OCHO

OCHO

Temed todo aquello que se aproxima, pues el camino que se abre ante vosotros puede ser el camino que lleve al infierno.

Primarca ROBOUTE GUILLIMAN,

Codex Astartes

Alaric caminaba en vanguardia junto a Archis, que avanzaba a su lado con la llama del sistema de ignición del incinerador encendida. El arma estaba preparada para lanzar una lengua de fuego sobre cualquier cosa que se abalanzara sobre los Caballeros Grises.

Toda la fuerza de asalto ascendía por un paso estrecho y traicionero que subía entre los restos del esqueleto de algún enorme animal que parecía una especie de serpiente. Toda aquella estructura ósea envolvía una altísima aguja de cristal negro, y sus costillas formaban los desvencijados escalones de una enorme escalera de caracol.

Alaric miró hacia abajo. Desde aquella altura era imposible ver el suelo de la subcolmena de la ciudad, lo único que se veía era una espesa capa de contaminación que se mantenía inmóvil entre el aire frío que soplaba desde abajo y el calor que emanaba de la gran masa carnosa que envolvía la aguja contigua. El cuerpo de la serpiente se estrechaba conforme se acercaban al cráneo, y tanto Hawkespur como Thalassa ascendían atadas a unas cuerdas de las que tiraban varios miembros de la escuadra de Alaric. Los Caballeros Grises eran de por sí mucho más grandes y pesados, pero paradójicamente, sus implantes augméticos y su entrenamiento también hacían que fueran mucho más hábiles.

—La entrada está un poco más arriba —dijo Archis—. ¿Puede verla?

El cañón del incinerador apuntaba hacia una abertura que había frente a ellos, un enorme agujero abierto en el cristal negro. Los bordes del orificio estaban afilados como naranjas.

—Vamos a entrar —dijo Alaric—. Haulvarn, encárgate de la retaguardia. Que todos los demás nos sigan.

Llevaban ya algún tiempo moviéndose por las profundidades de la colmena e intentaban mantenerse a cubierto siempre que les fuera posible. Alaric estaba seguro de que las patrullas de plataformas gravíticas del Mechanicus los habían detectado en varias ocasiones, pero siempre los habían perdido en medio de la oscuridad que reinaba en aquel mar de desechos. Aparte de unos cuantos sirvientes y de algún que otro servidor extraviado, allí abajo no habían visto nada con vida, ni siquiera insectos; tan sólo huesos y residuos lanzados desde las capas superiores. Sin embargo, no podrían esconderse allí eternamente, pues la fortaleza de datos, si es que aún existía, estaba varios niveles por encima de los cimientos de la colmena. No les quedaba más remedio que subir con la esperanza de que hubiera suficientes pasos entre las diferentes agujas como para que pudieran llegar hasta allí. La construcción de cristal negro por la que ascendían era el primer camino medianamente seguro que habían encontrado.

El interior de la aguja era tranquilo y frío, y estaba horadado por infinidad de túneles, como si fueran vetas de una estructura cristalina. Los tecnoguardias y los Caballeros Grises comenzaron a ascender por el orificio; los miembros de la Tecnoguardia debían tener mucho cuidado para no cortarse con los bordes afilados. Sin ningún esfuerzo, Saphentis se deslizó por el agujero con la ayuda de sus miembros biónicos, llevando a Thalassa con la mano que le quedaba libre.

—Tecnosacerdote —dijo Alaric—. ¿Se encuentra bien?

—Me encuentro plenamente funcional —contestó Saphentis.

—Me refería a usted —dijo Alaric mirando a Thalassa.

—Estoy bien —respondió ella, aunque estaba muy lejos de parecerlo—. No me gustan mucho las alturas.

—Cualquier caída desde una altura superior a seis metros es potencialmente mortal —afirmó Saphentis—. Asumir que el riesgo es mayor cuanto mayor es la altura es irracional.

—¿Sabe en qué punto nos encontramos? —prosiguió Alaric ignorando a Saphentis.

