UNO
El suelo y los muros del búnker médico estaban pintados de color verde, por lo que la sangre que goteaba de las camillas parecía formar charcos de agua oscura.
—Está en la parte de atrás —dijo la médico. Tenía el rostro sombrío y cansado, pero mantenía los ojos alerta.
—Debemos darnos prisa —declaró el coronel Dal’Tharken.
La mujer guio al coronel entre las hileras de camillas sobre las que se retorcían hombres semiinconscientes a causa de los sedantes; muchos se contraían de dolor mientras los médicos les trataban las heridas. Conforme el coronel pasaba a su lado, algunos conseguían inclinar la cabeza o incluso hacer un saludo; él les devolvía el gesto con la mirada. Sin embargo, casi todos los que aún estaban conscientes fijaron la vista en el hombre que seguía al coronel. Se trataba de una figura enorme con una armadura de color gris plomizo, una visión que los soldados de Hathran jamás habían contemplado antes de llegar a aquel mundo. De hecho, muy pocos de ellos habían visto tan de cerca a alguien así. Su presencia parecía ocupar el poco espacio libre que quedaba en el búnker.
—Tres de ellos consiguieron llegar —continuó la médico mientras lanzaba una mirada de curiosidad a la enorme figura que caminaba detrás del coronel—. Uno ha sobrevivido pero hemos tenido que quemar a los otros dos. —Hablaba con un tono conciso y eficiente, como si toda la compasión que una vez pudo albergar, se hubiera desvanecido.
El coronel Dal’Tharken ni siquiera se molestó en preguntar por el estado del herido. En la parte trasera del búnker había una última hilera de camillas protegidas por una malla contra insectos, inútil en el clima ártico de Sarthis Majoris pero suficiente para crear una barrera entre los que se estaban recuperando y los gemidos de los heridos más graves, aquellos que aún no se habían dado cuenta de que ya estaban muertos. El único superviviente de la patrulla iba a morir, y pronto.
—Por si sirve de algo, debo decirle que no está en condiciones de hablar —continuó la mujer.
—¿Está consciente?
—A ratos.
—Eso será suficiente.
La medico apartó la gasa que cubría una de las camas. Un fuerte olor a carne y a pelo chamuscados se apropió del ambiente.
—Maldito sea el Trono Dorado —soltó el soldado que yacía en la cama—. Debo de estar muy mal.
—¿Soldado Slohane?
—Sí, señor.
—Coronel Dal’Tharken.
—Disculpe que no lo salude, señor.
El soldado Slohane había perdido prácticamente toda la mandíbula inferior, que los médicos habían sustituido por una prótesis temporal que apenas le permitía hablar. La mitad de su rostro estaba en carne viva. Los facultativos le habían desgarrado la ropa reglamentaria para descubrir una enorme herida que le había destrozado el pecho. Se la habían cubierto con una capa transparente de gelopiel para intentar detener la hemorragia, pero ésta era demasiado grave como para poder salvarlo. La sangre había empapado la camilla y goteaba sobre el suelo. Aunque sus órganos resistieran, Slohane había perdido tanta sangre que era imposible que sobreviviera.
Los ojos del soldado se fijaron en la figura que había detrás del coronel. Le resultaba casi imposible enfocar la visión, como si los muros del búnker fueran demasiado pequeños para contener aquella enorme silueta. Slohane consiguió esbozar una sonrisa con lo poco que le quedaba de la boca.
—Usted… Jamás imaginé que llegaría a ver a uno de ustedes en persona, un marine espacial… Cuando… cuando era niño pensaba que no eran más que una leyenda.
El juez Alaric dio un paso adelante. Con la servoarmadura era el doble de grande que cualquier hombre normal. Se trataba de una armadura de acero ornamentado decorada con textos devotos tallados en letras doradas. En una de las dos enormes hombreras lucía un escudo heráldico negro y rojo con una única y rutilante estrella. La otra hombrera estaba decorada con el símbolo del libro y la espada. En aquel momento, Alaric no llevaba el casco, y su rostro parecía casi demasiado humano para el tamaño y la ornamentación de la armadura, incluso a pesar de las numerosas cicatrices y de la placa de metal que le cubría la frente. En una mano empuñaba la alabarda, un arma tan grande que la punta de la hoja arañaba el techo del búnker. En la otra llevaba un bólter de asalto de cañón doble montado sobre el antebrazo de la armadura.
