas sus fuerzas, el caballero gris consiguió desviar la sierra hacia un lado, y el impulso del mutante hizo que se clavara en el suelo. La bestia trató de extraerla de nuevo, pero estaba profundamente hundida, el motor comenzó a echar humo y acto seguido se incendió. Finalmente, la sierra explotó en las manos del mutante y la hoja salió despedida para rebotar en una de las hileras de estacas y clavarse en el hombro de Alaric.

El caballero gris colocó la rodilla bajo el pecho del mutante y con un fuerte golpe consiguió quitárselo de encima. La bestia salió rodando por la arena ensangrentada; había perdido una mano de cuyo muñón salía un icor verdoso y repugnante. Alaric consiguió ponerse de rodillas intentando superar el dolor de su hombro. Era el mismo que se había dislocado en la jaula, y el dolor era tan fuerte que sintió como la visión se le volvía gris y difusa.

A la multitud le encantó ver tal cantidad de sangre. El resto de los combates estaban siendo igualmente horribles. Uno de los orkos había conseguido derrotar a su oponente, una bestia de piel rojiza, y ahora agitaba victorioso la pierna de su enemigo como si de un estandarte se tratara. Gearth estaba arrodillado sobre una especie de ser humanoide con cabeza de cabra y se disponía a cortarle la cabeza con un enorme cuchillo dentado.

Alaric consiguió ponerse en pie. El mutante luchaba por hacer lo mismo mientras la sangre brotaba a borbotones por el muñón de la mano cercenada. Haciendo un tremendo esfuerzo, el caballero gris alargó la mano y se arrancó del hombro la hoja de la sierra. Aquel mutante aún podía acabar con él, pero a Alaric le quedaba un brazo intacto, estaba lleno de ira y ahora, además, tenía un arma.

El mutante cargó sobre él. Alaric replegó el brazo y lanzó con todas sus fuerzas la hoja circular de la sierra como si fuera un disco, ignorando el dolor punzante que le atravesó el hombro.

La hoja cercenó limpiamente la cabeza de la criatura. Aprovechando la inercia de la carga de la bestia, el caballero gris la levantó y la lanzó por encima de las estacas que había detrás de él. La multitud comenzó a abuchear al mutante muerto, que acababa de ser derrotado por el recién llegado.

Sin perder un segundo, Alaric se volvió para buscar a Hualvarn. Su hermano de batalla había luchado contra Skarhaddoth a lo largo de toda la arena del coliseo, dejando tras de sí un rastro de pisadas ensangrentadas. Hualvarn estaba cubierto de sangre que le manaba de un corte en la cara que se extendía desde la ceja hasta la barbilla. Estaba perdiendo.

Skarhaddoth se abalanzó sobre él. Hualvarn lanzaba estocada tras estocada a una velocidad endiablada, pero Skarhaddoth era igualmente rápido y conseguía detener cada uno de los golpes del marine espacial con los escudos. La batalla de Alaric había terminado, y ahora todos los ojos del coliseo se habían posado sobre el campeón de lord Ebondrake, que paso a paso estaba haciendo retroceder al caballero gris.

Alaric intentó trepar de nuevo por las estacas. Muchos otros habían tratado de hacer lo mismo, y los afilados postes de metal estaban repletos de restos de carne en descomposición. Alaric consiguió llegar hasta arriba e intentó avanzar sobre las puntas de metal oxidado.

Skarhaddoth cargó contra Hualvarn. El caballero gris dio un enorme salto y cayó sobre la espalda de la bestia. Skarhaddoth dejó caer uno de los cuchillos y con la mano que le había quedado libre agarró a Hualvarn arrancándole la espada de las manos.

—¡Hermano! —gritó Alaric—. ¡Yo estoy contigo! ¡No estás solo! —El juez había conseguido atravesar la valla de estacas y caer al otro lado de la arena, las puntas oxidadas le habían hecho innumerables arañazos en el peto. En cuanto cayó al suelo se puso en pie y empezó a correr hacia donde Skarhaddoth y Hualvarn estaban luchando.

La bestia había levantado al caballero gris por encima de la cabeza como si fuera un trofeo. La multitud gritaba enfervorizada. Pedían sangre. Pedían crueldad. Alaric les había abierto el apetito y Skarhaddoth sabía muy bien cómo darles lo que querían. Sostuvo a Hualvarn del cuello con una mano mientras con la otra lo agarraba por las piernas. La bestia lo levantó aún más por encima de su cabeza y tiró con fuerza. Hualvarn dejó escapar un alarido.

Alaric dio un grito de impotencia y sintió que el corazón se le detenía dentro del pecho. El cuerpo de Hualvarn cayó al suelo destrozado por Skarhaddoth. La sangre del caballero gris caía como una catarata sobre el cuerpo de la bestia, que se regocijaba en la victoria con las fauces abiertas de par en par. Acto seguido, Skarhaddoth se arrastró hasta el muro que separaba la arena del graderío y lanzó las dos mitades del cuerpo de Hualvarn a la multitud. Los espectadores comenzaron a pisotearse los unos a los otros por conseguir un pedazo de carne. Skarhaddoth levantó las manos hacia el cielo para que todo el coliseo pudiera ver la sangre que goteaba de ellas. Después miró a Alaric fijamente y esbozó una sonrisa en el rostro manchado con la sangre de su amigo muerto.