Thalassa consultó la placa de datos.

—Llevamos casi un día avanzando. En línea horizontal estamos más o menos a mitad de camino, pero aún tenemos que ascender mucho más.

El hermano Haulvarn se mantenía en la retaguardia. Haulvarn estaba junto a Alaric desde hacía ya mucho tiempo, desde antes incluso de la captura del inquisidor Valinov, lo que puso a los Caballeros Grises sobre la pista que los llevaría hasta Ghargatuloth. Haulvarn era uno de los hombres más sensatos de Alaric. Era la clase de hombre que uno querría para que le cubriera las espaldas.

—Detrás de nosotros no hay nada —dijo mientras echaba una última ojeada al exterior con el bólter preparado para abrir fuego.

—Bien. Archis, ve delante, no sabemos lo que podemos encontrar aquí dentro.

Saphentis pasó su mano biónica sobre la superficie rugosa y negra de una de las paredes.

—Esto parece material transmisor de datos.

—¿Quiere decir que ahí dentro hay información?

El Adeptus Mechanicus empleaba con frecuencia materiales cristalinos para almacenar grandes cantidades de datos, sin embargo, jamás habían revelado el secreto de esa tecnología tan avanzada.

—Puede ser. Aunque es probable que esté corrompida o incompleta. ¿Thalassa?

Thalassa tocó suavemente la superficie. Unas pequeñas sondas puntiagudas emergieron de la palma de su mano y se introdujeron en el cristal. Inmediatamente unos destellos de luz comenzaron a extenderse por los circuitos que le cubrían toda la piel, iluminando su rostro y sus manos en medio de la penumbra.

—No tenemos tiempo para esto —dijo Hawkespur. Se había quitado la capucha de su traje de vacío y Alaric vio que tenía manchas de polución alrededor de su cuello y de su nariz.

—Lo sé, pero el objetivo de esta misión es recabar información, y cuanta más tengamos más posibilidades tendremos de sobrevivir.

Thalassa dejó escapar un grito ahogado, apartó rápidamente las manos de la pared y se detuvo unos instantes para respirar entrecortadamente.

—No queda prácticamente nada —dijo—. Los registros de información están muy dañados. Sólo he podido encontrar unos pocos datos muy elementales, la red local se ha colapsado.

—¿Nada que pueda servirnos de ayuda? —preguntó Hawkespur.

—Bueno… hay una fecha.

—¿Y bien?

—No tiene ningún sentido. La corrupción debe de ser incluso peor de lo que parece. Los archivos temporales están muy dañados. En lo que a este planeta se refiere nos encontramos a finales del cuadragésimo segundo milenio. Eso supone un adelanto de más de novecientos años.

—Esperemos que la fortaleza de datos se conserve en mejor estado —dijo Saphentis.

—Sigamos adelante —añadió Hawkespur.

La fuerza de asalto continuó avanzando a través de los pasadizos horadados en aquella enorme aguja. En varios puntos encontraron sondas plateadas incrustadas en el cristal, como versiones gigantes de las que Thalassa tenía en las manos. También se toparon con caras horribles talladas sobre las paredes, rostros con un solo ojo o con dos bocas, o con rasgos horripilantes que se fundían con la superficie de cristal.

Siguieron moviéndose durante más de una hora, con Thalassa quedándose rezagada en todo momento, hasta que finalmente llegaron a una enorme cámara sostenida por unos muros de cristal sin pulir que se retorcían como las olas de un mar embravecido.

Alaric fue el primero en entrar junto al hermano Archis. Aquella cámara era del tamaño de un hangar y estaba iluminada por una luz azulada proveniente de las paredes. Aquel tenue resplandor hacía resaltar las sombras de los muros haciendo que parecieran un enorme esqueleto luminiscente.

Filas y filas de instrumentos cubrían el suelo casi por completo, las junturas y las partes móviles de toda aquella maquinaria estaban inactivas, cubiertas por una gruesa capa de corrosión.

