CUATRO

CUATRO

Muchos aseguran que su mayor deseo es aplastar a sus enemigos. Si eso fuera verdad, la mayoría de ellos estarían obligados a destruirse a sí mismos.

Abadesa HELENA LA VIRTUOSA,

Discursos sobre la Fe

La Tribunicia estaba fría como una tumba. En su exterior destacaban las líneas angulosas propias de cualquier nave de combate, pero el interior estaba repleto de mármol y granito, ambos desgastados por el paso de innumerables generaciones de tripulantes que habían jurado servir al Imperio. Muchos de ellos habían nacido en la propia nave, y casi todos también morirían en ella, de modo que su arquitectura era como un recordatorio permanente de que esa nave sería su tumba.

El juez Alaric despertó de su duermevela. Estaba sentado con las piernas cruzadas sobre el suelo de granito de su pequeña celda. Un marine espacial no necesitaba dormir profundamente y podía mantenerse en un estado de semiconsciencia. Sin embargo, algo lo había devuelto bruscamente a la realidad.

El sonido de los motores había cambiado; la Tribunicia estaba saliendo de la disformidad.

Alaric se puso en pie mientras murmuraba la decimoséptima oración de vigilancia y se volvió para mirar su servoarmadura, que estaba apoyada en un rincón de la celda junto al bólter de asalto y la alabarda némesis. Se quedó mirando la coraza durante un instante, una armadura de bronce que llevaba su escudo heráldico sobre uno de los hombros. Le había añadido una estrella de color amarillo brillante para honrar el alma de Briséis Ligeia, la persona más valerosa que Alaric jamás había conocido, capaz de salvarlo a él y a muchos otros incluso después de que un demonio le hiciera perder la cordura. Sin embargo, ella ya estaba muerta, ejecutada por el mismo Ordo Malleus al que Alaric servía.

Alaric sabía que moriría portando esa misma armadura. La mayoría de la gente ni siquiera se atrevería a tocarla si conocieran ese destino con tanta certeza como él.

Alaric comenzó a entonar los ritos de preparación mientras cogía la greba izquierda y empezaba a ponerse la servoarmadura.

* * *

El puente de la Tribunicia era una majestuosa catedral oculta en las entrañas de su proa blindada, dominada por un techo abovedado al que sostenían unas enormes columnas de mármol blanco. Numerosos tripulantes y tecnoadeptos ocupaban sus puestos en los bancos frente a las consolas de comunicaciones o las pantallas de los sensorium. El puesto de mando del contraalmirante Horstgeld estaba en el primer banco, frente al altar mayor, una estructura de mármol y oro coronada por una imagen dorada del Emperador representado como un guerrero. Horstgeld era un hombre muy religioso, de modo que el pulpito que dominaba el puente siempre estaba preparado para recibir al confesor de la nave, quien, en momentos de crisis, recitaba desde su estrado textos devotos con el fin de reforzar las almas de la tripulación.

Horstgeld se levantó de su puesto en cuanto vio entrar a Alaric. El contraalmirante ya había servido con anterioridad junto a los marines espaciales, pero a pesar de eso nunca había terminado de acostumbrarse a su presencia. Sin embargo, el hombre que estaba sentado junto a él en el puesto de mando parecía no estar tan impresionado. Se trataba del inquisidor Nyxos, del Ordo Malleus, el hombre que había requisado la nave de Horstgeld para ponerla al servicio de la Inquisición.

—Juez —lo saludó Horstgeld con una sonrisa—. ¡Bien hallado! —El contraalmirante cruzó el puente para estrechar la mano de Alaric. Era un hombre grande y con barba, cuyo uniforme, excesivamente adornado, daba la impresión de haber sufrido diversos arreglos para adaptarlo al tamaño de su portador—. Debo admitir que estoy acostumbrado a ser el hombre más grande del puente; supongo que me llevará algún tiempo habituarme a su presencia.

—Contraalmirante. He leído algo acerca de su victoria sobre la Aniquilador en la batalla de Subiaco Diablo. Por lo que tengo entendido, ésa es una buena nave con un buen capitán.

—Bueno, hay muchos hombres valientes en el Ojo del Terror. Simplemente tuve la suerte de liderar la carga.

—¿No preferiría estar allí ahora mismo?

Horstgeld se encogió de hombros.

—Si le soy sincero, juez, sí, lo preferiría. Cualquier miembro de la Armada quiere estar donde está la acción; ahora mismo somos los únicos capaces de mantenerlos a raya. Pero yo no gobierno mi nave de acuerdo con mis deseos, y cuando la Inquisición te llama, lo mejor es contestar.

—Bien dicho —añadió el inquisidor Nyxos.

Nyxos, un hombre anciano y de aspecto sepulcral, vestía unos largos ropajes negros que cubrían el frágil exoesqueleto que sostenía su maltrecho cuerpo. Alaric sabía que a pesar de su débil apariencia era un hombre extremadamente resistente gracias a los implantes augméticos internos y a los órganos biónicos con los que la Inquisición lo había dotado. Un enfrentamiento con el inquisidor Valinov habría matado a cualquiera, pero Nyxos había conseguido sobrevivir.

Fue precisamente Nyxos quien dio orden de ejecutar a Ligeia. Alaric no le guardaba rencor por ello; era lo que había que hacer. Y ahora Nyxos era el inquisidor del Ordo Malleus con quien Alaric colaboraba más estrechamente. Así de inescrutables eran los designios del Emperador.

