DIEZ

DIEZ

Un demonio puede existir bajo infinidad de formas, pero en todas ellas hay algo idéntico. Todo demonio es una mentira a la que se ha dotado de cuerpo, pues sólo una criatura hecha de falsedad puede tomar forma en la verdad del universo.

Lord inquisidor COTEAZ,

en el Cónclave de Deliae

—Hemos llegado —dijo Alaric cuando alcanzaron a la entrada del valle.

—Esto no me gusta nada —dijo Haulvarn, que avanzaba junto a él—. Aquí abajo cualquiera podría tendernos una emboscada.

Tenía razón. Aquel valle era como una gran cicatriz abierta entre la enorme arquitectura de la ciudad. Tenía una profundidad de varias docenas de pisos y estaba rodeado por unos muros de la misma sustancia cristalina y negra con la que estaban construidas las agujas. Unos enormes bloques de ese cristal, como monolitos de obsidiana, cubrían todo el fondo del valle. Si algo se ocultaba en lo alto de aquellos acantilados, los Caballeros Grises y la Tecnoguardia constituirían un objetivo tremendamente fácil, pues avanzaban por el fondo del valle en dirección a la enorme estructura cilindrica que constituía la fortaleza de datos.

—Entonces tendremos que avanzar rápido —contestó Alaric—. Lykkos, continúa vigilando la parte más alta de los acantilados, eres el único con la visión lo suficientemente desarrollada. Que todos los demás se mantengan unidos y sigan avanzando. Probablemente nos estarán esperando.

En las profundidades del valle soplaba un viento cortante, un viento tan frío como los muros de cristal que se alzaban a ambos lados. Con sorpresa, Alaric se dio cuenta de que los desechos sobre los que caminaban eran partes de antiguos servidores; cráneos oxidados, armazones metálicos o piezas de acero mugriento que una vez sirvieron para recubrir extremidades humanas. Alaric no tenía ninguna duda de que las partes biológicas de aquellos servidores, probablemente elegidos de entre los sirvientes menos útiles, habían sido extraídas y empleadas para crear las aberraciones biomecánicas que proporcionaban energía a gran parte de la ciudad. Los restos mecánicos, servos y exoesqueletos, habían terminado allí abajo.

Era cierto que el Imperio no daba demasiado valor a la vida del individuo, pero al menos los humanos eran sagrados ante los ojos del Emperador, y sus muertes, sin importar lo numerosas que fueran, eran vistas como sacrificios inevitables. Sin embargo, en Chaeroneia la vida humana no era más que combustible.

—Las lecturas que estoy recibiendo son muy contradictorias —dijo Saphentis mientras miraba el auspex que tenía acoplado al brazo—. Cerca de aquí hay fuentes de energía muy poco habituales.

Alaric sintió que algo comenzaba a arañar su núcleo psíquico, el escudo de fe que mantenía su mente a salvo de las depravaciones del Enemigo. Una sensación que se hacía más y más fuerte conforme avanzaban por el valle. Había algo que estaba probando sus defensas, algo que se había apostado en torno a la atalaya que protegía su mente y que empezaba a clavar las uñas en su superficie.

Los protectores hexagrámicos y pentagrámicos tallados en la ceramita de su armadura comenzaban a calentarse. De pronto empezó a oír un susurro, un sonido silbante y casi imperceptible que parecía pronunciar su nombre una y otra vez.

—¿Alguien más ha oído eso? —preguntó.

—¿Oír qué? —dijo Hawkespur.

Algo se movió en el interior del cristal de uno de los acantilados, como si una criatura estuviera nadando bajo aquella capa de hielo negro. Era eso a lo que se refería la advertencia que Alaric acababa de percibir.

Sus protectores se sobrecalentaron y sintió cómo algo enorme pero inexplicablemente incorpóreo lo levantaba del suelo y lo lanzaba contra uno de los muros. El cristal se resquebrajó e infinidad de pequeñas esquirlas se clavaron en su armadura. Alaric cayó al suelo intentando con todas sus fuerzas no soltar la alabarda. De pronto oyó un grito tan fuerte que pareció convertirse en un muro de sonido que atravesó su cuerpo y se instaló en lo más profundo de su mente.

En seguida comenzaron a sonar disparos, generando destellos rojizos que volaban en todas direcciones.

Una mano fría y espectral salió del muro contra el que Alaric acababa de golpearse, lo agarró por el cuello y lo levantó del suelo. No se trataba de algo físico, no era carne ni hueso, tampoco era metal. Tras el cristal, Alaric vio una especie de rostro que ni siquiera era tal cosa, pues estaba formado por una mezcla de formas geométricas que se fusionaban para dar forma a unos colmillos retorcidos y unos ojos ardientes y amoratados.

¡Domine salve nos! —susurró Alaric.

En aquel mismo instante el muro psíquico que protegía su mente se iluminó abrasando las garras de aquella criatura con el fuego de su fe. El monstruo profirió un alarido y soltó a Alaric antes de replegarse y volver a la oscuridad del muro.

