CATORCE

CATORCE

¡Dadme una pistola que no dispare! ¡Dadme una espada que no esté afilada! ¡Dadme una arma que no inflija daño alguno, siempre y cuando siembre pavor!

Eclesiarca SEBASTIÁN THOR,

carta escrita al Convento Sanctorum

El Imperio se basaba en la ignorancia. Era una verdad tan obvia que muy pocos se daban cuenta de ella. Durante más de diez mil años el Imperio había reclamado autoridad sobre la totalidad de la raza humana, primero bajo el yugo del Emperador y luego bajo el del Adeptus Terra, que decía actuar según Su voluntad inmortal. Pero el Imperio existía en medio de un completo aislamiento histórico. Antes de que el Emperador iniciara la Gran Cruzada que conquistó miles de mundos deshabitados, no había absolutamente nada.

Infinidad de leyendas intentaban arrojar algo de luz sobre los oscuros años de la historia preimperial. No importaba cuántos eruditos hubieran dedicado sus vidas a responder a la pregunta de qué había antes del Imperio, resultaba imposible diferenciar las conjeturas de las mentiras. Sin embargo, había una serie de ideas comunes que compartían todos aquellos que alguna vez habían prestado atención a la historia preimperial, aunque incluso éstas generaban divergencias constantes.

Primero se produjo la Dispersión. El descubrimiento de los viajes a velocidades superiores a la de la luz a través de la disformidad, una dimensión paralela, permitió migraciones masivas por toda la galaxia, propiciando así el éxodo de la humanidad. Pero la Dispersión no era más que una conjetura, un modo de intentar explicar por qué los comerciantes independientes o las flotas de exploración seguían encontrando, incluso en el presente, tantos mundos habitados por humanos. Sin embargo, aquél era el único modo mediante el cual la raza humana pudo haber llegado a su estado actual, de manera que la idea más extendida era que la Dispersión se había producido en un pasado tan lejano que no se conservaban pruebas directas.

Después vino la Edad Oscura de la Tecnología. La humanidad, en lugar de venerar la tecnología y preservar la santidad de su espíritu como más tarde se haría en Marte, persiguió cualquier avance tecnológico con un ardor desmedido. Se produjeron increíbles maravillas y horrores inimaginables, máquinas de guerra capaces de sembrar el terror en planetas enteros, abominaciones genéticas, máquinas capaces de crear mundos a su alrededor y cosas mucho más terribles, muchísimo más terribles.

Inevitablemente, la Edad Oscura llevó a la humanidad a la Era de los Conflictos, en la que la humanidad se hundió en una vorágine interminable de guerras fratricidas. Los viajes a través de la disformidad se hicieron imposibles, por lo que la humanidad fue dividida y cientos de mundos aislados cayeron en la barbarie, un salvajismo del que por lo general nunca volverían a salir hasta que el Imperio enviara misioneros para mostrarles de nuevo la luz.

Pero, según parecía, hubo quien quizá previo el advenimiento de la Era de los Conflictos; unas pocas mentes que advirtieron que la humanidad estaba en peligro y que debían preservar la tecnología más estable y valiosa para futuras generaciones, incrementando así las posibilidades de que la raza humana sobreviviera a la terrible matanza que se avecinaba. Nadie durante la época del Imperio fue capaz de establecer quiénes habían sido, pero a buen seguro se encontraban entre las mentes más brillantes de la Edad Oscura. Quizá fueron las únicas que advirtieron el precio que la galaxia debería pagar por la tecnología profana.

Decidieron dejar constancia de sus conocimientos de forma que pudieran sobrevivir para siempre y ser comprendidos por cualquiera. Ciertas tecnologías clave fueron reducidas a algoritmos y conservadas en formatos tan simples que incluso razas humanas no demasiado bárbaras pudieran descifrar con facilidad. Se trataba de las plantillas de construcción estándar.

En cierto sentido el Sacerdocio de Marte hacía algo similar, preservar el conocimiento a través de la contemplación religiosa. Con el nacimiento del Imperio y el Tratado de Marte, el Adeptus Mechanicus pudo explorar la galaxia durante la Gran Cruzada, conociendo así la existencia de las plantillas de construcción estándar.

