QUINCE

QUINCE

Morir al servicio del Emperador es su recompensa. Pero vivir para fracasar ante Sus ojos es su condena.

URIAH JACOBUS,

Epístolas (versículo noventa y tres)

Scraecos ascendía por el interior de la aguja central cuando sintió la llamada del Castigador. El movimiento peristáltico que hacía moverse el elevador biológico se detuvo en cuanto se oyó su inconfundible voz. Cada partícula de cada átomo se estremeció. No era algo físico pero tampoco psíquico. Cuando el Castigador hablaba lo hacía con toda la sabiduría del Omnissiah, y resultaba imposible no escuchar ni obedecer.

Scraecos aún no había vuelto a unirse con la conciencia común de los tecnosacerdotes de Chaeroneia. Hacía mucho, mucho tiempo, que no oía la llamada del Castigador como ser independiente. Fue como la primera vez que habló con él, en las entrañas de la tierra, dándose cuenta de que por fin podía ver el rostro del Omnissiah.

El Castigador había hablado con Scraecos. Sólo con Scraecos. Y lo estaba haciendo otra vez.

La voz del Omnissiah no empleaba algo tan vulgar y efímero como las palabras. Hablaba mediante conceptos puros. Las pocas partículas biológicas del cerebro de Scraecos comenzaron a vibrar estimuladas por olas de comprensión absoluta.

El Castigador le habló de que era el momento de invocar al avatar del Omnissiah y de que toda la galaxia pudiera ver su rostro. Era la razón por la que Chaeroneia había regresado al espacio real. Aquélla sería la primera parte de la gran revelación; toda la humanidad contemplaría al verdadero Dios Máquina, algo vivo y consciente, sabio, independiente del Emperador Cadáver e infinitamente más poderoso. Todos aquellos que lo contemplaran no tendrían más opción que arrodillarse y entregar sus vidas al Omnissiah.

El Mechanicus ortodoxo, marchito como las uvas alrededor de su cepa, abdicaría. El Adeptus Astartes abandonaría su culto ancestral e inútil, la carne de sus miembros sería arrancada y sustituida por la Máquina para crear un ejército a imagen y semejanza del Dios Máquina. La Guardia Imperial serviría al nuevo e iluminado Mechanicus. La conciencia colectiva de los tecnosacerdotes, la sabiduría común de los primeros que habían visto la luz en Chaeroneia, se trasladaría a Terra y establecería allí su corte.

Todo aquello no tardaría demasiado en llegar. La luz del conocimiento puro era demasiado brillante. No quedarían sombras en las que los infieles pudieran esconderse. La transición sería dolorosa para algunos, los dementes y los corrompidos, que serían encontrados y enviados a las forjas. Pero para los miles de millones de almas que trabajaban bajo el yugo imperial se abriría una nueva era dorada de la tecnología. La raza humana alcanzaría todo su potencial al fusionarse con las ruedas dentadas que conformaban la Máquina. De ese modo se crearía la máquina más perfecta de todas, el cuerpo del Omnissiah, compuesto de innumerables forjas y factorías, altares máquina y cogitadores, construido y mantenido por la totalidad de la raza humana, que cantaría sus alabanzas mientras dedicaban sus vidas a tan sagrada labor.

Era algo hermoso. El archimagos veneratus Scraecos podía ver todo el universo bajo la luz del plan del Omnissiah, donde las mismísimas estrellas se moverían a años luz de distancia siguiendo patrones de movimiento perfectos derivados de las oraciones binarias. ¿Acaso podría ser el futuro algo diferente? ¿Acaso podría haber algo más que no fuera la máquina, funcionando según la sagrada lógica?

La voz se apagó. El Castigador había hablado.

Las contracciones musculares que hacían moverse el elevador se iniciaron de nuevo, llevando a Scraecos por aquella garganta biomecánica en dirección a la cima de la aguja central, donde volvería a ocupar su lugar en la conciencia colectiva.

Deseó que el elevador se detuviera.

El Castigador lo sabía todo. Sólo hablaba en muy pocas ocasiones, y cuando lo hacía lo calculaba todo cuidadosamente, incluso el tiempo.

¿Por qué había esperado hasta que Scraecos fuera un ser individual y estuviera solo? La respuesta era evidente. Quería hablar directamente a Scraecos como conciencia independiente, como hizo mil años antes cuando el archimagos vio por primera vez su rostro en las llanuras de ceniza.

Sin duda los demás tecnosacerdotes, con sus mentes unidas y sus personalidades subsumidas, estarían calculando las diferentes tareas que deberían llevarse a cabo para hacer realidad la visión del Castigador tan pronto como fuera posible. Quizá tendrían que invocar al Castigador fuera del planeta, o reproducir el complejo ritual que hundió a Chaeroneia en la disformidad por primera vez. Pero Scraecos no estaba entre ellos, pues le había hablado directamente a él.

El archimagos veneratus Scraecos había estado ciego mucho tiempo, pero ahora lo veía claro. Él era el elegido del Omnissiah. Él era el camino mediante el cual la obra del Omnissiah, revelada a través de su avatar, el Castigador, se completaría. Una vez más, el momento elegido por el Castigador para esa llamada sólo podía significar una cosa. Scraecos, antes de regresar a la memoria colectiva, tendría que completar la misión para la que había sido convertido en ser individual: dar caza a los intrusos y matarlos a todos.

El Castigador quería que continuara con esa misión. Era la única conclusión que Scraecos podía extraer. De todos los tecnosacerdotes que estaban intentando hacer realidad aquella visión, Scraecos era el más sagrado. Había herejes en Chaeroneia, algunos de ellos eran recién llegados, enviados por el Imperio, pero probablemente habría otros que habían permanecido atrapados en Chaeroneia desde el principio. Si el Castigador debía ser presentado ante la galaxia, todas y cada una de las almas de Chaeroneia tenían que trabajar para un único fin. No había sitio para herejes. Scraecos era el arma sagrada de un Omnissiah sabio y ancestral, fuerte y despiadado. El archimagos siempre había sido inflexible y fuerte; brutal, quizá; incluso desde mucho antes de encontrar al Castigador. Ésa era la razón por la que Scraecos era el elegido. Él había sido el cuerpo y la mente de un asesino y el alma de un lacayo piadoso. De manera que serviría a su dios mediante la muerte.