—¡Tharkk! ¡Que sus hombres se organicen en formación cerrada! ¡Caballeros Grises, rodeadlos!

Infinidad de criaturas irreales comenzaron a descender por los muros que rodeaban el valle saltando de un bloque de cristal a otro. La primera en llegar al suelo levantó a uno de los tecnoguardias y comenzó a devorarlo. La represión emocional de aquel hombre no fue suficiente para mitigar el tremendo dolor que debió de sentir al ser retorcido y lanzado por los aires por la masa informe que formaba el cuerpo de aquella criatura. Fue descuartizado miembro a miembro mientras trozos de piel y fragmentos de hueso volaban por los aires. Todo aquel proceso no duró más de unos cuantos segundos, pero el tiempo pareció discurrir mucho más despacio, como si Chaeroneia quisiera que aquel hombre sufriera tanto como fuera posible antes de acabar con su vida.

Tharkk se dirigió hacia el centro del valle junto con los dos tecnoguardias que quedaban acompañados por Saphentis. Los Caballeros Grises formaron un círculo en torno a ellos mientras abrían fuego intentando abatir a aquellas criaturas. Eran unos seres endiabladamente rápidos y con unas garras que salían de sus cuerpos formando ángulos imposibles; sus rostros eran como destellos de una luz abrasadora como trazos horripilantes pintados sobre la realidad. Los componían infinidad de formas retorcidas que sólo podían haber sido creadas por un conocimiento matemático totalmente corrompido, y parecían moverse entre los muros de cristal negro que rodeaban el valle como si fueran corrientes eléctricas.

Los protectores de Alaric intentaban absorber gran parte de aquella magia maligna. Todos los Caballeros Grises tenían las mismas defensas, y aquellas criaturas las odiaban. Aquellos seres retrocedían ante la presencia de los marines espaciales, pues la fuerza de su fe era suficiente como para deformar la infrarrealidad en la que se movían.

Las criaturas no cesaban de chillar y de retorcerse, y de sus cuerpos salían colores cada vez más extraños a medida que se aproximaban a los Caballeros Grises. Cada vez estaban más cerca, y parecían volverse aún más rápidas y agresivas progresivamente, como si aquel primer ataque no hubiera sido más que una prueba.

—¡No podemos quedarnos aquí! —gritó Hawkespur.

Había desenfundado el arma y no cesaba de disparar. Los proyectiles abrían unos enormes orificios en los cuerpos de aquellas criaturas.

Alaric debía pensar rápidamente. Hawkespur tenía razón. Podrían resistir allí algún tiempo, pero no aguantarían eternamente. Cada momento que pasaba las criaturas estaban más y más cerca; dentro de muy poco tendrían a su alcance a los Caballeros Grises y podrían arrastrarlos a su terreno, consiguiendo así que los tecnoguardias quedaran desprotegidos.

Tenían que moverse, tenían que llegar hasta la fortaleza.

—Hermano Archis —dijo Alaric alzando la voz por encima de aquel estruendo inhumano—. Creo que a nuestros compañeros de la tecnoguardia no les vendrían mal unas palabras de apoyo.

—¿Juez? —Archis hizo una pausa y por un instante dejó de disparar chorros de fuego con el incinerador para mirar a Alaric.

—Cuéntales la parábola del Gran Maestre Ganelon. He oído que la cuentas muy bien.

Archis volvió a apuntar e incineró a otra de aquellas criaturas, dejando unos horribles estigmas de color morado oscuro sobre su cuerpo.

—«Hubo una vez un hombre llamado Ganelon —comenzó Archis con tono dubitativo—. Uno de los grandes maestres de nuestro capítulo. Él…»

—Como se narra en el Index Beati del gran capellán Greacris, hermano Archis, yo mismo te enseñé esta parábola.

—Por supuesto. —Archis hizo una pausa durante un momento, como si quisiera retomar la compostura—. «De modo que buscad reflejaros, novicios, en las obras de Ganelon, quien obtuvo el rango de Gran Maestre doscientos cincuenta y un años después de ser ordenado Caballero. Pues las legiones del Dios del Placer habían sembrado el terror a lo largo de toda la nebulosa de Garon, y las Santas Órdenes de la Inquisición del Emperador suplicaron a los Caballeros Grises que desataran la guerra sobre los ignorantes pueblos que allí residían…»

Archis conocía aquella parábola de memoria. Alaric había entonado infinidad de plegarias en incontables ocasiones, e incluso los más nuevos de la escuadra, Archis incluido, se tomaban muy en serio su salud espiritual. Alaric se había asegurado de elegir una parábola que Archis conociera perfectamente, de modo que pudiera transmitir a la escuadra aquel mensaje inmortalizado por el gran capellán Greacris hacía ya más de ocho siglos.

Mientras Archis hablaba, Alaric hizo una señal a la escuadra para que avanzaran. La voz del marine se volvía más y más fuerte a medida que iba relatando aquella parábola tan familiar. Los Caballeros Grises y la Tecnoguardia se abrían camino por el fondo del valle mientras las criaturas huían a su paso.

