TRES
—¡Por el Emperador! —gritó el joven hermano Thane al tiempo que partía a un enemigo en dos con un único golpe de alabarda. Las hojas dobles de las armas de los cultistas repicaban sobre el rococemento de la fortificación mientras, apostado en el parapeto, el propio Thane golpeaba a uno de ellos. Los disparos de los rifles automáticos llovían sobre la armadura del caballero gris mientras éste se afanaba en acabar con cualquier enemigo que tuviera a su alrededor. Dibujando un arco en el aire con la hoja de la alabarda, seccionó primero el brazo de uno de los cultistas para, acto seguido, cercenarle la cabeza.
Una lengua de fuego santificado despejó las almenas de la zona en la que se encontraban los caballeros grises. Una criatura, un ser que una vez debió de ser humano y que ahora no era más que una silueta deforme y jorobada, comenzó a chillar envuelta en llamas. Finalmente se derrumbó mientras la piel y los huesos siguieron ardiendo hasta consumirlo.
—Los muertos —avisó el hermano Hualvarn—. Están trepando sobre los muertos.
Hualvarn tenía razón, los disparos de los caballeros grises y el incinerador de Visical habían matado a tantos cultistas en tan poco tiempo que a los pies del muro habían quedado apilados infinidad de cuerpos sin vida, lo que permitió a las sucesivas oleadas de atacantes trepar hasta la zona almenada de la fortificación. Habían conseguido llegar hasta el extremo superior del muro y se pisaban unos a otros para ir a morir a manos de los caballeros grises.
En las demás zonas de la muralla, los mutantes habían tomado la parte superior y ahora luchaban cuerpo a cuerpo contra los soldados de Hathran. Alaric vio como un gigante deforme lanzaba a uno de ellos por los aires y como una criatura repugnante aplastaba la cabeza de otro soldado con unas enormes pinzas similares a las de un cangrejo. De pronto, un mutante cayó desde lo alto con el pecho envuelto en llamas de fuego láser y aplastó al cultista que había debajo. El cañón de batalla abrió fuego de nuevo, esta vez prácticamente a quemarropa, haciendo que los soldados de Hathran se estremecieran y lanzando sobre ellos una nube de tierra y miembros amputados. Sin embargo, todo aquello no era suficiente. Los cultistas estaban consiguiendo superar el muro y caer sobre las tropas de Hathran.
Hualvarn seccionó el brazo de un guerrero salvaje con la piel completamente pintada de azul y, acto seguido, se refugió tras una almena para protegerse del fuego que lanzaba la máquina de guerra enemiga.
—¿Cree que son demasiados? —preguntó.
—Sí, son demasiados —contestó Alaric.
—Entonces, la victoria dependerá únicamente de nosotros. —Alaric miró fijamente a su más antiguo camarada.
—Esta línea no aguantará, no contra un ejército como éste. Debes estar preparado para asumir el mando.
—Pero juez, nuestros hermanos necesitan…
—Nuestros hermanos necesitan lo mismo que el Emperador: la victoria. Y jamás la alcanzaremos si retrocedemos y dejamos que el enemigo nos aplaste. Depende tan sólo de nosotros, de mí. Es mi responsabilidad como juez. ¿Cuento contigo?
—Por supuesto, juez, hasta la muerte.
—Bien, debemos llegar hasta la parte central del muro. Tendrás que abrir un paso en medio de este tumulto.
Hualvarn se detuvo durante un instante. Acto seguido irguió su imponente figura, levantó la alabarda en el aire para que toda la escuadra pudiera verla y exclamó:
—¡Hermanos! —gritó, alzando la voz sobre el fragor del combate—. ¡Adelante! ¡Avanzad hacia el centro!
Visical fue el primero en salir del parapeto, lanzando lenguas de fuego santificado por todas las almenas. Los cultistas gritaban envueltos en llamas mientras Thane los partía en dos con la espada y avanzaba sobre el combustible ardiendo protegido por la servoarmadura. Las criaturas que intentaban huir de las llamas acababan muertas por la estocada de una espada o de una alabarda manejada con la fuerza descomunal de los caballeros grises. Alaric sentía como cientos de huesos se fracturaban bajo cada nuevo golpe, y como los torsos de aquellas criaturas reventaban bajo el luego de bólter.
