SIETE

SIETE

Aquel que admire lo que hace el Enemigo se convertirá él mismo en nuestro enemigo, sin importar lo amigo que asegure ser.

Señor inquisidor KARAMAZOV,

Sobre la Herejía, capítulo MMIV

—Enséñemelo de nuevo.

Hacía bastante tiempo que Horstgeld no ponía los pies en un presbiterio táctico, desde la última vez que la Tribunicia entró en combate. Desde entonces casi todas sus misiones habían consistido en patrullas o en retenes defensivos, para las que no se necesitaban proyecciones holográficas tan complejas como la que podía verse en el centro de aquella estancia circular. El presbiterio estaba decorado con elegantes bustos de mármol de capitanes anteriores y de héroes de la Armada, y tenía capacidad para albergar a varios oficiales. Sin embargo, en aquel momento únicamente estaban el contraalmirante Horstgeld y el jefe de navegación, el oficial Stelkhanov.

Stelkhanov pulsó una serie de botones en la base de la grabadora holográfica y la holoimagen granulada apareció de nuevo; aquel equipamiento estaba obsoleto y debería haber sido sustituido hacía ya varias décadas.

—Ya sé que la calidad de la imagen no es la más adecuada —dijo Stelkhanov—, pero es suficiente para poder trabajar.

El acento de Stelkhanov sonaba ligeramente forzado debido al hecho de que había aprendido gótico imperial mediante sesiones de sueño inducido ya en una edad adulta. Stelkhanov fue reclutado cuando trabajaba en las cubiertas de máquinas, lugares normalmente habitados por una escoria que apenas era capaz de hablar gótico común.

Horstgeld veía girar aquella imagen una y otra vez. Se trataba de una imagen procedente de un escáner espacial recogido por los sensores de la nave en el espacio ultraorbital cerca de Chaeroneia. El tramo de espacio que representaba se combaba y se contraía en una docena de puntos diferentes antes de que varios haces de energía nebulosa indicaran que algo lo había atravesado. Acto seguido, la imagen desaparecía completamente.

—¿Cuándo se ha recogido esta imagen? —preguntó Horstgeld.

Stelkhanov consultó su placa de datos. El brillo verdoso del holograma hacía resaltar los rasgos afilados de su rostro aguileño; se hacía difícil creer que aquel hombre había sido reclutado de entre el personal encargado de los motores, cuyas vidas solían ser más bien cortas.

—Hace setenta y nueve minutos —contestó.

—¿Y de qué cree que se trata?

—De una flota completa, capitán. Una flota recién salida de la disformidad.

—Ésa es una conclusión bastante audaz, Stelkhanov. Creo que no contamos con el apoyo de más cazadores en este subsector, y no digamos tan cerca de este sistema.

—Entonces no se trata de una flota imperial.

—Hmmm. —Horstgeld se reclinó en su asiento mientras se acariciaba la barba de manera instintiva—. ¿Algo más?

—Se trata de una flota bastante numerosa. Y los pocos datos de que disponemos sugieren que se mueve a muy poca velocidad, como corresponde a una flota tan numerosa que avanza en formación. Señor, resulta algo muy comprensible relacionar esto con la señal anómala detectada por la Ptolomeo Gamma.

—Necesitaré más información antes de poder tomar una decisión, Stelkhanov. Comunique a navegación y al personal del sensorium que ésta será nuestra prioridad secundaria. Lo más importante sigue siendo establecer contacto con Hawkespur y con Alaric. Ni siquiera sabemos si aún siguen con vida.

—Sí, señor. ¿Qué acción deberá tomar la flota en caso de que se trate de una fuerza hostil?

Horstgeld jamás habría previsto un combate espacial en aquel sistema.

Y de todas maneras el inquisidor Nyxos había sido incapaz de reunir una flota que pudiera hacer frente a una batalla a gran escala.

—Refuerzos. Localicen todo transporte imperial que sea más grande que un navio espacial de recreo y que pueda estar aquí en menos de noventa y seis horas. Prepárense para enviar una orden de servicio a la flota en caso de que sea necesario. Si vamos a tener una refriega quiero contar con suficientes efectivos como para afrontarla con garantías. ¿Entendido?

—Entendido, señor. ¿Y el magos Korveylan?

—No necesita ser informada ahora mismo.

—¿Informada?

—Hasta que esté seguro de lo contrario, sí, en femenino. Pero asegúrese de que el comisario Leung quede informado, en caso de que la Ejemplar ya haya detectado la flota. No me fío de esos bichos raros, son capaces de salir corriendo al menor signo de que alguien pueda rayar la pintura de su nave.