La fuerza de los Caballeros Grises no residía en su equipo, ni en su entrenamiento, ni en los implantes augméticos ni en el mecenazgo del Ordo Malleus. Su fuerza era la fe. Y eso era lo que les permitiría sobrevivir allí abajo. Era la única arma que el Enemigo jamás podría contrarrestar.

—«Y así Ganelon contempló los horrores engendrados por el Dios del Placer —continuó Archis elevando la voz sobre los chillidos de las criaturas—. Pero los secuaces del Dios del Placer eran crueles y muy numerosos, hasta que Ganelon quedó completamente rodeado de hechiceros y herejes, y aquellos que los conocían aseguraron que se enfrentaba a una muerte segura.»

Las horribles criaturas que tenían a su alrededor ardían envueltas en llamas, pues las palabras de Archis las abrasaban. Sin embargo, algunas de ellas incluso llegaron a poner a prueba las defensas psíquicas de los Caballeros Grises, pero en cuanto sus garras entraban en contacto con ellas se retorcían de dolor y proferían unos terribles alaridos. Cuando caían aturdidas, los demás Caballeros Grises podían disparar contra ellas haciendo que los proyectiles bólter perforaran la materia pseudofísica de sus cuerpos. Muy pronto, bajo la superficie de cristal de aquellos acantilados comenzaron a verse infinidad de criaturas de cuyas heridas emanaban cálculos matemáticos corruptos y ensangrentados.

—La fortaleza de datos está muy cerca —dijo Alaric—. Ya casi hemos llegado.

—Si estas cosas se mueven a través de los materiales transmisores de datos —apuntó Hawkespur mientras intentaba abrirse paso entre los desechos para mantenerse junto a la Tecnoguardia—, ahí dentro se volverán mucho más fuertes.

—Yo me ocuparé de eso, usted encárguese de mantenerse con vida.

—«Y el Señor Hechicero del Dios del Placer le habló a Ganelon —prosiguió Archis—. Y le prometió grandes cosas. El Señor del Placer le daría a Ganelon todo aquello que deseara, sin importar lo mundano o lo hermoso que fuera. Le prometió una vida de gloria a cambio de su servicio. Y la magia del hechicero le mostró a Ganelon todo lo que el Dios del Placer podía ofrecerle, y eran regalos ciertamente maravillosos…»

Alaric levantó la vista y vio varias plataformas gravíticas que se disponían a aterrizar sobre la fortaleza de datos. En aquel momento comprendió que encontrarían mucha resistencia, aunque siempre lo había sabido. Sin embargo, ahora estaba preparado. Los Caballeros Grises estaban listos, pues ésa era la clase de batalla para la que habían sido creados.

—«Pero Ganelon habló con el Lord Hechicero. Le habló del peso del deber que llevaba consigo y de la oportunidad que le había sido otorgada por gracia del Emperador para desempeñar esa tarea. Y le dijo al Lord Hechicero: “¿Qué puede haber en este universo, o en cualquier otro, que pueda compararse con la gloria del deber cumplido de un guerrero? ¿Qué presente podría recibir que aplacara la humillación de abandonar la tarea que el Emperador me ha encomendado?”. Y el Lord Hechicero no fue capaz de encontrar respuesta alguna, de modo que sus engañosas palabras resultaron no ser más que mentiras y toda su magia se derrumbó sin remedio. Ganelon le cercenó la cabeza de una sola estocada y así la Nebulosa de Garon volvió a ser bañada por la cálida luz del Emperador…»

Archis casi había terminado. La escuadra había conseguido llegar a la fortaleza de datos y se disponía a ascender por los primeros escalones de una enorme escalinata que llevaba hasta el gran rectángulo negro que constituía la entrada. El edificio era un grandísimo cilindro vertical, su superficie de obsidiana palpitaba debido a la magnitud de la información que contenía. Alaric podía sentir el peso de todo aquel conocimiento, información recopilada a lo largo de miles y miles de años que ejercía una presión insoportable sobre su conciencia. Información, la piedra fundacional del Adeptus Mechanicus y, presumiblemente, la sangre que discurría por las venas de la herejía que había enraizado en Chaeroneia.

Las criaturas se mostraban muy recelosas, ocultas tras la superficie negra de cristal o disueltas en vagas sombras que acechaban en la distancia. La parábola de Archis había funcionado, concentrando la fe de los Caballeros Grises hasta abrasar a sus enemigos.

—¿Qué clase de demonios son esas criaturas? —preguntó Hawkespur mientras avanzaban con precaución hacia la entrada.

—Programas autoejecutables —contestó Saphentis—. Estructuras de datos con una capacidad de decisión limitada. Parece evidente que el Mechanicus las ha dotado de capacidad para manipular la gravedad y la materia. Creaciones altamente heréticas, por supuesto.

—¿Creaciones? No, archimagos. Esas cosas no han sido creadas por ningún tecnosacerdote.

—¿Le importaría explicarse con más claridad, juez?