Scraecos ordenó al elevador que invirtiera su movimiento peristáltico e hizo que descendiera hasta la base de la aguja. Por el momento, la mente colectiva de los tecnosacerdotes tendría que trabajar sin él; tenía un cometido sagrado con el que cumplir entre las sombras de Chaeroneia, un trabajo que no había podido terminar en la fortaleza. Esta vez no fracasaría. No con la voluntad del Omnissiah en su interior.

El fracaso era una anomalía de la lógica. El éxito era inevitable. Antes de que la galaxia pudiera ver al Castigador, todos aquellos que se oponían en Chaeroneia a la voluntad del Dios Máquina debían estar muertos.

* * *

Los residuos que había en las llanuras de ceniza eran corrosivos y tóxicos. Gracias a la capucha de su traje de vacío Hawkespur aún podía respirar, pero al tener que avanzar arrastrándose por el suelo, los guantes y las rodilleras del traje ya casi habían desaparecido por completo.

Los tecnosacerdotes eran expertos en mantenerse ocultos. La fuerza de asalto consiguió evitar ser detectada por alguna plataforma gravítica con la que se cruzaron por el camino mientras el magos Antigonus guiaba a los hombres de Alaric hacia la franja plateada que marcaba los límites de las fábricas de titanes.

—¿Qué es eso? —preguntó Alaric cuando la franja plateada ya se veía claramente.

—No lo sé —contestó Hawkespur—. Puede que se trate de otro tipo de material transmisor de datos, deben de estar usándolo a modo de foso.

—Entonces tendremos que cruzarlo.

—Podríamos rodear la fábrica hasta encontrar un punto donde cruzarlo, pero eso nos llevaría varios días.

Alaric miró a la interrogadora. El Caballero Gris vio que tenía la piel verde y pálida a través del visor lleno de ceniza del traje de vacío.

—A usted no le quedan varios días.

—No. Y seguramente todos los pasos para cruzarlo estén vigilados.

—Entonces tendremos que cruzar a nado.

Hawkespur esbozó una leve sonrisa mientras miraba la enorme servoarmadura de Alaric.

—¿Puede usted nadar?

—Le sorprendería.

El archimagos Saphentis llegó hasta ellos. Sus miembros biónicos se desplegaban y retraían como las patas de un cangrejo, elevando su cuerpo sobre el suelo como si no quisiera mancharse de ceniza.

—Interrogadora Hawkespur —dijo—. Quizá debiera alzar un poco la vista.

Hawkespur miró hacia arriba. Por primera vez en varios días sonrió.

Las oraciones blasfemas habían desaparecido, y en su lugar, proyectadas sobre la densa capa de nubes, podían verse unas enormes letras de varios cientos de metros cada una.

001OOINTERROGADORAO1110HAWKESPUR

POSIBLE PRESENCIA+PCE EN CHAEROIOOA.

010PTUS MECHANICU1

Y FORJADOR INFIERNOS EN SU BUSCA.

EVITAR+QUE+CAIGA+EN+MANOS+DEL+ENEMI101GO+A

CUALQUIER 1PRECI1010. RECUPERACIÓN+NO+PRIORI101 ORIA.

PRE+CAUCIÓN.

NYXOS+CORTOOl 1110.

—Nyxos… —dejó escapar Hawkespur—. Ha encontrado una manera.

—Ahí arriba las cosas tienen que estar muy feas —dijo Alaric—. Sólo el Trono sabe los riesgos que debe de haber corrido para transmitir ese mensaje hasta aquí abajo.

—Esto lo cambia todo. —Hawkespur miró hacia las fábricas de titanes—. Si los tecnosacerdotes han encontrado una plantilla de construcción estándar…, si es eso de lo que trata todo esto…

—Si es así —la interrumpió Saphentis—, entonces puede que hayamos encontrado las creencias que defendía el Mechanicus Oscuro durante la Herejía de Horus. No creo que exista un conocimiento más peligroso.

—¡No! —dijo de pronto una voz que no resultaba nada familiar.

Era el único tecnoguardia que quedaba con vida, al que le había sido ordenado proteger a Hawkespur. El soldado levantó el visor opaco de su casco y dejó ver un rostro pálido y casi anodino. Tenía varias cicatrices quirúrgicas en la sien.

—Las plantillas de construcción estándar son perfectas. Todos nosotros aprendemos eso cuando somos sirvientes. Contienen incorrupta la sabiduría del Omnissiah. No pueden contener una sola palabra que pueda ser considerada herejía.

Alaric miró sorprendido al soldado. Era la primera vez que lo oía hablar; de hecho, era la primera vez que uno de los tecnoguardias hablaba, aparte del capitán Tharkk.

—¿Qué les dice el Mechanicus acerca de ellas? —preguntó el Caballero Gris.

—Una PCE es un dispositivo tecnológico que contiene información pura. No deja espacio para innovaciones corruptas o errores. Son sagradas.

El tecnoguardia hablaba rápido y sin detenerse, como si recitara un texto aprendido de memoria.

—El dogma del Culto Mechanicus —intervino Saphentis—. La religión de Marte se presenta a los rangos más bajos de soldados y sirvientes en términos simples. A los miembros de los estratos más bajos se les habla del Omnissiah como un objeto de veneración religiosa. Las plantillas de construcción estándar les son descritas como artefactos sagrados. Los tecnosacerdotes de rango más alto comprenden esto en términos más pragmáticos y filosóficos, pero su devoción no es ni mucho menos menor. Algunos, por supuesto, tienen creencias divergentes, pero se mantiene un control muy cuidadoso sobre ese tipo de cosas.

