DIECISÉIS
Muere por el fracaso y la vergüenza caerá sobre ti, muere por la desesperación y la vergüenza caerá sobre todos nosotros.
Sexagésimo Tercer Pergamino Terrestre,
Verso 114 (autor desconocido)
El contraalmirante Horstgeld se arrastraba boca abajo; su uniforme de la Armada estaba hecho jirones y aún humeaba. Agarraba con fuerza la escopeta mientras intentaba abrirse paso a lo largo de la proa moviéndose entre el humo y los restos abrasados que se habían desprendido del techo del puente.
Las andanadas disparadas desde el Forjador de Infiernos habían sacudido el puente con violencia, pero no lo habían destruido. La mayor parte de la tripulación aún seguía con vida, agazapada e intentando mantenerse a cubierto desde que se desplomó la primera viga del techo.
Estaban siendo abordados. Aquél era el peor desenlace posible para una batalla contra el Caos.
Era donde el Enemigo se mostraba más fuerte, en el cara a cara, donde la magia maligna y las mutaciones suponían una gran ventaja y donde la mera presencia de la corrupción era capaz de resquebrajar la fe de los más valerosos.
—¡Aguantad! —gritó el jefe de seguridad del puente, un hombre no muy alto pero tremendamente fuerte que vestía una armadura completa de las que normalmente se empleaban a bordo para sofocar motines. Jamás había habido ningún motín en la Tribunicia, pero Horstgeld siempre había insistido en que sus naves debían cumplir todas y cada una de las normas de seguridad. Sin embargo, dada la velocidad con que se había perdido contacto con las demás secciones de la nave, las medidas de seguridad de a bordo no habían sido excesivamente útiles—. ¡Apuntad antes de abrir fuego! ¡Asegurad el objetivo y después disparad!
Los tripulantes del puente se habían hecho con todas las armas que habían podido encontrar mientras las fuerzas de abordaje del Caos invadían sin remedio las diferentes cubiertas. Muchos de los defensores del puente, incluido Horstgeld, tenían los rifles estándar de la Armada Imperial, armas sólidas y resistentes diseñadas para inundar los corredores de cualquier nave con fuego pesado. Otros estaban armados con rifles láser de la Guardia Imperial, e incluso había quien únicamente disponía de sus armas personales: pistolas automáticas y pistolas láser, casi todas ellas diseñadas para intimidar más que para defenderse. Horstgeld vio que un operador de comunicaciones estaba armado únicamente con un trozo de tubería que se había desprendido del techo cuando la Tribunicia recibió los primeros impactos; otro empuñaba una enorme herramienta de acero.
—¡Llenad vuestras almas de valor, fieles sirvientes del Emperador! —gritó el confesor Talas—. ¡Que Su voluntad sea vuestro escudo y Su ira vuestra mejor arma!
Por primera vez en toda su carrera militar, muchos de los tripulantes del puente escuchaban a Talas con verdadera atención, buscando algo de esperanza en sus palabras.
De pronto comenzaron a salir chispas de la puerta principal del puente: algo intentaba entrar.
—¡Muy bien! —gritó el jefe de seguridad mientras desenfundaba la maza de energía y bajaba el visor del casco antes de levantar el escudo antidisturbios—. ¡Permaneced unidos y manteneos a cubierto! ¡Disparad a los blancos seguros y no olvidéis quién…!
De pronto, un enorme puño atravesó la puerta y dio comienzo una tormenta de fuego. Un fuego intenso y cegador acompañado de un sonido aterrador que se extendió por todo el puente. La enorme pantalla se resquebrajó en mil pedazos y la estatua del Emperador comenzó a tambalearse. El fuego llovía sobre los enormes bancos de madera y las grandes columnas de piedra. Horstgeld gritaba mientras disparaba casi a ciegas, sintiendo el retroceso de su rifle sobre todo su cuerpo. Vio las siluetas de varios tripulantes mientras caían al suelo sin vida, y entre los destellos de los disparos distinguió las figuras humanoides, deformes y gigantescas que se abrían paso a través de la brecha abierta en la puerta. Los atacantes caían a docenas, pero no cesaban de llegar más y más, avanzando sobre los cuerpos de sus camaradas muertos hasta que llegaron a los bancos más lejanos y comenzaron a abrir fuego con sus armas de asalto.