Apenas necesitaba pensar. Era un marine espacial, un caballero gris, entrenado para ser una máquina de guerra perfecta. Todos los movimientos que realizaba estaban incrustados en lo más profundo de su memoria, como si un espíritu máquina los guiara, como si el mismísimo Emperador controlara sus acciones.
Sin embargo, un marine espacial no era una máquina. Un marine espacial se movía por una serie de pasiones que un hombre normal jamás llegaría a comprender. El mal que lideraba aquella horda debía ser destruido. Ése era el único pensamiento por el que se guiaba la mente de Alaric.
En un momento de su avance, Thane se enfrentó cuerpo a cuerpo con un terrible mutante, un ser tan retorcido y repugnante que apenas le quedaba nada de humano. De pronto, una criatura alada se abalanzó sobre Alaric y trató de hacerlo caer al vacío. El caballero gris consiguió agarrarla por el pescuezo y retorcerle la garganta antes de arrancarle las alas y lanzarla al luego que ardía a los pies del muro.
—¡Aquí! —gritó Alaric—. ¡Nos abriremos paso por aquí!
Los soldados de Hathran caían por decenas a lo largo de toda la fortificación. Las fuerzas del Caos habían conseguido abrir una docena de brechas en los muros y por todas partes se estaban produciendo sangrientos combates. De pronto, una tremenda explosión destrozó el flanco izquierdo de la muralla. Inmediatamente, a través del enorme boquete comenzaron a entrar cientos de cultistas y mutantes, seguidos por una máquina de guerra que avanzaba aplastando a los soldados de Hathran bajo unas enormes pezuñas metálicas.
También había demonios. Criaturas horrendas de piel rojiza que se movían entre aquella matanza enarbolando espadas de acero negro y humeante.
—¡Maldición! —gritó una voz que Alaric reconoció inmediatamente como la del coronel Dal’Tharken—. ¡Les dije que se mantuvieran en su puesto, caballeros grises! ¡El flanco izquierdo está a punto de caer! ¡Regresen a sus puestos inmediatamente!
Durante un instante, Alaric pudo distinguir la silueta del coronel, cubierto de sangre demoníaca, enarbolando la espada y la pistola de plasma y rodeado de cuerpos sin vida de amigos y enemigos. Era un sirviente del Emperador severo e implacable. El Imperio lo echaría en falta. Alaric ignoró sus palabras y siguió adelante.
La clave residía en el paladín del Caos. El Caos veneraba a sus paladines tanto como odiaba todo lo demás. Se trataba de hombres y mujeres con mentes lo suficientemente malvadas como para que sus dioses les permitieran dirigir sus tropas y hablar en su nombre. Las fuerzas imperiales no podrían resistir contra aquel enemigo, no serían capaces de hacerle más que un leve arañazo a la inmensa fuerza que había aterrizado en Sarthis Majoris para hacerse con el control del planeta. Sin embargo, aunque ni siquiera ellos mismos fueran conscientes, los soldados de Hartan habían conseguido algo muy importante para el Imperio:
Habían permitido que Alaric y los caballeros grises se enfrentaran cara a cara con el paladín que representaba a los Dioses Oscuros en aquel planeta.
* * *
—Recurrid a la Decimotercera Mano —dijo el duque Venalitor. Aquellas palabras estaban llenas de desdén, pues la Decimotercera Mano estaba integrada por la escoria más baja de todo el ejército.
Inmediatamente, uno de los heraldos de Venalitor, una figura de piel supurante protegida por una armadura negra, hizo sonar con fuerza un cuerno de guerra. La Decimotercera Mano, una compañía integrada por criaturas infrahumanas, deformes y vestidas con ropa harapienta, comenzó a avanzar, dirigiéndose hacia la muerte a los pies del muro.
La batalla se estaba desarrollando tal y como habían planeado. Si había alguna cualidad humana que pudiera serle atribuida al duque Venalitor, en aquellos momentos sería la felicidad. Cuando los soldados más cualificados llegaran a primera línea, el combate estaría prácticamente decidido y las ciudades refinería de Sarthis Majoris quedarían a su merced.