—Los informes respecto a esta franja del espacio son muy alarmantes —continuó Nyxos—. Si centramos todos nuestros esfuerzos en el Ojo del Terror y descuidamos nuestra vigilancia del resto del Imperio las consecuencias pueden ser terribles. Enviar al Saqueador de vuelta a la disformidad sería inútil si mientras tanto el Imperio se desmorona a nuestras espaldas.

—Cierto, inquisidor, muy cierto —asintió Horstgeld—. Pero ¿tenemos alguna idea de a qué vamos a enfrentarnos aquí? O, mejor dicho, ¿hay algo aquí? Todos los informes que tenemos sobre el sistema Borosis sugieren que se trata de una zona olvidada.

Nyxos miró al contraalmirante. Sus grandes ojos grisáceos parecían escudriñar la mente de Horstgeld.

—Digamos mejor que se trata de conjeturas, capitán.

El sonido de los motores varió de nuevo y toda la nave pareció estremecerse. Unas señales de alarma se dispararon en algún punto del puente antes de que alguien las apagara.

—¡Entrando en el espacio real! —se oyó la voz de uno de los oficiales de máquinas—. ¡Apaguen motores de disformidad!

—¡Desactivad el campo Geller! —dijo otra voz.

El ruido en el puente se hizo más y más alto conforme se dictaban y recibían órdenes de manera casi automática. En las entrañas de la Tribunicia un par de miles de tripulantes se afanaban para asegurarse de que la nave terminara de manera segura su salto a través de la disformidad; los tripulantes de la cubierta de máquinas redirigían los reactores de plasma para proveer de energía a los motores principales, los artilleros ocupaban sus puestos en los cañones y lanzatorpedos y un pequeño grupo de tecnoadeptos hacía los complejos cálculos necesarios para asegurar el salto de la nave de una realidad a otra.

El altar que se alzaba frente a Nyxos, Horstgeld y Alaric se elevó y el Caballero Gris vio cómo sus figuras coronaban la enorme pictopantalla de la nave. La pantalla se alzó desde el suelo hasta acabar dominando todo el puente. Ai principio sólo se vieron interferencias, hasta que uno de los oficiales de comunicaciones activó el sensorium principal y la imagen apareció nítidamente.

—Mmm… —dijo Nyxos—. Parece que no se trata de nada bueno.

La pictopantalla mostraba una imagen del sistema Borosis visto desde la órbita lejana por la que la Tribunicia había emergido al espacio real. La propia estrella Borosis no era más que una bola hinchada y rojiza cubierta de manchas negras; su corona se había degradado hasta convertirse en un halo de una luz roja y enfermiza. Borosis debía de haber sido una estrella de ciclo medio, similar al sol que iluminaba Terra.

—Amplíe los planetas —ordenó Nyxos.

Horstgeld transmitió la orden al oficial de comunicaciones y al instante la pictopantalla amplió la imagen de los planetas que orbitaban alrededor de la estrella enferma.

La luz y el calor que emanaban de aquel sol habían disminuido significativamente. Aquello había convertido Borosis Prima, el planeta más cercano a la estrella de todo el sistema, en una masa aún más sombría y gris de lo que había sido antes: estaba agonizando. La atmósfera de Borosis Secundus había desaparecido por completo; aquel planeta que una vez estuvo cubierto por una espesa capa de gases sobrecalentados estaba ahora desnudo. El drástico cambio de temperatura había convertido su atmósfera en una masa volátil que poco a poco se había desprendido del planeta.

Borosis Cerulean estaba un poco más lejos. Se trataba del mundo más poblado del sistema, pues albergaba siete colonias con una población total de mil quinientos millones de habitantes, pero se veía igualmente frío y oscuro. Las ciudades del planeta eran lo suficientemente avanzadas como para proteger a sus habitantes de aquel invierno eterno, pero su energía y sus suministros no durarían mucho. Puede que se decidiera evacuar a todo el planeta o puede que no, ése no era problema del Ordo Malleus.

El mundo sin vida de Borosis Minor, casi completamente cubierto de hielo, se veía tan hostil como siempre, al igual que el gigante gaseoso llamado Borosis Quintus, en el que unos cuantos miles de trabajadores probablemente estarían pensando qué hacer para sobrevivir cuando fallaran los colectores solares de sus plataformas de extracción de gases. La mutación de la estrella, sin embargo, no había afectado demasiado al planeta más alejado, Borosis Ultima, una bola de amoníaco helado tan pequeña que casi ni se podía considerar un planeta.

Finalmente la pantalla mostró el último objeto que orbitaba en el sistema.

—No es que yo sea un experto —dijo prudentemente Alaric—, pero creo que ésa es la razón por la que estamos aquí.

El sistema Borosis no tenía un séptimo planeta, nunca lo había tenido. Sin embargo, allí estaba.

Era de color gris ceniza con vetas negras, y sobre su superficie podían distinguirse miles de luces diminutas. Alrededor de aquel mundo orbitaban miles y miles de asteroides, que se veían como pequeños reflejos en la distancia, como una nube de insectos que protegía el planeta.

Los Caballeros Grises tenían ciertas capacidades psíquicas; debían tenerlas para proteger sus mentes de la corrupción. Los poderes psíquicos de Alaric estaban interiorizados, centrados en torno a los protectores que mantenían su mente a salvo, pero aun así también era capaz de sentir la maldad que emanaba de aquel mundo nuevo. Era como el eco de un alarido, como un olor a muerte ancestral, como una sensación triste y enfermiza sobre su piel.

—Tenemos a astrópatas muy alterados a lo largo de años luz a la redonda —dijo Nyxos con franqueza—. Y creo que ésta es la razón.

—¡Por las nalgas de Guilliman! —exclamó Horstgeld—. Llevo toda mi vida en el espacio y he visto muchas cosas, pero jamás había visto un mundo entero donde no debería haber nada.

