CINCO

CINCO

Las palabras de los fieles son las montañas, pero las acciones de los fieles son el mundo.

Palabras finales del Eclesiarca DEACIS VII

Los asteroides se veían pasar a través de la ventana de observación dejando tras de sí estelas de polvo y gases. Las capas altas de la atmósfera de Chaeroneia eran espirales de contaminación iluminadas por la tenue luz de la estrella Borosis reflejada sobre la superficie del planeta. La primera imagen que Alaric tuvo de Chaeroneia fue la de un mundo contaminado, un mundo cubierto por una suciedad que flotaba en el espacio infectando todo lo que tocaba.

—Intercambiador de calor activado —dijo una voz artificial proveniente de la cabina.

Probablemente se trataba de un mensaje pregrabado por algún servidor piloto. Aquel mensaje significaba que la fricción estaba empezando a calentar el casco de la nave.

El interior de aquella nave era angosto y muy funcional. Todo estaba pintado del mismo color rojo oscuro del Adeptus Mechanicus. El símbolo de la calavera y la rueda dentada, tallado en acero y bronce, destacaba en el techo de la cabina. En los asientos gravíticos que estaban alineados en el compartimento de pasajeros iban sentados los veinte tecnoguardias del destacamento, Alaric y sus cinco Caballeros Grises, la interrogadora Hawkespur; la tecnosacerdote Thalassa y el archimagos Saphentis.

—Las lecturas de la Ejemplar sugieren que los asteroides pueden no ser completamente naturales —dijo la tecnosacerdote Thalassa.

La edad de Thalassa era difícil de adivinar debido al sistema de circuitos que tenía incrustado sobre la piel, una capa de color plateado que dibujaba complejas figuras sobre su rostro. Lo que sí estaba claro era que pertenecía a uno de los rangos más bajos del tecnosacerdocio, pues su túnica roja tenía muy pocos símbolos que indicaran cierto estatus.

—Los cañones podrán abrirnos paso, pero puede que encontremos resistencia.

—¿Resistencia? —Hawkespur parecía sorprendida—. ¿Artillería orbital?

—No lo sabemos, pero esta nave está diseñada para realizar abordajes orbitales, de modo que puede resistir una gran potencia de fuego.

Alaric miró a lo largo del compartimento de pasajeros, hacia los tecnoguardias. Todos ellos llevaban cascos integrales con viseras y unidades pesadas de respiración, y estaban equipados con lo que parecía ser una versión más compleja del rifle láser estándar de la Tecnoguardia. Alaric no podía ver sus rostros; se parecían más a servidores que a tecnoguardias.

La nave se estremeció agitada por las turbulencias de las capas altas de la atmósfera. A través de la ventana de observación Alaric contempló la oscuridad del espacio exterior difuminada por la capa de polución, así como los asteroides que dejaban salir destellos anaranjados cuando entraban en contacto con la atmósfera. La luz pálida de Borosis brillaba a través del tramo de atmósfera con forma de media luna que Alaric podía ver mientras se aproximaban a la superficie, dándole un color púrpura grisáceo que hacía pensar que aquel planeta estaba enfermo.

Alaric podía sentir el mundo que se extendía bajo sus pies reflejándose sobre el núcleo psíquico que protegía su alma de la corrupción. Podía sentir cómo vibraba, cómo latía. Eran los latidos de todo un mundo. Un dolor apagado y ancestral palpitaba allí abajo, como la agonía de algo atávico y cautivo. Aquel mundo estaba siendo torturado.

—¿Y la herejía sobre la que investigó Marte hace cien años? —preguntó Alaric a Saphentis—. ¿Tienen algún detalle?

Saphentis negó con su cabeza insectoide.

—Muy pocos, tan sólo rumores sobre prácticas indebidas, reproducción no autorizada de ciertas técnicas, intentos de instigación a los espíritus máquina… La investigación no estaba dirigida a perseguir a ningún individuo en concreto, tan sólo pretendía recoger datos sobre herejías potenciales contra el Culto Mechanicus.