Acto seguido, Venalitor observó como otro sirviente, un ser alado con la piel ensangrentada, descendía hasta él.
—Mi señor —gruñó—, el flanco ha caído, los defensores abandonan sus posiciones.
—Cobardes —espetó Venalitor—. Sus cráneos no merecen estar en el Trono de Bronce.
—Pertenecían a las legiones del emperador cadáver —dijo el mensajero.
—¿Astartes? —El prefecto de Venalitor encogió sus hombros blanquecinos—. No, ellos jamás huirían.
La mente de Venalitor comenzó a indagar en lo más profundo de la memoria, donde aún conservaba recuerdos del tiempo en el que había sido hombre. Aquélla era una parte fútil y vergonzosa de su existencia, un periodo vivido mucho antes de que el Dios de la Sangre lo encontrara. Venalitor recordaba que los marines espaciales eran los guardianes del Imperio, la última línea defensiva que protegía al Emperador de todos los males, aquellos soldados jamás huirían, nunca, ni siquiera aunque el mismísimo Venalitor se dispusiera a aniquilarlos.
—¡Formación cerrada! —gritó el duque. Acto seguido levantó la espada en el aire, la enorme hoja refulgió bajo la luz rojiza del amanecer—. ¡Activad los escudos! ¡Luchad sin piedad!
Justo en aquel momento pudo verlos sumidos en el fragor de la batalla, eran enormes figuras con armaduras plateadas que sobresalían como llamaradas blanquecinas. No habían abandonado el flanco derecho por miedo. Habían abandonado sus puestos para perseguir la única victoria que tendrían oportunidad de conseguir en Sarthis Majoris.
Pensaban que conseguirían acabar con él.
El duque Venalitor dejó salir una profunda carcajada. No tenían ni idea de la clase de hombre en la que el Dios de la Sangre lo había convertido. Él había estado junto al Trono de Bronce, se había arrodillado ante la montaña de cráneos. Él había bebido la sangre del mismísimo Khorne. Ningún marine espacial era digno de morir bajo su espada, y aunque supusiera una vergüenza para el arma, los caballeros grises estaban a punto de hacerlo.
Venalitor vio a uno de ellos que avanzaba por el muro y decapitaba a un cultista sin ni siquiera aminorar el paso, acto seguido saltó al suelo y se encaminó hacia el duque.
Venalitor tensó todos y cada uno de los músculos de su enorme cuerpo bendecido por la disformidad, con la esperanza de que, por lo menos, aquel caballero gris fuera un digno adversario.
* * *
En cuanto tocó el suelo, Alaric se vio rodeado por un combate que rugía con furia a su alrededor. Podía oír los gritos de los hermanos de batalla y sentía el calor de las ráfagas bólter del fuego de cobertura.
Cayó directamente sobre un cultista, aplastándolo bajo sus pies. Acto seguido pisó con fuerza en medio de la masa carnosa intentando encontrar un punto de apoyo, y en aquel mismo momento infinidad de criaturas infrahumanas y apestosas se abalanzaron sobre él. Sintió como unas uñas repugnantes intentaban desgarrarle los ojos y arrancarle las placas de la armadura.
Alaric dibujó un inmenso arco en el aire con la hoja de la alabarda. Entonces comenzó a avanzar, y cada nueva estocada dejaba tras de sí varios cuerpos mutilados y agonizantes. Un enorme mutante se abalanzó sobre él intentando aplastarlo con una roca que portaba entre las garras. Una ráfaga de fuego bólter le destrozó la cabeza haciendo que se derrumbara sin vida y cubierto de sangre. Alaric se volvió para ver como Hualvarn seguía apuntando con el arma; las dos bocas del cañón doble del bólter aún humeaban.
