—Buena cosecha la de este año —dijo lord Ebondrake.
—Así es, mi señor —respondió el duque Venalitor.
—Khorne estará complacido de verlos morir.
Desde el jardín de la Tortura, Venalitor y Ebondrake tenían una vista excelente del mercado de esclavos de Karnikhal, uno de los más grandes de Drakaasi. Había sido construido sobre un quiste desecado del tamaño de un cráter de meteorito. Cientos de pequeños estrados se alzaban sobre la piel del suelo, cada uno de ellos con decenas de esclavos encadenados. Los gritos de dolor se entremezclaban con el chasquido de látigos y huesos fracturándose.
Lord Ebondrake extendió las tenazas como un gato desperezándose.
—La disformidad habla mucho de ti, Venalitor.
—Entonces debo de haber sido bendecido, mi señor.
—Dice que tienes un regalo muy especial para el Dios de la Sangre.
—Así es —asintió Venalitor—. En Sarthis Majoris nos enfrentamos a las fuerzas imperiales, allí mismo las aplastamos e hicimos infinidad de prisioneros.
—Según los videntes, capturasteis mucho más que simples soldados.
—Pronto podréis comprobarlo, mi señor.
Lord Ebondrake comenzó a caminar a lo largo del balcón. El jardín de la Tortura era el lugar de retiro de la élite de Karnikhal. Desde allí podían contemplar como cuerpos desmembrados se desangraban sobre infinidad de aparatos de tortura dispuestos a lo largo de toda la explanada de obsidiana. En aquel lugar, los rebeldes tenían el honor de sufrir una muerte lenta y dolorosa que sirviera de inspiración a los visitantes del jardín.
Lord Ebondrake era una especie de reptil gigantesco. Guardaba cierta semejanza con los dragones de los que hablaban muchos de los mitos humanos, algo que quizá no fuera una coincidencia, pues se decía que el propio Ebondrake fue quien escogió aquella forma en algún momento del pasado más remoto. Tenía el cuerpo cubierto de escamas de color negro azabache, en su rostro brillaban unos ojos felinos y amarillentos, y en muchas de las espinas que erizaban toda su piel había clavado, como si de trofeos se tratara, la cabeza o las manos de aquellos que habían osado contradecirle.
Tenía un cuerpo enorme y retorcido, y movía las alas con una agilidad impropia para su tamaño. A su alrededor brillaba un halo de majestuosidad que evidenciaba al instante que se trataba del gobernante de facto de Drakaasi. En aquella ocasión, lord Ebondrake portaba una armadura de color bronce y negro obsidiana que cubría su enorme cuerpo escamoso y que recordaba a la adusta armadura de su guardia personal, la Guardia Ophidiana. Siempre iba acompañado por un destacamento de soldados de élite que seguían a su maestro a una respetuosa distancia. La Guardia Ophidiana constituía la fuerza de combate más poderosa de Drakaasi, y las espadas negras de filos envenenados y los cascos sin ojos que portaban servían como un recordatorio permanente de que la fuerza era lo único capaz de decantar de un lado u otro las numerosas luchas de poder que se producían en Drakaasi.
—No me cabe duda de que circulan rumores que se preguntan adonde nos llevará mi mandato —declaró Ebondrake.
Venalitor sopesó sus palabras con cuidado antes de hablar.
—Se oyen muchos comentarios…, pero soy consciente de que nos enfrentamos a una tarea grandiosa.
—Llevamos demasiado tiempo en este mundo —afirmó Ebondrake al tiempo que extendía las alas como queriendo abarcar la inmensidad del cielo sangrante de Drakaasi—. Ésta es una roca inmunda, un agujero lleno de podredumbre ensangrentada demasiado pequeño para adorar a nuestro dios como se merece, ¿no crees?
—Éste no es un mal mundo —respondió Venalitor escuetamente—. Pero siempre hay sitio para más sangre.
—Usa tu imaginación, joven duque. Piensa en todo lo que podríamos hacer. Nos limitamos a salir de Drakaasi solamente para conseguir esclavos y traerlos de vuelta para ver como mueren. Eso es exactamente lo que has hecho en Sarthis Majoris. Pero si todos los señores de Drakaasi se unieran bajo una causa común, podríamos enviar a nuestros mejores hombres a las estrellas. Mundos enteros caerían bajo nuestro yugo y convertiríamos Drakaasi en un monumento a nuestra sed de sangre.
