CUATRO

CUATRO

Sentado en el Claustro del Sufrimiento, Alaric esperó durante bastante tiempo hasta que por fin llegó el capellán Durendin.

—Juez —dijo Durendin—. Los grandes maestres han hablado conmigo sobre Chaeroneia. Parece ser que la fuerza de tu fe quedó más que demostrada.

—Así es —asintió Alaric.

El caballero gris estaba sentado sobre una de las muchas columnas caídas que había por todo el claustro, un ejemplo más del decadente esplendor que reinaba en aquel lugar.

—Hoy hace un día espléndido —continuó Durendin mientras señalaba hacia el magnífico cielo de Titán, donde se veían los majestuosos anillos de Saturno—. Me gustaría sentarme a tu lado durante un rato, si no te importa.

El Claustro del Sufrimiento era un atrio abierto bajo el cielo de Titán; la atmósfera se contenía mediante un campo electromagnético invisible. A Alaric le gustaba sentarse entre aquellas tallas ancestrales para permitir que la mirada implacable de la galaxia se posara sobre él. El Emperador también era parte de aquella mirada, examinando permanentemente las almas de sus sirvientes. Bajo ella, Alaric se sentía débil y desprotegido.

—Me temo que en estos momentos hay algo que me preocupa más que Chaeroneia —declaró Alaric.

—Ésa es la razón por la que has venido —contestó Durendin con serenidad—. Para poder estar a solas con tus pensamientos, lejos de los ritos de guerra y los cánticos de batalla, y si por casualidad apareciera un capellán para poder compartir con él tus pensamientos, mejor que mejor.

Alaric sonrió ligeramente.

—Es usted muy perspicaz, capellán.

—Así es como me ha hecho la voluntad del Emperador —contestó Durendin.

Ser marine espacial requería muchas cualidades extraordinarias, pero ser capellán requería aún más. Los capellanes de los Caballeros Grises eran especímenes verdaderamente extraordinarios, y el capítulo contaba con muy pocos tan valiosos como Durendin. Él era el encargado de satisfacer las necesidades espirituales de los soldados destinados a luchar contra maldades inconcebibles. Los hombres de su rebaño habían mirado a la disformidad directamente a los ojos, habían escuchado los susurros de los demonios, pero a pesar de todo, gracias a él y a sus predecesores, ni un solo caballero gris había sido corrompido por el enemigo.

—Chaeroneia está muy presente en mi memoria, por supuesto, pero estoy preocupado desde mucho antes, desde lo que le ocurrió a Ligeia.

La inquisidora Ligeia fue la persona más valerosa que Alaric jamás había conocido. El sol que decoraba el escudo heráldico del caballero gris brillaba en honor a ella. Ligeia perdió la cordura por culpa de las maquinaciones del príncipe demoníaco Ghargatuloth, pero una parte de ella se mantuvo pura para otorgarle a Alaric el conocimiento necesario para acabar con aquel ser depravado. Una locura que la llevó a ser ejecutada por el Ordo Malleus.

—Siempre morirán hombres y mujeres como Ligeia —afirmó Durendin—. Así ha sido incluso desde antes de la Gran Cruzada, y así seguirá siendo mucho después de que nosotros hayamos desaparecido. Pero lo importante es que sabemos que esos sacrificios están encaminados a salvaguardar el bien de la raza humana. ¿Acaso crees que murió en vano?

—No, capellán, de ningún modo.

—Entonces, ¿es que la galaxia te parece demasiado cruel?

—Si no pudiera soportar las cosas que he tenido que ver, sabe muy bien, capellán, que jamás habría sido seleccionado para el entrenamiento —contestó Alaric con un tono quizá demasiado severo—. Pero tengo la sensación de que… de que es una tarea demasiado ardua, y no me refiero sólo a las batallas. Siempre he aceptado que combatimos en una guerra infinita, pero creo que esta guerra requiere mucho más aparte de enfrentarse a los demonios con fuerza y acero. He llegado a contemplar la… la realidad que subyace a todo. Las palabras del Castigador llegaron hasta mi mente con todo su significado. Ghargatuloth amasó a su antojo el tiempo y el espacio para dar lugar a los eventos que le permitieron regresar, y nosotros también fuimos parte de aquel plan. Claro que estoy decidido a luchar hasta el fin de mis días, pero creo que nuestro enemigo no son únicamente los seres contra los que luchamos. Tengo la impresión de que también se trata de un concepto, quizá sea parte de nosotros mismos. Ojalá pudiera comprenderlo, pero creo que nadie puede entender el Caos sin ser corrompido.