—Intente no impresionarse demasiado, capitán —dijo Nyxos—. Necesito todos los datos que puedan recabar sobre ese planeta, todo lo que tengan. Enviaré a la interrogadora Hawkespur para que coordine la investigación: atmósfera, signos vitales, dimensiones… todo lo que los sensores sean capaces de detectar. ¿Cuál es la hora estimada de llegada del resto de la flota?

—A lo largo del día —contestó Horstgeld—. Si es que se puede llamar flota a eso.

—La necesitaremos de todos modos. Se trata de un mundo habitado, y si tienen naves puede que tengamos que enfrentarnos a ellas para bajar hasta allí, y si hay algo que está claro, es que vamos a bajar.

—Por supuesto, inquisidor.

Horstgeld se volvió y comenzó a impartir órdenes a sus oficiales de comunicaciones y a enviar mensajeros que salían y entraban en el puente apresuradamente.

—¿Qué opinión le merece? —preguntó Nyxos a Alaric con una tranquilidad que contrastaba con el creciente ajetreo.

—¿A mí? Creo que han hecho bien en enviarnos.

—Estoy de acuerdo. ¿Qué piensa hacer?

—Eso se lo dejaré a la sabiduría del Imperio.

—Venga, Alaric, sabe de sobra por qué lo he elegido a usted de entre todos los Caballeros Grises para que me acompañe.

—Porque todos los demás están en el Ojo del Terror.

—Falso. En la senda de San Evisser usted demostró una capacidad de liderazgo fuera de lo común. Aunque el capítulo lo hiciera renunciar a su rango de hermano capitán todos conocen muy bien sus habilidades. Los marines espaciales son una fuerza muy efectiva, pero incluso los Caballeros Grises no dejan de ser meros soldados. Ligeia pensaba que usted podía ser algo más, y empiezo a pensar que tenía razón. De modo que sólo por esta vez piense como uno de nosotros.

—Aterrizar y desplegar nuestras fuerzas —dijo Alaric sin mostrar el menor signo de duda—. Coger a toda la Guardia de la que disponemos y enviarla ahí abajo ahora mismo.

—Muy arriesgado.

—No hay nada más arriesgado que la indecisión, inquisidor.

—Cierto, además estoy de acuerdo con usted. ¿Está su escuadra preparada?

—Siempre.

La escuadra de Alaric había quedado bastante diezmada tras derrotar al demonio Ghargatuloth en la senda de San Evisser, pero aún tenía una potencia de fuego y una capacidad de combate superior a la de cualquier otra escuadra de la guardia que transportara aquella flota.

—Bien, lo quiero presente en la sesión informativa. De uno u otro modo, cuando estén en tierra terminará usted siendo el líder.

—Entendido. Debería irme a orar junto a mis hombres, inquisidor.

Alaric salió del puente sabiendo instintivamente que, rezaran lo que rezaran, eso no los prepararía para lo que los aguardaba en el séptimo planeta.

* * *

—La circunferencia ecuatorial de Borosis Septiam es de poco menos de treinta y ocho mil kilómetros —comenzó a decir la interrogadora Hawkespur mientras señalaba hacia la imagen proyectada en la pantalla que tenía detrás—. Es un poco menor que la de la Tierra. Sin embargo, su masa es similar, lo que sugiere la presencia de depósitos de minerales muy densos. Como pueden comprobar, lo espeso de su atmósfera y el campo de asteroides que lo rodea nos impiden rastrear su superficie, pero sospechamos que el planeta carece de casquetes polares, quizá debido a su agotamiento. La atmósfera muestra signos evidentes de que puede ser respirable, pero con niveles de contaminación muy elevados.

El auditorio de la nave se empleaba normalmente para reuniones tácticas o para que el personal médico realizara disecciones públicas de especies alienígenas. Pero en esta ocasión se había preparado para la reunión informativa de Hawkespur, y todos los oficiales, junto con Nyxos y la escuadra de Alaric, estaban sentados en los bancos que rodeaban el estrado central desde el que la interrogadora hablaba. En la imagen se veía un planeta sombrío y agonizante que había sido denominado provisionalmente como Borosis Septiam, y que había dejado estupefactos a todos los presentes en el puente. El tono de voz de Hawkespur era directo y diligente, haciendo evidente que había sido instruida en una de las mejores academias navales, accesible sólo a los aristócratas más poderosos. Se trataba de una joven brillante que servía a las órdenes de Nyxos, quien estaba seguro de que su protegida acabaría vistiendo la túnica de inquisidor algún día.

—Los asteroides se mueven en unas órbitas anormalmente bajas y estables —continuó Hawkespur—. Es poco probable que cualquier transporte más grande que un crucero ligero pueda atravesarlos, y un conjunto de naves, aunque fueran más pequeñas, también es una opción que debemos olvidar. Esto descarta un aterrizaje a gran escala.

Alaric pudo oír cómo Horstgeld maldecía en voz baja. Aquella flota transportaba a miles de guardias imperiales, y el plan de enviarlos a la superficie del planeta había fracasado antes incluso de ser puesto en marcha.

Hawkespur ignoró al comandante.

—Las lecturas que hemos podido recoger respecto a la temperatura son particularmente anómalas. Un planeta que órbita a una distancia tan grande de su sol, y teniendo en cuenta el estado de la estrella Borosis, debería ser extremadamente frío. El clima de Borosis Septiam sugiere que las temperaturas son moderadas en casi toda su superficie. Esto sólo puede ser consecuencia de una gran fuente de radiación termal o de un control climático a escala planetaria. Los indicios que tenemos sobre una enorme producción de energía hacen que nos inclinemos por esta última opción. Finalmente, parece ser que hay una gran cantidad de instalaciones orbitales, probablemente construidas por el hombre. Las interferencias originadas por los asteroides impiden que podamos examinarlas con precisión, pero sospechamos que podría tratarse de puertos orbitales.

