NUEVE

NUEVE

Si no conoces a tu enemigo no podrás ganar la batalla, pero si lo conoces demasiado, la derrota será doble.

Gran almirante RAVENSBURG,

Máximas Navales, vol. IX

—Munición preparada —dijo el oficial jefe de artillería mientras el contraalmirante Horstgeld entraba en el puente—. Estamos listos para disparar previo aviso de quince minutos.

—Excelente —contestó Horstgeld.

El puente bullía de agitación. Hacía mucho que la Tribunicia no disparaba sus baterías y Horstgeld ya casi había olvidado lo que se sentía al ver el peligro tan cerca. En aquellos momentos, tan sólo la artillería y los torpedos imperiales se interponían entre la bondad del Imperio y la depravación del Enemigo.

Era un sentimiento agradable. Precisamente era la razón por la que Horstgeld estaba en la galaxia.

—¡Predicador! —gritó el contraalmirante con efusividad—. ¿Qué es lo que el Emperador requiere de nosotros?

—¡Obediencia y Fe! —fue la respuesta que salió de los perspicaces labios del predicador, que hablaba desde lo alto del pulpito—. ¡Rebelémonos contra la muerte!

Si a la tripulación del puente no le gustaba la costumbre de Horstgeld de pedir constantemente al predicador que pronunciara oraciones, desde luego no mostraba el menor signo de ello. Los oficiales de navegación intentaban organizar aquel caótico montón de naves y convertirlo en una flota de combate. Los sistemas de comunicaciones no dejaban de transmitir órdenes entre las diferentes naves que estaban bajo el mando de Horstgeld. Los ingenieros mantenían los reactores de plasma a máxima potencian y preparados para efectuar cualquier tipo de maniobra en la órbita baja de Chaeroneia, y el personal de artillería estaba disponiendo los enormes torpedos en las cubiertas de fuego. La Tribunicia era vieja pero aún tenía mucho que decir; ya había vivido incontables batallas y estaba deseosa por vivirlas de nuevo.

Pero muy pocos tripulantes sabían lo que Horstgeld acababa de contemplar: el tamaño de la flota enemiga.

El contraalmirante hizo una pausa para inclinarse ante la imagen del Emperador que coronaba la pictopantalla. En aquellos momentos el monitor mostraba un mapa de la órbita de Chaeroneia que indicaba la posición de las diferentes naves de la flota imperial sobre la nebulosa de asteroides que envolvía aquel mundo. La máscara dorada del Emperador refulgía sobre todo el puente, como instando a la tripulación a trabajar aún más duro en Su nombre, pues Él también velaba por el bienestar de la humanidad desde el Trono Dorado de Terra.

—Danos la fuerza para superar nuestras debilidades —oró Horstgeld—. Emperador, presérvanos.

—¿Comandante? —Stelkhanov se puso a la altura de Horstgeld—. Puede que los archivistas de la nave hayan encontrado una coincidencia.

—¿Tan pronto? Pensaba que tendríamos que recurrir al mando del segmentum en Kar Duniash.

—Parece que han encontrado algo en las crónicas de Ravensburg sobre la guerra Gótica. La nave más grande de la flota que se aproxima emite varias señales energéticas recogidas por el Ius Bellum durante la batalla de Gethsemane. —Stelkhanov le dio a Horstgeld una hoja repleta de lecturas procedentes del sensorium—. Las probabilidades de que la valoración sea incorrecta son muy bajas.

—Que el Trono nos proteja —murmuró Horstgeld—. Es el Forjador de Infiernos.

—¿Señor?

—¡Comunicaciones! Pónganme inmediatamente con el comisario de flota Leung. Y muestren nuestros refuerzos en la pantalla.

La imagen de la pantalla cambió para mostrar los detalles y perfiles de todas las naves que habían respondido a la llamada de Horstgeld y habían pasado a engrosar la flota imperial que orbitaba sobre Chaeroneia.

—¿Qué demonios es esto? —dijo muy enfadado mientras se daba la vuelta para mirar hacia la sección de comunicaciones. Allí, varios tripulantes ocupaban sus puestos mientras transmitían infinidad de órdenes a toda la flota a través de las redes de comunicaciones internas—. ¡Les pedí naves de guerra! ¡Se suponía que el mando del subsector nos enviaría todo lo que tuviera!