De pronto un enorme arpón dentado atravesó el cuerpo del oficial jefe de navegación. La cabeza cercenada del oficial de seguridad chocó contra la columna junto a la que Horstgeld se encontraba. El banco que tenía justo enfrente comenzó a crujir como si algo enorme lo estuviera aplastando, el contraalmirante se alejó tan rápido como pudo sintiendo cómo el suelo se iba cubriendo de sangre aún caliente; infinidad de fragmentos de metralla volaban por todas partes. Horstgeld recargó el rifle frenéticamente mientras el fuego en el puente se volvía cada vez más y más intenso.
Horstgeld ya había estado antes en situaciones como aquélla. Incluso en una ocasión formó parte de una fuerza de abordaje que tomó una nave espacial infestada de orcos. Había sido testigo de innumerables motines y ataques piratas y había conseguido sobrevivir a muchos naufragios y ataques de artillería enemiga. Había visto morir a muchísimos hombres. Él mismo había matado a unos pocos en combate cuerpo a cuerpo y a miles de ellos en la distancia, ejerciendo de comandante de la Armada Imperial. Pero la situación en la que se encontraba en aquellos momentos era la peor de todas con diferencia.
De pronto algo comenzó a abrirse paso a través de los bancos que había en la entrada del puente. Otra figura sobrevoló la cabeza de Horstgeld, quien disparó sin dudar un instante destrozando una de sus alas correosas y viendo cómo se precipitaba dando vueltas sobre el puesto de mando de artillería. Mientras se estrellaba, el contraalmirante vio que aquella criatura estaba provista de garras y dientes amenazantes. Alguien gritó, un alarido de dolor que se cortó de pronto de manera brutal.
La intensidad del fuego comenzó a disminuir poco a poco, sustituida por el sonido de huesos al fracturarse y de estocadas de armas blancas hundiéndose en la carne. Gritos y lamentos se sucedían sin cesar, alaridos de monstruos que una vez fueron humanos. La matanza se estaba volviendo cada vez más violenta y sangrienta. Horstgeld se apoyó contra el respaldo de uno de los bancos y terminó de recargar el rifle.
La carnicería estaba tocando a su fin. Casi toda la tripulación del puente había muerto y los pocos que quedaban estaban cayendo sin remedio.
Entonces Horstgeld oyó los pasos decididos de una armadura que se aproximaba hacia él.
—Comandante —dijo una voz fuerte y profunda.
Horstgeld se aventuró a mirar entre las grietas del banco. Lo único que pudo distinguir fue la enorme silueta de una armadura similar a las empleadas por los Caballeros Grises de Alaric, pero un poco más abultada y deforme. Estaba envuelta en una nube de humo grasiento.
Un marine espacial. ¡Por el Emperador, se trataba de un marine espacial de las Legiones Traidoras!, los desertores de la humanidad, una unidad tan peligrosa que incluso las enseñanzas imperiales mantenían que jamás había llegado a existir, ya que la mera idea de un marine traidor podría resultar mortal para las mentes más débiles.
Horstgeld agarró el rifle con fuerza. Se suponía que debía tener valor, que su obligación era morir sirviendo al Emperador, pero también se suponía que no debía ser una víctima fácil.
—¡Contraalmirante! —gritó, corrigiendo al marine, como respuesta.
—Ah, estupendo, entonces será un premio aún más valioso.
Horstgeld vio cómo aquel marine espacial caminaba hacia él aplastando los cuerpos de los tripulantes muertos a su paso. El contraalmirante distinguió su armadura, negra y ancestral, con una de las hombreras decorada con un símbolo dorado que representaba un ojo abierto de par en par. Aquel marine portaba una enorme espada de energía en una mano cuya hoja refulgía como si el arma tuviera vida. Su rostro era ancestral y malvado, con la piel tersa, los ojos de un intenso negro brillante y los dientes afilados y amenazantes. Su cráneo, completamente afeitado, estaba marcado con una estrella de ocho puntas. Unas pequeñas columnas de vapor salían de las juntas de su armadura, que parecía excesivamente fría y mecánica en comparación con la ornamentación propia de las armaduras de los Caballeros Grises; aquél era un marine espacial de los días de Horus, una reminiscencia de los tiempos más oscuros e inciertos del Imperio. La pura encarnación del Caos. El odio hecho carne.