—Reconozco a los demonios en cuanto los veo. Este planeta ha estado inmerso en la disformidad durante mil años. Creo que esos demonios han infectado los sistemas de almacenamiento y transmisión de datos y los tecnosacerdotes los están utilizando. —Alaric miró fijamente a Saphentis—. Este planeta está más corrompido de lo que usted cree. Hechicería, y sabe el Trono qué más.

—Entonces corremos un grave peligro.

—Se equivoca de nuevo. Al principio todo en este mundo era nuevo para mí. El Mechanicus, las tecnoherejías… cosas para las que nuestro entrenamiento nunca nos ha preparado. Pero los demonios son algo diferente, algo que conozco muy bien. Probablemente estos tecnosacerdotes piensen que sus demonios son la mejor arma de que disponen, pero nosotros hemos dedicado toda nuestra vida a combatirlos. Esta batalla acaba de inclinarse a nuestro favor.

Los Caballeros Grises guiaron a la fuerza de asalto a través de la imponente entrada, y todo el peso de la información cayó sobre Alaric cuando sus pupilas se abrieron para adaptarse a la tenue luz que reinaba allí dentro. El interior de la fortaleza era un caos de formas horripilantes. Su adusto exterior servía para contener infinidad de estructuras amenazantes de cristales de datos, cientos de agujas y hojas que sobresalían por todas partes formando ángulos imposibles. Era algo tremendamente desconcertante, los ángulos no eran lógicos y las distancias no parecían reales, era como si todo lo que había en el interior se percibiera desde una docena de puntos de vista diferentes. Colores extraños emanaban de aquellas estructuras cristalinas mientras los tecnodemonios parecían acechar desde el interior de los propios muros.

—Se están reagrupando —dijo Alaric—. ¡Saphentis! Consíganos información. Concéntrese en los datos históricos de los últimos mil años.

—¿Mil? Pero tan sólo han pasado cien años…

—¡Haga lo que le digo! Haulvarn, Archis, quedaos donde estáis, el resto cerrad el perímetro, no dejemos que nos rodeen.

Alaric intentó calcular hasta dónde llegaba el espacio operacional de aquel edificio. Resultaba imposible saber hasta qué punto podría llegar una persona a pie. Allí había algo que no encajaba en absoluto con los parámetros normales de la realidad, y Alaric temía que sus hombres pudieran perderse sin importar el tamaño real de aquella estancia. Era como si la magnitud de la información contenida en aquella fortaleza fuera tal que su peso hubiera conseguido rasgar el tejido de la realidad haciendo que se combara y se retorciera.

Los demonios estaban allí. Podía sentirlos a través de los protectores de su armadura, a través de su piel y alrededor del núcleo de su alma, agazapados, vigilantes, esperando. Esperando algo.

Además, infinidad de tecnosacerdotes estaban en camino con sus plataformas gravíticas repletas de refuerzos. Saphentis tendría que darse prisa, pues tenían que salir de nuevo al exterior aunque debieran moverse por el valle bajo el fuego enemigo. Alaric sabía que no sería fácil, pero sus posibilidades se reducían a cada segundo que pasaba.

—Saphentis, ¿qué ha averiguado?

Saphentis tenía los dos brazos provistos de sondas incrustados en el cristal; los servos de sus articulaciones gemían a medida que los torrentes de información fluían a través de su cuerpo.

—Interesante —dijo—. Hay muchísima información, pero carezco de las matrices de filtración de datos que tenía Thalassa. Necesitaré unos minutos.

Resultaba tan evidente que no disponían de aquellos minutos que Alaric ni siquiera se molestó en decirlo.

El cristal se iluminaba con tonalidades extrañas, colores que ni siquiera estaban en el espectro visible. Los protectores de Alaric comenzaban a sobrecalentarse. El Caballero Gris miró al resto de su escuadra; Lykkos tenía una mano sobre una copia diminuta del Liber Daemonicum que siempre llevaba en un compartimento de la placa pectoral. Alaric hizo lo mismo y comenzó a murmurar una oración para rogar al Emperador que le concediera la claridad y la firmeza necesarias en medio del fragor del combate.

—¡Todos a mí! —gritó el hermano Cardios—. ¡Ya vienen!

De pronto se produjo una explosión de fuego bólter y Alaric se volvió justo a tiempo para ver cómo algo levantaba al hermano Cardios y lo lanzaba contra el techo de cristal negro levantando una lluvia de esquirlas oscuras. Una mano gigante y espectral soltó al marine cuando una oleada de fuego cayó sobre ella; los destellos de los disparos iluminaron a una enorme criatura mientras los proyectiles impactaban en su cuerpo irreal. Su descomunal cabeza, similar a la de un perro, dejaba salir ríos de fuego púrpura, y sus ojos eran como pozos humeantes y negros. Todo su cuerpo bullía con cálculos matemáticos corrompidos, sus ángulos y formas se retorcían y se entremezclaban unas con otras de tal manera que resultaba imposible concentrarse en un punto concreto; los Caballeros Grises sólo podían apreciar su magnitud y su imponente fuerza.