—Éstas son las únicas que estaban disponibles —contestó la jefe de comunicaciones Kelmawr, una mujer pequeña y fuerte que se había ganado los galones después de diversas operaciones de desembarco durante la Crisis Rhanna.

Horstgeld se volvió de nuevo hacia la pantalla.

—La Piedad… Eso… es una nave de peregrinos. ¡Por el amor de Terra!, si prácticamente no tiene ni un solo torpedo. ¡Y la Epicuro es un maldito navio de recreo!

—Ha sido reformada —afirmó Kelmawr—. El Administratum la confiscó y la convirtió en un mercante armado…

—Póngase en contacto con Kar Duniash. Dígales que tenemos una crisis en toda regla. Si el mando del segmentum no puede ayudarnos, entonces estamos completamente solos.

Horstgeld se sentó en su puesto de mando cubriéndose el rostro con las manos. Aquello no era suficiente. Puede que fueran capaces de detener a un crucero de combate, precisamente lo que era el Forjador de Infiernos, pero no a toda una flota. Especialmente después de que aquel crucero fuera visto por última vez en la guerra Gótica bajo el mando del mismísimo señor del Caos, Abaddon.

El Caos, el Enemigo. Horstgeld no podía decírselo a la tripulación, pero la esencia misma de la corrupción estaba representada por buques como el Forjador de Infiernos. Chaeroneia ya no era la única amenaza moral a la que se enfrentaban.

—¿No ha recibido buenas noticias, contraalmirante?

Con toda aquella actividad Horstgeld ni siquiera se había dado cuenta de que Nyxos estaba sentado a su lado, con el rostro casi completamente oculto bajo la capucha de su hábito.

—Toda esa flota está al servicio del Caos —respondió Horstgeld—. Su buque insignia es el Forjador de Infiernos. En Gethsemane lideró un ataque que mató a…

—Yo también he leído a Ravensburg, Horstgeld. Sospecho que en la Inquisición nos enseñan bastante más historia que en la Armada.

—La cuestión es que no tenemos las naves suficientes para plantarles cara.

—¿Acaso sugiere que deberíamos abandonar Chaeroneia?

Horstgeld miró directamente a los ojos de aquel anciano. No le gustó nada lo que veía en ellos. El contraalmirante no se creía todas aquellas historias estrafalarias que se contaban de los inquisidores, fervorosos sirvientes imperiales dispuestos a cualquier cosa, incluso a destruir planetas enteros, pero también sabía que la autoridad de un inquisidor se imponía sobre cualquier otra, y que eran hombres y mujeres que no mostraban la menor misericordia con aquellos que se rendían ante los enemigos del Emperador.

—Por supuesto que no —dijo—. Pero aquí hay poco que podamos hacer.

—Puede que no sea necesario hacer tanto. ¿Han restablecido las comunicaciones con Alaric y con Hawkespur?

Horstgeld negó con la cabeza.

—La tripulación está trabajando en ello, pero hay demasiadas interferencias. La polución de la atmósfera es tal que sería muy difícil enviar cualquier tipo de mensaje a la superficie, pero con ese campo de asteroides resulta imposible.

—¿Y la Ejemplar!

—La magos Korveylan tampoco ha tenido suerte.

—¿De veras? Pensaba que en el Adeptus Mechanicus no creían en la suerte. Tengo entendido que el comisario Leung se encuentra en la Ejemplar.

—Así es.

—Bien. Confío en que los esfuerzos de Leung combinados con los míos propios conseguirán convencer a Korveylan de que establecer contacto con Alaric debe ser su principal prioridad. ¿Podrán aguantar sin mí durante un par de horas?

—Sí, pero puede que necesitemos su autoridad para solicitar más refuerzos al mando del segmentum.

—Veré qué puedo hacer a ese respecto, pero debe usted comprender que mi prioridad es descubrir qué ha ocurrido en Chaeroneia. Si conseguimos esa información puede que no sea necesario desencadenar ningún tipo de enfrentamiento.

Horstgeld sonrió amargamente.

—Me temo que eso no va a ocurrir, inquisidor. Chaeroneia esconde algo que el Enemigo necesita, y está dispuesto a pasar por encima de nosotros para conseguirlo. No vamos a permitir que lleguen a ese planeta sin plantarles cara.

Nyxos se levantó y se alisó el hábito con las manos.