—¿Cuáles son sus conclusiones, Hawkespur? —preguntó Nyxos, que estaba sentado en la primera fila del auditorio.

—Se trata de un mundo altamente industrializado y muy poblado. Todos los datos de que disponemos han sido enviados al librarium que el Adeptus Mechanicus tiene en este sector. Estamos a la espera de que nos comuniquen si coinciden con los de algún planeta conocido.

—¿Alguna idea de cómo ha llegado hasta aquí?

—Ninguna.

—Los astrópatas de la nave tampoco han conseguido aclarar nada —dijo Horstgeld—. Dicen que es como una zona muerta.

Nyxos se volvió y miró a su alrededor buscando a Alaric y a sus hermanos de batalla.

—¿Juez? ¿Algo que decir?

Alaric pensó durante un instante. El Imperio ya había perdido en otras ocasiones la pista de planetas enteros por culpa de errores administrativos; lo único que hacía falta para que un mundo desapareciera de los mapas estelares, especialmente en un sistema tan aislado como Borosis, era que algún erudito se olvidara de tomar nota de sus diezmos. Pero aquel mundo era lo suficientemente sospechoso como para justificar una investigación inquisitorial. Se hacía tan evidente que en aquel planeta había algo que no iba bien que no llevarla a cabo sería una negligencia.

—Dado que un aterrizaje a gran escala es imposible, deberíamos enviar una misión suficientemente equipada a la superficie. Un grupo de reconocimiento.

Nyxos sonrió.

—Excelente. Hawkespur, ¿qué tal anda de puntería?

—Distinción carmesí en disparo con arma corta, señor. Quedé vencedora en la categoría tres de los campeonatos de Hydraphur.

—Entonces será usted quien dirija la expedición allí abajo. Yo la coordinaré desde la Tribunicia. Alaric, su escuadra prestará apoyo en tierra junto con tantas fuerzas especiales de la Guardia Imperial como seamos capaces de transportar en un vehículo de despliegue armado.

—¿Distinción carmesí? —dijo Horstgeld con un tono de aprobación—. Por el Trono, jovencita, ¿es que hay algo que no sepa hacer?

—Aún no he dado con ello, señor —contestó Hawkespur en un tono completamente desprovisto de sentido del humor.

* * *

La Armada Imperial era lo único que evitaba el avance de la Decimotercera Cruzada Negra, y todas las autoridades imperiales lo sabían. Abaddon el Saqueador había hecho estremecerse el Imperio al intentar establecer sus fuerzas de adoradores del Caos en la tormenta de disformidad conocida como el Ojo del Terror, y el control espacial del Imperio fue lo único que consiguió evitar que sus tropas de tierra invadieran un planeta tras otro hasta terminar por hacerse con el control sobre todo el Segmentum Solar. Toda nave de combate imperial estaba sobre aviso de que en cualquier momento podía requerirse su presencia en el Ojo, y miles y miles de ellas, desde las poderosas naves de la clase Emperador hasta escuadrones de escolta y alas de caza, ya habían sido enviados allí.

El contraalmirante Horstgeld, a pesar de su veteranía y de su poderosa influencia, no había sido capaz de reunir una flota medianamente decente para que abandonara el Ojo del Terror y tomara parte en la misión de reconocimiento de Borosis; ni siquiera fue suficiente la autoridad del inquisidor Nyxos y de todo el Ordo Malleus. De hecho, la propia nave de Horstgeld, el veterano crucero de combate Tribunicia, era la única nave de aquella pequeña flota que el contraalmirante consideraba preparada para un conflicto. El escuadrón de escolta Ptolomeo, bajo el mando del capitán Vanu, estaba recién salido de los astilleros orbitales de Hydraphur y se componía de tres naves de clase Pitón, cuya nueva configuración aún no había sido probada.

Nyxos había solicitado un regimiento de la Guardia Imperial, los recios veteranos del regimiento de las Tierras Altas de Mortressan, junto con su transporte Calydon. El Calydon era una nave enorme e ineficiente cuya dotación de artillería apenas le permitía defenderse, y Horstgeld sabía que en combate podría hacer poco más aparte de molestar.

Todo esto, junto con par de naves de apoyo y lanzaderas, era lo que constituía la flota que poco a poco iba saliendo de la disformidad para emerger en las inmediaciones de la órbita de Borosis Septiam. Al cabo de poco tiempo se detectó otra nave en la disformidad que irrumpió en el espacio real a poca distancia de la Tribunicia tenía todas sus armas inactivas para señalar que no se acercaba en actitud hostil. Se trataba de una nave de gran tamaño, casi como un crucero, pero tenía un diseño anguloso y poco agraciado; estaba pintada de un color rojo oxidado y cubierta de almenas que parecían dientes mellados y de multisensores que recordaban los tentáculos de una criatura marina.

Aquella nave se puso en contacto inmediatamente con la Tribunicia. Se identificó como la Ejemplar, una nave armada de exploración del Adeptus Mechanicus bajo las órdenes del archimagos Saphentis, quien decía tener jurisdicción sobre todo el sistema Borosis.

—No me gusta —dijo Alaric mientras miraba la nave de desembarco—. Es demasiado frágil, no resistiría ni la mitad que una cañonera Thunderhawk.

