CINCO
Pasó mucho tiempo antes de que Alaric pudiera sentir algo de nuevo. Estaba en un lugar tan caliente como el infierno.
Permanecía de pie, encadenado junto a un muro. La cámara en la que se encontraba estaba iluminada por la luz rojiza de unas antorchas colocadas en la pared opuesta. Desde donde estaba podía ver un montón de armas y piezas de armadura apiladas junto a un enorme yunque.
—Se suponía que no debías despertarte hasta dentro de un buen rato —dijo una voz a espaldas de Alaric.
El caballero gris trató de darse la vuelta, pero estaba encadenado. Apenas era consciente de que aún seguía en la forja en la que le habían colocado el collar, y el peso del acero que le oprimía el cuello parecía estar hundiéndolo en el suelo.
—¿Dónde está mi hermano de batalla? —preguntó Alaric, pronunciando con esfuerzo las palabras a través de los labios ensangrentados.
—Ya he oído que han traído a dos de vosotros —dijo la voz. Hablaba con un tono grave y áspero. Aquella garganta había estado sometida a las penalidades de la forja durante muchos años—. Estará en algún lugar de este agujero, probablemente ahora mismo estén poniéndole el collar. Os han traído aquí abajo tan pronto como habéis llegado. No creas que hay muchos a los que les ponen el collar; supone todo un honor.
Su interlocutor caminó hacia el yunque, dándole la espalda a Alaric. Era un hombre enorme, tenía hombros musculosos y una piel atezada que refulgía como el bronce. Alrededor de la cintura llevaba un cinturón del que colgaban varias herramientas. Aquella figura se inclinó sobre el yunque y recogió una espada, una hoja magnífica, que estaba inacabada y aún sin pulir.
—Llevo aquí abajo mucho tiempo —continuó—. Y he visto toda clase de cosas, pero hacía mucho que un astartes no nos honraba con su presencia en este mundo.
—¿Quién eres?
El hombre siguió hablando sin darse la vuelta.
—Soy un herrero, demasiado útil como para que me maten. Supongo que debería dar las gracias al Emperador. Si hay algo que este planeta necesita, astartes, son hojas; hojas buenas y en cantidad. Así que estaré aquí hasta que me llegue la muerte, y probablemente mucho después, forjando sus espadas. Quizá acabes usando alguna de las mías. Créeme, lo sabrás al instante, en este mundo no hay hojas mejores que las mías.
—¿Adónde me llevan? ¿Qué van a hacer conmigo?
El herrero seguía sin darse la vuelta. Los músculos de la espalda se contrajeron bajo la piel oscura cuando dejó la espada sobre el yunque y cogió un enorme martillo.
—Eso no depende de mí, astartes. Pero si mi opinión sirve de algo, apuesto a que más pronto que tarde estarás luchando por tu vida. Así que voy a ofrecerte un trato.
Alaric esbozó una sonrisa. Estaba sumido en una situación tan amarga como la sangre que le empapaba los labios.
—Por supuesto… un trato.
—Escucha, astartes, no creo que tengas ninguna opción mejor.
Involuntariamente, Alaric se revolvió haciendo sonar las cadenas.
—Te haré una armadura a medida —continuó el herrero—. La mejor que jamás hayas tenido.
—Ya tengo una armadura.
—No, ya no, y jamás has tenido una armadura como las que yo puedo fabricar. Son como una segunda piel de acero. Ligeras como la seda. Forjadas en fuegos tan poderosos como el corazón de una estrella. Lo suficientemente fuertes como para detener el hacha del mismísimo Khorne. ¿Qué te parece? ¿No es tentador?
—Pero no será gratis. Conozco a los de tu clase. Hacer una promesa a un corrupto es tan grave como una traición.
—No… no lo has comprendido. A cambio te pediré que busques a alguien por mí. Me atrevería a decir que tú tendrás muchas más posibilidades de encontrar a esa persona ahí fuera de las que yo jamás tendré aquí abajo.
—Olvídalo —replicó Alaric—. Ningún sirviente del Emperador haría un trato con alguien como tú.
—¿Cómo yo? ¿Y qué soy yo? —El herrero se volvió lo suficiente como para que Alaric pudiera verle el rostro de perfil. Tenía la cara tan abollada como una de sus espadas a medio forjar. Le habían roto la nariz varias veces, y tenía los ojos casi totalmente cubiertos de costras—. Debes encontrar el Martillo, astartes, el Martillo de Demonios. Dicen que está en algún lugar de este mundo. Con él se alzará un héroe que derrocará a los señores del Dios de la Sangre. ¿Qué puede anhelar con más fuerza un esclavo como yo?
—Mientes.
—El Martillo de Demonios es muy real. Nada se sabe de él, excepto que está oculto en algún lugar de este planeta. Y por lo que sé, incluso podría decir que lo tengo delante de mí, encadenado al muro de mi forja. Porque tú eres el Martillo, ¿no es así, caballero gris?
Alaric ya no pudo soportar más el peso del collar. Su cuello se dobló como si se hubiera quedado sin vida. Comenzó a ver motas negras que parpadeaban sobre los fuegos de la forja y empezó a oler a humo y a acero al rojo. La mente de Alaric abandonó el plano de la consciencia y se sumergió en el letargo mecida por el martilleo del herrero sobre el yunque.