—Caballeros Grises, adelante, peinad el lugar. Parece que no hay movimiento pero hay muchos lugares donde esconderse.

Saphentis seguía a los marines espaciales al tiempo que examinaba detenidamente toda aquella maquinaria. Se trataba de unos instrumentos estilizados y elegantes, muy alejados de los enormes y pesados artefactos que el Adeptus Mechanicus solía emplear. El tecnosacerdote se arrodilló y sus ojos insectoides dejaron salir unas finas líneas rojas que escanearon la superficie de la máquina que tenía más cerca.

—Fascinante —dijo para sí mismo.

—¿Eso piensa? —preguntó Alaric mientras él y su escuadra seguían buscando seres hostiles por toda la estancia—. Ilústrenos.

—Este instrumento parece ser un autocirujano. Es muy sofisticado, pero nunca antes había visto uno como éste. Parece que está diseñado únicamente para diseccionar, no para llevar a cabo reimplantes.

—Por el Trono de Terra —suspiró Alaric—. ¿Qué estamos haciendo aquí?

Saphentis comenzó a examinar otra máquina, una que tenía un gran recipiente cilindrico de cristal ahumado y varias estructuras dispuestas a su alrededor.

—Aquí es donde debían de ponerse los órganos. —Saphentis extrajo una pequeña sonda de una de sus manos biónicas y emitió varios destellos—. Sí, exacto, hay restos de materia biológica. Aquí era donde los colocaban para diseccionarlos.

La siguiente máquina era una cinta transportadora que ocupaba casi la mitad de la estancia y pasaba entre docenas de anillos de los que salían pequeños miembros articulados.

—Y después la materia resultante pasaba por aquí y era transformada… en larguísimos filamentos… En músculos, sí, eso es, músculos. —Saphentis se puso en pie y miró fijamente a Alaric—. ¿Lo ve? Cogían a los sirvientes y los sobrealimentaban para después convertir sus proteínas en músculo puro. Esos seres vivientes repletos de partes mecánicas… aquí es donde han sido creados.

—No es más que otra tecnoherejía —dijo Alaric acerbamente—. No me parece que sea algo digno de admiración.

—Juez, había olvidado que usted no es uno de nosotros. Para cualquier tecnosacerdote esto es como una revelación. ¿Es que no lo ve? ¡Este mundo es autosuficiente! Ahora todo cobra sentido. Esto no es un hecho cualquiera. ¿Cómo podría un mundo entero vivir aislado durante un siglo y aun así construir todo esto? ¿Cómo podrían haber construido todo esto sin importar materias primas de otros planetas? Chaeroneia tenía grandes reservas de minerales, pero ningún mundo forja del Imperio podría sobrevivir estando totalmente aislado. Materias primas, mano de obra, alimentos… todo eso debe ser importado, pero no aquí. Aquí han cogido el único recurso que tienen en abundancia y lo han convertido en la base de toda esta ciudad. ¡Sus sirvientes, juez! ¡Humanos! Los humanos se reproducen y crecen por sí solos. Lo que hicieron en este planeta fue provocar un superávit de humanos y coger a los que no necesitaban para fusionarlos con sus máquinas. Muchos magos pecuniae han pasado generaciones enteras intentando averiguar la manera de hacer que un mundo sea autosuficiente. Aquí han resuelto ese problema en menos de un siglo. Resulta algo impresionante.

Alaric miró fijamente a Saphentis.

—Archimagos, parece que admira usted este mundo mucho más de lo que lo odia. La admiración que siente se me antoja como algo muy, muy peligroso.

Saphentis extendió los brazos como si quisiera pedir disculpas.

—Esto es pura herejía, juez. Por supuesto soy más que consciente de ello, y no debería tener que decírselo. Pero resulta evidente que este planeta ha planteado la solución a problemas que llevan miles de años inquietando al Mechanicus. El Omnissiah desprecia a cualquiera que rehúse comprender el conocimiento cuando lo tiene ante sus propios ojos.

