DOS

DOS

—¡Detecto movimiento! —gritó uno de los centinelas—. ¡A unos dos kilómetros hacia el oeste!

Los soldados de Hathran que estaban junto al muro corrieron a ocupar sus puestos escudriñando el horizonte bajo la claridad del amanecer. La luz descendía por las laderas del valle formando una película fina y acuosa que tiñó el hielo de los altísimos picos con un brillo dorado. Hacia el sur, el fondo del valle seguía sumido en la oscuridad agonizante de la noche.

—Ya los veo —dijo el oficial al mando desde el puesto de vigía.

Había extraído unos prismáticos del bolsillo del abrigo y ahora observaba la superficie del valle. Pudo ver unas figuras moviéndose entre las sombras, retorciéndose sobre la ladera de la montaña. Ningún humano podría moverse de esa manera, especialmente si iba casi desnudo y protegido tan sólo por su propia piel andrajosa.

—¿Se acerca el momento? —preguntó un auxiliar de artillería que se apoyaba sobre el cañón automático.

—Puede que éste sea otro gran sacrificio —dijo otro.

Casi todos los soldados de Hathran pensaban que los ataques del Caos sufridos hasta aquel momento no habían sido más que sacrificios de cultistas y mutantes, enviados a morir bajo el poder de las armas imperiales con el único fin de llenar todo aquel valle de sangre y satisfacer así a los Dioses del Caos. Unos pocos, de manera más prosaica, pensaban que la intención del enemigo era agotar la munición de las tropas de Hathran. Sin embargo, todos ellos estaban convencidos de que se avecinaba un ataque; entre la tropa se había extendido el rumor de que una enorme fuerza del Caos se estaba agrupando en la Colina Blanca.

—¡A las armas! ¡Todo el mundo a sus puestos! —gritaron los oficiales.

Los soldados comenzaron a apostarse entre las almenas. Los pocos que aún estaban durmiendo saltaron de las literas y emergieron a la fría luz del amanecer al tiempo que se cubrían el rostro con las bufandas. Su aliento formaba unas densas nubes de vapor que se alzaban sobre las almenas.

Hasta aquel momento, todos los ataques se habían producido de noche. El enemigo había lanzado contra ellos a miles y miles de hombres. Era más fácil llamarlos simplemente «hombres». Los oficiales, por el contrario, se referían a ellos como «cultistas», un término muy útil para referirse a los mutantes, herejes y dementes que formaban el grueso de las fuerzas del Caos. Los cuerpos sin vida de esos enemigos, rígidos y helados, aparecían como manchas de color rojo oscuro semienterradas por las últimas nevadas. Algunos de aquellos cadáveres eran de seres enloquecidos que murieron gritando y maldiciendo en lenguas infrahumanas. Otros no eran más que figuras retorcidas que en algún tiempo lejano fueron seres humanos, antes de que les arrancaran la piel y la volvieran a colocar hecha jirones sobre sus cuerpos húmedos y rojizos. Algunos incluso consiguieron llegar hasta los muros; los heridos del búnker médico y el montón de cuerpos apilados en el flanco norte de la fortificación daban cuenta de ello.

Varios de los ataques habían venido precedidos por un relámpago carmesí caído del cielo, un destello que convertía a los hombres en un montón de carne chamuscada. En ocasiones, los propios soldados de Hathran perdían la cordura y comenzaban a matar a sus camaradas. Nadie sabía si se trataba de algún tipo de hechicería o si simplemente era la psicosis del combate. Muchas de las patrullas enviadas para localizar el enemigo no regresaron jamás; en el mejor de los casos, alguno de sus miembros había conseguido arrastrarse de vuelta a la fortaleza, quemado, mutilado o pérdida la razón. El enemigo quería a las tropas de Hathran abatidas y agotadas, quería que se postraran de rodillas, quería que los hombres quedaran exhaustos y las armas inservibles.

Ya había habido suficientes muertes triviales. Ahora los dioses querían un espectáculo.

—¡Usted! —gritó el coronel Dal’Tharken al oficial que tenía más cerca mientras se encaminaba hacia el centro de mando—. ¡Envíe algunos hombres a ese puesto de artillería! ¡Y que los artilleros revisen el cañón! Ese maldito trasto se encasquilla cada tres disparos.

Los soldados corrían de un lado a otro para ocupar sus puestos, algunos de ellos se dirigían hacia los tanques cubiertos de hielo que aguardaban al final de la línea. Aquél era un regimiento de caballería, pero la mayor parte del combustible se había congelado en el interior de los motores de los tanques Leman Russ, y los pocos que aún estaban operativos permanecían semienterrados en el hielo, funcionando como cañones fijos.