La tripulación encargada del mantenimiento estaba llenando los depósitos de la nave en la bodega de carga de la Tribunicia, un hangar mugriento y sucio cuyo techo abovedado estaba ennegrecido a causa de los gases y el humo. Se trataba de una nave redondeada y muy simple, con dos motores y un grueso caparazón de color negro que cubría el morro para protegerla durante la reentrada. Tenía capacidad para unos treinta pasajeros más la tripulación.

—Es lo mejor que tenemos —contestó Hawkespur. La interrogadora llevaba un traje espacial de vacío de color negro y estaba lista para el despegue. Tenía un aspecto muy diferente sin su almidonado uniforme de la Armada, y llevaba una pistola automática en la cintura—. Demos gracias porque la Tribunicia tenga una lanzadera armada.

—Entonces supongo que no tenemos otra opción —dijo Alaric, y se volvió para dirigirse a los marines de su escuadra—: Despegaremos en media hora, revisad vuestro equipo y rezad.

Lo habitual era que una escuadra de Caballeros Grises estuviera integrada por entre ocho y diez marines espaciales, sin embargo, la escuadra de Alaric tan sólo contaba con seis, pues aún no habían cubierto las bajas que sufrieron durante su enfrentamiento con Ghargatuloth, en Volcanis Ultor, hacía ya más de un año. El hermano Dvorn era el más corpulento con diferencia, y tenía un tipo de arma némesis muy poco común: un martillo, un artefacto que los artificieros del capítulo apenas habían visto en aquellos tiempos, pero lo suficientemente brutal y efectivo como para ser el arma que más se adecuaba a las aptitudes de Dvorn. Nadie albergaba ninguna duda de que muy pronto empezaría a recibir el entrenamiento necesario para utilizar una armadura táctica dreadnought y se uniría a las escuadras de exterminadores de los Caballeros Grises, las fuerzas de choque más poderosas del capítulo.

El hermano Haulvarn y el hermano Lykkos eran los otros dos supervivientes de Volcanis Ultor. Lykkos portaba el cañón psíquico de la escuadra, una arma que disparaba proyectiles bólter hechizados capaces de perforar tanto cuerpos de demonios como otros objetivos psíquicamente activos.

El hermano Archis y el hermano Cardios, encargados de los dos incineradores de la escuadra, habían oído la historia de cómo Alaric, actuando como hermano capitán, lideró la misión que localizó al demonio Ghargatuloth en la senda de San Evisser y ayudó a las tropas imperiales a destruirlo en Volcanis Ultor. Sin embargo ellos no habían estado allí, no lo habían visto.

—Juez —dijo Dvorn mientras el resto de los Caballeros Grises inspeccionaban los bólter de asalto y las armaduras siguiendo los ancestrales ritos de preparación—. ¿Sabemos algo más sobre lo que hay allí abajo?

—Ojalá fuera así, Dvorn —contestó—, pero la escuadra sabe tanto como cualquier tripulante de esta flota.

—Pero nos necesitan, ¿no es cierto? Sea lo que sea, está corrompido. ¿Puede sentirlo?

—Sí, Dvorn, puedo sentirlo. Cualquiera medianamente sensitivo se daría cuenta de ella. Allí abajo nos necesitan, de eso estoy seguro.

Dvorn miró hacia la lanzadera, y su rostro, curtido en mil batallas, dejó escapar una mueca de desdén. No es que Dvorn fuera un auténtico veterano, pero su aspecto hacía que lo pareciera.

—No confiaría en ese trasto ni para fumigar el campo, y mucho menos para aterrizar en territorio hostil con treinta hombres a bordo.

—Lo sé, pero es lo mejor que hay en la flota.

—Su mejor arma es un cañón láser. Yo podría desarrollar más potencia de fuego que eso y aun así me quedaría una mano libre.

—Puede que sí, Dvorn, pero el Emperador no nos hace fuertes haciendo fácil nuestro cometido. Tendremos que conformarnos con esto.

—Juez. —La voz de Nyxos sonó a través del comunicador de Alaric—. Tenemos un problema.

—¿Las tropas de asalto?

—Peor.

De pronto sonó una alarma y las puertas exteriores de la cubierta de aterrizaje se abrieron. Alaric pudo ver un fragmento del disco púrpura que era Borosis Septiam, rodeado por un tramo de espacio salpicado de estrellas. El resto de la cubierta de aterrizaje estaba protegido del vacío por un campo de fuerza, de manera que el Caballero Gris no podía oír los motores de la lanzadera que acababa de aterrizar en la Tribunicia. Se trataba de una nave recubierta de unas pesadas capas de armaplás y cuya proa era un gigantesco disco plano anillado con turboláseres. El símbolo de la calavera del Adeptus Mechanicus estaba estampado en uno de sus laterales. Era evidente que la tripulación de la cubierta no había sido informada de su llegada, pero la nave no necesitó la ayuda de ningún servidor de anclaje y se posó directamente sobre el suelo. Las compuertas exteriores se cerraron y el campo de fuerza desapareció.

Un oficial de cubierta se dirigió hacia la nave intrusa con la mano sobre la empuñadura de la espada.

—¡Ustedes! —gritó hacia la lanzadera—. Esta maldita nave no está registrada en el manifiesto. ¡Identifiqúense!

Una docena de turboláseres apuntaron directamente hacia la cabeza del oficial, quien se paró en seco y acto seguido dio un paso atrás.

—Creo que este problema es nuestro —dijo Alaric—. Seguidme.