Horstgeld volvió a observar la imagen una vez más. Quizá fueran más naves o quizá se tratara de algún fenómeno estelar, puede que no fuera más que un montón de saqueadores independientes o un fallo en el sensorium. Pero si se trataba de toda una flota, definitivamente era algo que no los iba a beneficiar lo más mínimo.

* * *

Una lluvia tóxica caía en glóbulos gruesos y viscosos que golpeaban los enormes desechos mecánicos y formaban ríos de una sustancia corrosiva que discurría entre los valles formados por las agujas derruidas. Una lluvia que arrancaba la carne muerta de las grandes masas biológicas que habían quedado reducidas a costillas despellejadas o a montones de cartílago desgarrado.

Probablemente ni siquiera se tratara de lluvia, sino de residuos industriales y biológicos lanzados desde arriba. Era muy probable que fuera el mismo fluido que había caído por la aguja de acero negro un par de horas antes. Un fluido que caía hasta las profundidades de un enorme abismo, un espacio repleto de desechos que se abría entre los cimientos de dos grandes agujas iluminadas por la bioluminiscencia verdosa de las colonias de hongos que infestaban las placas de metal varios niveles más arriba. Aquel lugar estaba muy por debajo de la ciudad de las agujas, se trataba de una subciudad donde cualquier cosa que consiguiera sobrevivir a la caída no viviría durante mucho tiempo. Estaba completamente desprovisto de vida por la acción del tiempo y de la corrosión; era un lugar húmedo, inhóspito y frío dominado por el hedor de la muerte. Las masas biomecánicas que daban vida a la ciudad gruñían y se retorcían mucho más arriba, y bajo ellas podía oírse el sonido grave y sordo de la roca que se constreñía bajo el enorme peso de las agujas de acero.

Una enorme placa que debía de haber sido la cubierta de un motor proporcionaba un refugio donde protegerse de la lluvia ácida. Aquella lluvia sólo hubiera podido dañar la pintura de las armaduras de los Caballeros Grises, pero Alaric sabía que para los pocos tecnoguardias que habían sobrevivido, así como para la tecnosacerdote Thalassa y la interrogadora Hawkespur, podía resultar letal. De manera que habían buscado refugio allí abajo.

De algún modo habían conseguido sobrevivir. Todos los niveles de aquel planeta estaban tremendamente industrializados, y por lo poco que había visto de la enorme maquinaria que los rodeaba, Alaric estaba seguro de que pudieron haber muerto aplastados o abrasados en cualquier momento. Sin embargo, las compuertas y las válvulas de escape habían seguido abriéndose a su paso hasta que fueron lanzados a aquel gran depósito de desechos hediondos.

Chaeroneia no los quería muertos, aún no, no de aquella manera. Primero quería que sufrieran.

—Haulvarn, Archis, montad guardia —dijo Alaric.

Los dos Caballeros Grises hicieron el saludo reglamentario y se dispusieron a efectuar el primer turno de guardia. Aunque no podrían aguantar mucho allí, necesitaban tiempo para reagruparse y elaborar un plan de acción. Hicieran lo que hicieran tenían que evitar ser descubiertos, pues la próxima vez Chaeroneia no postergaría su ejecución.

Hawkespur y los pocos tecnoguardias que habían sobrevivido encendieron una pequeña hoguera para intentar calentarse un poco. Tan sólo quedaban cuatro de ellos, el capitán Tharkk y tres soldados. Tenían las armaduras muy dañadas y ennegrecidas a causa de la suciedad. Mientras Alaric los miraba, uno de los tecnoguardias se quitó el casco, tenía la cabeza completamente afeitada y en la parte posterior podían verse unas enormes cicatrices quirúrgicas; parecía como si varias secciones de su cráneo hubieran sido extraídas y reemplazadas. Tenía un código de barras en la parte trasera del cuello.

Alaric caminó hasta donde se encontraba el archimagos Saphentis, que estaba sentado sobre un montón de desechos hablando con la tecnosacerdote Thalassa.

—Sus tecnoguardias —preguntó Alaric—, ¿cuentan con represión emocional quirúrgica?

Saphentis miró al Caballero Gris, y Alaric vio su cara reflejada un millón de veces en los ojos compuestos del archimagos.

—En efecto, lo considero un requisito indispensable para los hombres que me acompañan.