Era un demonio enorme. Todos los tecnodemonios parecían haber fusionado sus poderes individuales para formar una única criatura que no se viera afectada por las plegarias de los Caballeros Grises.

Dvorn lanzó un grito y se dirigió a la carrera hacia el lugar que había ocupado Cardios momentos antes; al llegar allí lanzó un golpe tan fuerte con el martillo némesis que perforo la sustancia irreal del cuerpo de aquella criatura dejando salir un espeluznante reguero de cálculo corrompido. El demonio lanzó un alarido y desplegó una enorme garra con la que aplastó a Dvorn contra el cristal. La grieta abierta por el Caballero Gris dejó salir una nube de chispas de energía justo antes de que una enorme pata saliera de la masa deforme de aquel demonio y golpeara el suelo como si de un pistón industrial se tratara.

Todo aquel que aún tenía capacidad para disparar estaba abriendo fuego; toda la fuerza de asalto se había dispuesto en torno a Saphentis en formación cerrada. Tanto el capitán Tharkk como sus dos tecnoguardias tuvieron que aunar sus fuerzas para arrastrar de vuelta al hermano Cardios. Dvorn les estaba haciendo ganar unos segundos muy valiosos. El Caballero Gris rodó por el suelo al tiempo que disparaba sobre la parte baja de aquel demonio, y acto seguido golpeó con el martillo en el vientre de la criatura intentando desgarrarle las entrañas.

El demonio se retorció de dolor pero no se detuvo. Rápidamente se desplazó a un lado e intentó dirigirse hacia el muro de cristal. Sus enormes heridas se cerraron y nuevos y extraños colores volvieron a emanar de su cuerpo.

Los demonios que habían infectado las superficies transmisoras de datos también eran responsables de haber proyectado a aquella criatura hacia el exterior, al igual que habían hecho con los demonios cazadores cuando los hombres de Alaric atravesaban el valle. Allí eran mucho más fuertes, pero también eran vulnerables, ya que se centraban en abrirse paso a través de los Caballeros Grises para llegar hasta Saphentis, pues era él quien había invadido sus dominios.

Alaric empuñó con fuerza la alabarda némesis y se arrodilló intentando hundir la hoja en el suelo de cristal.

—¡Yo soy el martillo! —gritó—. ¡Soy la punta de Su lanza! ¡Soy el guante que cubre Su puño!

Sintió cómo los demonios se alejaban de él abrasados por la ira que emanaba de la hoja. Los demonios odiaban aquella sensación, y Alaric sabía muy bien cómo hacerles daño.

El enorme demonio se detuvo, inclinó la cabeza hacia atrás y lanzó un alarido mientras de su boca salían torrentes de información pura como si de chorros de sangre se tratara. Aprovechando esa circunstancia, Lykkos dio un paso hacia adelante, apoyó una rodilla en el suelo y efectuó tres disparos con el cañón psíquico hacia la garganta de aquella bestia. Los proyectiles destrozaron la cabeza del demonio esparciendo restos de su espectral cerebro por todo el techo de la cámara. El monstruo se retorció y todos los Caballeros Grises abrieron fuego sobre él. Archis accionó el sistema de ignición de su incinerador y dejó salir una lengua de fuego que abrasó las patas de la criatura.

—¡Contemplad el destino de los blasfemos! —gritó Alaric, que había decidido cambiar de plegaria, ya que notaba que los demonios que lo rodeaban estaban intentando encontrar el modo de resquebrajar su fe—. ¡Pues toda alma se aproxima hacia la atalaya del Señor de la Humanidad! ¡Contemplad el destino de los infieles, pues toda alma ha nacido para creer!

De pronto un tremendo dolor se apoderó de Alaric, abrasándole los dedos y los músculos de los brazos mientras sostenía con fuerza la alabarda. Estaba enfrascado en un combate que enfrentaba su propia fuerza de voluntad con la de aquellos demonios, y no estaba dispuesto a rendirse, pues no había nada en aquella galaxia o en cualquier otra que pudiera vencer la fuerza de voluntad de un Caballero Gris.

El hermano Haulvarn vio cómo el demonio se retorcía y rápidamente corrió hacia él para clavar la hoja de su espada directamente en sus fauces. Dvorn lanzó un terrible golpe con el martillo sobre el costado de la bestia, lo que hizo que cayera de lado. En ese mismo instante Haulvarn se subió sobre ella y, lleno de ira, la apuñaló con la espada mientras la sangre multicolor que manaba de sus muchas heridas salpicaba toda la armadura del Caballero Gris.

Los tecnodemonios debían concentrarse en repeler el ataque espiritual lanzado por Alaric y al mismo tiempo mantener a su creación en pie. No consiguieron hacer ambas cosas a la vez y su criatura cayó bajo las estocadas de Dvorn y de Haulvarn. A continuación, el resto de la escuadra abrió fuego sobre su cuerpo malherido. Finalmente, produciendo un terrible sonido que Alaric deseó no volver a oír jamás, el demonio se deshizo, incapaz de mantenerse en el espacio real, y la masa informe de luz y color de la que se componía su carne demoníaca se diluyó en el interior del cristal, haciendo que su silueta desapareciera completamente de la realidad.