—Bien. Sin embargo, el dios al que yo adoro desprecia al hombre que se deja seducir por los designios del Enemigo. Si estuviéramos en otra situación haría que fuera usted detenido por hereje, archimagos, y tendría que explicar la admiración que siente por este mundo ante la Inquisición. Y eso será exactamente lo que haga tan pronto como salgamos de aquí. Pero si vuelve a decir algo que sugiera que Chaeroneia merece algún respeto haré que la interrogadora Hawkespur lo ejecute aquí mismo.

De pronto los ojos de Saphentis comenzaron a emitir una serie de colores extraños que se sucedían a mucha velocidad.

—Por supuesto, juez —dijo después de una pausa—. Le pido disculpas. Había olvidado que es usted un fervoroso sirviente del Emperador. Acataré cualquier sentencia de la Inquisición, al igual que todos los aquí presentes.

—La cámara está limpia. —La voz del hermano Haulvarn se oyó a través del comunicador.

Alaric volvió a mirar a Saphentis con la esperanza de que el archimagos mostrara algún signo de emoción, pero el tecnosacerdote se mostraba inescrutable.

—Bien —dijo Alaric a través del comunicador—. Dejaremos que los tecnoguardias descansen durante unos minutos y después nos marcharemos de aquí inmediatamente.

—Entendido.

Saphentis continuó examinando toda aquella maquinaria. Alaric vio cómo los tecnoguardias del capitán Tharkk se sentaban en el suelo para reponerse de la fatiga; habían formado un círculo perfecto y todos ellos tenían la cabeza inclinada. Su represión emocional evitaba que sintieran cualquier desánimo o deseo de queja, pero aun así eran vulnerables a la fatiga como cualquier otro humano con mejoras augméticas.

—Usted no confía en él —dijo Hawkespur, que acababa de sentarse junto a Alaric.

—¿Y usted?

—Los interrogadores del Ordo Malleus no confían en nadie, juez.

—No creo que Saphentis haya sido enviado aquí sólo para descubrir qué ha ocurrido en este mundo —continuó Alaric—. Éste es un mundo forja, estoy seguro de que aquí hay infinidad de cosas que al Mechanicus le encantaría recuperar. Estoy convencido de que busca algo más aquí abajo, algo lo suficientemente importante como para arriesgar la vida de un archimagos. Puede que incluso tenga algo que ver con la tecnoherejía que ha arraigado aquí; es evidente que parece muy interesado en ella.

—Puede ser —asintió Hawkespur—. Pero a pesar de eso Saphentis podría resultarnos muy útil, puede proporcionarnos la información que buscamos, pues conoce los sistemas de almacenamiento de datos de este planeta mucho mejor que usted y que yo. Y su escuadra es la mejor oportunidad que tiene para sobrevivir aquí abajo. Él es un tecnosacerdote, juez; son gente tremendamente lógica, y sabe que no le conviene enfrentarse a usted.

Alaric echó una mirada a lo largo de toda la cámara y vio cómo Saphentis llamaba a Thalassa para que lo ayudara a examinar una máquina que parecía tremendamente compleja.

—Puede que si llegamos a esos extremos necesite el apoyo de la autoridad de Nyxos, y aquí abajo esa autoridad reside en usted.

—Por supuesto. Saphentis tendrá que entrar en razón.

Hawkespur tosió y volvió a aclararse la garganta.

—Está usted enferma —dijo Alaric.

—Tumores —contestó Hawkespur—. El aire de este planeta es puro veneno. El personal médico de Nyxos se ocupará de eso tan pronto como salgamos de aquí, pero por el momento lo que más me preocupa es nuestra situación actual, y la fecha…

—¿La fecha? Thalassa ha asegurado que es información corrompida.

—Parece ser que los sistemas de Chaeroneia tienen un desfase temporal de novecientos años, ¿no es así? Bien, puede que no se trate de un error. El tiempo avanza de manera distinta dentro de la disformidad, y creo que ambos sabemos dónde ha estado este planeta durante los últimos cien años. Aunque a nuestros ojos parezca que ha pasado un siglo, dentro de la disformidad podrían haber transcurrido mil años.