—De modo que una PCE —dijo Hawkespur— es algo tremendamente poderoso, pero no sólo por lo que ustedes, los sacerdotes, puedan hacer con ella. Un tecnosacerdote que poseyera una de ellas podría convertirse en… bueno, en un dios, dentro del Mechanicus. Podría producirse un nuevo cisma.

—Es probable —contestó Saphentis—. La capacidad para poner en peligro la lealtad de los rangos más bajos podría darle a un solo individuo un enorme poder dentro del Mechanicus.

—¿Suficiente como para amenazar a la clase dominante de Marte? —La pregunta de la interrogadora fue ciertamente atrevida. Ninguna organización imperial se mostraba tan celosa e inescrutable ante el resto del Imperio como el Adeptus Mechanicus.

—No hablaré de esas cuestiones —contestó Saphentis.

—Bien —dijo Alaric—. Porque tenemos que movernos. La señal de Nyxos no habrá hecho más que confirmarles que seguimos vivos y que intentamos hacerles daño.

El mensaje de Nyxos ya había desaparecido. Los símbolos ocultos y extraños habían regresado a la capa de nubes. Fuera lo que fuera lo que había hecho Nyxos para acceder a los proyectores de la aguja, había funcionado. Pero Alaric sabía que aquél había sido el último y desesperado intento del inquisidor, y que no podría hacerlo de nuevo, independientemente de cómo se resolviera la batalla por la órbita de Chaeroneia.

Aquel mensaje les sería útil cuando se desatara el enfrentamiento final. Podría parecer irrelevante, pero nada mataba más soldados que el desconocimiento de aquello a lo que se enfrentaban, y toda información era valiosa. Alaric sabía que necesitaban toda la ayuda que pudieran encontrar.

* * *

El fuego se había extendido por la Tribunicia de proa a popa. Los reactores de plasma se habían sobrecargado y habían inundado las cubiertas de máquinas de combustible en llamas, a través de las enormes heridas abiertas en el casco goteaban cascadas de metal fundido. Toda la sección trasera de la nave estaba en llamas, y no cesaba de vomitar desechos y cuerpos sin vida sobre la órbita de Chaeroneia mientras la nave avanzaba lenta y pesadamente en su baile de destrucción con el Forjador de Infiernos.

La Tribunicia contaba con las piezas de artillería más temibles que cualquier nave de la Armada Imperial pudiera tener. Pero la tripulación del Forjador de Infiernos contaba con cientos de años de experiencia y con las criaturas ancestrales y malévolas que habitaban en sus entrañas. Tenía artilleros y jefes de artillería demoníacos que habían enviado infinidad de naves al fondo de su fría tumba espacial a lo largo de miles de años. El Forjador de Infiernos lanzó una andanada tras otra sobre la Tribunicia, que seguía girando para intentar evitar el impacto directo de los proyectiles.

Pero el Forjador de Infiernos también estaba herido. Sangraba a través de miles de pequeñas heridas, y varias placas del casco se habían desprendido, dejando a la luz enormes superficies de carne viva que morían lentamente al contacto con el vacío espacial. Sin embargo, no había nada que la tripulación de aquella nave no pudiera reparar, con el tiempo necesario.

De pronto, en la parte inferior del Forjador de Infiernos se abrieron unas enormes compuertas, dando la impresión de que había unas grandes cuencas oculares vacías en el casco. La nave extrajo varias docenas de gigantescos tendones que terminaban en unos enormes ganchos óseos que se afirmaron en las grietas del casco de la Tribunicia. Lenta y penosamente, el Forjador de Infiernos comenzó a atraer a la nave enemiga.

El puente del Forjador de Infiernos era caliente y oscuro, y apestaba a sangre de demonio estancada. Urkrathos observaba la agonía de la Tribunicia en la holopantalla del puesto de mando, y soltó un gruñido de aprobación cuando otro de los reactores de la sección de popa de la nave imperial explotó. Incluso los demonios contemplaban el espectáculo; por mucho que odiaran a Urkrathos y el modo en que los había esclavizado, seguían amando la muerte y la destrucción, especialmente cuando éstas visitaban a los adoradores del Emperador Cadáver.

Era una buena batalla. Un combate brutal en el que los contendientes estaban a tiro de piedra, y en el que el poder superior del Forjador de Infiernos estaba resultando mucho más efectivo que la disciplina de la Armada Imperial. Incluso alguien tan rígido como un elegido de la Legión Negra, como era el caso de Urkrathos, tenía que saciar su sed de sangre de vez en cuando. En ocasiones la guerra no era la obra de los Dioses Oscuros, era un fin en sí misma, un fin hermoso y brutal.

—¿Están fijados los ganchos de abordaje? —preguntó Urkrathos.

—Fijos y retrayéndose —respondió el jefe de las fuerzas de abordaje desde las entrañas del Forjador de Infiernos. Su voz llegó a través del demonio de comunicaciones que estaba fundido con el techo del puente.

—Bien. Preparados para el contacto.

Urkrathos cambió el canal del comunicador haciendo que su voz retumbara por toda la nave.

—Jefe de armamento, traiga mi espada de la armería. El resto, preparados para el abordaje.

Según los estándares de tráfico espacial, la órbita que se abría sobre Manufactorium Noctis era un intrincado laberinto. Restos de lanzaderas y otros transportes espaciales brillaban como chispas rojizas bajo la enfermiza luz de la estrella Borosis. Enormes lenguas de fuego amarillento procedentes de los disparos de artillería atravesaban el vacío, mezclándose con los destellos rojizos del fuego de las torretas.

El Forjador de Infiernos y la Tribunicia estaban inmersos en una espiral de muerte y destrucción, los disparos volaban entre ambas naves como una nube de luciérnagas. Al mismo tiempo, la Ejemplar intentaba resistir al acoso de la Desikratis, pero el viejo y redondeado crucero no cesaba de lanzar una andanada tras otra con total impunidad. El demonio que controlaba la nave gruñía de pura maldad mientras infligía un terrible sufrimiento a la nave del Mechanicus.