Alaric se dejó caer al suelo. Las imágenes de miles de tecnodemonios aún refulgían en sus retinas.

—Ha caído —declaró Hawkespur.

—No nos queda mucho tiempo —afirmó Alaric mientras se ponía en pie. Sus guanteletes de ceramita estaban enrojecidos a causa del calor y la hoja de la alabarda némesis estaba completamente teñida de negro. Dirigió la vista hacia Saphentis—. ¿Archimagos?

—He encontrado todo lo que he podido. Es información incompleta y corrompida, pero no está exenta de valor.

—Bien. Tharkk, manténganse cerca del archimagos y de Hawkespur.

El capitán Tharkk esbozó un leve saludo militar. Sólo le quedaban dos tecnoguardias, pero Alaric sabía que la supresión emocional y el condicionamiento del Adeptus Mechanicus les permitirían luchar hasta el final.

Haulvarn se puso en pie y ayudó a Dvorn. Ambos estaban cubiertos de una sustancia espesa y multicolor, como si fuera aceite de máquina.

—¿Heridas? —preguntó Alaric.

—Nada —contestó Haulvarn.

—Tampoco yo —continuó Dvorn.

—¿Cardios?

—Tengo algunas heridas, pero nada grave —contesto el hermano Cardios, que estaba apoyado de espaldas contra el cristal. Su placa pectoral tenía unas profundas hendiduras y su generador dorsal había quedado destrozado.

—Tenemos contacto —advirtió Lykkos—. Están muy cerca y aproximándose.

—¡Por el Trono de Terra! —exclamó Alaric con resignación—. Retirada. Tenemos que tomar el valle.

—Si están apostados en lo alto de los acantilados resultaremos un blanco muy fácil —apuntó el capitán Tharkk—. Y además están los demonios.

—Exacto, ya sabemos lo que nos aguarda, de modo que en marcha.

De pronto comenzaron a sonar unos disparos que hicieron saltar miles de esquirlas al impactar en el cristal. Lykkos se volvió justo cuando una ráfaga de fuego pesado caía sobre él.

—¡A cubierto! —gritó Alaric. Aunque no tendría que haberse molestado. Tanto los Caballeros Grises como la Tecnoguardia se echaron al suelo mientras los disparos llovían desde todas partes. Por encima de aquel estruendo, Alaric pudo oír órdenes en código máquina emitidas por uno de los tecnosacerdotes.

El cristal comenzó a deformarse. Produciendo un ruido como el de miles de vidrios rompiéndose a la vez, comenzaron a abrirse nuevos orificios en los muros. Los marines espaciales y la Tecnoguardia se pusieron a cubierto detrás de los numerosos afloramientos de cristal o en las irregularidades del terreno, intentando protegerse lo mejor que podían del fuego que llovía desde todas partes. Alaric hizo lo mismo, y entonces pudo vislumbrar a los servidores de combate. Sus pequeñas cabezas estaban dotadas de sistemas de detección de objetivos y sus corpulentos torsos sostenían grandes ametralladoras o cañones automáticos que no cesaban de disparar en todas direcciones.

La potencia de fuego disminuyó cuando la fuerza de ataque se colocó en posición. El fuego de contraataque era poco potente y desordenado; los tecnoguardias disparaban sus rifles láser, pero la mayoría de los Caballeros Grises prefirieron ahorrar munición en lugar de desperdiciarla disparando contra objetivos que ni siquiera podían ver y de los que desconocían su número exacto. Alaric vio los pálidos cuerpos de los sirvientes y a los servidores que acechaban entre las sombras y se apostaban tras los afloramientos de cristal, probablemente preparándose para un asalto a gran escala.

—Saphentis —susurró Alaric—. ¿Ha conseguido descargar un plano de este lugar?

—Tal plano no existe —respondió el archimagos—. La disposición de este lugar depende de los deseos del tecnosacerdote que esté al mando en cada momento.

—Entonces, ¿cómo vamos a salir de aquí?

—Si consiguiéramos tener acceso a los protocolos necesarios podríamos reformar esta estructura y crear una salida en la dirección que más nos convenga.

—¿Podremos conseguir ese acceso?

—No.

Alaric sintió que algo se movía detrás de él. Se dio la vuelta justo a tiempo para ver cómo en el muro que tenía a su espalda se abría un túnel como si de una enorme boca se tratara; la enorme silueta de un servidor de combate se abalanzó sobre él: uno de sus brazos era un enorme cañón automático y el otro estaba equipado con unas terribles sierras mecánicas.

—Ven conmigo —dijo a través del transmisor vocal insertado en su cadavérico rostro. Aquel servidor se encontraba en una posición inmejorable para masacrar a toda la escuadra de Alaric bajo el fuego de su cañón automático.

—¿Por qué? —preguntó el Caballero Gris.