—Me hubiera resultado muy útil saberlo antes, al igual que me hubiera resultado útil saber que sus implantes augméticos le permiten entrar en combate con garantías. Y también me gustaría saber qué le dijo a aquel tecnosacerdote.

—No le gustó nada nuestra presencia —contestó escuetamente Saphentis—. Le sugerí que se rindiera, pero no aceptó.

Debido a la voz artificial de Saphentis, Alaric no podía saber si decía la verdad o si estaba siendo sarcástico.

—Soy yo quien está al mando aquí abajo, archimagos —le recordó Alaric—. Si usted fuera un Caballero Gris tendría que cumplir varios meses de castigo por su desacato a mi autoridad.

—Pero resulta que no lo soy, juez. Y quizá sería más productivo intentar averiguar dónde estamos y qué vamos a hacer en lugar de discutir sobre ese tema.

—¿Sabe usted dónde estamos?

La tecnosacerdote Thalassa, que había presenciado aquella conversación con cierta inquietud, le mostró a Alaric la pantalla de la placa de datos que sostenía entre las manos.

—El Mechanicus posee información muy detallada del estado de Chaeroneia antes de que desapareciera. El planeta ha cambiado mucho, pero la poca información fiable de la que disponemos ahora sugiere que nos encontramos aquí.

La pantalla mostraba el plano de una enorme ciudad, tan grande como una colmena de cualquier mundo densamente poblado, situada en medio del enorme desierto de desechos que cubría la mayor parte de la superficie de Chaeroneia. En la parte inferior de aquel plano podía leerse la inscripción «Primus Manufactorium Noctis».

—Noctis era una de las ciudades forja más grandes de este planeta —continuó Thalassa. Alaric se percató de que le temblaba ligeramente la voz, tenía los ojos rojos y respiraba con cierta dificultad. Resultaba muy fácil olvidar lo frágiles que eran los humanos normales en comparación con un marine espacial como Alaric. Thalassa estaba inhalando una cantidad tan grande de toxinas que podrían resultarle mortales en poco tiempo—. Se dedicaba principalmente a la fabricación, pero también contaba con algunas instalaciones destinadas a la investigación y a la gestión de datos, como ésta.

El plano se movió y amplió una estructura concreta, una enorme torre pulida similar a un gran cilindro que sobresalía de entre el resto de aquella maraña industrial.

—La fortaleza de datos del manufactorium —explicó Thalassa—. Destinada a almacenar información de manera segura.

—Si aún sigue ahí —intervino Saphentis—, podremos averiguar dónde ha estado Chaeroneia y qué ha ocurrido en este planeta.

—¿Sugiere entonces que deberíamos ir hasta allí?

—Parece que no nos queda otra opción.

—¿A qué distancia se encuentra?

—No demasiado lejos, puede que a unos tres días, si es que no nos topamos con ningún obstáculo. Eso contando con que la fortaleza de datos aún siga allí y que yo haya calculado correctamente nuestra posición.

—¿Cree que podrá llegar? —preguntó Alaric.

Thalassa bajó la vista y miró al suelo.

—No lo sé.

—La tecnosacerdote Thalassa podría sernos de mucha utilidad en la fortaleza, pero no resulta esencial —dijo Saphentis—. Yo puedo realizar sus mismas tareas.

—Esto no me gusta nada. Sabemos demasiado poco sobre lo que podemos encontrarnos por el camino. No hay nada que haya matado a más hombres en el campo de batalla que el desconocimiento de aquello a lo que se enfrentan.

—No creo que tengamos otra elección, juez.

—Yo tampoco. Pero estaría más tranquilo si tuviera más información sobre el enemigo de la que usted dispone. Sólo hay una razón por la que está usted en este planeta. Hay muchos tecnosacerdotes mucho más capacitados que usted para entrar en combate.

—Thalassa —lo interrumpió Saphentis—, dígale al capitán Tharkk que nos pondremos en marcha en breve.

Thalassa asintió y se dirigió inmediatamente hacia la hoguera junto a la que Tharkk y sus hombres se estaban curando las heridas. Alaric y Saphentis se quedaron a solas.

—Adelante —dijo Alaric.

—Eran Mechanicus —comenzó Saphentis—, pero no eran normales. Algún tipo de tecnoherejía ha enraizado entre ellos. El Culto Mechanicus sólo permite la fusión de componentes biológicos y mecánicos con la única finalidad de mejorar o reemplazar las partes biológicas más débiles, o en el caso de que órganos inútiles se conviertan en útiles ante los ojos del Omnissiah, como ocurre con los servidores. Los enormes implantes biomecánicos que acabamos de ver están prohibidos, pues no sitúan carne y máquina a disposición de los tecnosacerdotes, sino que crean nuevas formas de vida, lo cual está terminantemente prohibido por el sacerdocio de Marte. Así ha sido decretado en innumerables ocasiones por infinidad de fabricadores generales.