El contraalmirante Horstgeld había dado orden de proteger a los transportes de tropas. Esos transportes eran el objetivo del Ala de Buitre, un escuadrón de cazas de élite lanzados desde la plataforma de combate Cadáver. La Ptolomeo Gamma y la Ptolomeo Beta intentaban proteger a toda costa al transporte de tropas Calydon, pero la Ptolomeo Gamma había quedado reducida a un cascarón humeante debido a los ataques coordinados del Ala de Buitre.

La Guardia Imperial, que había sido enviada a Borosis para aterrizar en el misterioso planeta enarbolando la bandera del Imperio, estaba siendo aniquilada sin haber pisado siquiera la superficie del planeta. Muchos hombres de las Tierras Altas de Mortressan y de otra docena de regimientos similares estaban dando sus vidas por el Emperador sin tener la oportunidad de luchar por ellas, y sin saber qué le estaba ocurriendo a la flota imperial.

Todos los transportes pequeños se habían refugiado en los alrededores del yate armado Epicuro, como suplicando a la vieja nave de recreo que los protegiera con sus baterías y torretas improvisadas. El Ala de Buitre había decidido concentrarse en el Epicuro, y estaba acabando con la nave rápidamente. La mayoría de los tripulantes del puente habían muerto tras el impacto directo de un torpedo, y los hombres de las cubiertas de máquinas estaban muriendo abrasados por el plasma de los reactores, que estaba destruyendo todos los sistemas de la nave uno por uno.

Las naves del Caos, por otro lado, funcionaban a pleno rendimiento. El Forjador de Infiernos tenía la proa dañada, pero no lo suficiente como para preocuparse. La Desikratis tenía el casco tan resistente como el exoesqueleto de un crustáceo, y carecía de tripulación a la que matar, de modo que las andanadas lanzadas desde la Ejemplar tenían tan poco efecto que el demonio que comandaba toda la nave apenas las percibía. Había unos cuantos pilotos del Ala de Buitre que jamás volverían a volar gracias a los disciplinados artilleros de las torretas o debido a colisiones con la gruesa capa de desechos que rodeaba Chaeroneia, pero la mayor parte de las unidades del escuadrón consiguieron regresar a la Cadaver para reabastecerse de combustible y munición.

La batalla ya estaba decidida antes incluso de haber empezado, y Horstgeld lo había sabido en todo momento. Todos los oficiales que conocían la composición de la flota del Caos también lo sabían. Incluso el Forjador de Infiernos, un enorme crucero de combate curtido en mil batallas, podría haber acabado él solo con toda la flota imperial sin demasiada dificultad. Los cazabombarderos del Ala de Buitre no hacían sino acelerar lo inevitable, y la Desikratis estaba allí por el mero placer de la guerra, castigando a la Ejemplar desde una distancia prudencial, pues su enorme capacidad de fuego le permitía no tener que aproximarse demasiado.

Sólo era cuestión de tiempo. Pero siempre lo había sido. En aquellos momentos había muy pocos sirvientes imperiales que no estuvieran rezando al Emperador por sus vidas. Pero unos pocos, los únicos que sabían lo que realmente estaba ocurriendo, rezaban pidiendo algo más: unos pocos minutos de aquel tiempo que resultaba tan valioso. Necesitaban ganar cada minuto y cada segundo para intentar ayudar a Alaric.

* * *

Alaric fue el primero en posar el pie sobre el foso. Estaba lleno de un líquido similar al mercurio; era una sustancia espesa que en un momento era tan fluida como el agua y al siguiente tan sólida como el acero.

Los Caballeros Grises avanzaban en cabeza, como siempre. Alaric miró hacia las torres de vigilancia. No se veían signos de que hubieran sido detectados, no se oían alarmas ni disparos. Pero por supuesto eso no quería decir nada. El Mechanicus Oscuro podía estar esperando a que fueran vulnerables, mientras cruzaban el foso, antes de abrir fuego.

Alaric fue el primero en empezar el avance, bólter de asalto en mano. El hermano Dvorn avanzaba junto a él, y el resto de los Caballeros Grises los seguían muy de cerca. De pronto las corrientes del pozo se apoderaron de Alaric y tiraron de él hacia abajo como unas manos ansiosas. El Caballero Gris se hundió hasta la cintura. La orilla opuesta estaba a unos cien pasos de distancia, era un sólido muro de rococemento que marcaba la verdadera frontera del complejo. Había varios lugares para cubrirse alrededor de la base de la torre de vigilancia más cercana, donde el acero negruzco de la fortificación formaba una enorme pinza que rodeaba el rococemento. Pero el foso estaba completamente al descubierto.

—Y ahora esto —gruñó Dvorn—. No me gusta nada.

El mercurio comenzó a extenderse en pequeñas gotas por la cintura y el abdomen de Alaric, y se deformaba dando lugar a unas pequeñas ondulaciones, como cadenas montañosas en miniatura. El Caballero Gris seguía intentando avanzar, pero el mercurio parecía solidificarse a cada paso.

—¿Alguien más ha sentido eso? —preguntó Lykkos.

—¿Sentir qué? —contestó Archis.

—Que nadie se mueva —dijo Alaric de pronto.

Aquella sensación no era física, pero estaba allí, bajo la superficie del foso. Era como si emanara de la maldad demoníaca procedente de las fábricas de titanes; un nuevo destello procedente de la disformidad, tranquilo, como las alas de una mariposa: el latido del corazón de un demonio.

—¡Contacto! —gritó Alaric en cuanto sintió el ataque.

Aún no había terminado de pronunciar aquella palabra cuando el demonio emergió del mercurio frente a él. Tenía unas enormes mandíbulas abiertas de par en par, los dientes perforaban las encías como cuchillos plateados.

