DIECIOCHO

DIECIOCHO

En tiempos pretéritos los hombres construían maravillas, aseguraban tener poder sobre las estrellas y buscaban ser mejores por el bien común. Ahora somos mucho más inteligentes.

Archimagos supremo CRYOL,

Especulaciones sobre la prehistoria imperial

Las reservas energéticas del archimagos Saphentis comenzaban a escasear. Intentaba exprimir hasta el último ápice de su energía y desviarlo hacia sus unidades de autorreparación, tratando de mantener unidas las piezas dañadas mediante campos magnéticos e inundando sus heridas biológicas con agentes coagulantes para mantenerse con vida. Ya no le quedaba mucho tiempo, aunque por otro lado no necesitaba demasiado.

Scraecos estaba protegido por una unidad completa de servidores. A una cierta distancia podían haber aniquilado a Saphentis con fuego láser, pero en el combate cuerpo a cuerpo sus tenazas resultaban muy inferiores a los implantes de combate del archimagos.

Aquél era un fallo de lógica fundamental, y ponía de manifiesto que aquellos servidores estaban controlados por demonios y no por programas de caza. Los implantes augméticos de Saphentis y las subrutinas que los controlaban le otorgaban una ventaja mucho mayor cuando se enfrentaba a enemigos que no se guiaban por parámetros lógicos. Además, ni siquiera tenía que acabar con todos aquellos servidores; tan sólo tenía que pasar a través de ellos.

Saphentis esquivó una de las tenazas y evitó la mordedura de otra, seccionando el brazo de uno de los servidores con su hoja biónica. De pronto, otro servidor se interpuso en su camino como si fuera una cobra preparada para atacar, con su sonda completamente desplegada y lista para hundirse en el cuello del archimagos y absorber su alma. Inmediatamente, Saphentis perforó el pecho de aquella máquina con una de sus sierras.

Si aquellos servidores hubieran mantenido la formación y coordinado sus ataques como verdaderas máquinas al servicio del Omnissiah, Saphentis no habría tenido la más mínima oportunidad. Pero aquellas criaturas actuaban movidas por el Caos, carecían de lógica por propia definición, de modo que Saphentis podía calcular con facilidad cada uno de sus movimientos, acercándose inexorablemente a Scraecos.

Aquel archimagos veneratus tenía el máximo grado de implantes que el Adeptus Mechanicus era capaz de generar, Saphentis lo supo sólo con mirarlo. No cabía ninguna duda de que había sido dotado de la tecnología biomecánica desarrollada por los herejes; un recurso corrupto y maligno pero muy efectivo a corto plazo. Scraecos estaba consiguiendo que los recursos de autorreparación de Saphentis se agotaran poco a poco, limitándose a esperar a que el tecnosacerdote llegara hasta él.

Probablemente Scraecos consiguiera acabar con Saphentis, pero ésa no era la cuestión. La cuestión era que aún quedaba una mínima oportunidad de que Saphentis exterminara al archimagos, y exprimir esa opción hasta las últimas consecuencias era el deber de Saphentis para con su Omnissiah.

Las masas metálicas que hacían las veces de manos de Scraecos refulgían lanzando destellos y chispas azuladas contra el suelo. Con un rápido movimiento, las diferentes sondas que salían de sus extremidades se unieron formando dos látigos de metal que comenzaron a lanzar arcos de energía azulada contra Saphentis.

El tecnosacerdote consiguió esquivar uno de ellos, pero el otro impactó directamente sobre su pecho. Saphentis sintió cómo sus circuitos explotaban en su interior como infinidad de pequeños vasos sanguíneos, la energía eléctrica se extendió por todo su cuerpo y comenzó a abrasar las pocas partes biológicas que le quedaban.

Scraecos se iba aproximando sin dejar de lanzar latigazos eléctricos contra Saphentis aprovechando la lentitud del tecnosacerdote. En comparación con el archimagos, la configuración de Saphentis había quedado obsoleta; su ancestral tecnología mecánica estaba siendo superada por las herejías biológicas que formaban el cuerpo artificial de Scraecos. Finalmente, uno de los látigos eléctricos se enredó en torno al brazo de Saphentis mientras que el otro le rodeó los hombros y la espalda.