—¡Contemplad! —gritó una voz temblorosa que Horstgeld identificó como la del confesor Talas—. ¡Contemplad la forma del Enemigo! —Talas se puso en pie en lo alto del púlpito—. ¡Contemplad la marca de la corrupción sobre su cuerpo, el hedor de la traición, el sonido de…
El marine traidor desenfundó una pistola bólter y efectuó un único y certero disparo que impacto directamente en la cabeza de Talas. El viejo confesor se desplomó sobre el suelo de madera del púlpito. Acto seguido, uno de los mutantes se abalanzó sobre su cuerpo sin vida. El sonido de huesos quebrándose que se oyó después sólo podía significar que aquel ser estaba devorando al confesor.
El marine traidor continuó caminando con decisión hasta rodear el banco tras el que Horstgeld se escondía.
—¿Eres tú quien está al mando?
Horstgeld asintió. Tenía que ser valiente. Jamás había huido de nada en toda su vida y aquélla no iba a ser la primera vez; no estaba dispuesto a concederle a aquel ser despreciable ese placer.
El marine guardó la espada en una funda que llevaba a la espalda. Horstgeld levantó el rifle, pero su enemigo se lo arrancó de las manos antes de que pudiera abrir fuego. Los reflejos de los marines traidores eran rápidos como un rayo; al fin y al cabo seguían siendo marines espaciales, con todos sus implantes augméticos y mejoras.
El marine traidor levantó a Horstgeld agarrándolo por la cintura. Sus enormes manos le rodearon el cuello con facilidad hasta que el contraalmirante estuvo a la altura de los ojos de su atacante. Horstgeld podía oler el hedor a sangre y azufre de su aliento. Aquellos ojos negros como gemas lo miraban fijamente.
—Hace mucho tiempo que luché contra los de tu clase —comenzó el marine espacial del Caos—. Horus nos lideraba y nos dijo que erais criaturas extremadamente débiles, que merecíais la más cruel de las muertes, y cada vez que veo a uno de vosotros me doy cuenta de que tenía razón. Cada vez que salgo de la disformidad puedo comprobar que os habéis vuelto más patéticos si cabe.
Horstgeld habría escupido a la cara de aquel marine, pero tenía la boca completamente seca.
—Horus era un traidor, estaba corrompido, era un demonio. Nosotros vencimos.
—No. Fuimos nosotros quienes os derrotamos. Matamos a vuestro Emperador. Pero después los primarcas conspiradores cerraron filas. Y todos los burócratas y especuladores borraron nuestro triunfo de vuestra historia. Nos presentaron como los perdedores, cuando todo este tiempo hemos estado preparándonos para regresar. Ahora ese momento ha llegado, esclavo del Emperador Cadáver. El Ojo del Terror se ha abierto. Cadia caerá sin remedio. Mírate, ¿quién crees que es más fuerte? ¿Quién merece el poder sobre toda la galaxia?
—Pero… vosotros nos teméis. ¿Por qué estaríais aquí si no? Si somos tan débiles, ¿por qué habéis venido?
El marine espacial del Caos lanzó a Horstgeld contra el suelo y le dio una terrible patada en una pierna. Un intenso dolor se apoderó del contraalmirante, que casi perdió el conocimiento cuando los huesos de su pierna se quebraron por el golpe.
—Ya basta —rugió el marine—. Yo soy Urkrathos, de la Legión Negra, el elegido de Abaddon el Saqueador. Voy a acabar contigo y con todos los tripulantes de esta nave. La muerte es misericordiosa. Todo aquel que se atreva a desafiarme será llevado a mi nave y arrojado al pozo de sangre, donde su alma se convertirá en sustento para hechizos y alimento para demonios, ése es el destino que te brindo la oportunidad de evitar. Mi naturaleza dista mucho de ser misericordiosa, de manera que esta oferta no se repetirá, ¿comprendes?
—Vuelve al infierno —le espetó Horstgeld.
Urkrathos pisó con fuerza la pierna rota de Horstgeld. El dolor se volvió tan intenso que el contraalmirante no pudo evitar soltar un alarido estremecedor.
—¿Dónde está mi tributo? —preguntó Urkrathos.
—¿Qué… qué tributo?
Ukrathos levantó de nuevo a Horstgeld, lo lanzó contra la columna más cercana y desenfundó la espada. Acto seguido, clavó la hoja sin piedad en el hombro del contraalmirante, ensartándolo en la columna como un insecto atravesado por un alfiler.