Alaric comenzó a correr. Skarhaddoth estaba al otro lado de la arena y el juez se acercaba hacia él a toda velocidad.

Hualvarn estaba muerto. El enemigo se había cobrado la sangre de un caballero gris y Alaric había perdido a un amigo. El vacío que había crecido súbitamente en su interior sólo podría llenarse con la venganza. No había elección. Era simplemente una regla inviolable que debía cumplirse. Tenía que vengar la muerte de Hualvarn.

De pronto, una nueva hilera de estacas emergió de la arena. Alaric arremetió contra ellas intentando doblarlas o arrancarlas, pero eran demasiado gruesas. Aclamado por la multitud, Skarhaddoth levantó las manos una última vez y desapareció tras las puertas de hueso. Las criaturas que habían bajado a la arena las cerraron de par en par tras el paso del campeón.

Decenas de esclavos y guerreros con armadura comenzaron a bajar a la arena para retirar los cadáveres y encadenar de nuevo a los supervivientes. Varios de ellos rodearon a Alaric. El caballero gris deseó despedazarlos, empalarlos en las estacas oxidadas y atravesar las puertas de hueso para atrapar a Skarhaddoth y descuartizarlo como él había descuartizado a Hualvarn, pero la visión de aquellas puertas cerrándose detrás de la bestia había hecho que toda su fuerza se desvaneciera. La rabia que sentía era como un enorme peso que tiraba de él, como una maldición por no haber vengado la muerte de su amigo.

De pronto sintió un latigazo en la espalda. Cayó de rodillas. Deseó que todo aquello acabara. Deseó hundirse en la oscuridad para no tener que recordar jamás la muerte de Hualvarn. Nunca se había sentido tan abatido.

El dolor alcanzó su punto álgido, y entonces Alaric dejó de sentir.

* * *

—Tú no deberías tener dos corazones.

—¿Qué?

—Tienes dos corazones, y tres pulmones, pero uno de ellos es biónico.

Alaric abrió los ojos. Vio un techo oxidado y enmugrecido por años de suciedad. Tenía todo el cuerpo dolorido, un dolor acentuado por un ligero balanceo que le indicó que estaba de vuelta en el Hecatombe. La luz era muy tenue, pero aun así hería los ojos del caballero gris.

—Soy un marine espacial —dijo como explicación.

—¿Qué? —exclamó la voz—. ¿En Drakaasi? Alabado sea el Trono, o más bien maldito… ¿Cómo has acabado aquí?

—Venalitor —respondió Alaric. El caballero gris se incorporó, ignorando el dolor que sentía en el hombro. Había sufrido heridas peores. Podría sobrevivir a aquélla.

Se encontraba en el extremo de una gran cámara en las entrañas del Hecatombe. A ambos lados, suspendidas en lo alto, había varias celdas conectadas por pasarelas. El suelo estaba muy sucio, cubierto de paja y de bultos harapientos que bien podrían ser cadáveres que yacían boca abajo. Había prisioneros por todas partes, discutiendo sobre juegos de azar, intentando dormir precariamente por los rincones o conspirando entre susurros. Casi todos ellos eran humanos, aunque también los acompañaban unos pocos alienígenas. En el otro extremo de la enorme cámara había un montón de basura que, evidentemente, era el hogar de un grupo de orkos. Uno de aquellos pielesverdes era el mismo orko de una sola oreja que Alaric había visto en el coliseo. También parecía haber media docena de criaturas correteando y peleándose entre las sombras. Alaric se dio cuenta de que las celdas de aislamiento en las que Hualvarn y él habían estado retenidos estarían probablemente debajo de aquella cubierta. La gran mayoría de esclavos vivía allí; el miedo que parecían tenerse los unos a los otros era más efectivo para mantenerlos aislados que las rejas de las celdas individuales.

Alaric estaba sentado sobre un larguísimo banco de metal. De pie, a su lado, había un hombre de mediana edad, una figura achaparrada y con barba que vestía un mugriento delantal completamente ennegrecido por la sangre reseca. Junto a él había unos cuantos instrumentos médicos oxidados.

—Elaggard —se presentó el cirujano—. Oficial médico de segunda clase.

—Juez Alaric —respondió el caballero gris—. ¿Estaba usted en la Guardia Imperial?

Haggard negó con la cabeza.

—Fuerzas de Defensa Planetaria de Agripina. La antigua y honorable Brigada de Fusileros del quincuagésimo primer gobernador. Los pocos supervivientes de mi escuadra nos rendimos en el monte de las Dagas. Se supone que deberíamos haber luchado hasta la muerte, pero el Ojo acababa de abrirse. No teníamos ni idea de a qué nos enfrentábamos.