De pronto, los cultistas comenzaron a dispersarse. De una patada, Alaric se quitó del medio al último de ellos, cuyo lugar ocupó un guerrero con una armadura negra. Era tan grande como el propio Alaric, casi como una muralla de acero. En una mano portaba un escudo en el que se veía una estrella de ocho puntas, en la otra sostenía una alabarda coronada por una especie de colmillo afilado. Sin previo aviso, el guerrero lanzó una terrible estocada, pero Alaric se revolvió y golpeó el escudo con la empuñadura de la alabarda némesis. Buscó un nuevo punto de apoyo y lanzó una estocada directamente sobre el rostro del guerrero, bajando la hoja en el último momento para hendirla directamente entre el cuello y el pecho.
La sangre comenzó a salir a borbotones y el guerrero cayó de rodillas. Inesperadamente, de la nada aparecieron unas figuras que formaron un círculo a su alrededor.
Alaric se abalanzó sobre ellos. Sabía que era su única oportunidad. Aquel planeta no podría resistir mucho más. Si la horda del Caos seguía avanzando bajo el mando de aquel guerrero, Sarthis Majoris estaría condenado.
Los dioses habían considerado oportuno enviar a aquel planeta a un paladín tan poderoso que Alaric se estaba viendo obligado a retroceder. La armadura que portaba era tremendamente compleja, repleta de imágenes de cráneos que se amontonaban alrededor de un trono ardiente. El rostro de aquel paladín era la imagen misma de la arrogancia, un rostro pálido y perfecto con los ojos como dos diamantes negros.
—¡Dejadnos solos! —gritó el guerrero. Los soldados que había a su alrededor dieron un paso atrás, abriendo un círculo lo suficientemente grande como para que ambos combatieran cuerpo a cuerpo.
Alaric adoptó una postura defensiva mientras mantenía los ojos fijos en el arma de su contrincante.
—Un caballero gris —dijo el guerrero, esbozando una sonrisa—. Parece que Khorne se ha mostrado magnánimo. Tendría que dar las gracias a la disformidad porque el emperador cadáver haya enviado a uno de sus cazadores de demonios a morir bajo mi espada.
—Entonces permíteme que te ayude a devolverle el favor —contestó Alaric. Aquellas palabras salieron de su boca, pero sonaron como las de un extraño—, pues muy pronto verás a tu dios cara a cara.
El guerrero esbozó una sonrisa mostrando una hilera de colmillos negros y afilados. Acto seguido se inclinó hacia adelante y lanzó una estocada, convirtiendo la espada en un relámpago que crepitó sobre Alaric.
El caballero gris esquivó el golpe, y el duelo dio comienzo. Aquel paladín no sólo quería sangre. La sangre era recompensa suficiente para la escoria que había muerto a los pies de la fortificación, pero no para el líder de la horda del Caos. Aquel caballero quería demostrar que era el más fuerte. Ésa era la única razón de su existencia. La victoria de aquel paladín sería un tributo para Khorne, el Dios de la Sangre.
También era la única oportunidad de sobrevivir que le quedaba a Alaric. Si aquel guerrero quería un duelo, eso era lo que iba a tener.
El caballero gris comenzó a hacer girar la alabarda más rápido de lo que cualquier hombre sería capaz de hacer mientras mantenía la mirada fija sobre su adversario. A modo de respuesta, la compleja armadura del guerrero se abrió como una flor ensangrentada, dejando salir una masa de tentáculos repugnantes que se extendieron en dirección a Alaric. El caballero gris los seccionó con la alabarda justo a tiempo para evitar la estocada del guerrero, cuya hoja se clavó en el suelo helado. Inmediatamente, Alaric se vio atrapado por más tentáculos que lo levantaron en el aire. Con un tremendo esfuerzo, consiguió liberar el brazo en el que llevaba montado el bólter de asalto y apuntó directamente hacia el rostro del paladín, que se mantenía impasible ante la certeza de la victoria.
Justo en aquel momento, el guerrero lo lanzó contra el suelo. Alaric golpeó con fuerza la superficie helada aplastando bajo su peso a varios cultistas muertos. Con una mano comenzó a buscar un punto de apoyo mientras con la otra buscaba casi a ciegas la alabarda.
Su campo de visión se había convertido en una nube difusa. Estaba aturdido, pero seguía vivo. Acabar con un caballero gris requería una tremenda cantidad de fuerza. Mientras le quedara un mínimo hilo de vida y un arma en la mano, la victoria aún sería posible.