—No pienso preguntarlo otra vez, contraalmirante —lo amenazó Urkrathos—. Ambos estamos aquí por la misma razón.
—No sé de qué estás hablando —contestó Horstgeld mientras escupía una masa de sangre coagulada. Apenas podía ver nada a causa del dolor. En aquellos momentos el mundo no era más que una espiral de dolor, y lo único que era capaz de distinguir en medio de aquella niebla era el rostro de Urkrathos, con sus colmillos amenazantes y sus ojos negros llenos de ira—. No… no hemos sido capaces de averiguar de qué se trata.
—¿Dónde está? —gritó Urkrathos—. ¿Dónde está el Castigador?
Horstgeld intentó hablar de nuevo, trató de increpar a aquel traidor, pero le resultaba imposible articular palabra, tenía la garganta llena de sangre y ni siquiera podía respirar.
Urkrathos extrajo la espada de la columna y agarró a Horstgeld antes de que cayera. Levantó el cuerpo entumecido del contraalmirante y, rezumando ira, le aplastó la cabeza golpeándola una y otra vez contra el mármol.
Cuando hubo terminado, dejó caer el cuerpo sin vida sobre el suelo del puente. Su espada ya había sido desenfundada, pero su sed de sangre aún no había sido satisfecha, de modo que Urkrathos la hundió de nuevo en el cuerpo sin vida de Horstgeld y dejó que los demonios de su hoja se alimentaran con la sangre de aquel sirviente imperial.
El baño de sangre que había desatado casi no lo había saciado. Cada vez le resultaba más fácil aplastar al enemigo. Cada nueva nave, cada batalla. El Imperio no había sido capaz de reunir más que una patética flotilla para intentar hacer frente a Urkrathos. Aquello era un insulto. Parecía como si todas las buenas batallas fueran cosa del pasado.
De pronto, y sin previo aviso, un pensamiento inundó la mente de Urkrathos; ni siquiera era un pensamiento suyo, era una transmisión del demonio encargado de las comunicaciones del Forjador de Infiernos.
¿Qué pasa? —respondió Urkrathos, enfadado. No le gustaba que los demonios se sumergieran en su mente—. Más vale que se trate de una emergencia, de lo contrario sufriréis las consecuencias.
Nuestros aliados sobre la superficie del planeta nos dan la bienvenida —contestó la voz chillona y bestial del demonio—. El cielo se abre para nosotros.
Muéstramelo.
Entonces apareció una imagen en la mente del marine traidor. La atmósfera de Chaeroneia era un espeso manto de polución salpicado de manchas brillantes formadas por los miles de asteroides que orbitaban a su alrededor. Cuando la flota del Caos llegó a los alrededores del planeta, Urkrathos supuso que la flota imperial estaría tratando de encontrar algún modo de llegar hasta la superficie. Llegar hasta Chaeroneia era un problema del que Urkrathos tendría que ocuparse una vez que hubiera aniquilado a la flota enemiga.
Sin embargo, la imagen proyectada por el demonio de comunicaciones había cambiado. Unas ondas expansivas parecían estar extendiéndose por la órbita como ondulaciones sobre el agua; el epicentro estaba en algún punto de las capas altas de la atmósfera, directamente sobre el origen de la señal que habían recibido ofreciéndoles su tributo.
Los asteroides se estaban moviendo. Los puntos de luz giraban alrededor del epicentro como un banco de peces. Se trataba de una magia extremadamente poderosa, muy por encima de las posibilidades de cualquier psíquico imperial.
¿Qué es eso? —preguntó Urkrathos con un cierto nerviosismo—. ¿Quién lo está haciendo?
Este humilde sirviente lo desconoce, contestó el demonio.
Al cabo de poco tiempo se había formado un paso que atravesaba el campo de asteroides, una zona segura lo suficientemente ancha como para que el Forjador de Infiernos llegara a través de ella hasta la superficie de Chaeroneia.
Por supuesto, quienquiera que le hubiera ofrecido aquel tributo a Abaddon también debía de estar controlando lo que ocurría en los alrededores de la órbita. Ahora que la flota imperial había sido destruida o estaba inutilizada, ya no había riesgo de que la Guardia Imperial aterrizara en Chaeroneia. Urkrathos había vencido, y ahora aquel misterioso benefactor del Caos le daba la bienvenida al Forjador de Infiernos con los brazos abiertos.
