ONCE
Cuando el Gran Maestre Ganelon oyó las palabras del demonio ya no hubo necesidad de que siguiera escuchando. Pues las palabras del Enemigo no son más que mentiras; incluso aquellas que son ciertas las pronuncia buscando el engaño.
Parábola de Ganelon,
recogida por el capellán GREACRIS en su Index Beati
—Viejos amigos —dijo Urkrathos mientras caminaba por el puente de mando del Forjador de Infiernos.
Los demonios que controlaban aquella nave miraron a su capitán llenos de un odio tan puro que parecía manar a través de sus ojos, formando gotas negras y ardientes de pura aversión. Había un total de cuarenta y ocho demonios engarzados en el puente de mando del crucero de combate Forjador de Infiernos, cada uno de ellos indefectiblemente ligado a uno de los muchos aspectos de aquella nave mediante ritos atávicos más antiguos que la propia humanidad, y todos ellos debían obedecer todas y cada una de las órdenes de Urkrathos.
El puente de mando era una galería alargada, con el techo bajo y dominada por un calor infernal en la que flotaba un hedor que parecía provenir de una cámara de tortura. Tanto los muros como el suelo eran de acero desgastado y oxidado del que brotaban gotas de sangre, y toda la estancia estaba iluminada por una tenue luz que procedía de la pantalla holográfica que Urkrathos usaba para hacer las veces de pantalla táctica. Una maraña de maquinaria ennegrecida y de aparatos electrónicos cubría casi por completo los muros, el suelo y el techo, como si se tratara de tumores mecánicos que dejaban salir chispas y columnas de vapor mientras los antiquísimos cogitadores mantenían activo el perverso y malicioso espíritu máquina del Forjador de Infiernos. Los demonios engarzados en los enormes timones de control eran masas musculosas pero inútiles, pues sus garras y sus colmillos resultarían inservibles mientras debieran lealtad a Urkrathos. Algunos de ellos tenían enormes tenazas como las de un cangrejo; otros, docenas de patas aracnoides que terminaban en unas fauces pequeñas y voraces; o masas de tentáculos retorcidos capaces de estrangular a un hombre sin el menor esfuerzo, y sólo el Emperador sabía qué más rasgos terribles y mortíferos. Pero ninguno podía atacar a Urkrathos o desobedecer sus órdenes por mucho que todos y cada uno de ellos desearan hacerlo con todas sus fuerzas.
Urkráthos iba y venía a lo largo de todo el puente de mando mientras una imagen de Chaeroneia se proyectaba a lo largo del monitor. Era un buen planeta, oscuro y enfermizo, tan contaminado por la disformidad que uno podía apreciar su corrupción tan sólo con mirarlo. Los asteroides que rodeaban aquel mundo bailaban al son de una melodía indescifrable, movidos por un hechizo que dominaba sus órbitas para impedir que cualquier cogitador pudiera predecir su próximo movimiento. Aquel campo de asteroides impedía que la flota que aguardaba en la órbita media de Chaeroneia pudiera efectuar un desembarco medianamente efectivo, lo cual significaba que, hicieran lo que hicieran aquellas naves imperiales, la ofrenda permanecería en Chaeroneia hasta que Urkrathos la recogiera.
Y ciertamente se trataba de un tributo verdaderamente magnífico.
—Muéstrame nuestras posiciones —ordenó Urkrathos.
El demonio encargado de la proyección, una criatura huraña y repugnante con una docena de ojos, emitió una serie de sonidos irreconocibles mientras proyectaba la nueva imagen en el aire. La flota de Urkrathos se veía a una cierta distancia del planeta. Urkrathos comandaba el Forjador de Infiernos, el crucero Desikratis, una nave repleta de cañones; la plataforma de combate Cadáver, que era la base de la escuadra de combate Buitre, y tres escoltas de la clase Idolator que conformaban el Ala de Escápula.
El Desikratis estaba comandado por un enorme demonio que constituía el único miembro de la tripulación, pues sus tentáculos, repletos de terminaciones nerviosas, llegaban hasta el último recodo de aquella nave de artillería. El propio Desikratis también comandaba las tres naves que formaban el Ala de Escápula, hacia las que parecía mostrar una actitud untanto paternalista. La plataforma de combate Cadáver estaba bajo el mando de Kreathak el Tres Veces Mutilado, uno de los mejores pilotos de caza de los últimos doscientos años, que también lideraba la escuadra de combate Buitre.