—¿Os referís a una cruzada? —dijo Venalitor.
—Por supuesto. Incluso ése al que llaman el Saqueador está lanzando sus ejércitos a través del Ojo, y muchos otros paladines del Caos están haciendo lo mismo a lo largo y ancho de la galaxia. Este baño de sangre puede reportarnos muchos beneficios. La cruzada del Dios de la Sangre no haría sino hacerse más grande a medida que más y más almas cayeran bajo nuestra causa. Cuando regresáramos a Drakaasi, el Dios de la Sangre tendría todo un imperio dentro del Ojo. ¿No sería eso un monumento más grande que todos nuestros juegos unidos?
—Comprendo, mi señor —dijo Venalitor, tiñendo sus palabras con un cierto tono de asombro.
—No, duque —repuso Ebondrake—, aún eres joven y no has luchado lo suficiente bajo los estandartes de Khorne. Lo que ves aquí no es más que el principio. Sólo una criatura ancestral es capaz de comprender lo que Drakaasi podría llegar a ser. Muy pronto todos los señores sabrán de mi cruzada y se unirán bajo mis designios. Aunque por ahora hay cuestiones más acuciantes. ¿Dices que has traído un buen botín de Sarthis Majoris?
Venalitor siguió la mirada que Ebondrake lanzó sobre el mercado de esclavos. Allí abajo se vendían y compraban miles de prisioneros, algunos de los cuales fueron capturados en la última victoria del duque, otros habían sido entregados a Khorne como tributo o apresados en las innumerables batallas del Ojo del Terror. La mayor parte de aquellos esclavos eran humanos, pues los ejércitos imperiales se enfrentaban sin descanso a las fuerzas del Caos por todo el Ojo, aunque también había alienígenas, eldar, orkos y todo tipo de extrañas criaturas salidas de los confines más remotos del universo.
—Venid conmigo —lo invitó Venalitor—. Tengo una nueva mercancía que me gustaría mostraros.
Lord Ebondrake y el duque Venalitor descendieron juntos por la escalinata hacia el quiste en el que se encontraba el mercado. Había esclavos por todos lados, sirvientes de alguno de los señores de Drakaasi, que se inclinaban y saludaban ante la presencia de Ebondrake. Las desgraciadas almas que habitaban en Karnikhal huían despavoridas o se postraban suplicantes ante la figura del dragón. La mayor parte de la población de Drakaasi era humana, o por lo menos originariamente humana, y se decía que Ebondrake había elegido su forma draconiana para distinguirse de la escoria que habitaba las ciudades de aquel planeta. Los sonidos y los olores del mercado de esclavos saturaban el ambiente. Sudor y sufrimiento se mezclaban con el hedor a sangre podrida que dominaba Karnikhal.
Muchos de los señores de Drakaasi también estaban allí, examinando la mercancía en venta. Tiresia, alta, de piel oscura y con su enorme arco apoyado sobre el hombro, estaba buscando nuevos esclavos para su cohorte de asesinos salvajes, así como expertos homicidas para sus grandes cacerías. Golgur, el Señor de la Maza, estaba comprando a los esclavos más débiles que podía encontrar para arrojárselos a su jauría de sabuesos sangrientos, dos de los cuales caminaban encadenados por el mercado junto a su señor.
Scathach, quien había abandonado su fortaleza para comprar esclavos con los que entrenar a sus tropas, volvió una de sus cabezas para observar como Ebondrake y Venalitor caminaban entre los puestos de venta. Hacía ya mucho tiempo que Scathach había abandonado las Legiones Traidoras, pero aún vestía una servoarmadura de marine espacial del Caos, y los soldados que lo acompañaban formaban un grupo que destacaba entre las jaurías de seres sedientos de sangre que rodeaban a los demás señores.
—Lord Ebondrake, es un verdadero honor —dijo una voz estridente.
Venalitor miró hacia una enorme vasija llena de sangre humeante en la que se retorcía un demonio similar a un gran sapo. Estaba siendo transportada por un grupo de esclavos con los ojos vendados que avanzaban encorvados bajo el peso de la enorme criatura. Dos esclavos más vertían continuamente sangre sobre la piel húmeda del demonio, en cuyo pecho podía verse una cicatriz supurante con la forma de una mano de seis dedos, el mismo símbolo que los esclavos llevaban marcado en el torso.