—Entonces, ¿no crees que nuestra lucha sea inútil?

—No, capellán, ¿cómo podría pensarlo después de ver las consecuencias de la depravación de los demonios? Pero creo que esas batallas no son más que una parte de la guerra, y me pregunto si algún día podremos ganar la otra mitad.

Durendin se miró los guanteletes que le protegían las manos. El capellán había pisado muchos campos de batalla, y su armadura de exterminador, un peto de bronce engalanado con el característico color negro de la capellanía, era mucho más que un simple ornamento.

—Estas manos —dijo— han luchado esa misma batalla durante muchos más años que los que tú has vivido, y ni un solo momento he dejado de estar convencido de que ése es el único y verdadero propósito de todo ser humano. Sin embargo, no te falta razón, un demonio no es más que una de las muchas manifestaciones del enemigo, y la violencia no es más que otra de las armas de la disformidad. La Inquisición lucha contra los designios del Caos de igual manera que nosotros luchamos contra sus soldados. ¿No estás de acuerdo?

—¿Cuántos inquisidores hemos perdido? —preguntó Alaric—. Sé que no debemos hablar de ellos, pero Valinov no fue el único disidente de las Órdenes Sagradas, y consiguió esconderse de nosotros durante mucho tiempo. ¿Cuántos herejes estarán portando ahora mismo el emblema de la Inquisición? ¿Cuántos de ellos estarán en la fortaleza de Encédalo? ¿Cuántos manejarán los hilos de los Caballeros Grises? Sé que nuestro deber es dejar las reflexiones para los inquisidores, pero ¿cómo podemos confiar en ellos si son tantos los que se han dejado llevar por la corrupción?

Durendin suspiró. Después de todo era un hombre anciano, y en ciertas ocasiones, como en aquel mismo instante, Alaric percibía en él un reflejo del peso de todos aquellos años.

—He guiado a los Caballeros Grises a través de todas las pruebas de fe que el Caos ha lanzado contra ellos. Tú no eres el primero que duda, Alaric, y te aseguro que tampoco eres el único que alberga dudas respecto a la futilidad de la tarea de la Inquisición.

—No creo que sea algo fútil —replicó Alaric—, pero siento que fracasaré si no hago algo más. Los demonios son un síntoma, no la enfermedad, y yo quiero ser parte del remedio.

—Hubo un tiempo en el que yo también albergué pensamientos semejantes —continuó Durendin—. Hablé con mis hermanos de batalla y con los grandes maestres, lo hice incluso con los inquisidores más sabios, pero nadie pudo darme una respuesta. Hasta que, finalmente, la encontré yo mismo.

—¿Y cuál es?

—Tú también debes encontrarla por ti mismo. He oído que te han destinado al Ojo del Terror.

—Sí, partiremos en cuanto lleguen los nuevos miembros de la escuadra.

—Bien. Entonces ésa será tu respuesta. Las atrocidades que el enemigo está cometiendo en el Ojo no conocen límite, y únicamente hombres como nosotros podrán detenerlas. Quiero que pienses en ello en los momentos de duda. El Emperador te ha enviado al campo de batalla más sangriento de todo el Imperio, y no es una coincidencia. Sumérgete en esos combates. Contempla a los demonios y acaba con ellos. Contempla como las fuerzas del Caos se derrumban y huyen derrotadas. Saborea esas victorias y deléitate en ellas. Deja que las victorias envuelvan todo lo demás. Enorgullécete. Sólo entonces desaparecerán todas las dudas.

—¿Eso es lo que le ocurrió a usted?

—Exacto, juez. El enemigo ha cometido un grave error al traer esta guerra a nuestro terreno, y hombres como tú serán los que le inflijan el castigo que se merece. Puedo prometerte, Alaric, que será en el Ojo del Terror donde alcanzarás la plenitud.

—Gracias, capellán Durendin —contestó Alaric—. Ahora debo ir a reunirme con mi escuadra. Tenemos dos hombres nuevos y debemos orar todos juntos antes de partir.