-Porque yo puedo ayudarte —contestó el servidor.

—Eso no son más que mentiras.

—Entonces destrúyeme.

Alaric lanzó una ráfaga de fuego bólter directamente a la cabeza del servidor. Su cerebro, el órgano que controlaba sus funciones motoras, quedó completamente destruido y el servidor se desplomó sobre uno de los muros del túnel.

Acto seguido algo más comenzó a moverse, pero esta vez era algo mucho más pequeño; una pequeña y esquiva criatura similar a un escarabajo. Tenía unas brillantes mandíbulas mecánicas y docenas de patas articuladas, e inmediatamente comenzó a perforar el afloramiento de cristal tras el que Alaric se escondía.

—Mátanos a todos si es lo que quieres —dijo con una voz débil que Alaric apenas fue capaz de oír—. Pero nosotros podemos ayudarte.

—¿Cómo? —Alaric intentaba descubrir qué clase de criatura era aquélla. Probablemente sería un espécimen más de la fauna biomecánica de Chaeroneia o algún artefacto artificial dedicado a limpiar y mantener la fortaleza. Fuera como fuere, no debería hablar con esa criatura.

—Ya lo hice antes, en aquella aguja. ¿Acaso crees que fue la gracia del Emperador lo que os salvó a todos?

Alaric no sabía qué pensar. Podría tratarse de algún truco, quizá fuera un engaño ideado por el tecnosacerdote que estaba al mando o por los propios tecnodemonios. Pero incluso si se trataba de una trampa, resultaba prácticamente imposible que los Caballeros Grises pudieran resistir otro ataque del Mechanicus, sobre todo después de los daños que les habían infligido los tecnodemonios. En situaciones como aquélla, el liderazgo consistía en la capacidad para tomar decisiones rápidas y llevarlas hasta sus últimas consecuencias, y en aquel momento Alaric decidió que sería mejor caer en una trampa que dejar que el Mechanicus los masacrara en sus escondites.

—¿Qué debo hacer? —preguntó.

—Mantenlos ocupados.

Alaric se volvió hacia Saphentis, que estaba agazapado, intentando protegerse, y rodeado por los dos tecnoguardias.

—Diga algo, Saphentis.

El archimagos dirigió sus ojos compuestos hacia Alaric; su extraño rostro intentaba dar la impresión de que no estaba sorprendido.

—¿Y qué se supone que debo decir, juez?

—Ofrézcales un trato.

—Como ha repetido en varias ocasiones, es usted quien da las órdenes.

Saphentis movió la cabeza hacia atrás y comenzó a emitir un mensaje agudo y chirriante en código máquina. Se produjo una pausa y los disparos cesaron. Acto seguido se produjo una respuesta codificada en infinidad de ceros y unos procedente de algún lugar oculto en aquel laberinto de cristal.

—¿Qué les ha dicho? —preguntó Alaric.

—Les he dicho que depondríamos las armas si aceptaban que entráramos en su tecnosacerdocio y nos iniciaban en su nueva versión del Culto Mechanicus.

—¿Y cuál ha sido su respuesta?

—Se han reído de nosotros.

Los servidores de combate empezaron a avanzar de nuevo. Sus pasos, sincronizados y acompasados, hacían crujir el cristal bajo sus pies. Alaric se aventuró a echar un vistazo fuera de la seguridad de su parapeto y pudo ver por lo menos a cinco de ellos, equipados con diversas variantes de armas pesadas y acompañados de un séquito de sirvientes listos para aniquilar a los Caballeros Grises en cuanto salieran de sus refugios. El cristal se había deformado dando lugar a una enorme galería en la que los servidores y los sirvientes podrían desplegar varias líneas de ataque.

Oculto en las tinieblas que dominaban el fondo de aquella galería se hallaba el tecnosacerdote que estaba al mando. La parte superior de su cuerpo estaba cubierta de láminas de cristal transmisor de datos, como si fueran las planchas de una armadura o las articulaciones de un reptil de obsidiana, y lo que deberían ser sus piernas era una masa de tentáculos mecánicos. En torno a su cuerpo brillaba débilmente una aura resplandeciente: un campo de energía, lo que significaba que si alguno de los disparos de los Caballeros Grises o de los tecnoguardias llegaba hasta él, probablemente lo repelería sin problemas.

—Caballeros Grises, que cada uno se encargue de un servidor —dijo Alaric a través del comunicador—. De izquierda a derecha, Haulvarn, Dvorn, Archis, Lykkos y después yo mismo. Cardios, quédate atrás y ocúpate de los sirvientes con tu incinerador. ¿Entendido?

Las runas del visor de Alaric parpadearon indicando que los Caballeros Grises habían recibido el mensaje. No es que se tratara de un plan perfecto, pero al menos les haría ganar algunos segundos, tal y como Alaric había prometido.

El servidor que Alaric tenía más cerca apuntó directamente hacia el Caballero Gris con el lanzamisiles que tenía montado en uno de sus brazos. Si abría fuego destrozaría el afloramiento de cristal tras el que se ocultaba, lo que haría que quedara expuesto, y probablemente le causaría heridas de extrema gravedad.