—Coronel —lo llamó Alaric mientras se abría paso entre los soldados que se movían por las almenas—. ¿Dónde nos necesitan?

—Encarguense del flanco derecho —indicó el coronel. Lo cierto era que aquel oficial no tenía autoridad para dar órdenes a los caballeros grises, pues eran representantes directos de la Inquisición, pero en aquellos momentos, el protocolo era menos importante que el plan de combate—. Si consiguen colocar explosivos entre el búnker médico y la ladera del valle, podrían abrir una brecha. Ahí es donde tendrán que detenerlos. —Repentinamente, los rasgos de aquel hombre parecieron cobrar algo más de humanidad—. Buena suerte, juez —dijo. El coronel Dal’Tharken era uno de los pocos soldados de Hathran que tenía alguna idea de quiénes eran los Caballeros Grises y por qué estaban en Sarthis Majoris.

—El Emperador está con nosotros —contestó Alaric. Acto seguido se dio la vuelta y se dirigió hacia donde aguardaban sus hombres.

* * *

Los caballeros grises ya estaban en posición. El búnker médico, situado en el flanco derecho de la línea, estaba coronado por un conjunto de almenas que hacían que pareciera la mandíbula de un enorme dragón de piedra, aunque a pesar de su aspecto amenazante era el punto más débil de toda la fortificación. El enemigo, hostigado por el fuego de artillería de Hathran, buscaría refugio en aquella zona, y antes o después algún cultista lanzaría una carga de demolición o un puñado de granadas en el sitio adecuado, haciendo saltar el hielo por los aires y abriendo un orificio en el muro lo suficientemente grande como para que las tropas enemigas comenzaran a entrar. Entonces, la línea sería rodeada y todos aquellos que la defendían morirían sin remedio.

Pero los caballeros grises estaban allí. En lo que a los soldados de Hathran se refería, nada podría acabar con ellos mientras quedara un solo marine espacial con vida para luchar a su lado.

—No se trata de un sacrificio más —dijo el hermano Visical—. ¡Parece que están esperando!

—No por mucho tiempo —contestó Alaric—. El enemigo no es tan paciente. Atacarán aquí y ahora.

—Juez —intervino Thane—. Se trata del Dios de la Sangre, ¿verdad?

Alaric miró al miembro más joven de la escuadra. Thane estaba en lo cierto. Los símbolos, los cánticos, la desesperación demente de la muerte, la sangre; todo indicaba que la mano del Dios de la Sangre se había posado sobre Sarthis Majoris. Sin embargo, eran muchos los caballeros grises que habían encontrado la muerte por pensar que conocían a su enemigo lo suficiente, y Alaric estaba decidido a no ser uno de ellos.

—El Caos tiene infinidad de rostros —replicó Alaric—. No sabremos de cuál se trata hasta que lo miremos directamente a los ojos.

—Blindados —anunció Hualvarn mientras señalaba hacia la oscuridad que aún cubría el extremo sur del valle. La gélida luz del sol empezaba a bañar las crestas cubiertas de nieve. Cuando Alaric miró hacia donde Hualvarn señalaba, vio varios vehículos corroídos y cubiertos de tentáculos que avanzaban entre la oscuridad agonizante como antiguas criaturas abisales.

—Ha llegado el momento —dijo Alaric—. ¿Thane?

—«Yo soy el martillo —comenzó a recitar el hermano Thane. En la escuadra de Alaric eran los reclutas más jóvenes los que lideraban las oraciones—. Soy la punta de Su lanza, soy el guante que protege Su mano…»

El murmullo de la oración comenzó a mezclarse con el silbido del viento que azotaba las líneas imperiales. Los soldados de Hathran también empezaron a recitar las viejas oraciones de guerra de su tierra natal, un mundo de interminables praderas y cielos violeta.

Como respuesta a esas voces, el cielo que se alzaba sobre sus cabezas se tiñó de púrpura, después se volvió negro y más tarde carmesí. Las nubes, empapadas de sangre, se apostaron sobre el valle inundándolo con un resplandor rojo oscuro, el color de la sangre seca. Los picos de las montañas parecían haberse vuelto escarlata. De pronto se produjo un brillante destello y, por un instante, Alaric pudo ver el extremo sur del valle: había marañas de miembros retorcidos, extraños artefactos que parecían arañas de metal oxidado y una enorme torre hecha de sangre helada sobre la que se alzaba una figura con armadura. A pesar de lo fugaz, aquella visión transmitió una idea de lo infinito y arrogante del mal que albergaba.

Incluso el viento cambió de dirección. Comenzó a azotar las almenas con fuerza, llevando consigo palabras pronunciadas en una lengua que abrasaba los oídos.

—Están rezando —apuntó Hualvarn.

—Eso no es una oración —contestó Dvorn con un tono sombrío—. Es una súplica. Quieren que su dios los vea morir.