—Eso está bien —asintió Durendin—. El espíritu de tus hombres necesitará consejo antes de partir hacia el Ojo. —El capellán levantó la vista para mirar hacia Saturno, una esfera azul oscuro asolada por las tormentas. Bajo la superficie del planeta se extendía el horizonte de Titán, una línea oscura e irregular. Toda la luna de Titán había sido convertida en una gigantesca fortaleza, la corteza había sido horadada con infinidad de cámaras y catacumbas, y muchas partes de ella, como le había ocurrido al Claustro del Sufrimiento, permanecían en ruinas y casi olvidadas—. Creo que me quedaré aquí durante un rato. Saturno no se pondrá hasta dentro de una hora y aquí fuera pienso mejor.

—Entonces espero poder verlo pronto, capellán.

—Hasta entonces, juez.

Alaric se puso en pie para marcharse. El camino de vuelta entre los pasajes medio ruinosos de la fortaleza era largo, por lo que tendría mucho tiempo para pensar en el consejo de Durendin.

—¡Juez! —lo llamó Durendin.

—¿Sí?

—Recuerda que no estás muerto.

—Gracias, es bueno saberlo.

—Sí, pero sería una buena idea despertar cuanto antes.

—No es así como terminó esta conversación.

Durendin sonrió.

—No, no terminó así, pero tampoco estoy aquí en realidad. Probablemente estaré en alguna otra zona del Ojo. Puede que incluso esté muerto, pero lo importante es que tú estás vivo, y que aún puedes hacer algo para remediar la situación en la que te encuentras.

—¿Y qué haré luego? —preguntó Alaric.

—Yo no puedo responder a esa pregunta, Alaric, después de todo ni siquiera estoy aquí. Sin embargo, me atrevería a decir que tu situación actual no es precisamente buena.

El Claustro del Sufrimiento explotó de dolor.

* * *

Alaric gritó.

El dolor provenía de uno de sus hombros. Estaba colgado de las muñecas mediante unas cadenas suspendidas del techo. Todo el peso del cuerpo pendía de sus extremidades y uno de sus hombros se había desencajado.

Alaric comenzó a luchar con todas sus fuerzas contra aquel dolor. Durante un instante había sido vulnerable, y el sufrimiento se apoderó de él tal y como habría hecho con cualquier hombre sin la fuerza mental de un caballero gris. Lo normal hubiera sido que la armadura le inyectara analgésicos en la corriente sanguínea, pero en aquel momento no la tenía. Estaba desnudo. Había sido desprovisto de todo su equipo.

Alaric intentó luchar contra el dolor. Recuperó el sentido del oído y oyó un sonido grave, como si hubiera un océano iracundo hirviendo bajo el suelo. También podía oír el chirrido de algún tipo de maquinaria gigantesca, un sonido mezclado con los sollozos y gritos de miles de gargantas. De pronto llegó hasta él un hedor nauseabundo, una mezcla de sangre, humo, sudor y aceite. No podía ver nada, pero ya se ocuparía de ese problema a su debido tiempo.

Apoyándose sobre el hombro herido consiguió levantar las piernas. Poco a poco elevó todo el cuerpo hasta que pudo tocar con los pies el techo de la jaula en la que se encontraba. Haciendo acopio de todas sus fuerzas empujó hasta que sintió que los grilletes que le aprisionaban las muñecas se salían de los anclajes.

Finalmente, las cadenas se soltaron y Alaric cayó al suelo. Permaneció allí tumbado durante unos instantes, intentando recuperar el aliento y tratando de evaluar el estado de los tendones de su maltrecho hombro. Estaba herido, pero no era nada grave. Un marine espacial se recuperaba con rapidez. Se puso de lado y dejó que la articulación se colocara en su sitio. La oleada de dolor producida por aquel movimiento fue terrible, pero había algo triunfal en el hecho de que pudiera sentir algo de nuevo.

Alaric se palpó el rostro y comprobó que tenía los ojos vendados. Tras quitarse la venda y parpadear un par de veces, dejó que la visión mejorada se adaptara a la luz. La jaula en la que lo habían encerrado era una más de los varios cientos que se encontraban suspendidas de una enorme columna de acero por la que caían interminables cascadas de sangre. Unas cataratas que iban a caer al mar rojizo que se extendía debajo, un océano en el que se retorcían miles de cuerpos. Resultaba imposible saber si se trataba de criaturas que agonizaban o si era algún tipo de éxtasis. Infinidad de demonios se movían entre ellas, criaturas enormes con la piel roja y negruzca que hostigaban a aquellos seres con unos enormes látigos. Por todas partes se veían criaturas alienígenas con siluetas bulbosas y deformes que transportaban cadáveres y miembros amputados.