De pronto el servidor se dio la vuelta y disparó directamente sobre los sirvientes que tenía detrás.

La tremenda explosión hizo saltar por los aires miles de esquirlas de cristal afiladas como cuchillas y trituró los cuerpos del grupo de sirvientes que avanzaban detrás del servidor. Acto seguido, otro servidor hizo exactamente lo mismo y disparó su cañón automático en dirección a la parte de atrás de la galería, originando una nueva masacre entre los sirvientes que se movían en las tinieblas. El tecnosacerdote emitió un nuevo mensaje en código máquina y las propias fuerzas del Mechanicus comenzaron a intercambiar disparos. Los proyectiles bólter de los sirvientes intentaban contrarrestar las armas pesadas de los servidores.

—¡Permaneced a cubierto! —gritó Alaric mientras el eco de los disparos recorría toda la galería. Una tremenda explosión lanzó el cuerpo de uno de los servidores por los aires, que acabó cayendo junto a la posición que ocupaban los Caballeros Grises, quienes observaron ver que la armadura que le protegía el torso estaba calcinada y que de sus unidades motoras salían varias columnas de humo.

De pronto, el servidor giró la cabeza y miró a Alaric.

—Seguidme—dijo.

El suelo de cristal que tenía debajo se combó y se deformó alterando la estructura de la fortaleza y creando una enorme depresión en la que podía verse la boca de un túnel.

—¡Moveos! —dijo Alaric a través del comunicador, y a continuación se dirigió hacia la abertura.

Algunos de los sirvientes consiguieron descubrirlo en medio de la confusión, y justo cuando corría hacia el túnel un disparo impacto directamente sobre la hombrera de su armadura. El resto de los Caballeros Grises avanzaban tras él. Uno de los tecnoguardias lanzó un alarido, probablemente el primer signo de emoción que había mostrado en toda su vida, cuando recibió un disparo en el estómago y cayó de bruces al suelo. Hawkespur y Saphentis avanzaban justo detrás de él, mientras Tharkk y el único tecnoguardia que quedaba intentaban proteger al archimagos.

El servidor, del que no cesaba de salir humo, se arrastró hacia el interior del túnel seguido por Alaric. Aquella galería se iba horadando conforme el servidor avanzaba, perforando como un taladro los cimientos de la fortaleza. Los Caballeros Grises avanzaban justo detrás; Archis arrastraba a Saphentis mientras el fuego que llovía del exterior era cada vez más y más intenso.

Tharkk fue el último en entrar en el túnel, respondiendo al fuego de los sirvientes que disparaban desde la parte de atrás de la galería. Nada más entrar, Alaric se dio la vuelta justo a tiempo para ver cómo el tecnosacerdote de la fortaleza se dirigía hacia el capitán montado en una plataforma gravítica, una estructura que había conseguido ocultar bajo la masa de mecadendritas que formaba la parte inferior de su cuerpo. Aquel ser extendió los brazos y emitió una maldición en código máquina. Las placas de cristal que cubrían sus miembros se elevaron dejando ver una piel negra y putrefacta. Esas mismas placas comenzaron a girar alrededor de él mientras repelían los disparos de Tharkk.

Finalmente, las planchas de cristal volaron hacia el capitán de la Tecnoguardia, rodeándolo y cortándolo en láminas horizontales.

La entrada del túnel se cerró justo antes de que el cuerpo triturado del capitán Tharkk cayera al suelo. De pronto el sonido de los disparos comenzó a oírse más y más distante, envuelto en los gritos de rabia que el tecnosacerdote comenzó a emitir en código máquina.

El servidor continuaba avanzando. Los muros del túnel eran grisáceos y sin brillo, como si el cristal del que se componían estuviera enfermo o muerto. Alaric se volvió para comprobar cuántos lo habían conseguido: su escuadra, Hawkespur, Saphentis y un tecnoguardia, el único que quedaba con vida. Aceleró el paso hasta ponerse a la altura del servidor, que seguía avanzando por el túnel sin haberse inmutado lo más mínimo por la muerte de Tharkk.

—¿Qué eres? —preguntó Alaric.

—Todo a su debido tiempo —contestó el servidor. Su voz temblaba como si su transmisor vocal empezara a fallar.

Hawkespur se puso junto a Alaric; aún tenía la pistola en la mano.

—Juez, ¿qué ha pasado ahí fuera?

—Creo que tenemos un aliado —contestó Alaric.

—¿Quién ? ¿Un servidor?

—No creo que se trate de algo tan simple. Pero pronto lo descubriremos.

Alaric guiaba a la fuerza de asalto a través de las entrañas de Chaeroneia, y a medida que avanzaban por el túnel, éste se iba cerrando detrás de ellos. Poco a poco aquel planeta se los estaba tragando. O bien había algún lugar seguro más allá de Manufactorium Noctis o Alaric estaba llevando a su escuadra directamente hacia una trampa mucho peor que aquella de la que acababan de escapar.