Las PCE eran tan puras que se convirtieron en objeto de veneración por parte de los tecnosacerdotes, pues eran como porciones del genio del Omnissiah comprimidas y formateadas para beneficio de la humanidad. Durante la Gran Cruzada se descubrieron algunos fragmentos dispersos en mundos ruinosos, y los tecnosacerdotes los emplearon para crear algunos de los avances tecnológicos más estables y omnipresentes del Imperio, como los vehículos Rhino o los sistemas disipadores de calor geotérmico que suministraban energía a innumerables ciudades colmena. Pero sólo se encontraron fragmentos incompletos de PCE.

La plantilla de construcción estándar no era más que una utopía. Pensar que una sola de ellas podría haber sobrevivido a tantos miles de años de guerra requería mucha imaginación. Pero eso no detuvo a muchos tecnosacerdotes, que empezaron a buscar plantillas de construcción estándar como si fueran reliquias, navegando entre leyendas y verdades a medias y enviando misiones de exploración a los mundos más distantes y olvidados de la mano del Emperador en busca del menor indicio de aquel conocimiento ancestral.

Uno de aquellos tecnosacerdotes fue el archimagos Veneratus Scraecos, quien impartió un seminario en el mundo forja de Salshan Anterior destinado a estudiar las leyendas sobre las PCE y a generar complejos modelos estadísticos a partir de los fragmentos de ellas que poseía el Adeptus Mechanicus.

Scraecos llegó a Chaeroneia pensando que en aquel mundo forja se conservaba una plantilla de construcción estándar, y quizá, sólo quizá, tenía razón.

* * *

Alaric se arrastraba hacia adelante mientras intentaba que su enorme armadura no destacara sobre la pila de metal oxidado que había bajo su cuerpo, tratando de evitar que tanto él como el tecnosacerdote que iba a su lado fueran descubiertos por cualquiera que estuviera vigilando los pozos de salida de la mina.

El pozo ascendía dibujando una pendiente muy pronunciada, de manera que apenas entraba luz desde el exterior. Horadados en la roca hacía cientos de años, los muros y el suelo de aquel pozo estaban ahora ocultos bajo varios metros de herrumbre.

—Estamos cerca —dijo el tecnosacerdote Gallen mientras ascendía junto a Alaric. Las únicas armas de Gallen eran un rifle automático muy oxidado y los viejos accesorios de combate de sus implantes biónicos, tan oxidados como el propio rifle. Era evidente que estaba asustado. Los tecnosacerdotes de Antigonus siempre habían vivido a punto de ser descubiertos y con la muerte pisándoles los talones, pero habían evitado cualquier tipo de enfrentamiento directo con el Mechanicus Oscuro. Ahora, la llegada de Alaric los había involucrado directamente en una guerra abierta.

—¿Hay alguien ahí arriba? —susurró Alaric.

El Caballero Gris se volvió para mirar al resto de su escuadra. El brillo de sus armaduras había quedado completamente oculto bajo la capa de suciedad que las cubría. Junto a la escuadra de Alaric había también una veintena de tecnosacerdotes, que mostraban diferentes grados de declive y oxidación, y también Antigonus con su cuerpo de servidor aracnoide. La fuerza de asalto la completaban Hawkespur, junto con el solitario tecnoguardia encargado de protegerla, y el archimagos Saphentis.

—El auspex no indica nada —respondió Gallen—. Pero no puede detectar a algunos de sus tecnosacerdotes.

—Yo iré delante —dijo Alaric.

Puede que los tecnosacerdotes fueran expertos en sabotajes, pero los Caballeros Grises eran mucho mejores soldados. Alaric hizo una señal a sus hombres para que se acercaran a la salida del pozo.

El aire de aquel desierto apestaba. No se trataba de un desierto natural, pues se había formado después de innumerables milenios de contaminación que habían dado lugar a dunas de cenizas de hidrocarburos y grandes extensiones de cristal radiactivo. Todos los mundos forja tenían algo en común: enormes desiertos tóxicos u océanos acídicos que se extendían entre sus diferentes ciudades. Grandes extensiones de Chaeroneia ya parecían auténticos infiernos mucho antes de que el Mechanicus Oscuro se hiciera con el control del planeta.

Alaric ascendía hacia la mancha de cielo contaminado que podía verse al final del túnel. Archis se arrastraba justo a su lado empujando el incinerador, que llevaba por delante de él.

—¿Listo? —preguntó Alaric.

—Uno nunca está listo del todo —contestó Archis—. El momento en que creemos que estamos listos es el mismo momento en que el Enemigo descubre una nueva manera de acabar con nosotros.