Cada cierto tiempo, la columna giraba produciendo un sonido seco como el de un relámpago. Todas las celdas contenían algún prisionero, desde humanos desnudos y sollozantes hasta mutantes o criaturas alienígenas, todos ellos suspendidos sobre aquel gigantesco depósito de sangre. Alaric podía oír las plegarias de los alienígenas suplicando clemencia mezcladas con los gritos desgarradores de los hombres que agonizaban.

El eje de la columna estaba separado de la sangre que lo rodeaba por unos enormes muros de roca negra. Cuando Alaric los observó con detenimiento, se dio cuenta de que no se trataba de roca sino de carne, carne putrefacta y ennegrecida. El extremo superior de aquel muro estaba repleto de jaulas cilíndricas, y cada una de ellas contenía un cuerpo en avanzado estado de descomposición. Sobrevolando aquellos cadáveres había bandadas de criaturas aladas que tenían jirones de piel en lugar de plumas. Aquellos acantilados putrefactos estaban repletos de túneles y de cuevas horadadas por criaturas alienígenas que se abrían paso con sus mandíbulas insectoides a través de la carne descompuesta. El cielo era de color oscuro, casi negro, salpicado de jirones rojizos como si también estuviera sangrando.

Estaba en el infierno. Alaric había muerto a manos del duque Venalitor y acababa de despertar en el infierno. Había fracasado. Todo aquello que había hecho, dicho o pensado, y todo lo que podría haber hecho a lo largo de su vida, no había servido de nada. Había fracasado en todo aquello en lo que podía fracasar.

Alaric se acurrucó en el suelo de la jaula. Jamás había sentido semejante desaliento. Un dolor enraizado en la idea de que si ya estaba muerto, no podía morir otra vez, de modo que aquella situación se prolongaría por toda la eternidad.

Sin embargo, Durendin le había dicho que no estaba muerto. Durendin, un capellán de los Caballeros Grises, un hombre en quien podía confiar plenamente.

Alaric levantó la vista. A través de los barrotes pudo ver la jaula que colgaba por encima de la suya. Dentro de ella había una enorme figura humana que reconoció al instante. El tamaño y las cicatrices quirúrgicas eran similares a las de Alaric.

—¡Hualvarn! —gritó el juez—. ¡Hermano Hualvarn! ¿Puedes oírme? ¿Aún estamos vivos?

Hualvarn no contestó. Parecía que estaba inconsciente, o muerto, y al igual que Alaric había sido desprovisto de todo el equipo. El caballero gris intentó separar los barrotes de la jaula, tenía la esperanza de hacerla oscilar hasta que pudiera saltar a la columna central y trepar hasta Hualvarn, pero su jaula era demasiado resistente y estaba muy lejos de la de su hermano de batalla.

—¡Hualvarn! ¡Hermano! ¡Contesta! —gritó. A modo de respuesta, la jaula de Alaric se soltó y comenzó a caer al vacío.

El caballero gris se retorcía movido por la desesperación mientras la jaula se precipitaba hacia el océano de sangre. Cuando chocó contra la superficie, Alaric se golpeó con fuerza contra uno de los laterales y sintió como decenas de manos con la piel podrida tiraban de él. El caballero gris trató de zafarse, pero eran demasiadas. El sonido que emitían aquellos seres era terrible, oraciones blasfemas que salían de bocas sangrantes en un centenar de lenguas diferentes.

De pronto sonó un gruñido y se oyó el restallar de un látigo. Un demonio acababa de llegar para apartar a aquellos seres y ahora miraba a Alaric lleno de maldad. El caballero gris lo reconoció al instante, pertenecía a una raza a la que se había enfrentado en innumerables campos de batalla. Era un soldado de infantería de Khorne, un «desangrador», como se los conocía en la jerga de la Inquisición. Alaric recordaba que en el campo de batalla solían blandir grandes espadas a dos manos, aunque el látigo que éste portaba no era menos cruel.