—En eso tiene razón. Pero yo tengo mis prioridades. Solicitaré una lanzadera y un par de hombres armados en caso de que Korveylan no se muestre dispuesta a colaborar.

—Por supuesto. Inquisidor…, quizá podamos retener al enemigo durante algún tiempo y retrasar su aterrizaje, pero poco más. Tengo muy claro que usted representa la voluntad del Emperador y estoy dispuesto a sacrificar esta flota si lo considera necesario, pero creo que el tiempo que debemos esperar por los que están ahí abajo tiene un límite.

—A no ser que yo le diga lo contrario, considere usted que el Emperador le ordena que alcance ese límite. Jamás he dudado en hacer todo lo posible para aplastar a los enemigos del Emperador, y no aceptaré menos por parte de todos aquellos que estén bajo mi autoridad. Y ahora, si no le importa, prepare una lanzadera.

Horstgeld se levantó e hizo el saludo de la Armada. Probablemente sería la última vez que hablara con Nyxos cara a cara y quería que pareciera lo más formal posible.

—Cuando llegue a la cubierta de lanzamiento lo estará esperando. Deséenos suerte, inquisidor.

—La Inquisición tampoco cree en la suerte, Horstgeld, el Emperador nos protege.

Dicho eso, Nyxos salió del puente. En aquellos momentos el inquisidor parecía un hombre mucho más diligente de lo que hacía pensar su aspecto viejo y jorobado. Horstgeld sabía que la magos Korveylan debería estar en el mismo bando que el resto de la flota, tanto si le gustaba como si no. Eso por lo menos significaba que el Enemigo debería esforzarse un poco más para atravesar la línea defensiva y llegar hasta la superficie de Chaeroneia.

* * *

El cielo estaba repleto de unos enormes artefactos planeadores, como grandes mantas raya que volaban entre las capas más bajas de las nubes de polución. En el suelo se veían serpientes metálicas que se retorcían y se deslizaban en grandes charcas que refulgían con el brillo multicolor procedente del aceite que contenían. Había colonias de hongos compuestas de óxido vivo, insectos de metal pequeños y brillantes que parecían juguetes mecánicos correteando como cucarachas en busca de fragmentos de acero que devorar. Hubo un tiempo en el que Chaeroneia era un típico mundo forja, con una flora y una fauna endémicas prácticamente inexistentes, pues resultaba imposible que nada sobreviviera a causa de la contaminación; pero mil años de corrupción habían dado lugar a un ecosistema biomecánico único, donde innumerables criaturas pseudomecánicas se reprodujeron como si se tratara de colonias de insectos.

Thalassa guiaba a la fuerza de asalto por las zonas menos densamente pobladas. Una docena de ciudades habían sido erigidas sobre el manufactorium original, y cada una de ellas había visto cómo determinadas zonas prosperaban mientras que otras quedaban abandonadas. Los intrusos avanzaban a través de cavernas formadas por restos fosilizados de criaturas biomecánicas, cuevas serpenteantes horadadas por sus enormes cráneos, o entre charcas hediondas de un líquido refrigerante que caía desde alguna central de energía que había muchos niveles por encima de sus cabezas. Aparte de algunos sirvientes y servidores convictos, habían conseguido evitar encontrarse con cualquier habitante de la ciudad. Sin embargo, Alaric podía sentir cómo cientos de ojos artificiales los vigilaban, y estaba convencido de que alguien en aquella ciudad conocía su localización exacta. Habían visto patrullas de plataformas de artillería por todas partes, y gracias a sus muchos años de entrenamiento Alaric supo encontrar el mejor modo de ocultarse en cada momento. De hecho, daba la impresión de que su instinto se había transmitido al resto de la tropa, pues incluso el archimagos Saphentis parecía moverse como un soldado.

A lo largo de su viaje habían visto innumerables cosas. Desde las enormes agujas de cristal que tanto abundaban en aquel planeta hasta un enorme monstruo con la piel de color gris brillante que nadaba en un río de sangre negra. También se toparon con una criatura similar a una enorme araña que se abría paso entre las torres dejando tras de sí unas enormes tiras viscosas que acto seguido se solidificaban formando puentes. Chaeroneia era como una exhibición interminable de maravillas oscuras y misteriosas, pues a la vuelta de cada esquina aguardaba algo nuevo y terrible.