Urkrathos a la tripulación —dijo interiormente Urkrathos, sabiendo que sus palabras se transmitirían de manera automática al sistema de comunicaciones del Forjador de Infiernos, que después las trasmitiría al resto de las fuerzas de abordaje que se habían hecho con el control de la Tribunicia—. Que todas las fuerzas de abordaje se replieguen y se preparen para la maniobra de retirada. —Urkrathos cambió mentalmente de canal—. ¿Kreathak?
Kreathak contestó desde el interior de la cabina de su caza Helltalon. Su pensamiento llegaba distorsionado a causa del ruido de los motores y los disparos del cañón.
¿Mi señor?
Formad de nuevo y regresad a la Cadáver. Descendemos a la superficie.
Los cazas enemigos están plenamente operativos. Solicito confirmación de la orden.
Sí, orden confirmada. De prisa, no quiero que perdáis el tiempo intentando destruirlos, quiero que todos nuestros cazas formen patrullas defensivas.
Por supuesto, mi señor.
Kreathak se apresuró a obedecer la orden. Si conseguía poner fin definitivamente a aquel baño de sangre, podría regresar a la plataforma de combate Cadáver y prepararse para defender el paso abierto en el campo de asteroides mientras la nave de Urkrathos recogía el tributo.
Urkrathos volvió a cambiar mentalmente de canal.
«Desikratis», cambio.
¿Señor?, fue la respuesta demoníaca procedente de la Desikratis.
Retirada.
Pero señor, la presa aún puede ser desangrada.
He ordenado retirada. Ya habrá tiempo de ensañarse con el enemigo cuando hayamos terminado. Necesito que la Desikratis mantenga alejadas a las naves imperiales mientras bajamos a la superficie. ¿Entendido?
A «Desikratis» le gusta divertirse, le gusta hacer que sufran.
Y podrá hacerlo, pero aún no. No me obligues a castigarte, «Desikratis», aún me queda espacio en el puente para muchos más sirvientes, y tú no eres tan valioso como para desafiar la voluntad del Elegido y quedar impune.
Suplico perdón —gimoteó el demonio como respuesta—. Abandonaré a mi presa. Ya no puede huir, me estará esperando.
Así es. Ahora retírate y mantente cerca del Forjador de Infiernos, quiero que cubras el paso una vez que atravesemos la atmósfera.
Urkrathos cerró la comunicación desde el interior de su mente y sintió cómo los demonios desaparecían de su cabeza.
Miró de nuevo el cuerpo sin vida del contraalmirante. Las pequeñas fauces diseminadas por toda la hoja de la espada seguían bebiendo ávidamente su sangre. Urkrathos la retiró; era bueno que el arma no se saciara por completo. El marine traidor propinó una patada al cadáver y escupió sobre él con desprecio. A continuación se dio la vuelta y salió del puente con paso firme. En el exterior esperaban las fuerzas de abordaje que habían sobrevivido al ataque. Urkrathos se dirigió hacia la cápsula de desembarco Dreadclaw que había atravesado el casco de la nave imperial, y que lo llevaría a él y a sus tropas de vuelta al Forjador de Infiernos.
Con prácticamente la totalidad de los tripulantes de la Tribunicia muertos o agonizando, lo único que las tropas de abordaje debían temer era al propio Urkrathos. Y ésa era precisamente la forma de esclavitud preferida por el marine: dirigir mediante el miedo. Aquellos seres no tenían grilletes, pero se postraban ante su señor a medida que pasaba a su lado. Tampoco había una sola celda en todo el Forjador de Infiernos destinada a mantenerlos bajo control. Hacían lo que se les ordenada por puro miedo a lo que les ocurriría si desobedecían. No había demostración de poder más incontestable que el hecho de que los paladines del Caos fueran los dueños absolutos de las almas de las criaturas inferiores, al igual que también poseían el alma de cada uno de los seres sensitivos que había en la galaxia.
Sí, Urkrathos tendría poder, serviría a Abaddon y juntos esclavizarían toda la galaxia. Pero por el momento aún quedaba trabajo que hacer. El Forjador de Infiernos debía prepararse para un aterrizaje atmosférico, las tropas debían reagruparse y reorganizarse y había que hacer sitio para recoger el tributo. Pero aquello no eran más que simples trámites. El final estaba cerca. Urkrathos había vencido.