—¿Así que nos enfrentamos a tecnoherejes? —preguntó Alaric—. ¿Los mismos que fueron investigados hace cien años?

—Sin ninguna duda. Y es muy probable que esta herejía haya infectado todos los niveles del sacerdocio de Chaeroneia. Pero lo más importante es que lo que hemos presenciado en este planeta representa un ritmo de innovación que se considera una herejía. El Culto Mechanicus prohíbe toda clase de diseños y técnicas que no provengan de la tradición más ancestral. Deben pasar muchos siglos antes de que se levante la cuarentena y cualquier nuevo conocimiento pueda salir de nuestros centros de investigación. Este mundo jamás podría haber sido creado siguiendo los principios actuales del Mechanicus. El ritmo de innovación de este planeta es algo increíble.

—Percibo cierta admiración en su voz, archimago.

—Eso no es cierto, juez. Una herejía es una herejía, como usted muy bien sabe. Le agradecería que no vuelva a hacer ningún comentario de ese tipo.

—Un aliado que admira al enemigo puede convertirse en ese mismo enemigo, archimago. Lo estaré vigilando.

El hermano Haulvarn se acercó apresuradamente a ellos.

—Archis ha detectado varias plataformas de artillería, juez. Están en movimiento, parece que nos están buscando.

Alaric miró a su alrededor. Sus tropas de asalto estaban en una posición muy vulnerable y lo último que necesitaban en aquel momento era otro enfrentamiento directo.

—¿A qué distancia están?

—A unos dos kilómetros. Dos plataformas y al menos dos transportes de tropas, avanzan en formación de búsqueda a unos quinientos metros de altura.

—Estarán aquí muy pronto. Tenemos que movernos.

—Estaremos más seguros si nos escondemos en los niveles abandonados de la ciudad, allí habrá menos ojos buscándonos —sugirió Saphentis.

—Por lo menos en eso sí que estoy de acuerdo —contestó Alaric—. Calcularé la ruta con ayuda de Thalassa. Que sus tecnoguardias estén preparados para moverse en cinco minutos. Y por si aún no le ha quedado claro, está usted bajo mis órdenes. Mientras estemos en este planeta hará lo que yo le diga.

—Entendido, juez.

—No hay nada que entender, simplemente hágalo.

Muy pronto los tecnoguardias estuvieron preparados, la cirugía de represión emocional por la que todos ellos habían pasado evitó que hubieran sufrido cualquier trauma derivado del enfrentamiento en el que acababan de verse envueltos. Hawkespur estaba más exhausta de lo que ella misma jamás admitiría y Thalassa aún seguía aturdida, se movía como si estuviera soñando. Sin embargo, no era ella el mayor motivo de preocupación de Alaric. Los Caballeros Grises le habían enseñado mucho, y los jefes del capítulo estaban convencidos de que algún día se convertiría en todo un líder, pero si había una lección que aún no había aprendido era cómo luchar contra un enemigo que se suponía que debía estar bajo sus órdenes.

Alaric escudriñó las sombras que lo rodeaban y vio unos pequeños puntos de luz que se movían en lo alto: eran las plataformas gravíticas. Chaeroneia tenía muchas maneras de matar a sus invasores, y Alaric sabía que cuando llegaran a la fortaleza de datos de la que hablaba Thalassa ya habrían descubierto muchas más. Sin embargo, tenían que llegar hasta allí como fuera, pues aquel lugar significaba información, y cuando Alaric comprendiera a qué se enfrentaba, podría plantarle cara a ese planeta y luchar contra él.

* * *

Hubo un tiempo, cuando el Imperio era joven y el Emperador era un ser viviente que aún caminaba entre sus súbditos, en el que todavía había esperanza. Pero eso fue hace mucho, mucho tiempo.

Aquella esperanza tenía la forma de las creaciones del propio Emperador: los primarcas, seres humanos perfectos que representaban cada una de las facetas del poder que la humanidad necesitaba para alcanzar su destino y dominar toda la galaxia. Se trataba de unos seres tan extraordinarios que incluso en los albores de su creación su material genético se empleó para crear toda una generación de guerreros sobrehumanos: los marines espaciales de la Primera Fundación, veinte grandes legiones creadas a imagen y semejanza del primarca en el que cada una de ellas estaba basada.