Alaric se palpó el hombro. Parecía que resistiría.

—Te he extraído un buen puñado de metal —continuó Haggard—. Se suponía que no debías haber sobrevivido ahí fuera. Erais un sacrificio para conmemorar la última revuelta de esclavos.

—¿Es que ha habido una revuelta?

—Tan sólo duró un día y medio, los esclavos de Aelazadne se organizaron y se rebelaron. La Guardia Ophidiana acabó con ellos. Es el ejército personal de lord Ebondrake. ¿Lo has visto?

—¿Al lagarto?

—Exacto, al lagarto. Los juegos se organizaron para celebrar el aplastamiento de la revuelta. Por eso soltaron al campeón de Ebondrake. Fuiste enviado allí para morir.

—Mi hermano de batalla murió —dijo Alaric—. Skarhaddoth acabó con él.

—Eso he oído, y comprendo que quieras venganza. Yo también la quise en su día. Cuando el ejército de Ebondrake cayó sobre Agripina, lo perdí todo, a todos los que quería. Pero esto es Drakaasi, juez. Khorne es el dueño y señor de este mundo. Conseguir sobrevivir aquí ya supone toda una victoria. En este mundo únicamente puedes luchar, que es lo que Venalitor quiere que hagas, o por el contrario morir, es así de simple. La única razón por la que sigo con vida es porque soy más útil intentando recomponer gladiadores que como carnaza para las bestias del coliseo.

—De modo que eso es lo que somos —dijo Alaric, abatido—. Marionetas en manos del Dios de la Sangre.

—Algunos eligen morir —continuó Haggard—. El resto piensan que podrán salvarse, que conseguirán escapar. También los hay como yo, demasiado cobardes como para hacer nada, aunque también hay quien disfruta con los baños de sangre.

—Como Gearth.

Haggard esbozó una leve sonrisa.

—Gearth es un psicópata, y no es el único. Lo primero que ocurre cuando el Caos conquista un planeta es que las prisiones se quedan vacías. Para Gearth, Drakaasi no es muy diferente de la vida que llevaba antes. Pero aquí también hay gente que tiene planes. Echa un vistazo ahí arriba, en el tercer nivel.

Haggard señaló hacia un grupo de celdas que colgaban del techo. Alaric levantó la vista y pudo ver una figura pálida acurrucada en una de ellas. Estaba lustrando pacientemente una armadura de color verde oscuro. A su lado, apoyada en la pared, había una espada.

—Eldar —dijo Alaric—. Más alienígenas.

—Ése es Kelhedros —continuó Haggard—. Créeme, mi madre me enseñó a odiar a los alienígenas tal y como los sacerdotes le enseñaron a ella, pero Kelhedros es uno de los mejores luchadores que jamás han pisado las cuadras de Venalitor. ¡Que la ira del Emperador caiga sobre mí si esa criatura no tiene un plan para escapar de aquí!

—¿Cuánto tiempo es capaz de sobrevivir aquí un hombre? —preguntó Alaric.

—Depende. Algunos llevan aquí más tiempo que yo, pero muchos no aguantan ni el primer combate. Si consigues llegar hasta aquí, significa que eres más duro que la mayoría de ellos. Venalitor retiene a los mejores esclavos en el Hecatombe, los lleva por todo Drakaasi para luchar contra los gladiadores de los demás señores. Este maldito planeta es un gigantesco templo creado en honor a la sangre y los coliseos son los altares. Aquí la muerte es una cuestión sagrada.

Alaric se deslizó sobre el banco y se puso en pie. Aún tenía puesta la armadura oxidada que le dieron antes de saltar a la arena del coliseo. En aquel momento deseó tener allí su equipo de caballero gris.

—Aquí dentro puedes hacer lo que te plazca —dijo Elaggard—, pero si intentas ir a cualquier otra parte de la nave, los escaefílidos lo sabrán. Venalitor te colgará del mascarón de proa o te usará como carnaza para los pielesverdes.

Hualvarn. El mejor soldado que jamás había luchado junto a Alaric. Más pronto que tarde Hualvarn habría sido ascendido a juez y puesto al mando de su propia escuadra. Podría haber llegado a ser mucho más grande que Alaric, podría haber sido hermano capitán o incluso uno de los grandes maestres, hombres que ostentaban los rangos más altos del Ordo Malleus y que tenían ejércitos enteros a su cargo. Pero ahora Hualvarn había muerto, y Khorne debía pagar por ello.

—Yo de ti intentaría mejorar mi situación cuanto antes —le recomendó Haggard—. Hoy hay muchos esclavos que no regresarán jamás, y las buenas celdas escasean.

—Eso es lo que pienso hacer —contestó Alaric. El caballero gris vio un grupo de esclavos arrodillados junto a una de las celdas. Estaban rezando.

Alaric fue a unirse a ellos.