El viaje estaba resultando tremendamente arduo y difícil. Cada vez con más frecuencia Tharkk solicitaba que se detuvieran para descansar y evitar así que sus tecnoguardias murieran a causa del cansancio. Cuando atravesaban algún terreno especialmente difícil, los miembros de la escuadra de Alaric tenían que transportar a la tecnosacerdote Thalassa. Había algo en el metabolismo de la interrogadora Hawkespur que no había reaccionado bien ante la exposición a la gran cantidad de toxinas, y en su garganta y pulmones habían empezado a aparecer tumores que hacían que respirara con dificultad y que tuviera que detenerse constantemente para escupir mucosidades viscosas. Los Caballeros Grises eran expertos en primeros auxilios a pie de campo, y Saphentis era un excelente cirujano, pero el caso de Hawkespur no tenía remedio. Sin unas instalaciones médicas totalmente equipadas, la interrogadora no aguantaría más de una semana. La propia Hawkespur no había dicho nada; había sido educada en una de las mejores academias navales y era lo suficientemente inteligente y valerosa como para no permitir que su muerte interfiriera en el cumplimiento de su deber.

—Ya deberíamos estar muy cerca —dijo Hawkespur al final del tercer día. Caminaban por un mar de desechos que se extendía entre dos enormes fábricas que se alzaban como gigantescos esqueletos oscuros—. Deberíamos descansar, probablemente esa fortaleza de datos esté vigilada y no nos conviene que los tecnoguardias estén exhaustos cuando lleguemos allí.

—Da la impresión de que usted tampoco se encuentra muy bien —comentó Alaric. Aunque Hawkespur se había puesto el casco, el Caballero Gris podía ver sus ojos rojizos a través del visor.

—Un breve descanso tampoco me sentaría mal —admitió a regañadientes.

—No nos será de mucha ayuda si está muerta, interrogadora. He oído que era usted la mejor tiradora de Hydraphur.

—Sólo gané una competición, juez.

—A mí me parece más que suficiente. —Alaric se volvió para escudriñar el terreno que tenían a su alrededor. Los niveles inferiores de la factoría que tenían más cerca parecían abandonados y podían ser un escondite perfecto. Aquél era un buen lugar para descansar antes de acometer el tramo final del viaje a través del valle de centrales de datos que los llevaría hasta su destino—. Mis marines espaciales sólo necesitan una hora de semisueño. Nosotros montaremos guardia. Dígale a Tharkk que comunique a sus tecnoguardias que pueden descansar, y que Thalassa haga lo mismo.

Hawkespur miró a su alrededor.

—¿Dónde está Thalassa?

Alaric también la buscó con la mirada. Vio a sus marines espaciales diseminados por aquella zona, con Lykkos vigilando la retaguardia; también vio a Tharkk y a los pocos tecnoguardias que quedaban con vida en el centro junto con el archimagos Saphentis, pero no había rastro de Thalassa.

El terreno estaba completamente cubierto de desechos y escombros, y había infinidad de lugares en los que Thalassa podría haber caído y no ser vista.

—¡Maldición! —gruñó Alaric—. La necesitamos. —Acto seguido sacó el comunicador—. Caballeros Grises, necesito saber si mantenemos contacto visual con la tecnosacerdote Thalassa.

Las runas que comenzaron a parpadear transmitieron una respuesta negativa.

—Yo la ayudé a atravesar el campo de escombros que cruzamos hace un par de kilómetros —contestó el hermano Cardios—. Pero no he vuelto a verla desde entonces.

—¡Capitán Tharkk! —gritó Alaric.

El oficial de la tecnoguardia se acercó apresuradamente.

—¿Juez?

—¿Está Thalassa con ustedes?

—Negativo, juez. No hemos recibido orden de ayudarla.

—No podemos perder tiempo buscándola —dijo Hawkespur.

—Lo sé —contestó Alaric—. Tharkk, que sus hombres busquen refugio en la fábrica. Hawkespur, vaya con ellos. Descansen un poco. Caballeros Grises, peinad la zona en un radio de medio kilómetro, después regresad y retomad la guardia. Yo permaneceré aquí. —Se acercó hasta el archimagos Saphentis, quien, sin inmutarse, seguía sentado sobre una pieza de maquinaria oxidada—. Archimagos, usted es responsable de Thalassa.

—Era una de mis subordinadas. Vigilarla no era mi cometido. Había una gran diferencia.