Mientras Alaric y sus marines caminaban hacia la lanzadera, una rampa descendió en uno de los laterales, dejando salir una nube de incienso espesa y purpúrea seguida por una veintena de tecnoguardias con los rostros ocultos tras los visores de sus cascos. Alaric reconoció en seguida de qué se trataba gracias a sus uniformes distintivos y a las armas láser: era el ejército regular del Adeptus Mechanicus, regimientos entrenados para defender los mundos forja. Dos tecnosacerdotes salieron de la nave tras los soldados portando dos incensarios. Ambos tenían un aspecto bastante humano, lo que hacía pensar que se trataba de miembros de bajo rango del clero. Sin embargo, el sacerdote que salió detrás de ellos era algo completamente diferente.

Aquella delegación estaba encabezada por una criatura que difícilmente podía ser considerada humana. Se movía como si se deslizara en lugar de caminar, como si su túnica ocultara algún extraño augmético motriz en lugar de piernas. Tenía cuatro brazos, dos de ellos con lo que parecían ser manos biónicas de color plateado y decoradas con tallas, y los otros dos terminaban en multisensores y unidades de interfaz. Sin embargo, lo que más destacaba era su cabeza, pues tenía dos enormes ojos compuestos, como los de un insecto, y su boca estaba formada por lo que parecía un pesado collar de metal con una serie de hendiduras a través de las cuales hablaba. Parecía no tener ni un solo gramo de carne biológica.

Los tecnoguardias formaron en semicírculo para rodear a su maestro. El tecnosacerdote miró a su alrededor y sus ojos inhumanos se posaron inmediatamente sobre Alaric y su escuadra.

—Excelente —dijo con una voz claramente artificial—. ¿Es usted el representante del inquisidor Nyxos?

—Represento al capítulo del Adeptus Astartes de los Caballeros Grises.

—Ya veo. Viendo su escudo heráldico debo suponer que detenta usted el rango de juez. —Su voz estaba programada para hablar con un acento aristocrático y ligeramente arrogante—. Dada esta condición, considero que es muy poco probable que sea usted quien esté al mando de las fuerzas imperiales de esta flota. Por favor, lléveme ante quien lo esté.

—Antes me gustaría saber quién es usted.

—¿Dónde están mis modales? No he podido traer conmigo a mi servidor de protocolo. Soy el archimagos Saphentis, del Adeptus Mechanicus, comandante de la Ejemplar y tecnosacerdote del Librarium Primaris de Rhyza, elegido por la oficina del fabricador general para encabezar esta delegación de reclamación.

—¿Reclamación? —preguntó la interrogadora Hawkespur, quien parecía ridiculamente pequeña al lado de Alaric. Sin embargo, no parecía intimidada lo más mínimo ante la extraña apariencia de Saphentis—. Ésta es una misión de investigación del Ordo Malleus. Las Santas Órdenes de la Inquisición del Emperador tienen autoridad sobre este planeta y todo lo relacionado con él.

—Creo que no me ha entendido. —Saphentis extendió una de sus manos humanoides y uno de los tecnosacerdotes que lo asistía le dio una placa de datos. El monitor de la placa comenzó a emitir unos destellos de color púrpura y mostró una imagen de Borosis Septiam—. Deduzco que es usted la interrogadora Hawkespur. Usted misma ha enviado las especificaciones de este planeta al librarium de este sector solicitando su identificación. Su petición ha sido satisfecha. El planeta que ustedes han denominado incorrectamente Borosis Septiam, es un mundo forja, una posesión del Adeptus Mechanicus según el Tratado de Marte. De modo que, por orden del fabricador general, estoy aquí para encabezar la delegación que lo reclama.

—Un mandato inquisitorial anula cualquier otra autoridad, incluyendo el Tratado de Marte —afirmó Hawkespur de manera tajante.

—Puede que tenga razón, pero mientras discute sobre aspectos legales mis hombres llevarán a cabo una inspección de ese planeta.

—Olvídese de las leyes —interrumpió Alaric—. Cualquiera que baje allí puede que no regrese nunca. Barajamos la posibilidad de que haya una amenaza moral en ese planeta, el Mechanicus no puede enfrentarse a algo así por sí solo.

—Agradezco su preocupación —dijo Saphentis—. Pero hay pocas cosas a las que una misión de exploración fuertemente armada no pueda enfrentarse. Ahora, si me permite, esperaba poder tener la cortesía con el inquisidor Nyxos de exponerle la autoridad bajo la que operamos, sin embargo, si esa cortesía no va a ser recíproca, me temo que tendré que regresar a mi nave.

Hawkespur miró al oficial de cubierta, hacia quien todavía apuntaban todos los turboláseres de la nave.

—No… no sin antes despejar la cubierta, señor —dijo—. Y me temo que no puedo hacerlo, de modo que tendrá usted que hablar con el capitán.

—Tanto esta nave como ese planeta pertenecen al Adeptus Mechanicus —declaró Saphentis de manera tajante—. Si no entienden esto, sinceramente espero que su capitán sea menos obtuso. Tendrán que llevarme ante él, y espero que muestre el debido respeto que mi autoridad merece.

—Esto es ridículo —dijo Hawkespur mientras Saphentis abandonaba la cubierta escoltado por su comitiva de tecnoguardias—. Muchos hombres han sido ejecutados por cuestionar la autoridad de la Inquisición; deberíamos despegar en cuanto lleguen las tropas de asalto.

—Será mejor que esperemos, interrogadora —replicó Alaric.

—¿Por qué? Es inútil entretenerse en debates mientras deberíamos estar investigando lo que ocurre en ese planeta.

—Lo sé. —Alaric señaló hacia la lanzadera del Mechanicus—. Pero si vamos a bajar ahí, preferiría hacerlo en una nave como ésa.