—¿Un milenio? Que Terra nos proteja…

—Eso explicaría la presencia de las nuevas construcciones, la corrupción de los sirvientes y la naturaleza perversa de esta tecnoherejía.

Alaric negó con la cabeza en un gesto de incredulidad.

—Mil años en la disformidad… No resulta extraño que este planeta esté tan enfermo. Pero eso también plantea una pregunta, ¿no es cierto? Si este planeta es autosuficiente y ha sido capaz de sobrevivir en la disformidad durante mil años, ¿por qué volver al espacio real ahora? ¿Por qué regresar siquiera?

—Ésa es la primera pregunta —asintió Hawkespur—. La segunda es qué fue lo que en su momento lo empujó a la disformidad.

* * *

La fuerza de asalto que se movía por las entrañas de aquella aguja envuelta en tejido carnoso era muy pequeña; algo que por otro lado era lógico teniendo en cuenta que tan sólo una nave de pequeño tamaño habría sido capaz de atravesar el campo de asteroides que orbitaban en torno a Chaeroneia. Aquella fuerza estaba compuesta por seis humanos, uno de ellos fuertemente augmetizado (evidentemente se trataba de un tecnosacerdote, uno de los no iluminados) y por una escuadra de seis marines espaciales del Adeptus Astartes. Los distintivos de aquella escuadra no eran muy comunes, pues el color de aquel capítulo era el gris metálico, decorado con un símbolo que mostraba una espada dispuesta sobre un libro y la gran «I» de la Inquisición. En los archivos del capítulo no se conservaba ningún registro histórico del pasado de Chaeroneia como emplazamiento imperial, pero había infinidad de capítulos que podían haber pasado por allí con anterioridad.

Las enormes bestias cogitadoras que habitaban la gran aguja central de Manufactorium Noctis habían perdido el rastro de los intrusos poco después de que aterrizaran en el planeta. Aquellas bestias, cuyos cerebros eran enormes masas palpitantes repletas de circuitos y válvulas de cálculo, se movían impacientes dentro de sus celdas mientras arañaban los muros de metal movidos por la frustración. Poco después, una de las muchas criaturas biomecánicas que patrullaban entre las enormes agujas consiguió detectar a los intrusos de nuevo. En aquel momento las bestias comenzaron a emitir alaridos de excitación y a moverse muy alteradas en el interior de las innumerables celdas que se extendían por todo el laberinto negro y viscoso de las entrañas de la aguja central. Sus cerebros, mitad cultivados, mitad fabricados en las nuevas plantas de bioensamblaje diseminadas por toda la ciudad, eran capaces de filtrar la información y convertirla en datos aislados que les permitían elaborar conclusiones que después transmitían, empleando el código máquina, a los niveles superiores de la aguja.

Aquellas bestias habían llegado a la conclusión de que los intrusos eran miembros del Adeptus Mechanicus que contaban con ayuda del Astartes, y que probablemente habían ido hasta allí para investigar la reentrada de Chaeroneia en el universo físico. Aquello significaba que el Imperio aún existía, al igual que el viejo Adeptus Mechanicus, cuyas creencias pronto serían sustituidas por las verdaderas revelaciones del Omnissiah. Gracias a esas conclusiones las bestias cogitadoras habían sido recompensadas con raciones extra de una pasta espesa y rica en nutrientes obtenida a partir de sirvientes no esenciales, una pasta que caía directamente sobre el suelo mugriento de sus celdas, donde las bestias la engullían con voracidad.