Las oraciones de los soldados de Hathran se alzaron para contrarrestar el murmullo de los herejes. La voz de Thane también comenzó a oírse más y más alto a medida que el viento golpeaba las líneas imperiales con las blasfemias emitidas por el enemigo. El aire ya no estaba tan frío, apestaba a sudor y a sangre seca, mientras la oscuridad moría poco a poco.

La horda del Caos contaba con miles y miles de efectivos. Seres deformes y dementes, muchos de ellos protegidos solamente por sus repugnantes pieles. Algunos portaban armas o cuchillos mientras que otros blandían los ensangrentados huesos de sus dedos afilados como navajas. Alaric pudo ver una máquina de guerra que se movía entre las tropas enemigas. Un armazón oxidado que se apoyaba sobre cuatro patas y caminaba por la nieve como una enorme araña metálica. Sobre la masa que formaban las tropas se alzaba una serie de estandartes con cráneos pintados sobre jirones de piel desgarrada y decorados con oraciones escritas con sangre. También había mutantes, criaturas el doble de altas que una persona normal que avanzaban a la cabeza. De sus torsos sobresalían puntas de acero de las que pendían las cabezas y las manos de los soldados de Hathran que habían masacrado. Aquellos trofeos andantes se movían como ganado, hostigados por los cultistas que los controlaban.

La sangre que manaba de los miles de cortes que aquellos seres se infligían a sí mismos formaba ríos que discurrían por las laderas del valle. Era como si toda la garganta fuera una herida enorme y sanguinolenta, como si aquel ejército del Caos quisiera ahogar en sangre a los soldados de Hathran hasta hacerles perder la cabeza. El sol de Sarthis Majoris luchaba por abrirse paso entre las nubes, librando su propia batalla contra un cielo salpicado de criaturas aladas que volaban en círculos.

—«Nosotros somos Su escudo y Él es nuestra armadura —continuó Thane—. Nosotros somos Su voz y Él es el fuego que alimenta nuestra devoción. Nosotros luchamos Sus batallas así como Él luchará la batalla del final de los tiempos, y será entonces cuando nos unamos a Él, pues el deber no termina con la muerte».

Los soldados de Hathran estaban tomando posiciones de disparo a lo largo de toda la línea. Los artilleros hicieron girar el cañón para apuntar directamente hacia el grueso de la horda enemiga; infinidad de carámbanos de hielo comenzaron a desprenderse de la enorme pieza de artillería.

—¡Bengalas fuera! —gritó uno de los oficiales.

Acto seguido, varias bengalas fueron disparadas para aterrizar en la franja de terreno que separaba la línea imperial del ejército del Caos. Unas brillantes nubes de humo verde y rojo empezaron a diluirse en el aire, marcando el alcance máximo de los rifles láser e indicando el punto que ningún enemigo podría sobrepasar sin que cayera sobre él una densa lluvia de disparos.

Él cañón de batalla abrió luego. El retroceso hizo que la enorme pieza temblara sobre el afuste. Toda la fortaleza se estremeció. Placas enteras de hielo se desprendieron de las laderas de la montaña. A pesar de llevar ya varias semanas en el frente, los soldados de Hathran aún temblaban al oír aquel terrible sonido. Una enorme lengua de nieve grisácea y fragmentos de roca se abalanzó sobre las tropas enemigas, llevándose consigo un buen número de cuerpos y provocando una onda expansiva que derribó a numerosos cultistas. A pesar de todo, el enemigo siguió moviéndose cada vez más rápido; las líneas de vanguardia ya avanzaban casi a la carrera.

Alaric ocupó su puesto entre las almenas. El hermano Hualvarn estaba junto a él. Si Alaric caía, Hualvarn quedaría al mando de la escuadra, y el propio juez no podía pensar en nadie mejor para tener al lado en una batalla.

—Se están acercando —dijo—. Debemos impedir que sigan avanzando, tendremos que enfrentarnos a ellos cara a cara. Visical, eso significa que necesitaremos una gran potencia de fuego.

—Será todo un honor, señor —contestó Visical.

La llama de ignición del incinerador temblaba insistentemente, lista para inflamar el promethium que llenaba los depósitos del arma. Visical había bendecido el combustible aquella misma noche, y había suplicado al Emperador que manifestara Su voluntad a través de las llamas sagradas. El fuego quemaría la carne del enemigo, pero la fe le incendiaría el alma, y era precisamente la fe lo que constituía el arma reglamentaria de los Caballeros Grises.