Alaric se sujetó al borde de roca que rodeaba la salida del pozo. En el cielo nocturno que se abrió sobre él podían verse formas iluminadas, símbolos ocultos y oraciones blasfemas proyectadas sobre las nubes desde las enormes agujas de Manufactorium Noctis. Aquellas formas se extendían por todo el desierto como si el manto de su herejía cubriera todo el planeta. Las proyecciones podían verse perfectamente, pues las nubes formaban una capa compacta y espesa, como si quisieran ocultar la existencia de un universo cuerdo y recto más allá de Chaeroneia.

Alaric sacó la cabeza por la boca del pozo y miró al exterior. Durante el viaje hacia allí se había hecho una idea de lo que se encontraría ahí fuera: dunas tóxicas, repugnantes lagos de aguas hediondas, criaturas carroñeras merodeando… Pero no vio nada de eso.

Vista desde fuera, Manufactorium Noctis era una enorme construcción del tamaño de un puerto espacial. Estaba rodeada por una serie de torres de vigilancia repletas de armas de fuego pesadas y protegidas por redes de trincheras y emplazamientos de artillería. Entre cada una de aquellas torres se extendía un muro de rococemento tachonado de estructuras biomecánicas que parecían enormes colonias de hongos; talleres, almacenes, generadores y búnkers de control estaban interconectados mediante unos conductos retorcidos que daban la impresión de ser músculos o haces de tendones. Por todos lados había masas de carne grisácea que llegaban hasta los pies de las torres de vigilancia y se adentraban en las trincheras cubriendo el rococemento como si fueran forúnculos infectados. En primera línea podía verse una especie de franja plateada que marcaba la verdadera frontera de la ciudad. Parecía algo líquido, como un foso; la primera línea de defensa contra los intrusos.

Pero aquello no era lo peor de todo. Lo peor era el ejército que estaba apostado junto al muro de rococemento. Sus soldados eran más altos que muchos de los edificios biomecánicos; la distancia podría ser engañosa, pero Alaric calculó que su altura oscilaba entre los treinta y los cincuenta metros, y a pesar de las tremendas infecciones biomecánicas que sufrían, al Caballero Gris no le quedó ninguna duda.

Titanes, cientos de ellos.

Las fuerzas de choque del Adeptus Mechanicus, la tecnoguardia y los skitarii, eran tropas formidables, al igual que sus enormes piezas de artillería Ordinatus, pero ninguna arma de los tecnosacerdotes podía compararse con el poder de los titanes. Máquinas de guerra bípedas que según algunos guardaban cierta semejanza con el mismísimo Emperador, una semejanza representada por la magnitud de su poder destructivo. Incluso los más pequeños, los titanes de exploración Warhound, podían desplegar más potencia de fuego que una docena de escuadras de la Guardia Imperial.

Los titanes eran dioses máquina empleados para destruir cualquier fortificación y aplastar formaciones enemigas. Había muy pocas cosas en la galaxia que pudieran resistir su enorme poder. Pero lo más importante era que las legiones de titanes constituían un símbolo del dominio imperial tan incuestionable como los propios marines espaciales.

—¡Por el Trono de Terra! —susurró Archis—. Para construir tantos deben haber necesitado…

—Mil años —concluyó la frase Alaric. Había demasiados como para poder contarlos. Parecían fabricados según los patrones de los titanes Reaver, la piedra angular de las legiones de titanes. Su forma era más o menos humanoide, y todos ellos llevaban una arma pesada en cada uno de los brazos, junto con pequeñas armas dispuestas a lo largo de piernas y torso. Muchas de aquellas armas eran mezclas irreconocibles de mecánica y biología.

Alaric trató de echar un vistazo con más detenimiento al complejo. En el centro se alzaba una única aguja, más alta que las demás, coronada por un enorme disco rodeado de luces; debía tratarse de la aguja que controlaba todo el complejo. También había unas enormes chimeneas que dejaban salir un humo negro y grasiento que se perdía en el cielo y que probablemente provenía de las forjas subterráneas en las que se fundían las enormes piezas de metal necesarias para fabricar aquellos titanes.

El paisaje que se extendía alrededor del complejo era una tierra baldía y llena de cicatrices, heridas abiertas en la tierra con el fin de mantener una estructura estable en medio de aquel desierto de cenizas. Construir aquel enorme complejo debía de haber requerido la totalidad de los recursos de Manufactorium Noctis, e incluso ya terminado parecía necesitar la mayor parte de la energía que generaba aquella ciudad. El hecho de que siguiera consumiendo tanta energía sólo podía significar que el Mechanicus Oscuro seguía construyendo y ensamblando titanes en sus plantas biomecánicas.