Aquella flota sería más que suficiente para recoger el tributo y llevárselo a Abaddon, que aguardaba en el Ojo del Terror. Pero el mismísimo señor de la guerra Abbadon había ordenado a Urkrathos que se asegurara de que aquella ofrenda le llegara intacta, de modo que Urkrathos decidió llevar a Chaeroneia todo lo que pudo encontrar para cumplir a la perfección con la tarea que el Saqueador le había encomendado.
—Estableced contacto con la Cadáver —dijo Urkrathos—. Decidle al comandante Kreathak que prepare todas las naves para el ataque. Dejaré que sea él quien se encargue de esas naves de escolta. —Urkrathos observó detenidamente la composición del flota imperial: era algo patético; un único crucero protegido por sus escoltas, una nave más cuya designación les era desconocida, un puñado de transportes de tropas y unos cuantos cargueros—. Nosotros nos encargaremos de su buque insignia.
El demonio encargado de los sistemas de comunicaciones era un monstruo enorme, casi del tamaño de una ballena, que permanecía incrustado en el centro del techo oxidado. La mayor parte de su cuerpo abombado la ocupaba su enorme masa cerebral, encargada de procesar las palabras de Urkrathos y transmitirlas a través de los sistemas internos de comunicaciones. Al igual que el resto de los cuarenta y ocho demonios, aquél había sido conquistado personalmente por Urkrathos durante los combates que libraron las Legiones Negras en su intento de forjar un imperio propio en el Ojo del Terror; otros le habían sido entregados al capitán en reconocimiento a alguna gran victoria ante los ojos de sus dioses. Por decreto de los poderes del Caos, los demonios que fueran derrotados por el capitán, así como los que le fueran entregados por una u otra razón, permanecerían bajo su mando en un estado de esclavitud total y absoluta, quedándoles totalmente prohibido por la voluntad de los dioses desobedecer cualquiera de sus órdenes. Urkrathos decidió convertirlos en la tripulación de su nave, pues le agradaba tener a unas criaturas tan poderosas atrapadas en su fortaleza, así siempre podría ver el odio que sentían hacia él a través de sus ojos.
Aquello era lo único por lo que merecía la pena luchar, lo único que tenía valor; la sensación de poseer total y completamente a otros seres inteligentes, la seguridad de que deberían obedecer todas y cada una de las órdenes que él les diera. Aquello era exactamente lo que el Saqueador prometía: un universo esclavizado en el que los ignorantes serían aplastados bajo los pies de aquellos bendecidos por el Caos. Y si alguien de aquella escoria imperial que orbitaba en torno a Chaeroneia conseguía sobrevivir, Urkrathos también lo convertiría en su esclavo, pues era perfectamente capaz de hacerlo.
Hubo un tiempo, un tiempo enterrado en lo más profundo de su memoria, en que Urkrathos luchaba por el bien de la humanidad y del Emperador. Él también había sido un esclavo del Emperador. Pero Horus les hizo ver que no eran esclavos de nadie, y ahora Abaddon sería el que se lo demostrara al resto de la galaxia.
—¡Artillero! —gritó Urkrathos. Una criatura delgada y fibrosa que estaba crucificada en una de las paredes emitió un gruñido—. Quiero la artillería lista para abrir fuego a máximo alcance.
—Así será —farfulló la criatura. Sus ojos rojos se ocultaron en el interior de sus cuencas oculares mientras transmitía la orden a las mentes de los artilleros que se encontraban en las entrañas de la nave; muy pronto el Forjador de Infiernos estaría listo para disparar todos sus torpedos contra el buque insignia de la flota imperial y reducirlo a un montón de desechos humeantes.
—Es algo que casi me hace sentir tristeza —pensó Urkrathos en voz alta—. Esperaba tener que abordar su nave. Aunque quizá aún pueda hacerlo, si es que consiguen mantenerse con vida el tiempo suficiente. Preparad los protocolos de abordaje.
El demonio que transmitía los mensajes sufrió varias convulsiones mientras codificaba las palabras de Urkrathos y las enviaba a las tropas de asalto que transportaba el Forjador de Infiernos. Aquellas tropas constituían la escoria del universo, lo peor de lo peor, criaturas deformadas y degeneradas que una vez fueron seres humanos pero que a lo largo de generaciones y generaciones habían acabado por convertirse en brutales máquinas de matar. Urkrathos no contaba con ninguna escuadra de las Legiones Negras, unidades de marines espaciales que habían sido la élite del combate cuerpo a cuerpo desde mucho antes de los tiempos de la Herejía y de los combates en el Ojo del Terror, pero dudaba seriamente de que hubiera algo en la flota imperial capaz de repeler un asalto lanzado desde el Forjador de Infiernos.