Los cadáveres que había a su alrededor comenzaron a moverse. El que tenía más cerca reventó provocando una lluvia de sangre carmesí. En seguida los demás cuerpos empezaron a hacer lo mismo, hundiendo a Alaric en un pantano de sangre.
El paladín soltó una carcajada. La sangre seguía manando de los cuerpos sin vida y formando bloques de hielo rojizo que se derretían bajo el calor del combate. Aquella masa sangrienta pareció formar una especie de escalinata, y el paladín comenzó a ascender por ella deteniéndose para agarrar a Alaric por el cuello y levantarlo en el aire como si fuera un animal a punto de ser sacrificado. El guerrero mantenía la espada en la otra mano, dispuesto a atravesar el cuerpo del caballero gris, ofreciendo así un sacrificio al dios Khorne esparciendo las entrañas de Alaric por todo el campo de batalla.
Alaric consiguió lanzar una patada que hizo retroceder al guerrero, lo que aprovechó para retorcer el puño de su enemigo hasta conseguir liberarse. El caballero gris fue a caer en la plataforma de sangre que se había formado bajo los pies de ambos contrincantes y que seguía elevándose sobre el valle. Durante un instante pudo ver la masa negra de cultistas que estaban tomando el flanco derecho de la línea, la posición que los caballeros grises habían abandonado. Todas las defensas se estaban derrumbando y los soldados de Hathran estaban siendo masacrados. Alaric los había sacrificado a todos ellos para tener una única oportunidad de hacerse con la victoria. Acabar con aquel paladín era un deber para con ellos tanto como lo era para con el Emperador.
Se puso en pie con la alabarda en la mano. El paladín se limpió el rostro, manchado por la sangre de un corte que el caballero gris le había hecho, y lo miró directamente a los ojos.
—El duque Venalitor siempre venga sus injurias —espetó el guerrero.
—Un caballero gris siempre venga las ofensas contra el Imperio.
La espada y la alabarda refulgieron al mismo tiempo. Sobre el campo de batalla, en la plataforma de sangre, el duque Venalitor y el juez Alaric se enfrentaron en un duelo tan intenso y vertiginoso que los pocos ojos que pudieron contemplarlo desde las almenas resultaron incapaces de distinguir nada en medio de la confusión y de la nebulosa de estocadas. Unos tentáculos ensangrentados agarraron a Alaric por el tobillo y lo lanzaron contra el suelo de la plataforma; en respuesta, el caballero gris lanzó una patada que hizo retroceder a Venalitor casi hasta el borde de la superficie. La armadura de Alaric estaba cubierta de golpes y cortes, algunos de ellos tan profundos que habían conseguido desgarrarle la carne. El caballero gris lanzaba una estocada tras otra, pero el paladín del Caos las esquivaba una y otra vez.
Alaric lanzó un golpe directamente hacia el corazón de su adversario, pero Venalitor lo esquivó y agarró la empuñadura de la alabarda con una mano, tiró de Alaric hacia adelante y clavó el codo en la nuca del caballero gris con tal fuerza que el mundo se volvió negro por un instante. Cuando Alaric recuperó la visión, se vio pendiendo en el aire directamente frente al rostro de Venalitor.
El marine espacial extendió un brazo intentando hundir los dedos en los ojos del guerrero. Sintió como la mano penetraba en la masa de gusanos sangrientos y repugnantes que constituían el rostro de Venalitor, que de algún modo consiguió esbozar una leve sonrisa mientras lanzaba a Alaric contra el suelo.
El caballero gris se precipitó al vacío, hacia el terreno helado sobre el que antes se había dispuesto la línea defensiva. Un instante antes de estrellarse, Alaric se dio cuenta de que no iba a caer sobre una superficie sólida, sino sobre una montaña de soldados de Hathran muertos y congelados.
Los cuerpos sin vida que se habían ido acumulando durante semanas se estremecieron bajo su peso. La enorme armadura del caballero gris abrió un cráter en el hielo rojizo y ennegrecido.