* * *

El centro de comunicaciones de la nave de escolta Ptolomeo Gamma era, al igual que el resto de la nave, totalmente nuevo. Era un hecho de sobra conocido en la Armada Imperial que las naves antiguas eran las mejores. Las técnicas de construcción se olvidaban mucho más rápido de lo que se redescubrían, de modo que normalmente se tenía la idea de que las naves de nueva construcción no eran más que versiones más endebles de sus predecesoras. Las comunicaciones entre los componentes del escuadrón de escolta se caracterizaban por ser un tanto caprichosas, las frecuencias no cesaban de fluctuar y los espíritus máquina de los cogitadores de comunicaciones se enfrentaban y discutían como niños. Se necesitaban infinidad de libaciones de aceite de máquina y tecnorrituales de ajuste para conseguir que el Gamma pudiera comunicarse con el Alpha y el Beta, las otras dos naves del escuadrón. Sin embargo, no había tecnosacerdotes destinados en el batallón de forma permanente, de modo que los tecnorrituales no siempre eran efectivos.

—¿Algo? —preguntó la oficial de comunicaciones Tsallen.

El centro de comunicaciones era angosto y claustrofóbico, encajado entre las cubiertas de artillería y las de máquinas, en la que se suponía que era la zona más segura de la nave. Tsallen llevaba tres horas intentando establecer contacto con el capitán de escuadrón Vanu, y el excesivo almidón de su uniforme no era de mucha ayuda a la hora de sobrellevar el inmenso calor que hacía allí abajo.

—El cogitador tres no responde —contestó el técnico que había frente a ella.

Desnudo de cintura para arriba, había levantado el panel frontal del enorme cogitador y estaba intentando averiguar qué le ocurría a toda la maquinaria seudomecánica que había en el interior.

—Tiene que haber algo —insistió Tsallen—. Se supone que este escuadrón ahora mismo debería estar en formación cerrada y protegiendo a la Tribunicia, pero ni siquiera podemos decirles dónde estamos.

—Si está averiado, está averiado —dijo el técnico.

Tsallen exhaló un suspiro. Se suponía que algún día sería ella quien tendría que capitanear su propia nave, y aquélla no era la mejor manera de buscar un ascenso.

—¡Tú! —exclamó ella señalando hacia otro tripulante—. ¿Tenemos algo ya?

Éste era un hombre delgado y sudoroso que estaba sentado en un puesto de recepción que parecía un gran órgano de iglesia. Intentaba escuchar atentamente el sonido estático a través de sus auriculares.

—Puede ser.

—¿Puede ser?

—No consigo aislar las frecuencias. No paro de recibir fragmentos de cosas.

—Déjeme a mí.

Tsallen apartó al hombre de un manotazo y se inclinó sobre el centenar de luces parpadeantes y lecturas digitales que salían del puesto de recepción; la mayoría de ellas ni siquiera habían sido catalogadas aún. La oficial pulsó un par de botones y movió un par de palancas, como si estuviera experimentando.

Todo el puesto se estremeció. Los escapes del cogitador, que parecían los tubos de un órgano, comenzaron a zumbar debido al esfuerzo. De pronto, todas las luces se iluminaron a la vez generando un brillante resplandor sobre la consola.

—¿Ha funcionado? —preguntó Tsallen.

—Parece que está pasando por todas las frecuencias, señora. Dependerá de si encuentra algo.

Tsallen pudo oír un fuerte chirrido y una nube de humo comenzó a salir desde debajo de la consola. Si había roto todo el sistema por lo menos no sería culpa suya, pensó. Para eso estaban los tripulantes.

De pronto uno de ellos lanzó un terrible alarido. Comenzó a dar sacudidas con la cabeza recorrido por los espasmos; sus ojos se quedaron en blanco cuando intentaba quitarse los auriculares. Tsallen lo agarró e intentó arrancárselos ella misma, pero estaban ardiendo, estaban quemando el cráneo del operador.

—¡Maldición! ¡Maldición, los hemos perdido todos! —gritó alguien, probablemente el técnico que trabajaba en el cogitador número tres.

El resto del personal de comunicaciones, alrededor de treinta hombres y mujeres apiñados en aquel espacio angosto y abrasador, empezó a reclamar la atención de la oficial mientras todo el centro de comunicaciones comenzaba a sobrecargarse.

Tsallen dejó al operador en el suelo. Había dejado de gritar, pero de su cuerpo salía ahora un humo maloliente y aceitoso.

—¡Calma! —gritó mientras desenfundaba la pistola—. ¿Qué ocurre?

—¡Estamos recibiendo una señal! —gritó alguien como respuesta—. ¡Se trata de algo muy fuerte, está sobrecargando todo el sistema!

—¿De dónde procede?

Se sucedieron unos momentos de una terrible confusión. Comenzaron a salir chispas de uno de los cogitadores, que explotó al cabo de unos segundos esparciendo sus restos por todo el centro de comunicaciones.

—¡El punto de origen es Borosis Septiam!

—Aíslen este nivel del resto de la nave —ordenó Tsallen.

—¡Los controles primarios no están operativos!

—¡Entonces coja una maldita hacha y corte los cables!

De pronto se produjo un estruendo ensordecedor cuando todos los circuitos de los cogitadores saltaron por los aires. Todas las luces se apagaron.

El silencio inundó el centro de comunicaciones.

—¿Algún herido? —preguntó Tsallen.

El sonido que comenzó a salir de la consola de recepción principal podría describirse como una voz, pero hablaba en un lenguaje tan horrible que Tsallen se quedó helada. El mero hecho de oírlo le producía un tremendo dolor, estaba compuesto por infinidad de sonidos guturales que se superponían unos a otros, como si hubiera miles de espectadores lanzando maldiciones sobre ella.