Mucho más arriba, en los aposentos de los tecnosacerdotes que había en los niveles superiores de la aguja, el archimagos veneratus Scraecos revisaba toda aquella información. Hacía ya mucho tiempo que sus procesadores de pensamiento habían dejado de parecerse a cualquier cosa que fuera humana, pues las funciones cognitivas de cualquier ser humano resultarían insuficientes para asimilar las revelaciones que el Omnissiah había hecho al tecnosacerdocio de Chaeroneia hacía miles de años. Letanías interminables en código máquina pasaban sin cesar por su mente, imágenes de los intrusos, su localización en relación con las diversas construcciones de Manufactorium Noctis, la localización exacta de miles de tecnosacerdotes, unidades de sirvientes, servidores de combate…

—Hemos vuelto a establecer contacto con los intrusos —dijo aquel ser llamado Scraecos.

Sus palabras fueron inmediatamente transformadas en código máquina y transmitidas a través de las terminaciones nerviosas que integraban la red de comunicaciones de la aguja central.

—Bien.

Ésa fue la respuesta descodificada por los impulsos conceptuales de los cientos de tecnosacerdotes que se encontraban en la aguja.

—Tú, Scraecos, has sido elegido responsable de la resolución de esta eventualidad, y las santas revelaciones del Dios Máquina te conceden permiso para adoptar la individualización de conciencia durante la duración de la tarea que te ha sido asignada.

—Alabado sea el Omnissiah. Me convertiré en un único ser si así Él lo desea —contestó Scraecos.

De pronto, las terminaciones nerviosas que tenía a su alrededor quedaron desactivadas tras la orden de los tecnosacerdotes y Scraecos se convirtió de nuevo en una criatura individual. Sus sentidos dejaron de estar integrados en la red sensorial de la aguja y el tecnosacerdote quedó tumbado en su celda, sumergido en líquido amniótico y dentro de un saco carnoso que protegía sus circuitos neuronales. La finísima piel que cubría sus ojos biónicos se levantó y, de pronto, recuperó la vista, permitiéndole ver un mundo que se extendía mucho más allá de su campo de visión. Volvía a sentir su propio cuerpo, una masa pesada e inútil que envolvía su cerebro. Accionó sus mecadendritas y acto seguido salió de aquel fluido y puso los pies sobre el suelo húmedo y resbaladizo.

Ya no estaba conectado. Ahora tendría que comunicarse con los demás tecnosacerdotes mediante medios convencionales.

—Individualidad adquirida —dijo en voz alta.

Las terminaciones nerviosas de las paredes recogieron las ondas sonoras y las convirtieron en datos. Su unidad vocal era muy incómoda y le resultaba algo tremendamente extraño. Innumerables recuerdos, si es que aquello podía compararse a algo tan humano como los recuerdos, comenzaron a inundar su mente: sus años de servicio al Imperio, el amanecer de su iluminación cuando el avatar del Omnissiah se reveló ante sus ojos y los años pasados en la disformidad mientras Chaeroneia se convertía en la visión perfecta ideada por el mismo Omnissiah.

—Bien —fue la respuesta—. Posees la experiencia necesaria para hacer cumplir la voluntad del Dios Máquina. Expón tus intenciones más inmediatas.

—Tal y como me ha comunicado el Castigador, solamente hay una acción compatible con la santidad de este planeta y con los principios del Adeptus.

—Expon esa acción.

—Matarlos a todos.

Scraecos sintió cómo todo el peso de su forma física caía sobre él. Mucho tiempo atrás había sido un guerrero formidable, y su cuerpo aún era una máquina tremendamente eficaz, lo que significaba que seguía siendo un asesino eficiente. Entonces recordó la sensación cálida que le producía la sangre cuando salpicaba las pocas partes biológicas que le quedaban, y sintió levemente varias emociones humanas, como la sed de sangre o la euforia. Cuando acabara su trabajo, Scraecos volvería a librarse de todas aquellas sensaciones y se convertiría de nuevo en un ser racional ante los ojos del Omnissiah.

Sí, Scraecos podía matar, pero en Chaeroneia había asesinos mucho más eficientes que él. Su primera tarea consistiría en reunirlos a todos, buscándolos en los rincones más recónditos del planeta, y darles a oler el rastro de su nueva presa.