Un dolor insoportable se apoderó de él cuando golpeó con la cabeza directamente sobre el cuerpo helado de un soldado, duro como la roca. Sarthis Majoris parecía estar ahora muy, muy lejos. Las voces que Alaric oía dentro de su cabeza parecían provenir de otro planeta, de una dimensión diferente, lo que sólo podía significar que había perforado la tierra hasta caer en uno de los infiernos donde, según el Credo Imperial, ardían los pecadores.
La realidad se esfumaba. El dolor que se había extendido por todo su cuerpo, una sensación de sobra conocida para cualquier caballero gris, también parecía estar evaporándose. Alaric deseó que aquella sensación regresara sólo para sentir que seguía vivo. El mundo, tal y como él lo veía en aquel momento, era una visión oscura y distante. El amanecer estaba desangrándose para dejar aquel valle sumido en la más absoluta oscuridad. Algo en su interior le recordó a Alaric que aquélla no era la manera en la que debía morir, que debía buscar algo más, pero era una visión que se escabullía cada vez que su mente intentaba concentrarse en ella.
Asumió que aquel grito de desesperación sería lo último que oiría en su vida. Fue un grito entonado por miles de gargantas al mismo tiempo, un grito tan profundo que hizo enmudecer el ruido de los disparos y el fragor de la batalla.
Era el sonido de Hathran, un cántico funerario. Alaric oyó cómo se elevaba por encima de la pila de cadáveres sobre la que él mismo yacía.
Los soldados de Hathran estaban entonando su propio canto del cisne. Sabían que iban a morir. Lo sabían porque habían visto a un marine espacial, a un guerrero del Emperador, derrotado y lanzado al vacío por un paladín del Dios de la Sangre.
—No —acertó a musitar Alaric—. No será aquí ni ahora.
Sarthis Majoris volvió a aparecer ante sus ojos. Alaric yacía sobre un montón de cadáveres destrozados y congelados. Miró a su alrededor buscando la alabarda y vio que había caído de punta, clavada en el suelo a poca distancia de donde él se encontraba. Consiguió ponerse de rodillas. Estaba decidido a recuperar el arma y seguir luchando, pues aquél era el único camino hacia la victoria, por muy pocas probabilidades que tuviera de alcanzarla.
De pronto sintió un enorme peso que le cayó sobre la espalda y lo lanzó boca abajo contra el suelo. Luchó con todas sus fuerzas por darse la vuelta hasta que por fin la presión disminuyó ligeramente. Alaric consiguió volverse un instante antes de que el peso cayera de nuevo sobre él.
El duque Venalitor había posado un pie sobre la espalda de Alaric, como un cazador que se alzaba victorioso sobre su presa. La magnitud de la arrogancia del duque era tal que incluso los cadáveres se estremecían ante su presencia, la sangre que aún manaba de ellos se derretía y hervía ante el paladín del Caos. Pequeños regueros de sangre parecían brotar de esos mismos cadáveres para lamer las botas de su armadura como lenguas aduladoras. Venalitor tenía el poder de dominar la sangre, incluso la de sus enemigos, tal era el aprecio que le profesaba el Dios de la Sangre.
—Mi señor Khorne tiene un plan para ti —dijo Venalitor con una leve sonrisa en el rostro. Acto seguido señaló hacia los cadáveres de los soldados de Hathran que se amontonaban detrás de él—. La mayoría de ellos no son más que abono. En estos momentos, la humanidad no puede ofrecerme más que un mero entretenimiento. Pero tú, caballero gris, puedes ofrecerle al Dios de la Sangre algo mucho mejor.
Venalitor levantó una mano y la sangre que goteaba entre las juntas de la armadura cayó sobre el rostro de Alaric. El caballero gris trató de agarrarle la pierna para hacerle perder el equilibrio, pero toda su fuerza había desaparecido. Sintió como los ojos se le llenaban de sangre y su visión se oscurecía.
Un tremendo dolor se apoderó del cuerpo de Alaric cuando Venalitor comenzó a extraer la esencia misma de la vida del caballero gris, cuyo sentido del orgullo no le impidió lanzar un terrible alarido.