A Saphentis lo invadió una clase de dolor que él creía haber olvidado hacía ya mucho tiempo. Los ojos plateados y mortíferos de Scraecos contemplaban impasibles la agonía del tecnosacerdote mientras éste permanecía inmóvil. Scraecos lo estaba utilizando para crear un circuito cerrado entre su fuente de energía y el suelo. Las terminaciones nerviosas del tecnosacerdote comenzaron a abrasarse y sus reservas energéticas se agotaron completamente. Las señales de alerta que refulgían en las retinas de Saphentis se hundieron en una tormenta de dolor insoportable.

Finalmente, Scraecos levantó al tecnosacerdote sobre su cabeza y lo lanzó por el aire. Saphentis perdió la conciencia durante un instante mientras volaba por el aire rodeado por una nube de chispas azuladas, justo antes de chocar contra la pierna de un enorme titán Warhound.

Tras caer al suelo, el tecnosacerdote intentó focalizar sus órganos de visión. Había caído de espaldas y podía ver sobre él la silueta abultada del titán; las placas de su recubrimiento de ceramita estaban unidas al cuerpo mediante unas protuberancias biológicas, una herejía más entre muchas otras.

Saphentis sabía que había caído a una cierta distancia de Scraecos y de sus servidores, y que quizá gozara de unos segundos muy valiosos antes de que alguno de ellos llegara para asestarle el golpe definitivo. Consiguió ponerse en pie con mucha dificultad. Comprobó que uno de sus brazos con capacidad de combate había quedado inservible y le colgaba inmóvil de un costado, su unidad de impulsos nerviosos estaba abrasada. Varias columnas de un humo grasiento emanaban de las juntas de su cuerpo, y podía percibir el olor a carne quemada procedente de sus partes biológicas. Había infinidad de puntos negros diseminados por todo su campo de visión, pues muchos de los omatidios de sus ojos compuestos habían quedado inservibles tras el golpe.

En la distancia, Saphentis pudo ver cómo los servidores comenzaban a trepar por los restos del titán caído como escarabajos metálicos. No había nada que pudiera hacer para ayudar a Alaric.

Scraecos se aproximaba. El sacerdote del Mechanicus Oscuro caminaba con paso tranquilo y decidido hacia las sombras que había bajo el titán Warhound. A medida que avanzaba no cesaba de reconfigurar las sondas que tenía por manos, como si aún no hubiera decidido cuál sería la mejor manera de acabar con Saphentis.

—Las viejas ideas nunca mueren —dijo Scraecos transmitiendo sus pensamientos en la cadencia entrecortada de la lingua technis—. Al igual que tú.

—Sólo los herejes pueden morir —contestó Saphentis.

—¿Herejes? No. Tu ignorancia es la única herejía que hay en este planeta. Tienes a tu alrededor la obra del Omnissiah, que me ha sido transmitida a través de su propia voz. La enfermedad que albergas en tu interior es lo que te hace verlo como algo repugnante, pero yo soy capaz de percibir la verdadera belleza de este mundo.

—Tus palabras te condenarán —dijo Saphentis. El dolor le resultaba insoportable, y todo lo que le quedaba de humano suplicaba que aquella tortura terminara cuanto antes. Aquél era el sacrificio que debía hacer por el Omnissiah, era lo único por lo que aún seguía vivo—. Tu credo es deplorable, pero este… este planeta caníbal que has creado… todo en él es depravación. El hecho de que te dejaras corromper durante tanto tiempo en la disformidad ya es todo un sacrilegio, pero que estés tan ciego como para no verlo es algo imperdonable.

Scraecos rodeó a Saphentis por el cuello con uno de sus tentáculos metálicos y lo lanzó contra la pierna del titán.

—¿Ciego? ¿Ciego después de haber conseguido que los programas de caza se ciernan sobre ti y que el Omnissiah aplaste tu alma? ¡Cuando Él haya desgarrado tu mente hasta hacerte comprender lo enfermizo del Imperio que defiendes te darás cuenta de que el ciego eres tú! —La voz de Scraecos se había convertido en un gruñido, del que manaban los ceros y unos de la lingua technis como si fueran veneno—. He visto estrellas y planetas enteros moverse para bailar al son de su plan, pero tú no verás nada más que oscuridad y muerte. Tu Omnissiah no es más que una blasfemia, una invención de un puñado de débiles y cobardes para aplastar vuestra imaginación. Mi Omnissiah devorará tu alma, y una vez que esté saciado comprobaremos cuál de los dos sale vencedor.

El riego sanguíneo dejó de circular por el cerebro de Saphentis. Le quedaban apenas treinta segundos de vida, eso contando con que la paciencia de Scraecos no se agotara antes.

Casi todos los sistemas primarios de Saphentis estaban inoperativos.