—Olvídese de las leyendas —replicó Alaric con un tono desabrido—. Estamos aquí por la misma razón que ustedes, para salvar este mundo.
—¿Qué es lo que han visto, soldado? —preguntó el coronel.
Slohane se arqueó ligeramente y comenzó a toser. La masa viscosa de los pulmones era visible a través de la enorme herida que tenía en el pecho.
—Salimos seis de nosotros. El capitán dijo que nos dirigíamos… hacia la ruta sur y que debíamos alcanzar las colinas antes del anochecer. Debió de haberse producido una avalancha el día anterior; la ruta estaba bloqueada y tuvimos que rodear la Colina Blanca. —Slohane miró al coronel—. Debimos haber dado la vuelta.
La médico cogió una serie de lectura que acababan de salir del cogitador de monitorización. Acto seguido miró al coronel; los signos vitales indicaban que a Slohane le quedaba poco tiempo.
—Continúe, soldado —lo apremió Dal’Tharken.
—De pronto… empezaron a salir del suelo —siguió Slohane. Tenía la mirada perdida en el techo, su mente estaba demasiado confusa como para concentrarse en algo real—. Infinidad de rostros y manos… Empezaron a gritar, hubo disparos. El capitán murió. Tuvimos que abandonarlo allí, derritiéndose sobre el suelo. Tollen perdió los nervios y comenzó a disparar, yo salí corriendo, señor, escapé de allí tan rápido como pude.
—¿Y qué ocurrió después?
—Corrí hacia la cresta de la colina. Era como si estuviera ardiendo, esas cosas negras avanzaban por la nieve detrás de mí. Cuando llegué a la cima, seguí disparando. El maldito láser estaba al rojo vivo. Acto seguido empecé a descender por el otro lado tan rápido como pude. Tan sólo miré atrás una única vez.
Alaric se colocó junto al coronel y se agachó para quedar a la altura de un hombre normal.
—¿Qué es lo que vio?
La mirada de Slohane se perdió en el vacío y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Había millones de ellos —afirmó—. Millones, subiendo por una de las caras de la Colina Blanca.
—¿Hombres? —preguntó Alaric.
—Hombres —asintió Slohane—, y seres. Seres enormes, monstruos. Esperando como animales a las puertas del matadero. Entonces, las nubes se dispersaron y pude ver la luz de las estrellas; todo el valle estaba cubierto de sangre. Los arroyos de las montañas se habían descongelado y descendían como ríos de color rojo. Los oía gritar. Aquel lenguaje no era humano. Eran palabras salidas directamente de la disformidad.
—¿Tenían artillería? —preguntó el coronel—. ¿Armaduras?
—No lo sé —contestó Slohane—. Pero también había monstruos en el aire, seres alados. Y una torre… de la que salía una luz roja… Él también estaba allí, como un rey.
—¿Quién? —preguntó Alaric mientras inclinaba la cabeza para ponerse directamente frente a Slohane—. ¿A quién vio?
Slohane intentó contestar, pero sus palabras se convirtieron en un grito de dolor. Una lágrima de sangre brotó del único ojo que le quedaba. La médico dejó las lecturas con los signos vitales y comenzó a accionar los controles del monitor.
—Está inconsciente —les informó—. Está perdiendo más sangre de la que podemos transfundirle. No podrá obtener más información de este hombre.
—La Colina Blanca —dijo el coronel Dal’Tharken—. Justo delante de nuestras malditas narices.
—Sabíamos que eso ocurriría —manifestó Alaric.
—Por desgracia sí. —El coronel Dal’Tharken se volvió hacia la médico y señaló en dirección al cuerpo del soldado, que no dejaba de convulsionarse—. Quémenlo a él también.