—¿Era? Habla como si ya estuviera muerta.

—¿Acaso cree que no lo está?

Alaric se dio la vuelta y comenzó a avanzar con paso firme hacia la fábrica. Probablemente Saphentis tenía razón, eso era lo más grave de todo. Desde el momento en que se estrellaron sobre la superficie de Chaeroneia Alaric se dio cuenta de que aquel planeta tenía maneras de acabar con ellos sin que ni siquiera se percataran, pero no podían permitirse el lujo de perder a Thalassa; Saphentis podría desempeñar algunas de sus funciones, pero no era un experto en datos.

El archimagos era el responsable de Thalassa, y eso era lo que más preocupaba a Alaric. La tecnosacerdote se había mostrado horrorizada ante la corrupción de Chaeroneia, pero Saphentis no había mostrado el menor signo de repulsión. De hecho, parecía estar impresionado por cómo aquel planeta había reinventado el credo del Mechanicus. Si Thalassa había empezado a sospechar que Saphentis no estaba en aquel planeta para servir al Imperio sino para llevar a cabo alguna otra actividad, ¿acaso habría tenido el archimagos algún reparo en acabar con ella? Probablemente no. Cuanto mayor era el rango menos humano era un tecnosacerdote, y Saphentis era nada menos que un archimagos y le quedaba muy poco de humano.

Alaric vio cómo el tecnosacerdote recogía inocentemente del suelo un fragmento de metal oxidado y lo incineraba con una llama que salía directamente de una de sus manos biónicas, contemplando cómo se elevaba un fino hilo de humo negro. La fuerza de asalto necesitaba ahora a Saphentis más que en cualquier otro momento. Si Alaric se enfrascaba en un cruce de acusaciones y lo tachaba de asesino y traidor, probablemente Saphentis desaparecería en las oscuras entrañas de aquella ciudad y los Caballeros Grises serían incapaces de dar con él. Alaric ni siquiera sabía si sería capaz de plantarle cara a Saphentis en combate directo, ya que los dispositivos augméticos de combate del archimagos eran formidables y el Caballero Gris no sabía hasta qué punto podrían llegar.

Saphentis también sabía todo eso. Sabía muy bien que Alaric no podría arreglárselas solo. Si las peores sospechas de Alaric eran ciertas, Saphentis estaría utilizando a los Caballeros Grises y a los hombres de Tharkk como guardaespaldas mientras él intentaba descubrir el secreto oculto de Chaeroneia, y lo peor de todo era que Alaric debería permanecer a su lado con la esperanza de tener instinto suficiente como para saber en qué momento Saphentis estaría a punto de traicionarlos. Eso era lo que menos le gustaba de todo aquello, las maquinaciones, las traiciones encubiertas que parecían empapar todo lo que la Inquisición tocaba. Hubo un tiempo en el que él mismo pensaba que organizaciones como el Mechanicus y la Inquisición actuaban como una sola al servicio del Emperador, pero cada día que pasaba tenía más claro que no eran más que otra manera que tenía la humanidad de luchar contra sí misma en lugar de concentrarse en el Enemigo.

Al menos los Caballeros Grises se mantenían al margen. Ellos sí que eran uno, devoto y de espíritu noble. Y ésa era la cualidad que les permitiría salir adelante. ¡Los traidores serían condenados!

—Aquí Haulvarn —sonó una voz procedente del comunicador—. Aquí no hay nada, pero daremos una última batida.

—Entendido. Yo me ocuparé del primer turno de guardia; que todos duerman un poco. Hemos sufrido una baja y lo que nos espera será muy duro.

Bajo el crepúsculo polvoriento de Chaeroneia, Alaric miró las siluetas de las armaduras de los marines espaciales que se acercaban caminando sobre los escombros. Los Caballeros Grises eran unos de los mejores guerreros de la galaxia, y aun así estaban a merced de aquel planeta, aislados, solos y sin información. Sin embargo, resultaba un consuelo para Alaric pensar que ya se habían visto en una situación similar cuando se enfrentaron a Ghargatuloth, y entonces no dudaron lo más mínimo a la hora de cumplir con su deber. Incluso si Chaeroneia conseguía finalmente acabar con ellos, no había duda de que le costaría un tremendo esfuerzo.