Todo su sistema nervioso estaba bloqueado. Pero no todo en su cuerpo estaba conectado a su sistema nervioso. Saphentis había sido actualizado cientos de veces. Cada nueva intervención lo acercaba un poco más al Omnissiah sustituyendo sus órganos biológicos por elementos biónicos cada vez más enigmáticos. Había muchos órganos en el cuerpo de Saphentis que las sucesivas actualizaciones habían dejado obsoletos; sistemas que no había usado durante décadas pero que aún seguían conectados a algo en lo más profundo de su ser.

Saphentis decidió escanear todos y cada uno de sus sistemas, aunque eso le costara el último resquicio de energía. Comprobó entonces que la mayor parte de sus sistemas motores estaban inoperativos, no tenía control sobre prácticamente ninguno de ellos. Incluso aunque pudiera mover sus brazos biónicos, necesitaría más tiempo para redireccionar su sistema nervioso a través de sus antiguas conexiones del que Scraecos estaría dispuesto a concederle.

Los ojos del archimagos veneratus eran dos discos plateados salpicados de protuberancias biológicas. La piel de su rostro había sido tensada hasta tal punto que entre sus mecadendritas podía entreverse un cráneo blanquecino. Scraecos se había colocado justo delante de Saphentis, para que el rostro del Mechanicus Oscuro fuera lo último que viera el tecnosacerdote.

—Mi Omnissiah conoce lo que vosotros veneráis —dijo Saphentis forzando al máximo su unidad vocal—. Conoce las plantillas de construcción estándar, y no son los objetos sagrados que vosotros pensáis que son.

Scraecos acercó su rostro hasta casi tocar el de Saphentis, haciendo que el tecnosacerdote se hundiera aún más en la hendidura que había abierto en la ceramita tras el golpe.

—¿Es que es eso lo que crees que se oculta bajo tus pies? ¿Una PCE? Qué decepción, tecnosacerdote, careces completamente de imaginación.

Saphentis concentró sus ojos sobre el repugnante rostro de Scraecos y centralizó el último resquicio de energía que le quedaba en sus implantes oculares, provocando una explosión que dispersó todo un espectro de luz a través de sus ojos compuestos; rayos infrarrojos, ultravioletas, espectros electromagnéticos e infinidad de respuestas lumínicas emergieron de sus ojos compuestos con tanta fuerza que su sistema de visión insectoide fue incapaz de soportarlo.

Los ojos de Saphentis explotaron dejando salir miles de pequeños fragmentos que atravesaron el rostro de Scraecos y se abrieron paso hasta incrustarse en su cerebro. El archimagos retrocedió conmocionado. La explosión había destrozado el único órgano humano que le quedaba: el cerebro.

Saphentis consiguió librarse del tentáculo que lo oprimía y comenzó a arrastrarse por el suelo junto al enorme pie del titán. Scraecos se tambaleó, las sondas de sus extremidades se agitaban sin control, una sangre grisácea le salía a borbotones del rostro y sus mecadendritas se contraían a causa del dolor.

Saphentis oyó cómo Scraecos emitía unas sílabas en código máquina. No podía ver nada; sus ojos habían quedado totalmente destruidos. Sintió cómo le ardía el interior del cráneo, justo detrás de las cuencas oculares, donde sus nervios ópticos se habían abrasado. Pero aún estaba vivo, al menos durante un poco más.

Saphentis comenzó entonces a revisitar mentalmente viejos sistemas, unidades de impulsos mentales que habían permanecido latentes y olvidadas durante más años de los que el tecnosacerdote podía recordar. El mismo sabía que no aguantarían, pero aquello no importaba, tan sólo necesitaba unos pocos segundos más.

De pronto, los tres brazos que aún le quedaban operativos comenzaron a moverse, y también recobró el control sobre sus piernas. Sintió cómo su cuerpo temblaba mientras intentaba recuperar el control, hasta que, poco a poco, consiguió ponerse en pie.

Sus ropajes estaban ardiendo. Sus partes biológicas también. Pero los pocos elementos de Saphentis que no sentían dolor ignoraban las súplicas de los que sí lo hacían.

Oyó cómo Scraecos emitía maldiciones en código máquina, furioso por haber caído en la trampa. Saphentis no podía ver; de hecho, jamás volvería a ver de nuevo, pero fue capaz de calcular la posición de Scraecos mediante el sonido e inmediatamente se dirigió hacia el archimagos.