—¿Sabemos si averiguaron algo?

—No se recibió ningún informe.

—Pero eso no quiere decir lo mismo, ¿verdad? Si saben ustedes algo sobre lo que hay allí abajo, archimagos, necesitamos saberlo.

—Conocemos muchos detalles sobre los trabajos que se llevaban a cabo en este mundo forja antes de su desaparición.

—¿Y ahora?

—Si algo ha cambiado, deberemos descubrirlo sobre la marcha.

De pronto algo golpeó la parte inferior de la nave, haciendo que se desviara antes de que los motores direccionales consiguieran alinearla de nuevo.

—Impacto —dijo una voz insultantemente tranquila procedente de los servidores de la cabina.

La nave comenzó a oscilar a medida que se abría paso entre los asteroides. A través de la ventana de observación Alaric observó que aquellos cuerpos también perforaban las capas más espesas de la atmósfera, siguiendo a la nave mientras ésta descendía hacia la superficie. Los asteroides se incendiaban cuando atravesaban la atmósfera intentando abrirse paso para impactar contra la nave.

—Sistemas de amortiguación al máximo —ordenó Saphentis mientras volvían a oírse una serie de pequeños golpes que sonaban como impactos de bala en la parte inferior de la nave.

—Yo soy el martillo —oró Dvorn—. Soy el filo de Su espada, soy la punta de Su lanza.

—Soy el guante que cubre Su puño —respondieron el resto de los Caballeros Grises, entonando la misma oración que dedicaron al Emperador cuando entraron en la tumba de san Evisser para enfrentarse al demonio Ghargatuloth.

De pronto se vio un resplandor rojizo a través de la ventana de observación; la fuerza de la reentrada estaba sobrecalentando el casco. Las llamas comenzaron a aparecer en los ángulos más pronunciados del recubrimiento exterior de la nave.

—Yo soy Su espada del mismo modo que Él es mi armadura, yo soy Su ira del mismo modo que Él es mi devoción… —Alaric dejó de oír su propia voz cuando los impactos comenzaron a sonar más y más fuerte y los aullidos de la atmósfera exterior pudieron oírse a través del casco. Toda la nave se estremecía.

Los tecnoguardias permanecían tranquilos y sin inmutarse lo más mínimo por los vaivenes del descenso. Sephentis se agarraba al fuselaje con los cuatro brazos intentando mantener el equilibrio. Thalassa no parecía tan cómoda, pues se movía de un lado a otro en su asiento gravítico. Mientras que Hawkespur, siempre preparada para lo peor, estaba poniéndose la capucha de su traje de vacío.

Alaric sabía que el sonido sordo que provenía de la proa lo estaban produciendo los cañones delanteros, que se afanaban en destruir los asteroides que se interponían en la trayectoria de descenso de la nave. Los fragmentos de los que resultaban alcanzados golpeaban el casco produciendo pequeñas y brillantes chispas visibles a través de la ventana de observación.

La imagen del espacio exterior había desaparecido, sustituida por un cielo violeta y negruzco salpicado de nubes de polución. Unas extrañas formas geométricas refulgían en el cielo proyectadas desde mucho más abajo. La lanzadera se dirigía hacia el origen más probable de la señal; los análisis de la Ejemplar habían localizado el foco de la transmisión en una franja de unos setenta kilómetros. Aquello suponía un gran margen de error, pero constituía la mejor información de que disponía la flota imperial sobre dónde empezar a buscar respuestas en la superficie de Chaeroneia.

De pronto se produjo un terrible sonido metálico, similar al de un trueno, y algo enorme golpeó el morro de la nave. El sistema de presurización, que mantenía el compartimento de pasajeros a unos niveles de presión similares a los de la Tierra, se colapso y el aire comenzó a rugir por todo el compartimento, haciendo volar numerosas piezas y escombros. La puerta de la cabina se abrió de repente y a través de ella Alaric vio la superficie del planeta, una masa oscura y salpicada de luces enmarcada en lo poco que quedaba de la cabina. Los miembros metálicos que pasaron volando por el aire debían de ser lo único que quedaba del servidor piloto.