Un tecnodemonio. Era similar a los guardianes de la fortaleza de datos, pero mucho más fuerte, una criatura que había cobrado forma a partir de aquel medio de mercurio para tender una emboscada a los Caballeros Grises.

Alaric ni siquiera tuvo tiempo para disparar antes de que el demonio se abalanzara sobre él. Cerró las mandíbulas en torno al brazo con el que el Caballero Gris sostenía el bólter, y su propio peso hizo que Alaric cayera de espaldas sobre el mercurio. El juez intentó zafarse del demonio con una estocada de su alabarda, para después destrozar las entrañas de aquella bestia, pero el mercurio se estaba solidificando como un puño que se cerraba a su alrededor.

No podía ver. No podía respirar. Pero en aquel momento ése era el menor de sus problemas. Intentó zafar su brazo de las fauces del demonio, pero era demasiado fuerte. Apretó como pudo el gatillo del bólter y sintió cómo los disparos impactaban sobre el mercurio, pero seguía sin poder moverse.

De pronto se produjo un destello blanquecino y el demonio comenzó a retorcerse cuando algún objeto abrasador se clavó en su repugnante cráneo canino. Iluminado por aquel breve destello, Alaric vio cómo una mano lo agarraba por la armadura y lo sacaba del mercurio.

Alaric tosió con fuerza mientras expulsaba gotas del líquido plateado que había tragado. Vio que el hermano Dvorn era quien lo había salvado, aplastando el cráneo de aquel demonio con el martillo némesis.

Pero Alaric no tuvo tiempo para agradecérselo. De pronto comenzaron a llover disparos desde todas partes, e infinidad de demonios volaron por el aire, como dragones de plata, sumergiéndose en el foso y saliendo de nuevo mientras hostigaban a los Caballeros Grises. El hermano Cardios luchaba contra uno de ellos, que se había aferrado a su cuerpo como un único tentáculo de metal, tratando de soltar el brazo con el que sostenía el incinerador. Los tecnosacerdotes de Antigonus comenzaron a abrir fuego desde la orilla, intentando unir sus esfuerzos a los de los Caballeros Grises, pero sus esfuerzos resultaban inútiles.

Demonios. No había nada peor en toda la galaxia. Pero los demonios eran algo que Alaric conocía bien.

Consiguió liberar su brazo de la garra de mercurio. Decapitado y tras haber caído de espaldas, el demonio intentaba ahora ahogar a Cardios en el metálico elemento. El Caballero Gris se retorcía y lanzaba una estocada tras otra, atravesando una y otra vez el cuerpo de aquella criatura. Finalmente, Cardios, soltando un grito, consiguió zafarse del peso del demonio y lanzarlo contra el suelo. Dvorn dio un paso atrás y hundió de nuevo el martillo en su cuerpo de mercurio, haciendo que desapareciera con una tremenda explosión de luz.

Haulvarn derribó a otro con un disparo de bólter. Lykkos destrozó a otros dos con sendos disparos de su cañón psíquico; los proyectiles bólter hechizados dejaron dos enormes heridas humeantes en sus cuerpos. Los Caballeros Grises se replegaron hasta estar espalda contra espalda, formando así una isla de marines espaciales en medio del foso. Ningún demonio podría acercarse sin ser destrozado por una estocada de las armas némesis o por un disparo de bólter.

—¡Podemos atravesarlos! —gritó Alaric alzando la voz sobre los chillidos de los tecnodemonios. Debía de haber unos treinta de ellos, moviéndose y retorciéndose entre el mercurio—. ¡Manteneos unidos y rezad!

Los Caballeros Grises comenzaron a avanzar paso a paso por el foso, con el mercurio llegándoles hasta las placas pectorales de las armaduras. Los demonios habían aprendido de las muertes de sus hermanos en la fortaleza de datos y no se aventuraban a acercarse demasiado. Se aproximaban velozmente para soltar una dentellada y retirarse antes de que alguna hoja némesis los cortara en dos.

—Ya es suficiente —dijo de pronto una voz que sonó tan profunda como un terremoto.

La superficie de mercurio comenzó a borbotear y algo emergió del suelo justo en medio de la formación de los Caballeros Grises, lanzándolos despedidos hacia todas partes. Alaric sintió cómo una enorme fuerza lo golpeaba con tanta violencia que casi le hizo perder el conocimiento; una ola de mercurio lo lanzó por los aires hasta caer directamente sobre el muro de rococemento. Alaric se quedó tumbado durante un instante mientras intentaba recuperar sus sentidos. El suelo se había grietado por el impacto, y vio su propia armadura iluminada por la luz púrpura y enfermiza que emanaba de la criatura que acababa de emerger del foso.

Estaba flotando en el aire rodeada por una aureola de fuego violeta. De sus largos dedos salían miles de chispas, que también parecían arder en sus cuencas oculares. Tenía la piel tan pálida que casi parecía traslúcida, y bajo ella podían verse extrañas figuras que se retorcían, como si algo dentro del cuerpo de aquella criatura estuviera a punto de explotar.

Esa criatura era humana. Lo que tenía bajo la piel eran circuitos. Era la tecnosacerdote Thalassa.

—Scraecos sabía que vendríais —dijo con una voz que no era la suya. Después se dio la vuelta lentamente para mirar al Caballero Gris—. Especialmente tú. Le conté lo fuerte que eres, también cuánto te admiraba y lo mucho que te temía. Él me ha enseñado la verdadera fuerza, juez Alaric. En este mundo contemplé el autentico poder por primera vez, y cuando los sirvientes de Scraecos me encontraron, por fin lo comprendí todo.