Saphentis se abalanzó sobre él golpeándolo contra la superficie de rococemento. Inmediatamente las mecadendritas faciales del archimagos, que resultaron conservar más fuerza de la que cabría esperar, comenzaron a luchar contra el tecnosacerdote. Saphentis consiguió seccionar una de ellas con un golpe de la única sierra que le quedaba operativa mientras intentaba golpear a ciegas el rostro y el pecho de Scraecos. Las mecadendritas del archimagos envolvieron uno de los brazos del tecnosacerdote, arrancándole el antebrazo a la altura del codo.

Scraecos desplegó otra sonda, que atravesó el torso de Saphentis como si fuera una lanza.

La espina dorsal de Saphentis quedó seccionada y sus piernas definitivamente inoperativas, pero consiguió zafarse de las mecadendritas que le oprimían el cuerpo y pudo coger a Scraecos por el cuello. Sabía que no podría estrangularlo, estaba seguro de ello, pero tampoco tenía por qué hacerlo. Si todo iba bien, si el Omnissiah los estaba contemplando y deseaba que Saphentis finalmente se impusiera, entonces sólo tendría que mantener inmovilizado a Scraecos unos pocos segundos más.

De pronto, el extremo de una de las mecadendritas se convirtió en unas tenazas y Scraecos volvió a atravesar el cuerpo de Saphentis, destrozando definitivamente muchos de los órganos e implantes del tecnosacerdote y esparciendo trozos de metal ensangrentado sobre el rococemento que los rodeaba. Saphentis seguía agarrándolo con fuerza, intentando seccionar a ciegas las mecadendritas del archimagos, pero éste había vuelto a rodear la cintura y el cuello del tecnosacerdote y ahora trataba de levantarlo del suelo. En unos pocos segundos lo conseguiría.

—Las probabilidades de que consiguieras vencerme —dijo Scraecos— en ningún momento han sido superiores a cero. Tu muerte ha sido un imperativo lógico desde el principio. La incógnita de esta ecuación quedará resuelta con tu aniquilación, pues la muerte es la lógica final.

—Tu razonamiento es correcto —contestó Saphentis. Su voz se entremezclaba con el sonido de estática que emitía su unidad vocal, que a duras penas seguía funcionando—. Excepto por un único factor que no has tenido en cuenta.

—¿Ah, sí? —se burló Scraecos mientras sus mecadendritas comenzaban a llevar a cabo la tarea de desmontar el cuerpo de Saphentis—. ¿Y de qué se trata?

—Tu fuerza ha sido superada —dijo Saphentis con tranquilidad.

* * *

Scraecos sintió cómo el titán se ponía en movimiento antes incluso de verlo con sus propios ojos; el sonido ensordecedor de su motor de arranque penetró en su mente como una tormenta. El titán Warhound era un modelo de reconocimiento diseñado pensando más en la velocidad que en el tamaño y la resistencia, pero aun así era una máquina enorme, veinte metros de ceramita y de metal corrompido propulsados por un reactor de plasma que en aquel momento comenzaba a transmitir a sus gigantescos miembros una increíble cantidad de energía.

—¡No! —gritó Scraecos—. ¡Yo soy la lógica de la muerte! ¡Mi voluntad es la solución de la ecuación!

—No, Scraecos. Yo soy el fin. Siempre lo he sido.

La voz profunda y grave del magos Antigonus retumbó a través del sistema de altavoces del Warhound mientras el titán levantaba uno de sus enormes pies.

—¡Tú! —gritó Scraecos—. ¡Tú estás muerto! ¡Estás muerto!

—Los herejes mueren, los justos sobreviven. Tú eres un hereje.

Scraecos intentó moverse, pero Saphentis aún lo tenía agarrado por el cuello y el peso muerto del tecnosacerdote había caído sobre él. Finalmente, con un impulso de sus mecadendritas consiguió zafarse del cuerpo que lo oprimía justo cuando la sombra del enorme pie del titán se cernía sobre él, sumiéndolo en la oscuridad como si estuviera presenciando un eclipse.

Scraecos casi consiguió ponerse en pie, pero antes de que pudiera dar un solo paso la planta del titán cayó sobre él con tanta fuerza que dejó un cráter en el suelo, aplastando tanto su cuerpo como el de Saphentis.

El magos Antigonus vio morir tanto a Scraecos como a Saphentis. Sus muertes no significaron más que una leve explosión de energía al ser aplastados por el enorme pie del titán.