—¡Activar sistemas automáticos! —rugió la voz de Saphentis, amplificada para que pudiera oírse sobre el estruendo que acababa de desatarse—. ¡Protocolo de aterrizaje beta! ¡Sistemas de compensación de descenso al máximo!

Se produjo otro fuerte impacto en el lateral de la nave que hizo que se desprendieran del casco varias placas protectoras. La ventana de observación se agrietó y Alaric vio los chorros de humo procedentes de los motores de aterrizaje que intentaban aminorar la velocidad de descenso. La nave se precipitaba hacia la superficie de Chaeroneia; los graves daños que había recibido en la popa habían acabado con cualquier posibilidad de que el espíritu máquina pudiera controlar el descenso por sí solo.

Justo debajo de ellos se veía una ciudad, como una enorme araña apostada sobre la superficie abrasada del planeta. Tenía el tamaño de una ciudad colmena y sus agujas más altas se erguían amenazantes hacia la nave, que descendía a mucha velocidad.

De pronto se produjo otro impacto que hizo que la nave empezara a girar sobre sí misma. Los motores intentaban corregir su trayectoria, pero estaba completamente fuera de control.

—¡Yo soy el martillo, Él es mi escudo!

La nave golpeó una de las torres más altas de la ciudad. Ni siquiera la capacidad de resistencia sobrehumana propia de un marine espacial pudo mantener consciente a Alaric cuando el impacto destrozó la nave.

* * *

Horstgeld estaba empezando a perder la paciencia. Se suponía que el magos Korveylan debía estar bajo sus órdenes, pero el capitán del Mechanicus había desplegado un auténtico entramado de papeleo y de protocolo para evitar que cualquier oficial acompañara a Horstgeld hasta la Ejemplar, ni siquiera el comisario de flota Leung.

De modo que Horstgeld seguía en el puente de la Tribunicia esperando a que Korveylan se dignara a ponerse en contacto con él.

La amenaza moral enviada desde aquel planeta, llamado ahora Chaeroneia, según parecía, era de tal magnitud que el confesor de la nave, Talas, estaba en guardia permanente protegiendo las almas de toda la tripulación del puente. Talas, un predicador vehemente y escuálido pero cuya presencia era innegable, estaba en aquel instante en el púlpito, pronunciando una retahila ininterrumpida de fervor religioso. Hablaba con pasión de la ira del Emperador, así como de los infiernos representados en el Credo Imperial en los que arderían los pecadores que se dejaran llevar por los caprichos del enemigo. Hacía ya muchos años que Horstgeld contaba con la presencia de un confesor en el puente, de modo que sus constantes admoniciones ya eran para él como el ruido de los motores; el resto de la tripulación tendría que acostumbrarse a vivir con ello.

—Transmisión de la Ejemplar —notificó uno de los oficiales de comunicaciones.

—Ya era hora —dijo Horstgeld al tiempo que aparecía en la pantalla el rostro del magos Korveylan. Si es que aquello podía llamarse rostro: tenía la mitad de la cabeza cubierta por una capucha de color plateado y la otra mitad no era más que una masa de carne muerta y grisácea.

—Contraalmirante —lo saludó Korveylan. Aquellas palabras resultaron un tanto desconcertantes, pues la voz que salía de su unidad vocal era una voz femenina—. ¿Alguna noticia de nuestra misión?

—Perdimos contacto con ellos cuando atravesaban las capas altas de la atmósfera —contestó Horstgeld—. ¿Y ustedes? ¿Han encontrado algo?

—Efectivamente.

Se produjo una larga pausa.

—¿Y bien? —lo apremió Horstgeld visiblemente irritado.

—El origen de la transmisión está sobre la superficie de Chaeroneia. Es una señal extremadamente fuerte, muy por encima de la capacidad de cualquier nave o sistema de comunicaciones que posea el Imperio. Lo único que puede alcanzar una intensidad similar son las balizas de navegación del sistema Sol.