Sin embargo, aunque los Caballeros Grises pudieran retrasarlo un poco, el fin se acercaba inexorablemente. Thalassa había muerto, de eso no cabía duda. Seguramente habría caído en una de las muchas grietas del terreno o habría sido devorada por algún depredador. Si el arma más efectiva del Enemigo era sembrar la confusión y la desconfianza entre las líneas de las fuerzas imperiales, resultaba evidente que estaba teniendo éxito.

* * *

Sumergida en el espeso mercurio que llenaba el depósito de datos, la criatura que una vez fue el archimagos veneratus Scraecos volvió a sentir la patética debilidad de sus partes biológicas. Allí dentro el dolor resultaba insoportable y sentía un intenso frío provocado por el contacto del metal líquido con las pocas partes carnosas que aún le quedaban, como los filamentos de piel que tenía entre los implantes augméticos. Hacía ya mucho, mucho tiempo que Scraecos había dejado de lado temores tan humanos como la claustrofobia o el miedo a morir ahogado, de modo que en aquel depósito de datos no sentía nada de eso. Sin embargo, resultaba muy impactante comprobar lo lejos que debía llegar antes de alcanzar una sintonía completa con el Dios Máquina.

Por supuesto, únicamente su parte más humana y ancestral tenía aquella sensación. Pero ese resquicio cada vez estaba más enterrado por su nuevo ser, pues la lógica pura del plan del Omnissiah no dejaba espacio para preocupaciones como el miedo o el sufrimiento.

Las mecadendritas conectadas al rostro de Scraecos comenzaron a moverse en el líquido en que estaban sumergidas formando haces filamentosos. De los extremos de aquellos tentáculos salieron varias sondas que recogieron la información contenida en el depósito. Scraecos vio la silueta de Manufactorium Noctis dibujada por la percepción lógica de su mente. Agujas y cimientos repletos de cámaras y túneles o redes de pasadizos que se extendían entre las torres. Unas criaturas biomecánicas enormes y viscosas se arrastraban por las entrañas de la ciudad inundándola con su energía bioeléctrica y con los productos que emanaban de sus cuerpos. Vio las fábricas en las que se creaba a los sirvientes y en las que, una vez agotada su vida útil, se los descomponía para que pasaran a formar parte de los materiales biomecánicos que daban forma y vida a la ciudad.

Una parte de Scraecos se admiró ante el impresionante desarrollo que habían conseguido alcanzar a lo largo del último milenio. Pero eso, por supuesto, no era más que un pequeño e insignificante resquicio que aún flotaba en medio de un mar de lógica. El resto de Scraecos se limitaba a absorber información, a desechar la que no era útil y a concentrarse en el resto.

Los programas de caza puestos en marcha por Scraecos eran tremendamente exigentes; requerían el empleo de muchos más sirvientes que de costumbre, y los activos biológicos que se les estaban implantando les proporcionarían mucha más independencia. Receptores de datos completamente autosuficientes, los programas de caza eran incansables y voraces, dejando incluso de lado las necesidades primarias dictadas por la lógica durante la implacable búsqueda de sus presas. Pero, por supuesto, también tenían debilidades. Aunque Chaeroneia estaba repleta de material transmisor de datos, como las enormes estructuras de cristal negro o el metal líquido de los depósitos, aún quedaban zonas del planeta muy alejadas de cualquier medio de transmisión. Aquello significaba que los programas cazadores no podrían moverse con total libertad, pues sólo podían actuar en lugares en los que había un medio adecuado para ellos.

En su mente, Scraecos vio todo el sistema de datos de Chaeroneia. Unas enormes torres de cristal refulgían sobre las tinieblas, entre las que se incluía la antigua fábrica de sirvientes que los intrusos habían abandonado hacía muy poco tiempo. Las placas de datos de los tecnosacerdotes que supervisaban los trabajos en las factorías también refulgían en su mente emitiendo breves destellos de luz. Un cazador también podría moverse por ese medio si fuera necesario. Muchos de esos mismos tecnosacerdotes también aparecían iluminados en su mente, pues algunos de los augméticos más comunes entre los supervisores de Manufactorium Noctis consistían en enormes órganos de almacenamiento de datos.

En el horizonte, entre la enorme aguja central y el resto de la ciudad, se extendía un enorme espacio brillante en el que había miles de recovecos que podrían ser escondites perfectos para los cazadores, pero al tecnosacerdocio de Chaeroneia le interesaba mucho mantener a los intrusos tan alejados de allí como fuera posible, de modo que no era una buena opción.