Saphentis sirvió al Omnissiah hasta la muerte. Era lo máximo que cualquier tecnosacerdote podía esperar. Antigonus sintió una leve sensación de pesadumbre al comprobar que Saphentis había dado su vida sólo para retener a Scraecos un poco más, dándole a Antigonus el tiempo suficiente para traspasar su conciencia al Warhound y acabar así con el archimagos veneratus. Antigonus era quien debería haber estado allí abajo, era él quien debería haber dado su vida. Lo que había ocurrido en Chaeroneia era su responsabilidad, pues había estado allí desde el principio.

Pero también estaría hasta el final. Y sabía que tendría muchas más oportunidades para entregar su vida. De modo que apartó ese pensamiento de su mente, musitó una oración silenciosa suplicando al Omnissiah que concediera la paz al alma de Saphentis y regresó al titán.

El interior del Warhound era un lugar húmedo y apestoso; la tecnología ancestral de las legiones de titanes se había convertido en algo corrupto y maligno. El interior del núcleo de datos era viscoso y húmedo, más parecido a las entrañas de una criatura que a las de una máquina. Antigonus podía sentir la corrupción cálida y húmeda alrededor de su mente, como algo que intentaba colarse en su interior e inundar sus pensamientos de corrupción.

Aquel titán de exploración Warhound era una máquina enorme y muy compleja que requería al menos tres operadores, normalmente más. Pero donde debería estar la cabina, en el interior de la cabeza del titán, aquel Warhound no tenía más que una masa fibrosa, similar a un cerebro, repleta de material transmisor de datos. Si Antigonus hubiera tenido un cuerpo probablemente se habría estremecido al pensar qué era lo que el Mechanicus Oscuro pretendía emplear para controlar aquella máquina.

Antigonus sabía que podía controlar las piernas con suficiente destreza como para poder caminar. Los dos megacañones de plasma con los que contaba presentarían más problemas, al igual que los diversos sensores y cogitadores tácticos que cualquier tripulante, fuera humano o no, necesitaría para controlar de manera eficaz aquella máquina en una situación de combate. Antigonus escudriñó las extrañas masas de información que constituían los sistemas operativos del titán y encontró el centro de comunicaciones, seleccionando un canal de banda ancha que pudiera ser captado por cualquier receptor que estuviera en la zona.

—Juez —dijo en medio de la negritud del espectro de ondas de radio—. ¿Puede oírme?

Cientos de voces susurrantes respondieron a aquella llamada. Una de ellas se alzó sobre las demás.

—Alto y claro —respondió la voz de Alaric.

—Scraecos está muerto, igual que Saphentis.

—Entendido. El ataque de los servidores está cediendo progresivamente. ¿Cree que podrá llegar hasta aquí y acabar definitivamente con ellos?

—Quizá, aunque no tengo el control absoluto sobre esta máquina; me sorprende haber conseguido hacer que se mueva.

—Un titán nos sería de mucha ayuda, magos. Lo que acabamos de contemplar no ha sido más que una respuesta inmediata. Muy pronto tendremos aquí a un ejército completo a menos que…

De pronto Antigonus quedó ensordecido por una explosión de información, similar a miles de voces entonando una misma armonía que lo golpeaba desde todas partes. Estuvo a punto de perder el conocimiento, pero resistió como lo haría un hombre en medio de una tormenta.

—¡Es la plantilla! —exclamó sin saber si Alaric aún podía oírlo—. ¡Es la PCE! ¡Tiene que serlo!

—¿Antigonus? —fue la respuesta de Alaric, que llegó crepitando en medio del torrente de información que estaba cayendo sobre el titán—. Lo he perdido. ¿Qué ocurre?

Antigonus intentó contestar, pero aquella información era como un ruido blanco que ni tan siquiera le permitía escuchar sus propios pensamientos.

—Espere —dijo Alaric— Espere, veo algo…

Alaric intentó distinguir una respuesta en medio del sonido que había inundado el comunicador, pero no percibió nada.

El titán caído estaba salpicado de sangre. La superficie de rococemento sobre la que yacía estaba cubierta de cuerpos de tecnosacerdotes y servidores. Los sacerdotes demoníacos se habían retirado, detenidos quizá por el fuego concentrado de los Caballeros Grises, o puede que asustados por la muerte de Scraecos. Muchos de los servidores aún seguían con vida, pero atacaban de manera descoordinada, moviéndose entre los restos solos o en parejas, sin actuar en oleadas organizadas. Muchos de ellos parecían haber perdido su sentido de dirección y se deslizaban sin control entre los pies de los titanes mientras se alejaban de la posición defendida por los hombres de Alaric. Los Caballeros Grises, incluido Cardios, quien había conseguido arrastrarse hasta ponerse a la altura de Alaric, estaban consiguiendo mantener a raya con relativa facilidad a los pocos servidores que quedaban.