—Muy bien, capitán, ¿y qué es exactamente lo que dice?

—Aún no hemos podido descifrar la señal.

—¿Quiere decir que no lo saben?

—Quiero decir que aún no hemos podido descifrarla.

—Claro… ¿Algo más?

—Es evidente que la información codificada en la señal no ha sido creada empleando ningún motor lógico conocido por el Adeptus Mechanicus. Incluye patrones y tipos de energía de origen claramente no terrestre.

Horstgeld se inclinó sobre el puesto de mando.

—¿Hechicería?

—Ésa es una conclusión desagradable pero acertada, sí.

—¿Sabemos el destino de esa transmisión?

—Aparte del hecho de que se ha enviado hacia el noroeste de la galaxia, no.

—Dado que se trata de una amenaza de carácter sobrenatural, quiero la presencia en la Ejemplar del comisario de flota Leung. No quiero que ninguno de nuestros hombres pierda la cabeza por culpa de todo este asunto.

—Eso no será necesario. Los magos psicologis están capacitados para mantener el bienestar mental de todo el personal de investigación.

—Lleve a Leung a bordo. Es una orden. Su nave forma parte de mi flota y usted debe actuar bajo mi autoridad. No me obligue a hacer uso de ella.

Korveylan levantó una mano, una mano femenina, como supuso Horstgeld, como si quisiera pedir calma.

—El Adeptus Mechanicus mantiene un protocolo muy estricto con respecto a…

—¡Al carajo sus protocolos! —bramó Horstgeld—. Haga lo que le digo o haré que se enfrente a un consejo de guerra. Le advierto que no soy famoso precisamente por mi indulgencia. Prepárense para recibir a la lanzadera de Leung. Corto.

Horstgeld le dio un manotazo a la pantalla y el rostro de Korveylan desapareció sustituido por una imagen del sistema Borosis, con esa deleznable mancha que era Chaeroneia en primer plano. Se sentó un momento a escuchar el sermón de Talas.

—¿Acaso no es el Emperador vuestra luz y vuestro fuego? ¿La luz que os ilumina y el fuego que aguarda en las profundidades para abrasar a los infieles? Yo digo ¡sí! ¡Lo es! Porque si mantenéis la fe, fieles ciudadanos, entonces seréis Su herramienta, una herramienta destinada a derruir las torres de la herejía y a erigir Sus templos sobre las ruinas…

A Horstgeld le reconfortaba saber que siempre tenía cerca a uno de aquellos tocados por el Emperador, a alguien que teñía todo el puente con Su autoridad. Y en aquel momento lo necesitaba más que nunca, pues aquel planeta infernal que había bajo sus pies, un planeta que acababa de emitir una señal que solamente demonios y hechiceros podrían oír, no era una presencia nada tranquilizadora.

* * *

Aquel tecnoguardia estaba muerto. Su cuerpo yacía de espaldas y podía verse su espina dorsal, que estaba completamente fuera, como un río rojo y brillante que refulgía iluminado por una luz plomiza y débil.

Había otro cuerpo que había quedado empalado en el filo de uno de los fragmentos de metal doblado del enorme orificio abierto en el lateral de la nave. Aún tenía el rifle láser fuertemente sujeto sobre su pecho. Lo había agarrado con fuerza en el momento de la muerte, negándose a soltar el arma con la que debía proteger al Adeptus Mechanicus.

Alaric estaba vivo, intentó moverse y comprobó que era capaz de hacerlo. Rápidamente comenzó a observar el rito de los heridos, comprobando todos y cada uno de sus músculos y buscando fracturas o huesos rotos; estaba aturdido pero no sufría heridas de gravedad. Giró la cabeza y vio el interior de la nave, totalmente destruido. Había un par de tecnoguardias más que era evidente que habían muerto, uno de ellos había resultado decapitado y aún permanecía sentado en su asiento gravítico. El otro aún sufría espasmos. Hawkespur estaba inconsciente pero aún respiraba. Vio que el visor de su casco estaba manchado de sangre, pero parecía proceder de una herida superficial.