El demonio se retiró tan pronto como los engendros desaparecieron; un caballero gris resultaba algo insoportable para un demonio. Incluso sin los protectores pentagrámicos que llevaba tallados en la armadura, el escudo psíquico que protegía la mente de Alaric era lo suficientemente fuerte como para abrasar la piel de aquellas criaturas y hacerlas retroceder. El desangrador emitió un chillido y fustigó con fuerza a los engendros que había a su alrededor, arrancándoles manos y piernas lleno de rabia. Acto seguido agarró uno de los barrotes y comenzó a arrastrar la jaula hacia los pies del gigantesco muro que se alzaba alrededor de la gran columna.

Cuando el demonio llegó a la base del precipicio, levantó la jaula y la depositó en la entrada de una caverna. El hedor era insoportable. La putrefacción del aire era tal que Alaric observó cómo se condensaba y se adhería a las paredes. De pronto vio varias criaturas oscuras que avanzaban retorciéndose hacia la jaula. Aquellos seres no eran demonios, eran algún tipo de especie alienígena, y sobre la piel tenían cicatrices y marcas de grilletes propias de una raza de esclavos.

Los alienígenas arrastraron la jaula de Alaric hasta una cavidad tremendamente caliente e iluminada por una luz rojiza. Era una forja. Alaric vio a humanos y alienígenas extrayendo armas al rojo vivo de tanques llenos de metal fundido. Había esclavos encadenados a enormes yunques en los que martilleaban con un mazo hojas de espadas y lanzas; todos ellos tenían la espina dorsal retorcida por interminables años de esclavitud. El estruendo era abrumador.

A continuación, unos alienígenas arrastraron la jaula de Hualvarn a través de otra abertura en la cavidad. El caballero gris se había despertado y se revolvía en el interior del armazón intentando salir.

—¡Hualvarn! —gritó Alaric, elevando la voz por encima del martilleo de los yunques—. ¡No estamos muertos! ¡No estamos muertos!

En aquel momento, una multitud de esclavos alienígenas comenzó a arrastrar la jaula de Alaric hacia uno de aquellos enormes yunques. Era un puñado de criaturas deformes y asimétricas, cada una de ellas tenía una docena de ojos dispuestos alrededor del rostro y unas fauces babeantes de las que no cesaban de salir chillidos para comunicarse mutuamente en su propia lengua. De pronto sonó un cerrojo y la jaula quedó abierta. Alaric trató de salir pero lo golpearon varios aturdidores. El caballero gris comenzó a sentir fuertes espasmos. Uno de ellos, de cabeza semicircular, le presionó el pecho para dejarlo inmovilizado. Tenía los músculos paralizados. Intentó con todas sus fuerzas levantarse, pero sencillamente no podía moverse. En condiciones normales, Alaric habría pasado por encima de aquellos alienígenas, habría cogido un arma del yunque más cercano y matado a todo lo que se pusiera por delante, pero estaba herido y exhausto. No tenía intención alguna de rendirse, no podía, pero en lo más profundo de su mente oyó una voz que le decía que todo era inútil.

Uno de los alienígenas, una criatura más grande y oscura que las demás y que parecía estar al mando, cogió unas tenazas y extrajo del tanque un círculo de metal al rojo vivo. Lo depositó sobre el yunque y lo abrió. Era un collar.

Acto seguido, el alienígena se inclinó sobre Alaric dejando que su saliva cáustica goteara sobre el pecho del caballero gris.

—Alégrate —dijo el maestro alienígena de la forja—, pues esto te convertirá en algo sagrado. —La criatura colocó el collar alrededor de la garganta de Alaric y lo cerró a la altura de la nuca con un sonido seco.

El caballero gris sintió como el metal candente le abrasaba la piel. Alaric ya no pudo seguir luchando. Tuvo la sensación de que su mente se había quedado helada cuando se dio cuenta de lo que le habían hecho.

Quizá por primera vez en su vida supo lo que era el miedo.

* * *

La especie humana estaba evolucionando.

Ésta era una verdad que a la Inquisición le costaba un tremendo esfuerzo ocultar, pero se trataba de algo que ni siquiera los inquisidores podían negar. Algunos incluso albergaban la concepción herética de que el plan del Emperador era dirigir esa evolución para ayudar a la raza humana a alcanzar su máximo potencial. La aparición de los psíquicos había dado lugar a una de las preocupaciones más acuciantes de la Inquisición: la identificación, reclusión y eliminación de todos ellos. Todo gobernador planetario tenía la obligación, bajo pena de muerte, de entregar a la Inquisición y a sus Naves Negras a todos los psíquicos capturados bajo su jurisdicción. Lo que les ocurría después jamás había salido de ninguno de aquellos buques, y los únicos que lo sabían con certeza habían jurado mantener el secreto.