Lo que acababa de captar la atención de Alaric era algo que comenzaba a moverse en la distancia, junto a la aguja que se alzaba en el centro del complejo. Toda una sección del suelo se había elevado y una gigantesca figura estaba empezando a emerger. Algo enorme que habitaba bajo la superficie del complejo estaba alzándose. Alaric vio dos ojos triangulares que ardían con llamas verdosas sobre unos hombros descomunales. Tenía unos enormes conductos de escape, como cuernos retorcidos, y las placas de su armadura refulgían con un reflejo plateado. No había duda de que era una figura humanoide, pero si se trataba de un titán, era un modelo mucho más grande que cualquier otro que hubiera en aquel complejo. Estaba construido a una escala completamente diferente.

—¿Antigonus? —dijo Alaric a través del comunicador, pero la irrupción de aquella figura parecía haber cortado todas las comunicaciones—. Antigonus, ¿qué es eso?

Aquella enorme figura seguía alzándose imponente, rodeada por un humo blanquecino procedente de sus sistemas de refrigeración. Su armadura parecía estar húmeda y brillaba como si estuviera hecha de perlas. El extremo de uno de los brazos de aquella criatura era un enorme cañón rotatorio, mucho más grande que cualquier pieza de artillería que Alaric hubiera visto montada sobre un titán. El otro terminaba en un enorme puño del que manaba una nube de chispas azuladas procedentes del campo de fuerza que tenía a su alrededor. De sus ojos comenzaron a salir unos rayos verdosos que escudriñaron el ejército de titanes, mientras toda su cabeza giraba para escanear el complejo. Era tan alto como los titanes más grandes de aquella factoría, y sólo había emergido hasta la altura de las rodillas.

Alaric miró a su alrededor y vio al único tecnoguardia que quedaba de la unidad de Tharkk. Ascendía por la armadura del titán caído mientras ayudaba a Hawkespur. La interrogadora se agarraba a él con un brazo, pero su tronco y sus piernas parecían inmóviles.

—Le han dado —dijo el tecnoguardia.

Alaric pudo ver que tenía un impacto de láser en el abdomen. Uno de los servidores la había alcanzado. Incluso con el traje de vacío, Alaric se dio cuenta de que aquella herida era grave. Cualquier interrogador del Ordo Malleus tenía acceso a los mejores tratamientos sanitarios de todo el Imperio, lo que probablemente podría salvarle la vida, pero en Chaeroneia Hawkespur moriría sin remedio.

—Haulvarn, intenta ayudarla en la medida de lo posible —dijo Alaric, y entonces se volvió hacia el tecnoguardia—. Manténgase junto a ella en todo momento.

—Sí, señor.

Alaric no podía ver el rostro de aquel tecnoguardia, oculto tras el visor del casco, pero aun así sabía que no mostraría la más mínima expresión. El Mechanicus lo había desprovisto de cualquier sentimiento que no fuera el deseo de obedecer. De algún modo los Caballeros Grises no eran muy diferentes de la Tecnoguardia de Tharkk, todos ellos se habían convertido en gente diferente, muy diferente de como hubieran sido de haber vivido una vida normal. Pero ése era precisamente el sacrificio que todos habían hecho. Para servir al Emperador de la humanidad debieron abandonar todo aquello que los hacía humanos.

—¿Qué es eso? —preguntó Hawkespur mientras Haulvarn cortaba su traje de vacío con la hoja de la espada.

Alaric se volvió. La gigantesca figura ya casi había emergido por completo. Su cabeza y sus hombros sobresalían muy por encima de los demás titanes que el Mechanicus Oscuro había construido.

—Es un titán —dijo—. Parece que lo han enviado para acabar con nosotros.

—Déjeme ver.

Haulvarn levantó el torso de Hawkespur para que ésta lo viera. La interrogadora se estremeció de dolor, y Alaric vio que el láser la había atravesado. Todos sus órganos internos se estaban inundando de sangre, y Alaric se sorprendió al comprobar que aún se mantenía consciente.

—No creo que sea el Mechanicus Oscuro quien lo controla —dijo la interrogadora. Su voz era poco más que un susurro—. Era el titán lo que controlaba a todos esos servidores. Debe tratarse de la plantilla de construcción estándar.