Dvorn, el Caballero Gris que estaba sentado junto a Alaric, se estaba moviendo.

—¿Dvorn?

—Juez, ¿lo hemos conseguido?

—Este lugar sería un infierno muy extraño, de modo que parece que así es.

Todos los miembros de la escuadra de los Caballeros Grises habían conseguido sobrevivir con heridas de poca consideración. Dvorn fue el primero en salir, martillo en mano, como siempre, tras ayudar a Alaric a soltar sus anclajes gravíticos. El hermano Haulvarn inspeccionó a Hawkespur en busca de heridas de gravedad, y acto seguido la desató y extrajo su cuerpo inconsciente a través del orificio que había en el casco.

En el exterior se respiraba un aire pesado y muy espeso dominado por un extraño olor a humo. Las runas de protección proyectadas sobre la retina de Alaric estaban parpadeando, y los implantes de su garganta comenzaron a filtrar el aire totalmente polucionado. Con cierta dificultad consiguió salir de la nave siniestrada y sus ojos augméticos se ajustaron automáticamente a la penumbra exterior.

La nave se había estrellado en un valle rodeado por unos enormes muros de metal retorcido, capas y capas de edificios derruidos formaban innumerables estratos superpuestos. Los estratos parecían volverse menos compactos a medida que ganaban altura, hasta que Alaric pudo atisbar, en lo más alto, unas elevadísimas torres salpicadas de pequeñas luces que perforaban el cielo como las agujas de una jeringuilla. El cielo en lo alto se veía como algo inquietante y de un color amoratado; las diferentes capas de polución que filtraban la luz procedente de Borosis lo habían convertido en una extraña mezcla de manchas de color púrpura y gris. Entre ellas podían distinguirse unas enormes formas que parpadeaban, algunas de las cuales eran figuras geométricas y otras extraños símbolos que parecían letras de algún lenguaje alienígena. Seguramente serían imágenes proyectadas sobre las capas más bajas de nubes desde algún punto de la superficie. El valle era como un abismo abierto en las innumerables capas de las entrañas de aquel planeta; los diferentes estratos permitían ver que aquella ciudad había sido reconstruida sobre sí misma a lo largo de los miles de años de existencia del mundo forja.

El valle estaba repleto de desechos lanzados desde los bordes del abismo: maquinaria obsoleta, motores destrozados, fragmentos de servidores… Sobre una enorme montaña de metal retorcido que parecía haber sido la cubierta de un motor, podía distinguirse al archimagos Saphentis que intentaba trepar hasta lo más alto con la ayuda de sus brazos implantados.

Los pocos tecnoguardias que habían conseguido sobrevivir estaban abandonando los restos de la nave, junto con la tecnosacerdote Thalassa. Aún quedaba una docena de ellos con vida. Uno de los supervivientes levantó la visera de su casco dejando ver un rostro arrugado por la edad y la experiencia bajo un pelo castaño oscuro muy corto; uno de sus ojos era un implante biónico de gran tamaño.

—La polución alcanza un quince por ciento del volumen total del aire —dijo a sus hombres—. ¡Usen los respiradores en todo momento! Colsk, apunte los nombres de los muertos y recoja sus generadores.

Alaric oyó que el capitán se llamaba Tharkk. Aún no había tenido tiempo de hablar con él, ya que la misión se preparó y se puso en marcha a toda prisa. Sin embargo, no tendrían el privilegio de regresar a la Tribunicia con igual rapidez, eso resultaba evidente.

Alaric ascendió hasta lo alto de la cubierta del motor desde donde Saphentis escudriñaba los alrededores. El fondo de valle, la extensión que se abría ante ellos, ascendía poco a poco hasta llegar a lo que parecía una planicie, a un par de kilómetros de distancia.

—¡Archimagos! —gritó Alaric—. No parece que Hawkespur esté herida, al igual que los miembros de mi escuadra, pero muchos de sus tecnoguardias han muerto; quizá debería ocuparse de ellos.