Sí, él mismo habría preferido un combate en toda regla, pues era en el fragor de la batalla cuando el Caos alcanzaba su máximo esplendor. Pero ya era recompensa suficiente el hecho de que el Saqueador pudiera recibir su tributo, y la Cruzada Negra del Ojo del Terror sin duda se vería muy reforzada por la victoria de Urkrathos.
El capitán dejó a sus demonios en el puente de mando y se dirigió hacia las cubiertas inferiores de la nave, donde mantenía encadenada a su numerosa dotación de esclavos. Fuera fácil o no, la victoria que se avecinaba debía ser sellada con la bendición de los Dioses del Caos, y para asegurarse de que eso ocurría, Urkrathos debía sacrificar a un buen número de inocentes antes de que la batalla se desencadenara.
* * *
El inquisidor Nyxos descendió por la rampa de la lanzadera como el hombre viejo que fingía ser. Caminaba incluso con un bastón, y su aspecto resultaba frágil y débil en comparación con los robustos marinos que lo acompañaban.
El comisario de flota Leung lo esperaba en la cubierta de aterrizaje. Leung era el clásico producto salido de la Schola Progenium, un huérfano más de algún interminable conflicto que había crecido rodeado de uniformes almidonados y al que le había sido inculcada la idea de que sólo una finísima línea de cobardía separaba a un hombre de su corrupción irremediable. Cuando el inquisidor se acercó, Leung lo saludó fríamente; sus pequeños ojos brillaban bajo la visera de la gorra de oficial. Llevaba un enorme abrigo negro sobre los hombros, a pesar del calor insoportable que reinaba en la cubierta de aterrizaje de la Ejemplar.
No había nadie más junto a Leung. Incluso un simple contramaestre que viajara de una nave a otra esperaría una pequeña comitiva de bienvenida, parte del protocolo que cualquier capitán debía cumplir con sus colegas.
—Saludos, comisario —dijo Nyxos—. Veo que a nuestra anfitriona no le gustan las ceremonias.
Leung se quitó la gorra y se la puso bajo el brazo. Se mantenía en posición de firme como si estuviera presenciando un desfile en una plaza de armas.
—Nuestra anfitriona no reconoce la autoridad de la Armada Imperial ni de ninguno de sus oficiales, de hecho, tan sólo acepta mi presencia a regañadientes. —La voz de Leung era tensa y tirante, como el resto de su persona.
—Bien, el Mechanicus siempre se ha vanagloriado de su independencia —asintió Nyxos haciendo una pausa para agradecer su ayuda a los marinos que lo habían acompañado hasta el final de la rampa—. ¿Está preparada para recibirme a mí?
—Eso creo —contestó Leung—. Aunque he tenido que preparar sus aposentos yo mismo.
—Es usted un buen hombre. Ahora lléveme allí, si no le importa.
—Por supuesto.
Vista desde el interior, la Ejemplar era muy diferente de la Tribunicia. Era como si aquellas dos naves hubieran sido construidas por especies completamente diferentes o en períodos históricos muy separados entre sí. Las líneas góticas y elegantes de la Tribunicia habían sido sustituidas por la funcionalidad angulosa propia del Adeptus Mechanicus. El símbolo de la rueda dentada estaba por todas partes, incluso en los enormes bloques que formaban los muros y el suelo de la cubierta de aterrizaje. En aquel hangar podían verse otras naves; algunas de ellas eran lanzaderas tremendamente avanzadas que estaban siendo reparadas por varios servidores y por algún que otro miembro encapuchado de la tripulación del Mechanicus. El olor sofocante y empalagoso del aceite de máquina flotaba en el aire, y la tripulación que trabajaba en las naves hacía muy poco ruido. Todas las cubiertas de aterrizaje que Nyxos había visto antes eran más bien lugares muy ajetreados y llenos de ruido, donde los mecánicos se gritaban los unos a los otros empleando con frecuencia una jerga incomprensible. Los miembros del Mechanicus, sin embargo, llevaban a cabo sus tareas en un silencio casi sepulcral. En aquella nave, las voces humanas habían sido sustituidas por el siseo de los elementos hidráulicos y por el sonido de los pistones que trabajaban afanosamente bajo la cubierta.