—Arguthrax, ¿qué clase de sacrificios traes para los altares y coliseos de nuestro mundo?
El interpelado señaló con la mano húmeda hacia el estrado que había junto a él. Decenas de hombres y mujeres, musculosos y ennegrecidos, permanecían encadenados sobre la tarima, muchos de ellos aún se obstinaban en lanzar injurias contra sus captores.
—Tengo toda una tribu, mi señor —respondió Arguthrax—. Criaturas verdaderamente violentas y salvajes. ¡Ya lo creo que sí! Su raza ha vagado por la disformidad durante mucho tiempo. Ellos mismos intentaron hablar con el dios más ancestral, nuestro dios, hasta que mis sirvientes escucharon aquella llamada y los esclavizaron. Pronto aprenderán a someterse a la voluntad de Khorne. ¡Contemplad con qué cólera braman! ¡Imaginad toda esta ira dedicada a glorificar al Dios de la Sangre!
—¿Más salvajes, Arguthrax? —replicó Ebondrake—. Siempre se necesitan salvajes en los coliseos. El Dios de la Sangre no puede prescindir de su más preciado alimento.
Arguthrax no pudo evitar que una expresión de ira le ensombreciera el rostro.
—Entonces será toda una bendición que el Dios de la Sangre tenga esta humilde oferta en tan alta estima, mi señor. —Arguthrax dirigió una mirada colérica hacia Venalitor—. ¿Y qué tienes tú, joven advenedizo, que te permita caminar junto a nuestro señor como un semejante?
Venalitor sonrió. Arguthrax lo odiaba. Casi todos los demás señores de Drakaasi lo aborrecían, pues el duque era inusualmente joven y brillante. Por supuesto, también se odiaban los unos a los otros; sólo se toleraban mutuamente porque Ebondrake había hecho de Drakaasi un inmenso templo en el que adorar a Khorne, y ese templo requería todas sus atenciones. Pero Arguthrax, una criatura vieja y malvada nacida en la disformidad, sentía un rechazo particular hacia usurpadores como Venalitor.
—Observa, honorable demonio —contestó el duque.
Los sirvientes de Venalitor se encargaban de una enorme carpa de seda carmesí que dominaba todo un lateral del mercado de esclavos. La mayor parte de aquellos lacayos eran escaefílidos, criaturas nativas de Drakaasi que habitaban en las montañas y cañones desde mucho antes de que los señores del Caos llegaran a aquel planeta. Eran unos seres insectoides y escurridizos, y aunque todos los habitantes de Drakaasi los despreciaban, eran fieles sirvientes del Caos y del duque Venalitor. Había docenas de ellos por toda la carpa. Los más grandes, los maestros de esclavos, se precipitaron a recibirlo en cuanto Venalitor atravesó las cortinas de seda de la entrada.
Los látigos de los escaefílidos obligaron a los esclavos humanos a salir de la carpa. Estaban ensangrentados e iban encadenados por la cintura y las muñecas. Casi todos eran hombres y, prácticamente, la totalidad de ellos tenían el mismo tatuaje en el hombro: eran miembros de la Guardia Imperial, soldados de un Imperio que agonizaba, hombres para quienes la esclavitud era el único destino posible.
—¿Esto es todo? —se mofó Arguthrax—. Esta escoria no sirve ni para alimentar a los sabuesos sangrientos. ¿Para esto me haces perder mi valioso tiempo? El Dios de la Sangre escupirá ante semejante ofrenda. Venalitor, un fracaso así podría ser considerado como una herejía.
—Ten paciencia, demonio —replicó Venalitor con tranquilidad.
Acto seguido, cuatro maestros escaefílidos salieron de las sombras de la carpa tirando de unas grandes cadenas de bronce. Arrastrándose por el suelo emergió una enorme figura humana, casi el doble de grande que cualquiera de los guardias imperiales. Inmediatamente después apareció otra más, del mismo tamaño que la anterior. Podía verse como sus enormes músculos se contraían bajo la piel mugrienta y ennegrecida por la sangre reseca. Sin embargo, toda aquella suciedad no era capaz de ocultar las enormes cicatrices de aquellos dos esclavos: viejas heridas de batalla y señales de intervenciones quirúrgicas. La silueta oscura del caparazón endurecido podía apreciarse a través de su piel, así como los bornes metálicos de la trente y los bíceps, a través de los cuales las servoarmaduras se conectaban con sus señales vitales.