Pero en aquel lugar había mucho más que energía pura. Alaric sintió de nuevo la maldad que percibió cuando orbitaba sobre Chaeroneia, unos impulsos oscuros y palpitantes bajo su piel lo suficientemente fuertes como para convertir el aire que lo rodeaba en una nube grasienta e irrespirable. Estaba allí. El oscuro corazón de Chaeroneia latía allí mismo, oculto entre el ejército de titanes.

El magos Antigonus trepó hasta ponerse a la altura de los Caballeros Grises.

—¡Que el Omnissiah nos proteja! —exclamó cuando vio el complejo que se abría ante sus ojos—. Deben de haber trasladado hasta aquí las fábricas de titanes. Piedra a piedra, viga a viga…, todo. Qué estúpido he sido al pensar que las habrían desmantelado sin más. Esto es lo que han estado construyendo todo este tiempo, y yo he estado demasiado ciego y asustado como para venir aquí y descubrirlo. —Incluso a través de la unidad vocal del cuerpo de su servidor las palabras de Antigonus mostraban un claro tono de arrepentimiento—. Prometí llevarlos ante la justicia —continuó—. Y en lugar de eso he permitido que construyan… todo esto.

—Eso no tiene importancia —le aseguró Alaric—. Lo que de verdad importa es lo que haga ahora. Ésta es nuestra oportunidad para herirlos de muerte, a todos ellos, y quizá evitar así que consigan hacer aquello para lo que han regresado al espacio real.

Hawkespur también había llegado a la salida del pozo junto a Saphentis, quien por lo menos ahora mostraba un mínimo cuidado en mantenerse oculto.

—Claro —dijo la interrogadora, como si debiera haber intuido que las fábricas de titanes habían estado allí desde el principio—. Esto es lo que ha venido a buscar esa flota del Caos. El Mechanicus Oscuro pretende hacer un trato con Abaddon, al igual que hicieron con Horus, y han construido todos esos titanes para sellar el acuerdo.

—¿De manera que tenemos que destruirlos todos?

—Parece que ésa es la única opción.

—Eso —interrumpió Saphentis—, va a resultar un poco difícil.

—No recuerdo que nuestras órdenes implicaran que fuera a ser fácil —contestó Hawkespur de manera tajante.

—Sin embargo, parece inútil perseguir un objetivo que jamás podremos alcanzar. Las probabilidades de que nuestra fuerza de asalto sea capaz de destruir tantos titanes, incluso aunque aún no estén operativos, son tan cercanas a cero que resultan imposibles de calcular. A buen seguro el Mechanicus Oscuro se percatará de nuestra presencia y dedicará todos sus recursos a detenernos, y entonces no nos quedará ningún lugar donde escondernos.

—Entonces ¿qué sugiere? —preguntó Hawkespur.

—Encontrar el modo de salir de este planeta —contestó Saphentis.

—¿Rendirnos?

—Abandonar la misión. Todos nosotros somos recursos muy valiosos para el Imperio. Resulta difícil de aceptar que morir intentando conseguir lo imposible tenga algo que ver con la voluntad del Emperador al que ustedes dicen servir.

—¿Hawkespur? —le preguntó Alaric—. Usted es la representante de la autoridad inquisitorial aquí abajo.

Hawkespur se acercó un poco más a la salida del pozo para poder apreciar con más detalle la legión de titanes y las defensas del complejo. Pero lo que no podía ver, por supuesto, eran los miles de sirvientes y tecnosacerdotes que caerían sobre ellos en cuanto el personal del complejo informara de que había intrusos.

—Tenemos que entrar —insistió Hawkespur—. Nuestro objetivo principal deben ser esos titanes. Si realmente están destinados a luchar en el Ojo, acabar con uno solo de ellos ya constituirá una gran ayuda. Nuestro segundo objetivo debe ser recabar toda la información que sea posible sobre los métodos de trabajo de esta fábrica, y descubrir si hay algún modo de conseguir nuestro objetivo principal sin tener que sabotear todos esos titanes uno por uno. Aparte de eso, haremos cuanto podamos y moriremos con dignidad. ¿Alguna objeción aparte de la del archimagos?