—¿Qué opinión le merece nuestra magos? —preguntó Nyxos mientras caminaba.
—No muy buena —contestó Leung—. Muestra muy poco respeto por las autoridades imperiales, tan sólo respeta a los rangos más altos del Mechanicus. Incluso mi cargo parece no impresionarla lo más mínimo.
—Esperemos que no muestre la misma actitud hacia la Inquisición —dijo Nyxos—. ¿Cree usted que obedecerá las órdenes del contraalmirante?
—Probablemente —contestó Leung. Nyxos se percató de que parecía que el comisario marchaba junto a él en lugar de caminar—. Pero ella cree actuar de manera independiente. Todas sus órdenes tienen que ver con Chaeroneia, no con la nave que hemos enviado para investigar.
—¿Sabe usted ante qué tecnosacerdote responde? —preguntó Nyxos—. Resulta imposible establecer contacto con el archimagos Saphentis. ¿Cree usted que está actuando por sí misma?
—Lo dudo. Con frecuencia envía comunicaciones cifradas de alto nivel. Sospecho que van dirigidas al mando que el Adeptus Mechanicus tiene en este subsector. Sin embargo, no ha revelado muchos datos sobre la estructura con la que el Mechanicus opera en esta zona.
—Bien. Tendré que convencerla de que se muestre un poco más abierta.
Leung, Nyxos y los marinos que los seguían llegaron hasta un elevador de carga y el comisario introdujo un código en el teclado que lo controlaba. En seguida, la plataforma sobre la que se encontraban comenzó a elevarse y Nyxos pudo ver las diferentes cubiertas por las que pasaban. Algunas de ellas parecían enormes laboratorios de investigación, en otras podían verse mesas interminables llenas de artefactos tecnológicos y tecnosacerdotes inclinados sobre matraces o microscopios. Incluso había algunas que albergaban grandes cogitadores y estaban refrigeradas mediante una neblina húmeda que se extendía por el suelo como si fuera agua estancada. La Tecnoguardia se entrenaba en enormes campos de instrucción localizados en otras cubiertas revestidas de bronce. Enormes servidores permanecían inmóviles acoplados a sus sistemas de carga, y grandes bloques que ocultaban una maquinaria muy compleja distribuían la energía procedente de los reactores de plasma a lo largo de toda la nave. El rojo óxido y el bronce eran los colores dominantes. Un zumbido sordo y mecánico retumbaba por toda la nave, mezclado con los extraños y rítmicos cánticos emitidos por los coros de servidores que provenían de las cámaras destinadas a los tecnorrituales.
Resultaba evidente que la Ejemplar era un crucero excelente, resultado de un conocimiento tecnológico de vanguardia y de la explotación de una enorme cantidad de recursos. Pero la cuestión de si se trataba de un buque de combate o de una nave de investigación era algo diferente. Sin embargo, la opinión de Nyxos era que el Mechanicus estaba arriesgando una nave y una tripulación tremendamente valiosas para investigar Chaeroneia.
Finalmente el elevador llegó hasta el puente de mando, una cubierta cuyos muros estaban repletos de hornacinas y relicarios dedicados al Omnissiah y en la que el símbolo de la calavera y la rueda dentada presidía desde lo alto de todas y cada una de las columnas. El aire era pesado y estaba dominado por el olor de los incensarios en los que ardían las libaciones de aceite de máquina. El elevador se detuvo frente a una amplia galería de color rojo óxido y decorada con complejas formas geométricas talladas en los muros y en el suelo. Varios sacerdotes caminaban seguidos por grupos de sirvientes, servidores y adeptos de los rangos más bajos. Muchos ojos, tanto biológicos como biónicos, se giraron para mirar a los intrusos, como si Nyxos no tuviera derecho a caminar sobre un suelo que era sagrado para el Mechanicus.
Los pensamientos del inquisidor fueron interrumpidos por el sonido agudo de una sirena, seguido por una comunicación de emergencia emitida en código máquina.
—¿Qué ocurre? —gritó Nyxos alzando la voz por encima de la confusión.
Los tecnosacerdotes y los sirvientes comenzaron a correr apresurados de un lado a otro.
—Debe de tratarse de los puestos de combate —dijo Leung—. O de una alarma de proximidad.