Los primarcas estaban diseminados a lo largo de toda la galaxia. Durante la Era del Imperio nadie supo cómo o por qué había ocurrido aquello; nadie llegó a saber si los agentes del Caos los habían arrancado de la sagrada Terra o si fue el propio Emperador quien los envió para que se dispersaran por toda la galaxia y aprendieran habilidades que jamás podrían adquirir viviendo bajo su sombra.

El Emperador, a la cabeza de las legiones de marines espaciales, conquistó toda la galaxia y poco a poco fue recuperando a los primarcas, convertidos ya en grandes líderes en sus mundos adoptivos. Durante la Gran Cruzada, todos los primarcas se reunieron con sus legiones y las lideraron en la campaña militar más grandiosa que la humanidad jamás había presenciado, conquistando un segmento del espacio que finalmente acabaría por convertirse en la piedra angular del territorio imperial, un dominio que se extendía desde el Segmentum Solar hasta la periferia del Velo y de la Zona Halo.

Y el más grande de aquellos primarcas fue Horus.

Horus era el primarca de los Lobos Lunares, la legión que representaba la maquinaria bélica más poderosa de todo el Imperio. Resueltos, valientes y liderados por Horus con un esplendor que rivalizaba con el del mismísimo Emperador. Aquella legión era tan efectiva que se decía que Horus la lideraba con la precisión propia de un maestro en el arte de la espada. Cuando el Emperador reconoció a Horus como el señor de la guerra más grande del Imperio, los Lobos Lunares se convirtieron en los Hijos de Horus, de ese modo su nuevo nombre reflejaría el extraordinario liderazgo de su primarca.

Pero Horus era excesivamente brillante. Su estrella brillaba demasiado. A medida que la cruzada se extendía por otros segmentos de la galaxia, Horus comenzó a intuir la arrogancia y la tiranía del Emperador. El Emperador no obraba buscando el beneficio de la humanidad, obraba buscando su propio beneficio, el beneficio de que la raza humana viviera y muriera bajo su dominio. El poder absoluto había acabado por corromperlo, y nadie, ni siquiera Horus el Magnifico, el señor de la guerra, podría librar al Emperador del convencimiento de que El era el Señor de la humanidad.

Y fue entonces cuando germinaron las semillas de la Herejía de Horus. Horus, el hombre más grande que jamás había vivido, consiguió superar al Emperador y entendió lo que Él nunca sería capaz de comprender, que el verdadero destino de la humanidad estaba más allá de las estrellas, en el reino puro y salvaje de la disformidad, donde sólo residían las entidades que merecían ser adoradas. Y esas entidades eran los Dioses del Caos, unos seres cuyo único deseo era ver a la humanidad liberada de su carne pesada y corruptible y elevada a la categoría de espíritus iluminados. Sin embargo, al Emperador lo llenó de odio el hecho de que Horus mostrara fidelidad hacia algo más grande que Él, de manera que Horus se vio obligado a suplicar ayuda a los poderes de la disformidad, lo que lo hizo convertirse en el primer y más grandioso paladín del Caos.

La Herejía de Horus dividió la galaxia. Horus lideró una rebelión que en tan sólo siete años de guerra llegó hasta la sagrada Terra y hasta los muros del mismísimo palacio imperial, marchando con casi la mitad de las legiones de marines espaciales a cuyos primarcas había convencido de la justicia y nobleza de su causa. Los demás primarcas decidieron mantenerse fieles al Emperador por miedo al conocimiento que Horus prometió difundir por toda la galaxia.

Entre los más grandes hijos de Horus se encontraba Abaddon. La mano derecha del señor de la guerra en combate, una fuerza de destrucción pura que se abrió paso por toda la galaxia bajo los auspicios de su primarca, supeditando su propia vida a los designios de su señor. Abaddon fue testigo de la tragedia final de la Herejía, cuando el Emperador y el primarca Sanguinius tendieron una emboscada al buque insignia de Horus. El señor de la guerra consiguió acabar con ambos, pero no sin antes recibir una herida mortal que le causó la espada del Emperador en su último aliento. Antes de morir, Horus pidió a Abaddon que mantuviera con vida a sus hijos y que no los sacrificara inútilmente a los pies de las murallas de Terra.