El hermano Archis fue el primero en atacar. Consiguió emerger de entre el mercurio y lanzó una ráfaga de fuego bólter directamente a la cabeza de Thalassa. Los proyectiles provocaron diversas explosiones multicolores sobre la piel de la tecnosacerdote, quien se volvió para enfrentarse a su atacante y dejar salir de su cuerpo un rayo de negritud pura, un oscuro tentáculo que agarró por el cuello a Archis, levantándolo por los aires. El Caballero Gris intentó dar una estocada con la alabarda, pero en aquel mismo momento un nuevo tentáculo emergió de la otra mano de Thalassa para detener el golpe. De pronto, más y más tentáculos comenzaron a salir del cuerpo de la tecnosacerdote, emergían desde sus ojos y desde debajo de los ropajes plateados que ondeaban al viento mientras Thalassa flotaba en el aire.

Alaric sintió que en algún punto bajo aquel horrible cuerpo latía un corazón. El corazón de un demonio. Realizando un tremendo esfuerzo, el Caballero Gris consiguió ponerse en pie mientras luchaba contra las corrientes de mercurio que discurrían entre los pies de Thalassa. Finalmente pudo encontrar un punto de apoyo y, dando un tremendo salto, clavó la alabarda némesis en el cuerpo de la tecnosacerdote.

De pronto, innumerables tecnodemonios comenzaron a emerger del foso de mercurio, abalanzándose contra Alaric como si la repentina aparición de la tecnosacerdote los hubiera despertado. El Caballero Gris consiguió deshacerse de ellos y volvió a hundir la alabarda directamente en el torso de Thalassa, sintiendo cómo la carne demoníaca se quebraba bajo la fuerza de la hoja. Acto seguido, Alaric hizo girar la hoja para desgarrar la herida y extraer la alabarda de nuevo. Thalassa descendió hasta ponerse a su nivel y dejó salir de su pecho un nuevo par de brazos; tras ellos, el juez pudo ver un rostro bestial de cuyos ojos brotaban llamaradas violeta. Había algo en el interior de Thalassa, y se disponía a luchar contra Alaric.

Los brazos de aquel demonio tenían tantas articulaciones que se retorcían como serpientes, y sus extremos estaban provistos de unas garras que levantaron a Alaric agarrándolo por el cuello. El demonio lanzó al Caballero Gris contra el suelo al tiempo que profería un aterrador alarido, pues la alabarda de Alaric aún seguía clavada en su cuerpo y el impacto hizo que la hoja desgarrara la herida dejando salir un chorro de sangre demoníaca.

Alaric pudo levantar la vista un instante antes de hundirse en el mercurio, y vio cómo el cuerpo del hermano Archis se derrumbaba, partido en dos a la altura de la cintura. Había sido Archis quien encabezó sus oraciones en la fortaleza. Él fue quien aprendió las parábolas de los grandes maestres arrodillado a los pies del capellán Durendin.

Alaric lanzó un iracundo grito de guerra y luchó contra las corrientes de mercurio que intentaban arrastrarlo hasta las profundidades del foso. Abriéndose paso a través de los demonios consiguió alcanzar la superficie. Aquel demonio había acabado con la vida de uno de sus hermanos, y los Caballeros Grises siempre vengaban la muerte de los suyos.

—¡Azaulathis! —gritó de pronto una voz.

Alaric consiguió ponerse en pie justo a tiempo para ver cómo el demonio que había en el interior de Thalassa giraba sus ojos amenazante para mirar directamente hacia la fuente de aquellas palabras; alguien había pronunciado su nombre, alguien que no debería estar allí.

El cuerpo aracnoide del servidor del magos Antigonus se había abalanzado sobre Thalassa, agarrándose a su cuerpo con sus múltiples patas metálicas. Podía distinguirse el brillo rojizo del cortador láser del servidor, que intentaba perforar la piel de Thalassa para alcanzar al demonio que se retorcía en su interior.

El hermano Haulvarn estaba a su lado, tratando de acabar con los tecnodemonios que se cernían en torno a Antigonus para arrancar las placas metálicas de su cuerpo. Cardios intentó ayudar a su hermano activando el incinerador y lanzando una lengua de fuego que se extendió por la superficie del foso, formando un enorme arco y abrasando la piel plateada de los demonios que no cesaban de emerger de las profundidades del mercurio.

Thalassa arrancó una de las patas de Antigonus, y acto seguido el demonio salió del interior del torso de la tecnosacerdote para seccionar otra. Sus ojos ardían de odio, y sus fauces eran como un enorme orificio palpitante atravesado por unos colmillos negros y afilados como cuchillos, entre los que se retorcía una lengua larga y repugnante.

Antigonus intentaba repeler el ataque. Alaric hundió la alabarda en el cuerpo del demonio, sintiendo cómo los protectores psíquicos ardían sobre su piel como reacción a la presencia de una maldad tan pura.

De pronto, el demonio profirió un alarido grave y discordante y toda la superficie del foso se estremeció como un océano azotado por la tormenta, lo que hizo que los Caballeros Grises perdieran el equilibrio. Alaric estuvo a punto de hundirse de nuevo.

—¡Ya te vencí una vez! —gritó Antigonus a través de su unidad vocal, que crepitó al alcanzar el máximo volumen—. ¡Y puedo volver a hacerlo!

Los ojos del demonio se iluminaron de pronto.

—¡Tú! —gruñó al reconocer a Antigonus tras una breve pausa.

Antigonus perforó el cuerpo de Thalassa con el cortador láser. Tanto la tecnosacerdote como el demonio de su interior lanzaron un alarido de dolor antes de desplomarse sobre el mercurio. Antigonus se apartó del cuerpo de Thalassa dando un enorme salto antes de caer sobre la superficie del foso. Alaric se olvidó de disparar o cercenar la cabeza del demonio y decidió atacar a la tecnosacerdote, envolviéndola con los brazos para intentar ahogarla. Thalassa comenzó a agitarse con una fuerza sobrehumana que a Alaric le resultó casi imposible controlar.