Las tropas enemigas estaban cada vez más cerca. El hedor que las acompañaba era repugnante. En aquel momento, la torre de sangre congelada también se hizo visible, se estaba desdoblando como una enorme mandíbula para formar una escalinata. Un hombre enfundado en una armadura negra con ribetes rojos comenzó a descender por ella. Sostenía con ambas manos una enorme espada cuya hoja era tan alta como él. Se trataba de una figura noble y arrogante, con un rostro tan pálido y angulosamente hermoso que parecía tallado en el hielo más puro. Aquel guerrero era tan alto como un marine espacial, y lo rodeaba un aire de crueldad y de supremacía que hacía que resultara difícil no arrodillarse ante él. La masa del ejercito del Caos se separó para abrirle paso, formando a su alrededor un cinturón de guerreros enormes con armaduras enrojecidas por el óxido. La torre aún estaba muy lejos del alcance de las armas láser; el refugio del señor del Caos se alzaba imponente como una atalaya sobre la horda enemiga.

—¿Puede verlo? —preguntó Hualvarn.

—Sí —contestó Alaric.

—Es demasiado para los soldados de Hathran —afirmó Dvorn—. Tendremos que ocuparnos nosotros.

—Por el momento, Dvorn, los ayudaremos a defender la posición.

Las tropas del Caos llegaron a la primera línea de bengalas. A esa distancia, Alaric podía distinguir los rostros de los enemigos, rostros deformados por las cicatrices y cubiertos de sangre, o simplemente tan llenos de odio que resultaba imposible percibir en ellos el más mínimo rasgo de humanidad.

—¡Fuego! —gritó el coronel.

De pronto, el espacio que separaba la fortificación de las tropas enemigas se cubrió de fuego láser. Las primeras líneas de cultistas quedaron diezmadas, los láseres imperiales cercenaron cientos de miembros y destrozaron cuerpos deformes. Pronto empezaron a aparecer columnas de vapor sobre los puntos en los que el hielo y la nieve comenzaban a derretirse. El estruendo era terrible, como si la realidad misma se estremeciera bajo aquella explosión de furia. El cañón de batalla abrió fuego de nuevo, pero esta vez el sonido de la detonación quedó ahogado por el estruendo de los miles de disparos láser. La explosión de humo y carne quemada que produjo entre las líneas enemigas no fue más que un signo de puntuación en medio de aquella matanza.

Alaric levantó su arma y abrió fuego. Los caballeros grises que estaban junto a él hicieron lo mismo. La puntería de los marines espaciales era excelente, estaban entrenados para seleccionar entre la confusión las cabezas y los torsos de los enemigos y lanzar sobre ellos una lluvia de proyectiles explosivos. Cada vez que un proyectil hacía blanco, estallaba en una pequeña nube de sangre y de fragmentos de hueso. Alaric abrió fuego de nuevo, destrozando por completo a otro cultista. Los caballeros grises consiguieron abrir un enorme hueco en las líneas enemigas, y muy pronto los cultistas se vieron caminando sobre los cuerpos sin vida de sus camaradas.

Sin embargo, las líneas de vanguardia estaban pensadas para que fueran carne de cañón para la artillería imperial. La verdadera fuerza del ejército del Caos residía en las líneas que avanzaban detrás, de esta manera los soldados de Hathran se verían obligados a desperdiciar energías y munición matando a la escoria que avanzaba en primer lugar.

La marea enemiga estaba cada vez más cerca. El ritmo se volvió frenético, cada segundo cientos de dedos apretaban los gatillos para lanzar una lluvia de fuego sobre los hombres que avanzaban hacia la fortificación. De pronto, una máquina de guerra se alzó en medio de aquella cortina de fuego y comenzó a disparar los cañones mientras los láseres imperiales caían sobre ella formando inmensas nubes de chispas.

—¡Visical! ¡Están a tiro! —gritó Alaric, confiando en que el sistema de comunicaciones de la escuadra fuera capaz de transmitir el mensaje en medio de aquella confusión.

El hermano Visical se apoyó sobre una almena y apuntó con el incinerador hacia la escarpada pendiente que llevaba hasta la base de los muros.

El ejército enemigo avanzaba a gran velocidad y muchos de los cultistas estaban heridos o abrasados por el fuego bólter, pero el número de enemigos aún se contaba por miles. Tenían las manos y los pies ensangrentados de caminar sobre el hielo. Infinidad de brazos pálidos y medio congelados comenzaron a aparecer entre los ropajes intentando encontrar un punto de apoyo que les permitiera escalar el muro. Los cultistas que carecían de piel, mucho más ágiles, se movían y saltaban entre los demás como si fueran insectos.

Alaric consiguió mirar a uno de ellos directamente a los ojos. Su mirada era vacía y carente de vida. No les quedaba nada de humano.

A lo largo de toda la línea imperial, en medio de un millón de alaridos simultáneos, el ejército del Dios de la Sangre alcanzó el muro.