De manera que Abaddon se puso al frente de las legiones y se retiró eludiendo con destreza a las legiones del Emperador y buscando refugio entre los mundos demoníacos del Ojo del Terror. Con Horus muerto, los primarcas que habían sobrevivido y que aún eran fieles al Emperador conspiraron para engañar a los habitantes del Imperio y hacerles creer que su Emperador aún estaba vivo y que su cadáver estaba habitado por un dios viviente.

Los Hijos de Horus decidieron convertirse en la Legión Negra, una legión que guardaría luto eterno en honor al hombre más grande que jamás había vivido. El hombre que debería haber heredado el Imperio y liderado a la humanidad hacia una era llena de luz, una luz procedente de la disformidad. Pero en lugar de eso, el Imperio se hundió sin remedio, corrupto y despreciable, y sus habitantes no dudaron en matar sin piedad alguna para seguir adorando a un traidor muerto hacía ya mucho tiempo. Las instituciones imperiales se dedicaron exclusivamente a erradicar de la galaxia todo atisbo de verdad. Cualquier posibilidad de redención se volvió entonces imposible.

Abaddon puso a prueba las defensas imperiales. Mediante doce Cruzadas Negras consiguió encontrar el talón de Aquiles de la armadura que protegía al Imperio, y sería a través de ese punto débil por donde la Legión Negra y sus aliados asestarían a los fieles al Emperador Cadáver un golpe mortal y definitivo. Con el tablero preparado y todas las piezas dispuestas en su lugar, Abaddon escogió a los héroes más valerosos de la Legión Negra para que lideraran a sus ejércitos en una grandiosa campaña que haría que los herederos del Imperio huyeran despavoridos del Ojo del Terror, una campaña que culminaría con la destrucción de Terra y que pondría fin a diez mil años de oposición al Caos.

Los elegidos fueron los mejores de entre los mejores, líderes y guerreros sin igual cuyos nombres pronto infundirían terror a cualquiera que hubiera jurado lealtad al Emperador Cadáver. Y entre ellos estaba Urkrathos, Elegido de Abaddon, Maestro del Forjador de Infiernos.

Urkrathos caminaba por el puente en dirección a la cámara de rituales del crucero de combate Forjador de Infiernos. El techo de la cámara se alzaba sobre su cabeza como un cielo negro y distante cubierto por unas nubes de incienso sulfúrico que dejaban caer una llovizna de sangre negruzca. Unos fantasmas revoloteaban entre las espesas nubes, espíritus atrapados por la maldad y el poder del Forjador de Infiernos y condenados a merodear por sus diferentes cubiertas por toda la eternidad. Bajo ellos se extendía un mar de sangre embravecida, habitado por unas figuras desnudas que luchaban sin cesar por alcanzar la superficie antes de ser arrastrados de nuevo a las profundidades una y otra vez, seres castigados por su insolencia o por sus fracasos a vivir en un estado de agonía permanente, siempre a punto de morir ahogados pero sin alcanzar nunca la liberación de la muerte. Sus alaridos, patéticos y débiles, se entremezclaban con los rugidos oscuros de un viento que soplaba a lo largo de todo el puente.

Suspendida sobre aquel mar de pecadores se alzaba una plataforma circular con los extremos elevados como si se tratara de las gradas de un anfiteatro. Era el patio de los rituales, un lugar imbuido por la energía impía procedente del sufrimiento de aquellos que estaban siendo torturados bajo su superficie. Todo el patio estaba cubierto de arena manchada de sangre en la que había dibujados unos complejos diseños, y en uno de los extremos había apilados infinidad de huesos que se empleaban para diversos rituales. Los sacrificios eran algo común dentro de cualquier mundo demoníaco oculto en las profundidades del Ojo del Terror, y cada uno de ellos garantizaba toda una vida de lealtad a los Dioses Oscuros. Del techo colgaban múltiples incensarios hechos con los cráneos de los tripulantes más ineptos del Forjador de Infiernos, y miles de calaveras pendían de unas enormes cadenas dejando caer una lluvia negra sobre el suelo sagrado.

—¡Feogrym! —gritó Urkrathos al tiempo que accedía a la estancia. Feogrym era una figura arrugada y jorobada que estaba sentada en el centro del patio. En cuanto entró Urkrathos, Feogrym levantó la vista y comenzó a arrastrarse hacia el comandante del Forjador de Infiernos—. Necesito saberlo ahora mismo. Acabamos de entrar en el espacio real y no tardaremos mucho en llegar a ese mundo. ¿Es real?

Feogrym comenzó a arrastrarse a mayor velocidad utilizando sus manos y tirando de sus piernas hasta estar frente a los pies de Urkrathos.