De pronto alguien llegó para unir sus esfuerzos a los del juez. Alaric pensó que se trataba de otro Caballero Gris, pero entonces vio su propio rostro reflejado cientos de veces en los ojos compuestos del archimagos Saphentis. El tecnosacerdote había conseguido abrirse paso por las corrientes de mercurio, avanzando a través del metálico elemento gracias a los impulsos eléctricos que emanaban de su cuerpo. Agarró con fuerza a la tecnosacerdote con sus dos brazos biónicos mientras extendía dos de sus mecadendritas, de las que salieron sendas sierras giratorias. Con un movimiento rápido y preciso, Saphentis decapitó a Thalassa.

La cabeza de la tecnosacerdote voló hasta el otro lado del foso en una explosión de energía oscura que salió de su cuello cercenado. Azaulathis, el demonio, emergió de la herida para levitar sobre el foso, haciendo que el cuerpo de Thalassa cayera sin vida sobre los brazos de Alaric. El cuerpo de aquel demonio era una pesadilla retorcida de información convertida en carne; sus enormes y terribles fauces estaban rodeadas por un anillo de ojos, entre los cuales podían verse infinidad de bocas más pequeñas. Unos tentáculos negros emergieron de los orificios sangrantes que tenía por todo su cuerpo corrompido, retorciéndose en todas direcciones mientras un halo de energía púrpura se extendía a su alrededor formando una oscura aureola amoratada. Aquellos tentáculos se retorcían de dolor por la presión del espacio real, que iluminaba su piel como si estuvieran ardiendo.

De pronto, una lluvia de fuego bólter se cernió sobre él, esparciendo por todo el foso infinidad de trozos de carne demoníaca y humeante. Los Caballeros Grises continuaron disparando, hasta que el hermano Cardios lanzó una lengua de fuego con el incinerador que abrasó la piel del rostro de Azaulathis, dejando al descubierto un cráneo ardiente y corrompido que se retorcía de dolor.

Alaric vio que Hawkespur estaba en la orilla exterior. Había desenfundado la pistola automática y apuntaba cuidadosamente. La interrogadora efectuó un único y preciso disparo que impacto directamente sobre una de las cuencas oculares del demonio, atravesándole la cabeza y saliendo por la parte de atrás del cráneo. Azaulathis se detuvo un instante, momento que los Caballeros Grises aprovecharon para destrozar definitivamente su cuerpo a base de fuego bólter.

—¡Adelante! —gritó Saphentis.

El cuerpo del tecnosacerdote estaba cubierto casi completamente por la sangre corrupta y amoratada de Thalassa. Intentaba mantener abierto un paso a través del mercurio mediante sus impulsos eléctricos, y Alaric vio cómo el resto de Caballeros Grises ya se dirigían hacia allí.

—¡Todo el mundo hacia la orilla! —ordenó Alaric—. ¡Cardios, intenta encontrar a Archis! ¡Hawkespur, guíe a los demás hasta el otro lado! ¡Rápido!

Los tecnodemonios parecían haberse replegado tras contemplar las muertes de Thalassa y de Azaulathis. Finalmente, los Caballeros Grises consiguieron ganar la otra orilla del foso. El hermano Haulvarn ayudó al magos Antigonus, cuyo servidor estaba muy dañado, a agarrarse a uno de los salientes del rococemento. El último en llegar fue Cardios, que llevaba consigo la parte superior del cuerpo destrozado de Archis.

Alaric lideró el avance hasta que la escuadra llegó a los pies de la torre de vigilancia, donde unos enormes contrafuertes de rococemento la anclaban al suelo, proporcionándoles un buen lugar para ponerse a cubierto entre sus cimientos de hierro oscuro. Hawkespur y los tecnosacerdotes de Antigonus también consiguieron atravesar el foso. Por último, el archimagos Saphentis también llegó hasta la orilla, cerrándose tras él el paso abierto en el mercurio. Saphentis se detuvo un instante para recoger algo del suelo antes de correr para ponerse a cubierto junto a Alaric.

Cardios ya estaba junto al juez, sosteniendo entre los brazos la parte superior del cuerpo del hermano Archis; era una visión trágica, pues el cuerpo del valeroso Caballero Gris había quedado destrozado por la fuerza del demonio.

—Incluso si tuviéramos tiempo para enterrarlo aquí —dijo Alaric— no lo haríamos. No en esta tierra corrompida. Cardios, extráele la semilla genética y reparte su munición, tendremos que abandonar el cuerpo aquí.

Cardios asintió y comenzó a desabrochar el casco de Archis. Como ocurría con todos los marines espaciales, las múltiples mejoras de un Caballero Gris se controlaban mediante dos órganos gemelos: la semilla genética. La semilla genética era, en la práctica, imposible de crear, de modo que cada capítulo hacía todo lo que estuviera en sus manos para recuperar la semilla genética de sus muertos y poder implantarla así a sus nuevos reclutas, y los Caballeros Grises no eran una excepción. La semilla genética de cada capítulo había sido desarrollada para reproducir el código genético de su primarca, cada uno de los invencibles guerreros creados por el Emperador para liderar la Gran Cruzada hacía ya más de diez mil años. Sin embargo, jamás se había sabido con seguridad quién fue el donante de los genes que dieron lugar a los Caballeros Grises, pues el capítulo fue creado en el mayor de los secretos poco después de las primeras fundaciones. Había quien aseguraba que procedían de un primarca que dio lugar a una semilla genética particularmente estable, aunque otros aseguraban que el donante fue el mismísimo Emperador. Nadie sabía la respuesta a ciencia cierta, y los Caballeros Grises preferían que así fuera; los Caballeros Grises no luchaban por la memoria ancestral de algún primarca, en primer lugar luchaban por el Emperador, y en segundo lugar por el Ordo Malleus, y nunca nada se interpondría en su camino. La semilla genética de Archis era sagrada, con independencia de su origen, y era deber de Alaric llevarla de vuelta al monasterio fortaleza que los Caballeros Grises tenían en Titán siempre y cuando le fuera posible.

El cuerpo humeante del servidor de Antigonus se acercó chirriando entre las sombras de la torre de vigilancia. El archimagos vio el cuerpo de Archis e hizo una reverencia como señal de respeto, acto seguido se agazapó en la oscuridad para que su cuerpo no malgastara una energía que le era muy valiosa.