—Sí, señor —contestó.
* * *
Alaric se reunió con el resto de la escuadra en la fortificación que se alzaba sobre el búnker médico. Aquella noche estaba siendo más fría de lo habitual y las almenas de rococemento estaban cubiertas de hielo. Pequeñas nubes de vapor emanaban de los refugios de vigía y de los nidos de artillería. Los soldados de Hathran intentaban mantenerse calientes agazapados bajo sus abrigos. Los caballeros grises habían montado guardia a la derecha de aquella línea defensiva, donde el muro del búnker médico llegaba hasta la ladera helada de la montaña. Las demás líneas, que se extendían a lo largo del paso montañoso, estaban controladas por los soldados de Hathran, que aún miraban asombrados a los caballeros grises. Ninguno de ellos sabía exactamente quiénes eran, pero todos habían oído hablar de los marines espaciales, los salvadores de la humanidad, los mejores soldados de la galaxia. Un marine espacial era todo un símbolo del Imperio, un recordatorio de aquello por lo que luchaban.
—¿Alguna noticia, juez? —preguntó el hermano Hualvarn mientras Alaric caminaba con dificultad en medio de la helada que la noche había traído consigo.
—Ya falta poco —contestó Alaric.
—Bien —gruñó el hermano Dvorn.
Dvorn y Hualvarn habían luchado junto a Alaric desde que obtuvo el rango de juez. Si bien Hualvarn era un líder nato, Dvorn era un auténtico guerrero, su arma némesis era un martillo, un tipo de arma muy poco convencional que encajaba a la perfección con la brutalidad del hermano Dvorn. Alaric estaba agradecido de poder contar con ellos en Sarthis Majoris. Y si el testimonio de Slohane tenía algo de cierto, muy pronto iba a necesitar su ayuda.
—¿Sabemos a qué nos enfrentamos? —preguntó el hermano Visical.
—Aún no —contestó Alaric.
—Estoy ansioso por saber de qué se trata —dijo Dvorn.
—No seas demasiado impaciente —le replicó Alaric—. No es bueno. El enemigo debe de haber estado concentrando tropas desde que desembarcamos en este planeta. Según parece, ahora mismo se están concentrando en la Colina Blanca. En estos momentos, el coronel está movilizando a todos los soldados operativos. Falta muy poco. El enemigo no podrá mantener a punto una fuerza tan grande durante mucho tiempo.
—¿Cree que la línea resistirá? —preguntó el hermano Thane. Tanto Thane como Visical habían sido destinados a la escuadra de Alaric para cubrir las bajas sufridas en Chaeroneia.
—Eso no depende de nosotros —respondió Alaric con semblante grave—, sino de la caballería de Hathran. Nosotros les enseñaremos cómo defenderse y lideraremos sus oraciones, pero son ellos quienes soportarán el peso de la batalla.
—No si nosotros llegamos primero —apuntó Visical, esbozando una leve sonrisa. Mientras que Thane había obtenido recientemente la armadura de caballero gris, Visical era todo un veterano. Los guanteletes del marine espacial estaban permanentemente ennegrecidos a causa de las llamas del incinerador, a pesar de que, supuestamente, los ritos de combate debían mantenerlos impolutos—. Así les enseñaremos cómo se hace.
Dvorn asintió con la cabeza como signo de aprobación. Algunos hombres simplemente luchaban así, y Alaric lo sabía; eran capaces de apartar de su mente la posibilidad del fracaso y confiar en su entrenamiento y en su determinación para salir victoriosos. Después de todo, eran caballeros grises, probablemente los mejores guerreros del Imperio, aunque Alaric no podía pensar como ellos.
—Thane, lidera las oraciones —le ordenó Alaric—. Nuestros cuerpos están preparados, pero nuestras almas también deben estarlo.
De pronto, un sonido llegó hasta los oídos del caballero gris. Las voces de la Guardia Imperial, graves y acongojadas, se alzaron como un canto fúnebre entonado por los hijos de Hathran.