—¡Feogrym lo sabe! —farfulló. Visto a cierta distancia, el rostro del hechicero podría confundirse con el de un hombre viejo y lleno de arrugas, pero al contemplarlo de cerca quedaba claro que en realidad se trataba de una masa de tentáculos capaces de retorcerse para formar unos rasgos vagamente humanos a fuerza de la costumbre—. Maestro, los Dioses Malignos han hablado… sí… le han hablado a Feogrym, le han dicho la verdad, sí, lo han hecho. El viejo Feogrym sabe diferenciar una verdad de una mentira.

Urkrathos apartó a Feogrym de una patada. Cualquier herida que las botas de su servoarmadura pudieran infligir a las costillas del hechicero sanaría con rapidez.

—No juegues conmigo, hechicero —dijo con impaciencia—. Abaddon ya me advirtió sobre ti. Tú no eres uno de esos imbéciles sagrados, si pudieras nos apuñalarías a todos por la espalda en cuanto tuvieras la menor oportunidad, pero te aseguro que yo no pienso dártela. Y ahora te lo preguntaré una vez más, hechicero. ¿Esa señal es real? No estoy dispuesto a que esta flota pierda el tiempo persiguiendo ecos por toda la disformidad.

Feogrym se puso en pie y sacudió la arena ensangrentada de sus ropajes marrones.

—Sí, la señal que hemos recibido es real —dijo con un tono que transmitía una mayor cordura. Feogrym miró con ojos nerviosos a Urkrathos, que con su servoarmadura doblaba la altura de cualquier hombre normal—.Tzeentch me ha hablado.

—Sus demonios han hablado contigo, viejo, y un demonio dice nueve mentiras por cada verdad, así que más vale que tengas razón.

—Por supuesto. ¿Acaso no tengo testigos?

Feogrym señaló hacia uno de los extremos de la cámara y Urkrathos vio, a través del humo de los incensarios, cientos de cadáveres disecados sentados en las gradas del anfiteatro, como si de un público que observaba al hechicero se tratara. Por un momento Urkrathos se preguntó de dónde los habría sacado, pero acto seguido se dio cuenta de que aquello no le importaba lo más mínimo con tal de que aquel hechicero sirviera al señor de la guerra tal y como había prometido.

—Entonces, ¿qué es lo que sabes?

—Escucha.

Feogrym pronunció una serie de palabras, sonidos oscuros que pertenecían a un registro que ningún humano sería capaz de comprender. Urkrathos frunció el ceño en cuanto reconoció la oscura lengua hablada por los adoradores de Tzeentch, el Dios de la Transformación. Feogrym era uno de esos degenerados que adoraban a un Dios del Caos por encima de todos los demás, sin darse cuenta de que todos eran parte de una misma fuerza que los hombres llamaban Caos.

De pronto, de entre la arena comenzaron a brotar unas bolas de sangre coagulada que se unieron entre sí para formar lo que parecían pequeños charcos de mercurio. Acto seguido, esos charcos empezaron a agitarse dando lugar a cientos de rostros repugnantes que flotaban en el aire y abrían sus bocas incapaces de producir sonido alguno.

—Puente —dijo Urkrathos a través del sistema interno de comunicaciones. El comunicador emitió un chisporroteo mientras transmitía sus palabras al personal del puente—. Reproduzcan la señal.

De pronto, esa señal comenzó a sonar como una descarga procedente del cielo, haciendo temblar todos los altavoces del sistema de comunicaciones de la nave. Los rostros ensangrentados empezaron a hablar atropelladamente, mirándose unos a otros llenos de agitación.

—¡Concentraos! —gritó Feogrym—. ¡Debéis diferenciar la verdad de la mentira! ¡El Señor de la Transformación os lo ordena!

Entonces descendió el volumen de la señal y Urkrathos pudo distinguir los diferentes sonidos de los que se componía: rayas y puntos de algún código primitivo que se reproducían siguiendo un ritmo complejo. Urkrathos estaba seguro de que en lo más profundo de aquel ritmo se podrían distinguir unas pulsaciones ancestrales y mágicas.

Los rostros de sangre comenzaron a murmurar una serie de sonidos incomprensibles hasta que poco a poco formaron palabras, las palabras que contenía el verdadero mensaje oculto en lo más profundo de aquella señal, un mensaje que sólo la magia negra de Feogrym podía descifrar.