—Necesita un nuevo cuerpo —dijo Alaric.

—Lo sé —contestó Antigonus. La voz de su unidad vocal sonaba distorsionada a causa del esfuerzo—. Me sorprende que éste haya aguantado hasta ahora.

—Usted ya conocía a aquel demonio.

—Scraecos lo envió en mi busca cuando llegué aquí por primera vez, y tuve suerte de no terminar como Thalassa. Reconocí su voz en cuanto la oí. Tener algo así viviendo en tu interior debe dejar una marca muy profunda.

—Ha luchado usted con valor —dijo Alaric.

—Usted también —contestó Antigonus—. Todos ustedes, especialmente su hermano de batalla.

Antigonus señaló el cuerpo del hermano Archis. Cardios ya casi había conseguido extraer su semilla genética de la garganta.

—Me temo que tendremos que repetir ese mismo proceso más veces —dijo Alaric—. Este planeta está infestado de demonios.

—Parece que alguien no está de acuerdo con usted.

El archimagos Saphentis avanzó con tranquilidad entre los cimientos de la torre; sostenía en una mano la cabeza cercenada de Thalassa.

—Expliqúese —le dijo a la cabeza.

Los ojos de Thalassa, que se habían convertido en unas esferas brillantes y plateadas, se abrieron súbitamente.

—Demonios… —dijo. Su voz no era más que un susurro trémulo que fluía a través de la sangre que brotaba de la boca—. No, no son demonios…, son programas de caza al servicio de los archimagos…

La energía que se había apoderado de ella cuando Azaulathis poseyó su cuerpo era lo único que la mantenía con vida, un débil eco de magia oscura a punto de apagarse por completo.

—Ha perdido la cordura —dijo Antigonus.

—Puede ser —contestó Alaric, quien acto seguido miró directamente a los ojos de Thalassa—. ¿Cómo lo sabe?

—Los… los archimagos me lo han dicho…, sus múltiples voces hablan como una sola…

—¿Son los que dirigen este planeta?

—Sí. Me han mostrado muchas cosas. Me perdí, pero ellos me encontraron. Pude ver un mundo totalmente autosuficiente…, un mundo que maneja el poder de la disformidad…, pude ver el rostro del Omnissiah, vi al Castigador, su conocimiento convertido en carne y en metal, enviado hasta nosotros para que nos ilumine… no, aquí no hay demonios, sólo hay conocimiento puro hecho realidad, un conocimiento enviado para servirnos y para mostrarnos el camino.

Alaric alzó el bólter de asalto y voló aquella cabeza con un único disparo. Apenas sin inmutarse, Saphentis contempló la escena mientras la sangre corrompida de Thalassa salpicaba de nuevo sus ropajes.

—Miente —dijo Alaric—. Por lo menos en lo referente a los demonios.

—No son conscientes de su propia corrupción —reflexionó Saphentis—. Interesante.

—Todos ellos están engañados —contestó Alaric—. Todo aquel que conjura demonios y que actúa movido por la voluntad del Caos acaba por convencerse a sí mismo de que es cualquier cosa menos un ser corrupto. El Caos no es más que una mentira, archimagos. Lo único real es su capacidad para hacer que el hereje se engañe a sí mismo, y a este respecto el Mechanicus Oscuro no es ninguna excepción; lo que nosotros percibimos como Caos ellos lo ven como una extensión de la tecnología.

—Convertir las enseñanzas del Omnissiah en una justificación para una corrupción tan profunda constituye una blasfemia imperdonable —dijo Saphentis.

El tecnosacerdote se sentó junto a Alaric, y por primera vez sintió que el cansancio le atenazaba los miembros biónicos.

—Me equivoqué al sospechar de usted —confesó Alaric—. Me refiero a Thalassa, debió de perderse y ellos la capturaron. Pensaba que había sido usted quien la había matado.

—¿Porque expresé cierta admiración por la autosuficiencia alcanzada por este planeta? —Si Saphentis hubiera tenido la posibilidad de esbozar una sonrisa irónica, Alaric estaba seguro de que lo hubiera hecho—. No escogí mis palabras con la prudencia con la que debería haberlo hecho. Es natural que usted pensara eso de mí, juez. Lo único que pretendía era comprender este mundo y al mismo tiempo cumplir con nuestra misión, pero parece que no elegí la mejor manera de hacerlo. Y también debí tener más cuidado con Thalassa; no estaba preparada para cargar con la responsabilidad que deposité sobre ella. Su pérdida ha sido mi fracaso. Tan sólo puedo esperar que el Omnissiah me perdone por ser tan débil.

—¿De modo que estamos en el mismo bando? —preguntó Alaric.

—No lo dude —contestó Saphentis.

—Y ahora que este asunto está claro —terció Hawkespur—, será mejor que nos pongamos en marcha.

—Estoy de acuerdo. —Alaric miró al hermano Cardios, que ya había terminado de extraer la semilla genética del cadáver de Archis—. Tendremos que abandonarlo aquí, no nos queda más remedio, más tarde rezaremos para suplicar perdón. Dvorn, encárgate de Antigonus si su cuerpo falla. El resto manteneos unidos e intentad no exponeros demasiado; nuestro primer objetivo es investigar, después lucharemos.

La fuerza de asalto musitó una oración en silencio para honrar la muerte de su hermano y acto seguido se adentró en las fábricas de titanes, intentando mantenerse oculta entre los cimientos de la torre de vigilancia y avanzando a través de las protuberancias carnosas y las masas de maquinaria oxidada diseminadas por la superficie del muro de rococemento. Frente a ellos, alzándose como gigantes en el horizonte, estaban los titanes; siluetas amenazantes, silenciosas, estructuras imponentes que escondían un tremendo poder destructivo.

Era un ejército que podría sembrar la destrucción en cualquier mundo. Un ejército a punto de despertar.