Scraecos se concentró especialmente en las zonas más propicias de la ciudad para que sus programas de caza actuaran con mayor eficacia. Acto seguido sincronizó las transmisiones de datos enviadas por tecnosacerdotes, servidores con sensorium y todas las criaturas biomecánicas de Manufactorium Noctis. Una única corriente receptiva discurría por el interior de aquel depósito de datos envolviendo miles de filamentos y convirtiéndolos en un largo cordón palpitante que se retorcía como una serpiente.

Scraecos dispuso sus mecadendritas alrededor de ese cordón como si fueran los tentáculos de algún depredador de las llanuras abisales. A continuación sus miembros mecánicos extrajeron varias sondas y la corriente de información comenzó a fluir a través del tecnosacerdote, que tuvo que abrir al máximo sus órganos receptivos para poder procesar toda la información procedente de los millones de criaturas y máquinas receptoras.

Muy pocos tecnosacerdotes de Chaeroneia habrían sido capaces de soportar aquello. Y muchos menos aún podrían gestionar los programas de caza. Ésa era la razón por la que el tecnosacerdocio lo había elegido a él.

Porque en algún punto de su interior sabía dónde se escondían los intrusos.

Millones de imágenes de Chaeroneia desfilaban por la mente de Scraecos, que tuvo que aumentar el ritmo de sus procesadores cerebrales para poder ordenarlas de manera correcta. Hordas de sirvientes trabajando sobre enormes motores que vomitaban columnas de vapor; símbolos sagrados proyectados sobre las nubes; interminables letanías que narraban las revelaciones del Dios Máquina; tecnosacerdotes entonando alabanzas al Omnissiah desde las agujas de los templos, emitiendo oraciones en código máquina en las que se alababa al Gran Comprendedor, quien había comunicado a los tecnosacerdotes de Chaeroneia sus revelaciones a través del avatar que se les había aparecido hacía ya más de mil años.

Todo aquello era magnífico, pero no era lo que Scraecos buscaba.

El tecnosacerdote se centró en las tierras baldías que se extendían entre las agujas, en las que los intrusos pensarían que podrían estar a salvo de los millones de ojos que tenía aquella ciudad. Eran capas y capas de historia olvidada, desechos y escombros devorados por la corrosión que tanto se había demonizado por la tradición del viejo e ignorante Adeptus Mechanicus. Pero el Dios de las Máquinas era también el Dios de la Herrumbre. Scraecos tenía eso muy claro, al igual que el resto de Chaeroneia, de modo que aquellos lugares eran tan sagrados a los ojos del Omnissiah como cualquier templo nuevo y reluciente. Scraecos buscó entre los callejones y las entrañas más oscuras de la ciudad, en los cementerios oxidados donde yacían titánicas criaturas biomecánicas y en las llanuras azotadas por el viento sobre las que volaban grandes seres alados en busca de sus presas.

Fue precisamente allí donde una de aquellas criaturas vio algo: varios humanos con unas enormes armaduras decoradas con los tonos grisáceos de los marines espaciales se movían por Manufactorium Noctis. Las imágenes transmitidas por aquella criatura estaban tomadas desde mucha altura, pero no cabía duda, eran ellos. Avanzaban en formación acompañados de varios humanos sin armadura y de lo que parecía ser un tecnosacerdote del viejo Mechanicus.

Perfecto. Se movían como soldados; aún creían que su pensamiento militar podría vencer a la implacable inteligencia de la casta sacerdotal de Chaeroneia. Scraecos estableció su ubicación exacta.

Era evidente hacia dónde se dirigían. Se encaminaban hacia un lugar que en la mente de Scraecos se percibía como un punto casi cegador debido a la enorme cantidad de datos que contenía, un lugar en el que los cazadores podían desenvolverse con total facilidad para abalanzarse sobre cualquier cosa que pudiera saciar su voracidad. Y era evidente que allí esa voracidad quedaría plenamente saciada.

En algún lugar oculto en lo más profundo de su personalidad, Scraecos esbozó una sonrisa. El resto de él, la gran masa lógica que constituía la mayor parte de su intelecto, se limitó a ordenar a los programas de caza que salieran de la aguja central y que cruzaran Manufactorium Noctis en busca de sus presas.