—Mis tecnoguardias deben mostrarse impasibles ante la muerte —contestó Saphentis—. No necesitan ayuda.

Alaric ya había tratado con miembros del Adeptus Mechanicus en varias ocasiones; muchos de ellos estaban unidos al Ordo Malleus para saldar antiguas deudas y se ocupaban de mantener la flota inquisitorial anclada en la luna de Saturno, Jápeto, o ayudaban a algunos inquisidores actuando como archivistas lexicomecánicos o como autocirujanos. Según la propia experiencia de Alaric, cuanto mayor rango tenía un tecnosacerdote menos humano se le podía considerar. Y Saphentis, con su rango de archimagos, no hacía mucho por desmentir esa impresión.

—Debemos avanzar hasta la entrada del valle, desde allí tendremos una mejor perspectiva de la ciudad.

—¿Conoce suficientes detalles de Chaeroneia como para saber dónde estamos?

—Tenemos mapas urbanos y topográficos de todo el planeta. Sin embargo, después de un siglo es poco probable que aún sean precisos. Recabar información debe ser nuestra prioridad.

—Estoy de acuerdo, archimago, y como comandante en tierra, ésa es mi decisión. Ahora está usted bajo autoridad inquisitorial, no lo olvide.

Saphentis fijó sus ojos compuestos sobre Alaric.

—Por supuesto.

—Escuadra, nos movemos —dijo Alaric a través del comunicador—. Lykkos, a la cabeza de la formación con el cañón psíquico. Cardios, en el centro, con el incinerador, puede que nos veamos sorprendidos por una emboscada. Haulvarn, ¿Hawkespur sigue inconsciente?

—Está semiinconsciente, juez.

—Manténgala a salvo. Me gustaría devolvérsela a Nyxos intacta. Será mejor que nos movamos antes de que envíen algo para inspeccionar los restos.

Saphentis comenzó a emitir una serie de chasquidos. Alaric supuso que se trataría de algún código binario que los receptores vocales de la Tecnoguardia deberían filtrar y transformar en un lenguaje reconocible. En cuanto estuvieran a salvo, Alaric insistiría en que todos los miembros de la misión emitieran por un mismo canal para comunicarse.

A medida que avanzaban por el valle, se hizo más patente un ruido de maquinaria en la lejanía. Aquel abismo, alargado y profundo, sólo dejaba ver una línea de cielo que se abría en la oscuridad. El suelo sobre el que caminaban seguía una trayectoria ascendente, y Alaric tenía la esperanza de alcanzar algún punto que ofreciera una mejor perspectiva de los alrededores. Sin embargo, allí había algo más aparte de la oscuridad y de aquel ruidó; se trataba de la misma resonancia psíquica que había sentido cuando aún estaban en órbita, una presencia siniestra que parecía provenir de todas partes al mismo tiempo, algo difuso que lo dominaba todo. Esa sensación recorría todo su cuerpo cuando de pronto cambiaron las imágenes que se veían proyectadas sobre las nubes, se convirtieron en señales y símbolos ocultos muy complejos, parecidos a los que los cultistas pintaban en los muros de sus templos o grababan en el suelo para llevar a cabo sus rituales. Ocasionalmente, unas extrañas formas revoloteaban entre las nubes. Alaric tenía la esperanza de que se tratara de naves.

—Maquinaria avanzada —decía Saphentis mientras caminaban entre los restos abrasados de alguna máquina—. En lugar de retroceder han progresado. Chaeroneia era una macroeconomía de nivel Gamma, pero ahora parece estar cerca de un nivel de sofisticación Beta.

—¿Eso es normal?

—No en el transcurso de un siglo —contestó Saphentis.

La tecnosacerdote Thalassa parecía haberse recuperado del shock y en seguida avanzó para ponerse a la altura de Saphentis. Aún era casi completamente humana, de modo que avanzaba con dificultad mientras intentaba abrirse paso sobre aquella superficie tan irregular. Saphentis, sin embargo, contaba con la ayuda de sus múltiples brazos.