—Acataré la voluntad de la Inquisición —dijo Saphentis. Su voz artificial mostró muy poca convicción.

—Alaric, tenga en cuenta que será usted quien deberá liderar el combate.

—Vamos a entrar. Como usted ha dicho, aunque solamente consigamos destruir uno de ellos eso supondrá una inestimable ayuda.

—Bien. ¿Antigonus?

—No le hará falta sacar todo ese tema de la Inquisición para convencerme, interrogadora —dijo Antigonus—. Creo que es el momento de que lancemos un ataque directo. Yo mismo puedo efectuar un reconocimiento de sus defensas, les cuesta bastante diferenciarme de cualquier otro servidor.

—Pero morirá si lo hacen —dijo Hawkespur.

—En cuanto a eso, interrogadora, la situación no ha cambiado mucho.

Antigonus salió del pozo y comenzó a atravesar la llanura de ceniza en dirección a la franja plateada que señalaba el límite de la fábrica. Su cuerpo de servidor estaba tan oxidado que parecía llevar décadas trabajando entre las dunas de ceniza. Era un buen disfraz, el mejor para ocultarse en Chaeroneia.

* * *

—¡A cubierto! ¡Prepárense para el impacto! ¡Iniciando maniobra evasiva!

La voz del magos Mugild resonó por todas las cubiertas verispex, una increíble mezcla de equipamiento exótico, tecnoaltares llenos de incienso y larguísimas mesas en las que se llevaban a cabo los más extraños experimentos. Aquella cubierta no era el mejor lugar para aguardar el impacto de los proyectiles enemigos, pero era donde Nyxos se encontraba en aquellos momentos. El inquisidor se agarró con fuerza a uno de los enormes bancos de laboratorio cuando la nave entera comenzó a estremecerse.

Muchos de los tecnosacerdotes cayeron al suelo. Matraces llenos de productos químicos volaron por todas partes y los recipientes de cristal se hicieron añicos. Nyxos consiguió mantenerse en pie; el enorme exoesqueleto oculto bajo sus ropajes tuvo que esforzarse al máximo para evitar que saliera disparado como un muñeco. En el exterior de la nave comenzaron a sonar unas fuertes explosiones, las alarmas se dispararon por todas partes y la luz, ya de por sí bastante tenue, comenzó a parpadear cuando los sistemas de energía de la nave resultaron dañados por el fuego y la metralla. Aquellos laboratorios se empleaban para analizar las muestras recogidas durante las misiones de exploración para las que la Ejemplar fue diseñada y construida, y en caso de ataque daban muy pocas concesiones a la seguridad de los magos que trabajaban en ellas.

—¡Tenemos que salir de aquí cuanto antes! —gritó Nyxos alzando la voz sobre la confusión reinante—. ¿Podrá conseguirlo?

—No…, aún no… —contestó el tecnosacerdote que tenía más cerca.

Nyxos no había tenido tiempo para aprender los procedimientos de aquellos tecnosacerdotes, ni siquiera había podido aprenderse sus nombres ni verificar si eran fieles a Korveylan. Pero nada de aquello importaba, lo más importante era el tiempo.

Nyxos tenía una única oportunidad para ayudar a Hawkespur y a Alaric, y era precisamente ésa.

—¡No es suficiente! —dijo Nyxos—. ¡Usted! —Señaló a una tecnosacerdote, o por lo menos parecía haber una mujer bajo aquella maraña de sondas y circuitos—. ¡Refuerce la señal! ¡Saque la energía de donde pueda!

—No creo que aguante…

—Siempre será mejor que no intentarlo siquiera. ¡Y usted! —dijo señalando al primer tecnosacerdote de nuevo. Aparentemente era el supervisor del laboratorio y miraba a Nyxos desde detrás de unos implantes oculares que magnificaban varias veces sus ojos desnudos y sin párpados—. Codifique la transmisión, y no quiero excusas.

—Pero… los canales de recepción de los archivos históricos de Chaeroneia tienen más de cien años, hay muchas probabilidades de que hayan cambiado…

—Entonces fracasaremos, magos, en cuyo caso seré yo quien asuma toda la responsabilidad. Sé que puede resultar difícil de entender para ustedes los tecnosacerdotes, pero recuerden que ahora juegan según las reglas de la Inquisición. Codifiquen el mensaje y envíenlo de inmediato.