—Por los Dioses Malignos y por el destino de la disformidad —comenzaron a decir aquellos rostros—, por la muerte del Falso Emperador y por la agonía de las estrellas, nosotros te traemos, señor de la guerra Abaddon, Adorador del Caos, Renegado del Hombre, este tributo. Pues estos últimos días suponen los últimos fuegos que arden, son las llamas negras que consumen la galaxia, son las tormentas de la disformidad que extinguen toda vida, el final de los tiempos y el amanecer de la galaxia del Caos. Juramos lealtad a los Dioses del Caos y a Abaddon el Saqueador. Con este tributo infundiremos terror entre los seguidores del Emperador Cadáver, y gracias a él podrán ver con sus propios ojos el rostro de la muerte…

—Ya es suficiente —los interrumpió Urkrathos.

Feogrym hizo una señal con la mano y los rostros quedaron en silencio y se disolvieron formando gotas de sangre que se perdieron entre las nubes de incienso.

—¿Es real?

—Ha sido enviado por los demonios —contestó Feogrym—. Es un mensaje ancestral. Sí, es real.

—Entonces Abaddon estaba en lo cierto. Están ofreciendo un tributo. ¿Dicen de qué se trata?

Feogrym extendió las manos. Sus tentáculos se retorcieron y por un instante Urkrathos pudo ver la masa carnosa y gris del verdadero rostro del hechicero.

—Ojalá pudiera saberlo, lord Urkrathos. Quizá se trate de un tributo tan grandioso que desean que sea contemplado por primera vez con tus propios ojos, pues de ellos emana magnificencia, mi señor.

—Ya te lo he advertido, Feogrym, no soy tan fácil de halagar como tus acólitos.

—Por supuesto. Sin embargo, si son nuevos en nuestra causa puede ser que crean que su ofrecimiento nos impresionará más si no lo vemos hasta que estemos allí.

—He estado en la galaxia desde hace más de diez mil años, resulta difícil impresionarme.

—¿Y es acaso tu intención, lord Urkrathos, darles la oportunidad de intentarlo?

Urkrathos miró al hechicero. Los designios de Tzeentch, Señor de la Transformación, eran inescrutables por propia definición. Sólo la disformidad sabía lo que había en la cabeza de aquella criatura. Pero a Urkrathos no le importaba, mientras pudiera servir a Abaddon y al glorioso reinado del Caos aceptaría cualquier cosa que los dioses le enviaran.

Pero aun así mataría a Feogrym cuando llegara el momento. Nadie se reía de un seguidor de Abaddon y quedaba impune.

—Creo que en esta ocasión seguiré mis propios consejos, hechicero.

—Entonces, ¿piensas hacerlo?

Urkrathos frunció el ceño. Incluso sin la fuerza potenciada que le proporcionaba su armadura de exterminador podría aplastar a aquel hechicero con la misma facilidad con la que un niño aplasta a una mosca. Pero también sabía que Feogrym era la clase de criatura que no moriría por el simple hecho de asesinarla. Tendría que encontrar otro modo de acabar con aquel ser en cuanto dejara de resultarle útil.

Urkrathos se dio la vuelta y salió con paso firme del patio de rituales, dejando a aquel perturbado a solas con sus elucubraciones. Quizá algún día conseguiría arrancar el alma del cuerpo de aquel ser y hundirla en el pozo de sufrimiento que había bajo sus pies, así serviría para alimentar la magia de cualquier otro hechicero que Abaddon enviara como sustituto. A buen seguro los dioses le estarían agradecidos.

Pero por el momento Urkrathos ya tenía lo que había ido a buscar. La flota de la Legión Negra en el Ojo del Terror había recibido aquella señal y Urkrathos había confirmado que era real. Ahora sólo tenía que llegar a aquel planeta y recoger el tributo para el señor de la guerra, fuera cual fuera, y quizá también hacer que el autor de aquella señal pasara a formar parte de la causa. El Imperio estaba consiguiendo resistir con la tenacidad propia de un enjambre de insectos, y la Cruzada Negra necesitaba arrojar al fuego tantos cuerpos como fuera capaz de encontrar. Urkrathos sería generosamente recompensado si conseguía encontrar nuevos aliados para los Dioses Malignos.

Urkrathos llegó hasta el elevador que había en uno de los extremos del puente, una endeble caja de metal que subía y bajaba por la garganta de la nave y que permitía al capitán acceder a todos los niveles del Forjador de Infiernos. Se dirigía hacia la cubierta de mando, donde daría orden de iniciar los preparativos para el viaje final a Chaeroneia.