—Deberíamos encontrar un lugar desde el que poder conectarnos a los depósitos de datos del planeta, archimagos —dijo.

Alaric supuso que, dados los complejos circuitos que cubrían su piel, debía tratarse de una experta en datos que acompañaba a Saphentis.

—Podría extrapolar nuestra localización basándome en las últimas mediciones de Chaeroneia.

—¿Podría averiguar qué ha pasado durante estos últimos cien años? —interrumpió Alaric.

—Quizá —contestó Thalassa, que no pudo ocultar su nerviosismo al mirar a Alaric. El Caballero Gris no había olvidado cómo solía reaccionar la gente ante la presencia de un marine espacial, con asombro y miedo—. Pero sólo si los sistemas de almacenamiento de datos son similares a los empleados por el Mechanicus.

—¡Contacto! —dijo la voz de uno de los tecnoguardias a través del comunicador de Saphentis.

Alaric se volvió inmediatamente, el hermano Lykkos, que estaba junto a él, apuntó con el cañón psíquico hacia el fondo del valle. Todos los tecnoguardias se pusieron a cubierto mientras intentaban cubrir con sus rifles láser todos los puntos de acceso.

—¿Tharkk? —dijo Saphentis en voz baja a través del comunicador.

—Colsk ha informado de que hay movimiento —fue la respuesta.

—¿Y usted?

—Aún no puedo ver nada… ¡Espere!

En aquel instante Alaric vio una figura delgada y pálida que emergía de entre la penumbra. Parecía tratarse de algo humanoide. Su cuerpo pálido estaba completamente desnudo excepto por unos jirones de lo que parecía ser un pergamino dispuestos alrededor de su torso. Arrastraba los pies descalzos entre los escombros mientras luchaba para coordinar sus movimientos y mantenerse erguido. Su cabeza afeitada estaba destrozada; la mandíbula inferior había desaparecido y el único ojo que le quedaba era una esfera mecánica completamente oxidada. Sólo tenía una mano, pues el otro brazo terminaba en un anclaje mecánico a la altura del codo, justo donde el antebrazo biónico había sido arrancado.

Alaric pudo oír a uno de los tecnoguardias que hablaba a través del comunicador.

—Es un servidor, señor. Un carroñero.

—Desactívenlo —respondió Tharkk.

En aquel momento uno de los tecnoguardias desenfundó una pistola y disparó un rayo láser directamente a la cabeza del servidor, que se retorció antes de ponerse rígido y caer al suelo. Acto seguido, el mismo tecnoguardia le aplastó el cráneo con la culata de su rifle láser.

—Los carroñeros son muy peligrosos —dijo Saphentis—. Puede que haya otros con capacidad para combatir. Manténganse en guardia y que no nos vuelvan a coger desprevenidos.

—¿Algo más de lo que debería ser informado? —preguntó Alaric.

—En este aspecto un mundo forja no es diferente de cualquier mundo imperial —contestó Saphentis—. Tiene criminales, sirvientes y servidores huidos que son considerados delincuentes. Pero son mucho menos numerosos que en una ciudad colmena o en una área con una densidad de población similar.

Se estaban aproximando a uno de los extremos del valle, donde la pendiente se volvía más empinada hasta llegar a lo que parecía ser una planicie que se abría ante ellos. Las lecturas retinales de Alaric lo estaban informando de que si no fuera por los implantes de su garganta y por su habilidad para absorber elementos nocivos, las toxinas procedentes de la polución atmosférica se estarían acumulando en su cuerpo a unos niveles alarmantes. Thalassa respiraba con bastante dificultad, pero Saphentis no mostraba el menor signo de malestar.

—Debemos comunicarnos por el mismo canal —dijo Alaric—. Si no puedo coordinar a todas nuestras fuerzas al mismo tiempo…

Habían conseguido llegar a la parte superior de la colina que se alzaba en el fondo del valle, una elevación que daba acceso a una planicie circular desde donde podía divisarse el paisaje urbano de aquel planeta. Por fin, Alaric pudo ver con claridad una de las ciudades de Chaeroneia.