El tecnosacerdote de los grandes implantes oculares se dirigió hacia el cogitador principal de la cubierta, una monstruosidad mecánica del tamaño de un tanque. Aparentemente funcionaba gracias a una enorme manivela que el tecnosacerdote comenzó a hacer girar empleando todas sus fuerzas.

Los enormes pistones y ruedas dentadas que había en su interior comenzaron a trabajar, girando y moviéndose a través de los agujeros abiertos en la enorme carcasa de bronce. De pronto sonaron nuevas explosiones, esta vez mucho más cerca. En aquel momento Nyxos supo que el último escudo de la nave había sido destruido. Aquello significaba que el fuego procedente de la Desikratis pronto empezaría a perforar el casco y las diferentes cubiertas comenzarían a caer una tras otra, el vacío penetraría en las cámaras presurizadas y los sistemas de la nave dejarían de funcionar. Las bajas ya habían empezado a producirse. Incontables bajas.

Los combates espaciales eran algo que Nyxos odiaba con todas sus fuerzas. Únicamente terminaban cuando las tripulaciones, no las naves, eran totalmente masacradas. Un combate espacial de poca importancia resultaba equivalente a una batalla terrestre a gran escala en términos de bajas, y la batalla de Chaeroneia probablemente se cobraría la vida de todos y cada uno de los sirvientes imperiales que había en órbita.

—Tendremos que desviar energía de las baterías de proa —dijo la tecnosacerdote, que trabajaba sobre un complejo sistema de tuberías entrelazadas que ocupaba toda una pared del laboratorio, y que probablemente servía para distribuir energía por toda la nave. Con una mano se tapaba una enorme herida que tenía en la frente para evitar que la sangre le impidiera ver lo que hacía.

—¡Pues hágalo! —contestó Nyxos.

Acto seguido sonó otra explosión, aún más cercana, que hizo que todo el mundo excepto Nyxos cayera al suelo. Las chispas comenzaron a llover por todo el laboratorio y el inquisidor oyó unos terribles alaridos acompañados de un fuerte olor a carne quemada; uno de los tecnosacerdotes estaba envuelto en llamas y había caído al suelo mientras sus compañeros intentaban sofocar el fuego.

Nyxos miró a su alrededor. El laboratorio había quedado destrozado. Sólo el Trono sabía cómo estaría el resto de la nave. Aquélla era la última oportunidad de Nyxos. Resultaba increíble la velocidad con la que habían trabajado los tecnosacerdotes, pero no valdría de nada si finalmente fracasaban.

El cogitador principal no cesaba de expulsar fichas perforadas. El tecnosacerdote que estaba al mando intentaba hacer girar la manivela con todas sus fuerzas, pero no se movía lo suficientemente rápido.

Nyxos se golpeó contra el cogitador. Algo fallaba en el sistema de gravedad artificial, y moverse por la Ejemplar era como intentar atravesar la cubierta de una nave en plena tormenta.

—¡Déjeme a mí! —gruñó mientras agarraba con fuerza la manivela. Sus miembros servoasistidos se aferraron a la rueda de metal y los augméticos comenzaron a hacerla girar a toda velocidad, tan rápido que el tecnosacerdote, sorprendido, tuvo que quitarse de en medio. El cogitador comenzó a emitir unos fuertes ruidos mientras de las juntas de su carcasa salían humo y chispas.

—¡Funciona! —gritó la tecnosacerdote.

El cogitador dejó salir una última ficha perforada. El tecnosacerdote principal la recogió y comenzó a escanearla inmediatamente. Sus enormes pupilas aumentadas se movían de un lado a otro.

—Lo están recibiendo —dijo.

—¿Podrán transmitir el mensaje los proyectores? —preguntó Nyxos. Sus servos chirriaban mientras seguía haciendo girar la manivela.

—No ere…

La explosión destrozó el laboratorio lanzando por todas partes nubes de metralla ardiendo. Las chispas comenzaron a caer de nuevo como una lluvia de fuego. El sonido del aire al ser succionado por el vacío era ensordecedor, todos los tecnosacerdotes y los instrumentos del laboratorio comenzaron a desaparecer a través del enorme orificio que se había abierto en el casco.

Poco después, en medio del silencio reinante en el vacío, el cogitador principal explotó produciendo una lluvia de tornillos y piezas metálicas, como pequeñas hojas afiladas que giraban en la gravedad cero. Pero por entonces ya quedaba muy poca gente con vida en aquella cubierta como para preocuparse de eso.