—Maldita sea. —Nyxos extrajo su unidad de comunicaciones. Intentaba usarla sólo en casos de emergencia, pero daba la impresión de que aquella ocasión lo merecía. Se trataba de un ingenio muy poco común y tremendamente antiguo que transportaba en una caja lacada de color rojo que llevaba colgada del cuello, bajo sus ropajes. Era un artefacto capaz de pinchar cualquier frecuencia de comunicaciones local y permitir a Nyxos interceptar cualquier mensaje emitido a través de un canal cercano—. Les habla el inquisidor Nyxos, del Ordo Malleus —gritó tras sintonizar la frecuencia que empleaban en el puente de mando de aquella nave—. Exijo saber de qué emergencia se trata.
—Especifique sus intenciones —dijo una voz femenina y monótona que Nyxos reconoció como la de la magos Korveylan.
—Mis intenciones son servir al Emperador, magos. Y no me haga tener que justificar cualquiera de las medidas que pueda tener que tomar.
Se produjo una pausa demasiado larga como para resultar cómoda.
—Muy bien —contestó Korveylan—. Nuestros sensores han detectado una serie de torpedos que se dirigen hacia la Ejemplar, prepárense para el impacto.
* * *
Bajo Manufactorium Noctis yacían los restos del viejo Chaeroneia, los últimos vestigios de un mundo forja leal a Marte y al Emperador. La vieja arquitectura del Adeptus Mechanicus aún sobrevivía, construcciones industriales entremezcladas con criptas y edificios religiosos, todo ello dominado por el fuerte simbolismo de la calavera y la rueda dentada. Lo poco que había conseguido mantenerse en pie lo había hecho gracias a bolsas de aire aisladas en las que la masa biomecánica de los tecnosacerdotes corruptos jamás había conseguido llegar, capillas, fábricas, cámaras rituales y archivos.
Dos horas después de escapar de la emboscada que les habían tendido los herejes, Alaric y su pequeña fuerza de asalto llegaron a una de aquellas bolsas. El aire estaba estancado y olía a viejo, pero por lo menos estaba libre del hedor biomecánico, carne putrefacta y aceite de máquina descompuesto, que acompañaba a los tecnosacerdotes herejes y a sus sirvientes. Alaric accedió a aquel espacio cavernoso con el bólter de asalto listo para abrir fuego y sin saber si habían encontrado un aliado en Chaeroneia o si acababan de caer en una nueva trampa.
—Desplegaos —ordenó.
Los miembros de su escuadra se dispersaron con rapidez y sigilo, algo que le hubiera resultado imposible a cualquier hombre normal dada la enorme servoarmadura que llevaban. Alaric se volvió para mirar al único tecnoguardia que aún seguía con vida.
—Quédese aquí —dijo—. Proteja a la interrogadora.
A la interrogadora Hawkespur no pareció molestarle que le fuera asignado un guardaespaldas y se agazapó en la entrada del túnel. Saphentis también se quedó por allí.
Conforme caminaba, Alaric se percató de que se movían por una enorme capilla del tamaño de una catedral dedicada al Omnissiah. En el centro del techo abovedado podía verse un enorme agujero que una vez miró hacia el cielo de Chaeroneia, pero que ahora estaba cubierto por toneladas de escombros y desechos. El peso de la ciudad que tenía encima deformaba la cúpula dándole un cierto aspecto biológico. Unos regueros de agua hedionda caían desde las grietas del techo, un artesonado decorado con imágenes de tecnorrituales que ahora aparecían marchitas y decoloradas a causa del tiempo y la humedad. El espacio circular del crucero estaba rodeado por unas enormes columnas, cada una de ellas tallada con la silueta de un tecnosacerdote, presumiblemente un homenaje al pasado imperial de Chaeroneia. El suelo estaba repleto de tallas de círculos concéntricos o de ecuaciones, larguísimas secuencias de números y símbolos que sin duda encerraban un importante significado para los antiguos y complejos rituales del Culto Mechanicus. Ahora, el bronce del suelo se mostraba oxidado y verde a causa de la corrosión.
En uno de los extremos de aquella catedral se alzaba un enorme altar, un único bloque de una sustancia metálica y grisácea que Alaric pensó que debía de tratarse de carbono. Los restos de las pilas de libaciones y de los candelabros hexagonales aún estaban allí.
—Este lado está limpio —dijo el hermano Dvorn a través del comunicador.
—Éste también —confirmó Haulvarn.
—El auspex no detecta ningún signo de vida —dijo Saphentis, que estaba consultando la placa de datos que acababa de extraer de uno de sus brazos provistos de cuchillas.