Uno de aquellos hombres era de rasgos grandes y expresivos y tenía una placa metálica en la frente, mientras que el otro mostraba un rostro tan imperturbable como el granito. Ambos intentaban zafarse de las cadenas, pero el metal con el que estaban hechas había sido forjado en el corazón del volcán más poderoso de Drakaasi. Cada uno de ellos llevaba un Collar de Khorne alrededor del cuello, un detalle que a lord Ebondrake no se le escapó.
—Marines espaciales —se maravilló Ebondrake—. Y con vida. Parece que esta vez te has superado ti mismo, Venalitor. Hacía mucho tiempo que un astartes con vida no pisaba Drakaasi.
—No son sólo marines espaciales, mi señor —afirmó Venalitor con orgullo.
—¿Son psíquicos? ¿Hechiceros? Al Dios de la Sangre le complacerá mucho verlos morir.
—Son mucho más que eso. —Venalitor chasqueó los dedos e inmediatamente uno de los esclavos desapareció en el interior de la carpa para volver a salir portando la hombrera de una armadura de exterminador. El duque la levantó para que lord Ebondrake pudiera apreciarla con más detalle. La ceramita estaba tallada con oraciones escritas en alto gótico, y en el centro podía verse un símbolo que representaba una espada sobre un libro abierto.
—Un caballero gris —dijo Ebondrake.
—Dos caballeros grises —lo corrigió Venalitor, quien acto seguido dirigió a Arguthrax una mirada desafiante—. Cazadores de demonios.
Arguthrax le devolvió la mirada con desdén. Jamás mostraría el más mínimo signo de debilidad ante Ebondrake, y mucho menos ante Venalitor, pero no pudo evitar retroceder ligeramente para poner entre él y aquellos caballeros grises tanta distancia como le fuera posible. Su mera presencia resultaba repugnante para cualquier demonio. Venalitor se sintió invadido por un placer salvaje al pensar que algo como el miedo estaba creciendo en el interior de la mente corrupta de Arguthrax.
—Supongo que estos especímenes no están a la venta —dijo Ebondrake.
—Por supuesto que no. Yo mismo me encargaré de que cosechen las mayores glorias en nombre de Khorne. No es una tarea que pueda confiarle a cualquiera. Pienso llevarlos al Hecatombe y prepararlos para los próximos juegos. Pero los demás están a la venta. —Venalitor señaló con desdén hacia los prisioneros de la Guardia Imperial—. No seré yo quien acapare todos los sacrificios para el Dios de la Sangre. Aunque aún hay una cosa más.
Justo en aquel momento aparecieron varios esclavos tirando de una carreta en la que podía verse el resto de las armaduras de los caballeros grises.
—Un tributo para vos, mi señor —dijo Venalitor.
Arguthrax resopló con desdén.
—Te lo agradezco, joven duque —se congratuló Ebondrake—. Son unos trofeos verdaderamente valiosos. Que tus esclavos los lleven a mi palacio.
—Así será, mi señor.
Ebondrake miró a los dos caballeros grises.
—De modo que los juegos de Karnikhal tendrán el honor de ver cómo dos cazadores de demonios luchan por su vida para mayor gloria del Dios de la Sangre. A buen seguro Khorne apreciará este hecho como es debido.
Ebondrake se dio la vuelta y comenzó a caminar, inspeccionando a los demás prisioneros por los que negociaban los señores de Drakaasi. Ninguno de ellos podía compararse con el valor de un caballero gris, y ningún otro señor tendría el honor de contar con guerreros como aquéllos en un coliseo. Venalitor le lanzó a Arguthrax una última mirada antes de desaparecer bajo la carpa. Sus maestros tenían mucho trabajo por delante. Los juegos de Kharnikal marcaban el comienzo de una nueva temporada de culto en los coliseos de Drakaasi, y el papel de sus nuevos esclavos determinaría hasta qué punto Venalitor podría destacar sobre los demás señores del planeta. Con dos caballeros grises luchando bajo su estandarte, aquellos juegos sin duda serían muy beneficiosos para él.
Desde su palacio en la disformidad, Khorne tronaría de placer al ver como aquellos cazadores de demonios eran sacrificados en un combate para su mayor gloria. La disformidad tardaría mucho en olvidar al duque Venalitor de Drakaasi.