Unos pocos de aquellos psíquicos, quizá uno de cada diez, o puede que incluso menos, eran lo suficientemente fuertes como para resistir un entrenamiento adecuado. Un psíquico no entrenado era un arma muy peligrosa, una mente desprotegida a través de la cual las amenazas más terribles podían llegar a los dominios del Imperio. Por el contrario, un psíquico debidamente adoctrinado era capaz de proteger su mente contra semejantes maldiciones, e incluso podía hacer de su psique un arma verdaderamente poderosa.

Resultaba una ironía tremendamente cruel que esos mismos psíquicos, debidamente entrenados, fueran uno de los pilares sobre los que se asentaba el Imperio. Se trataba de los astrópatas, cuyos poderes psíquicos de largo alcance, una característica única y ancestral, hacían posibles las comunicaciones interestelares. Eran verdaderos clarividentes cuya habilidad para interpretar el tarot del Emperador les permitía predecir los designios del futuro. Muchos ciudadanos imperiales miraban con miedo a estos seres santificados, pero a pesar de la aureola de oscuridad y misterio que los acompañaba allá donde fueran, sin ellos el Imperio se derrumbaría sin remedio.

Para casi todo el mundo un psíquico era un brujo, un ser solitario que vagaba por los mundos imperiales corrompiendo a los ciudadanos temerosos del Emperador y sembrando el germen podrido de la disformidad. Cualquier niño lo suficientemente insensato como para mostrar un talento poco común para los juegos de magia corría el peligro de que su familia o amigos lo entregaran al clérigo local. En los mundos más alejados de la luz del Imperio, aquellos que rara vez eran visitados por algún enviado imperial, adivinos y mujeres sabias morían cruelmente en la hoguera. Los tripulantes de los navíos espaciales contaban historias de seres humanos de piel pálida capaces de aplastar la mente de cualquier hombre dentro de su propio cráneo, y con habilidad para mutar de forma, exhalar fuego y hacer todo tipo de actos extraños. En una ocasión, hace mucho más tiempo del que su mente podía recordar, Alaric también fue uno de aquellos brujos.

Alaric era un psíquico, todos los caballeros grises lo eran. Mientras que la mayoría de capítulos de los marines espaciales contaba con un número limitado de ellos, sólo los Caballeros Grises requerían poderes psíquicos a todos y cada uno de sus reclutas. Precisamente era eso lo que convertía a los Caballeros Grises en los mejores cazadores de demonios, pues la mejor arma de todo demonio era la perversión del alma.

Los demonios llevaban la corrupción allí adonde iban, y luchar contra ellos exponía a los Caballeros Grises a toda esa depravación. Los hermanos de batalla de los Caballeros Grises estaban entrenados para resistir la corrupción más infecta. Con la finalidad de proteger y reforzar su voluntad debían memorizar plegarias tan poderosas que muchos reclutas llegaban a enloquecer. Sus armaduras estaban repletas de protectores contra las fuerzas de la disformidad, los mismos símbolos que todos llevaban tatuados sobre la piel para proteger su cuerpo. Sin embargo, la defensa más poderosa de todo caballero gris residía en su escudo psíquico. Desde las primeras fases de instrucción, Alaric fue entrenado para recluir su alma en una jaula de fe, y mantenerla así escondida donde ningún demonio pudiera encontrarla jamás.

La única arma que un demonio verdaderamente temía era una mente incorruptible, la antítesis de la disformidad. La mera existencia de los Caballeros Grises ya podía considerarse como una victoria sobre las fuerzas del Caos.

El collar que le habían colocado en el cuello era un artefacto pesado que estaba consiguiendo dominar la mente de Alaric. Un artefacto creado por Khorne, el Dios de la Sangre. Un dios que despreciaba la hechicería casi tanto como las mentes rectas y sagradas de los Caballeros Grises.

El Collar de Khorne era un instrumento capaz de suprimir las habilidades psíquicas. El escudo de Alaric había desaparecido. Aun así seguía siendo un caballero gris, y tanto su mente como su cuerpo estaban entrenados para resistir a la corrupción con mucha más fuerza que cualquier otro hombre, pero sin el escudo físico estaba desprotegido.