* * *
Parecía que el destino había decidido colocar Sarthis Majoris en el camino de la más terrible incursión del Caos desde los tiempos de la Herejía de Horus. Liderada por los paladines de los Dioses del Caos, la Decimotercera Cruzada Negra había emergido de una tormenta de disformidad conocida como el Ojo del Terror. Las primeras campañas cayeron sobre Cadia, y ejércitos imperiales enteros fueron aniquilados al intentar detener la incursión. Sólo el enorme sacrificio de la Armada Imperial pudo impedir que la Cruzada Negra alcanzara el corazón del Segmentum Solar. La Inquisición se vio obligada a tomar decisiones terribles, decisiones que ni siquiera los generales más curtidos habrían podido soportar: reducir a cenizas regimientos enteros tras haber presenciado los expolios perpetrados por el enemigo, sacrificar mundos sólo para detener el avance de las hordas del Caos, traicionar sin cesar a millones de ciudadanos temerosos del Emperador con el único fin de mantener encendida una mínima luz de esperanza. Todo el norte de la galaxia se había movilizado para proteger el corazón del Imperio del avance de la Cruzada Negra.
El Caos siempre significaba demonios. El Ordo Malleus, la rama más misteriosa y beligerante de la Inquisición Imperial, había destinado al Ojo del Terror una cantidad de recursos sin precedentes. Compañías enteras de caballeros grises habían sido enviadas a la zona. El Ojo del Terror requería la práctica totalidad de los cazadores de demonios del Imperio, y con mucha frecuencia los guerreros salían de allí mutilados, dementes o muertos. Pero aun así seguían luchando, pues eso es lo que significaba ser humano: seguir luchando aunque cualquier hombre en su sano juicio supiera que aquella guerra jamás se podría ganar.
Sarthis Majoris proporcionaba combustible a la Armada Imperial. Sus numerosas refinerías transformaban los sedimentos radioactivos de la corteza del planeta en la sangre que daba vida a la flota del Imperio. Quizá fuera ésa la razón por la que una armada de navíos del Caos, un puñado de arcaicas naves con forma de dagas viejas y oxidadas, había sido enviada para hacerse con el control del planeta. O quizá fuera porque los millones de colonos que residían en las ciudades refinería constituían un sacrificio muy tentador para los Dioses Oscuros. Fuera como fuere, si el Caos se hacía con el poder de Sarthis Majoris, el ruido de los motores de la flota imperial quedaría silenciado para siempre, y docenas de naves del Caos conseguirían atravesar las defensas del Imperio.
La caballería acorazada de Hathran estaba lo suficientemente cerca como para llegar a Sarthis Majoris poco después de que las tropas del Caos desembarcaran en las inmediaciones del polo sur. Las primeras reuniones estratégicas informaron de que si las tropas del Caos seguían avanzando en dirección norte, ambos ejércitos entrarían en contacto en el paso helado de las montañas Reliqus. Una vez en esa zona no habría manera de saber cuál de las ciudades refinería sería la primera en ser sacrificada. Había que defender aquel paso a toda costa, ése era el deber de la caballería de Hathran.
Los comandantes imperiales habían solicitado ayuda a todos los emplazamientos cercanos para intentar expulsar al enemigo de Sarthis Majoris. El Ordo Malleus recibió sus peticiones y llevó a cabo diversas adivinaciones astropáticas que confirmaron la presencia de demonios entre las hordas del Caos que habían aterrizado sobre el planeta. En una galaxia perfecta, el Malleus habría enviado ejércitos enteros de marines espaciales y cazadores de demonios para plantar cara a las fuerzas del Caos, pero la galaxia distaba mucho de ser perfecta, y todas esas legiones, junto con sus inquisidores, estaban desperdigadas por los miles de mundos que se encontraban bajo la amenaza de la Cruzada Negra.
La aportación inquisitorial a la defensa de Sarthis Majoris estaba representada por el juez Alaric y por una escuadra de cuatro caballeros grises.