Alaric avanzó desconfiado hasta el centro de la catedral. En aquel lugar reinaba el silencio, el zumbido mecánico que estaba siempre presente en la ciudad que se levantaba sobre sus cabezas no llegaba hasta allí abajo. El aire era muy pesado y aún flotaban en él las esencias de los rituales que se llevaban a cabo en aquella catedral antes de que Chaeroneia cayera. Ceremonias dirigidas por generaciones enteras de tecnosacerdotes que intentaban explorar los misterios más ocultos del Omnissiah mediante la contemplación y los ritos atávicos.
—Marines espaciales —dijo una voz proveniente de las sombras que dominaban uno de los extremos de aquella cámara—. No os extrañéis de que se hayan movilizado tan rápidamente.
Alaric se ocultó detrás de la columna que tenía más cerca y apuntó directamente en la dirección de la que provenía la voz mientras mantenía el dedo sobre el gatillo. Oyó el sonido de las botas de ceramita al caminar sobre la roca cuando los miembros de su escuadra también hicieron lo mismo.
—Por favor, no disparéis, nosotros somos los que os hemos salvado. —Una figura torpe y delgada emergió de las tinieblas desde detrás del altar con las manos en alto. Parecía una especie de tecnoadepto cuyo cuerpo estaba compuesto únicamente de partes biónicas. El metal que cubría su rostro y sus manos era de un color marrón anaranjado y sus ropajes estaban tremendamente sucios y deshilachados—. Os pido disculpas —dijo avergonzado—. Tengo muy pocas partes biológicas, supongo que vuestros auspex no pueden detectarme, pero no era mi intención asustaros.
Alaric se irguió sin apartar el dedo del gatillo.
—¿Quién eres? —preguntó.
El tecnosacerdote dio unos cuantos pasos hacia adelante con sus escuálidos brazos mecánicos aún levantados. Progresivamente, más y más figuras comenzaron a emerger detrás de él.
—Soy Iuscus Gallen —contestó—, adepto minoris, y éstos son mis camaradas.
Señaló hacia el grupo de tecnosacerdotes que había aparecido detrás de él. Todos estaban en tan mal estado como el propio Gallen, y casi ninguno de ellos tenía el más mínimo atisbo de carne que sobresaliera entre sus averiados componentes biónicos.
—¿Habéis sido vosotros los que nos habéis ayudado a salir de la fortaleza?
—¿Nosotros? Que el Omnissiah me perdone, no, no hemos sido nosotros, jamás hubiéramos sido capaces de hacer eso, ha sido el magos ante el que respondemos.
Saphentis dio un paso adelante sin preocuparse por abandonar su barricada.
—Como archimagos designado por el fabricador general exijo ser llevado ante ese magos.
El único ojo humano que le quedaba a Gallen miró a Saphentis con sorpresa.
—¡Un archimagos! ¿Acaso el verdadero Mechanicus ha regresado a Chaeroneia? ¿Es que ha traído consigo al Adeptus Astartes para limpiar este mundo de una vez por todas?
—No, no lo ha hecho —dijo una nueva voz grave y profunda. De pronto se produjo un fuerte sonido proveniente de la parte de atrás del altar y un enorme servidor de carga apareció ante la vista de los Caballeros Grises. La voz salía de la unidad vocal que llevaba colgada del cuello. Las partes humanas de aquel servidor habían muerto hacía ya mucho tiempo y ahora sólo podían verse unos pocos fragmentos óseos que se perdían entre sus unidades motoras y las enormes unidades de carga que tenía en los hombros. Lo normal sería que sin un sistema nervioso humano que lo controlara aquel servidor no fuera capaz de moverse lo más mínimo—. Estos que veis aquí son los únicos soldados que han enviado, no hay ningún ejército que vaya a limpiar Chaeroneia. ¿No es eso cierto?
Alaric salió desde detrás de la columna.
—Así es —respondió—. Ésta es una misión de reconocimiento bajo la autoridad de las Santa Órdenes de la Inquisición del Emperador. El archimagos nos acompaña a título de consejero.
—Eso es una vergüenza —dijo el servidor—. Pero va a tener usted mucho trabajo que hacer.
—Expliqúese —dijo Saphentis de manera tajante.
—Por supuesto. Estoy siendo muy poco educado. Me presentaré formalmente, aunque ustedes ya me han conocido en la fortaleza, y también antes, en la aguja, aunque probablemente no se han dado cuenta de ello. Soy el magos Antigonus, y parece que todos hemos venido hasta aquí con una misma misión. Síganme y se lo explicaré.