—Amenaza moral… —dijo tímidamente Tsallen con la esperanza de que en el puente aún pudieran recibir la señal de su comunicador—. Tenemos una amenaza moral en la sala de comunicaciones. Aíslennos y envíen un mensaje a Horstgeld…

De pronto, un resplandor morado emergió de una de las consolas cubriendo los paneles con un brillo oscuro. La voz continuaba hablando, y aunque Tsallen no era capaz de entender lo que decía, su significado estaba sorprendentemente claro: maldad, ira y odio emanaban de cada una de las sílabas. Tsallen hizo acopio de valor para mirar las lecturas digitales; aquella señal era tremendamente poderosa y provenía de algún punto de la superficie de aquel misterioso planeta; se emitía en una frecuencia que apenas podía recibirse, pero lo suficientemente fuerte como para atravesar los circuitos de filtrado y empapar, como si de un icor maligno se tratara, todos los sistemas del Ptolomeo Gamma.

Al cabo de unos instantes, la estructura psíquica se desplomó y todo el centro de comunicaciones implosionó.

* * *

—Propongo un acuerdo —dijo Nyxos.

Los aposentos personales del contraalmirante Horstgeld ocupaban varios niveles delimitados por unos muros de roca fría decorada con madera noble y con imágenes del Credo Imperial. Nyxos había decidido llevar a cabo aquel encuentro en la capilla privada de Horstgeld, lejos de cualquier otro miembro de la tripulación. Hawkespur estaba a su lado, junto con Alaric y el propio Horstgeld. El archimagos Saphentis y Thalassa, una tecnosacerdote relativamente poco augmetizada, eran los representantes del Adeptus Mechanicus.

Si Nyxos estaba nervioso o desconcertado por ver su reflejo multiplicado un centenar de veces sobre los ojos de Saphentis, desde luego no daba muestras de ello.

—Discutir no va a llevarnos a ningún sitio.

—Extrañas palabras en boca de un inquisidor —dijo Saphentis—. Pero, dada la situación, son probablemente las más acertadas.

—Me congratula que hayamos decidido empezar bien —prosiguió Nyxos—. Pero primero necesito saber qué es lo que han averiguado en el librarium.

—¿Debo entender que pregunta usted como inquisidor y no como un simple individuo curioso?

—Exacto.

—Muy bien.

Alaric supuso que Saphentis sabía que negarse a contestar en una investigación inquisitorial podría acarrearle cualquier castigo que el inquisidor fuera capaz de imaginar.

—El planeta en cuestión se denomina Chaeroneia. Desapareció hace poco más de un siglo después de una investigación llevada a cabo para destapar una posible tecnoherejía por parte de los estratos más bajos del tecnosacerdocio.

—¿Están seguros?

—Lo estamos. Chaeroneia es un mundo forja, y de acuerdo con lo estipulado en el Tratado de Marte pertenece en su totalidad al Adeptus Mechanicus, de ahí nuestra insistencia en que debemos ser nosotros quienes llevemos a cabo cualquier investigación.

—El Tratado de Marte no anula la autoridad inquisitorial —dijo Hawkespur de manera tajante.

—Puede que eso sea verdad —contestó Saphentis, cuya voz parecía ahora programada para sonar condescendiente—, pero creo que ambas partes carecemos del tiempo necesario para discutirlo.

—De ahí mi proposición —dijo Nyxos—. Una misión conjunta.

—Bajo mi mando, por supuesto —contestó Saphentis.

—Inaceptable. La interrogadora Hawkespur me representará en tierra, y el juez Alaric estará al mando operacional.

—La expedición deberá estar integrada por mí mismo, por la tecnosacerdote Thalassa y por el destacamento de tropas de la Tecnoguardia.

—De acuerdo.

—Y la Ejemplar pasará a estar bajo mis órdenes como parte de la flota —intervino Horstgeld.

—Muy bien. Mi capitán, el magos Korveylan, lo acogerá en su nave.

La voz de Saphentis sonaba tranquila, como siempre, y Alaric supuso que el tecnosacerdote estaba consiguiendo obtener más de lo que habría esperado; probablemente Nyxos era demasiado generoso al permitir que un tecnosacerdote de tan alto rango formara parte de aquella misión.

En cierto modo a Alaric lo tranquilizaba que el Mechanicus se hubiera unido a ellos. Si Borosis Septiam era realmente el mundo forja de Chaeroneia, contar con alguien que conociera el Culto Mechanicus podía proporcionarles una gran ventaja sobre el terreno. No le gustaba nada la idea de discutir para decidir quién estaba al mando, y Saphentis parecía la clase de hombre que no cambiaría de opinión una vez que se hubiera decidido que él estaría al frente de la operación.

En aquel momento las puertas de la capilla se abrieron dejando paso a un oficial que parecía muy nervioso. Las estrellas de su uniforme ponían de manifiesto que se trataba de un oficial de comunicaciones. Se apresuró hacia el capitán Horstgeld sin preocuparse por la extraña apariencia del archimagos Saphentis ni por el no menos sorprendente aspecto del propio Alaric.

—Amenaza moral sobre la Ptolomeo Gamma, señor.

—¿Amenaza moral? ¿Cuál es la fuente?

—Una comunicación proveniente del planeta.

—Maldita sea —dijo Horstgeld—. Pongan la Gamma en cuarentena, sólo comunicaciones psíquicas. Que toda la flota purgue sus comunicaciones anteriores, e informen al comisario de flota Leung inmediatamente.

—¿Puede la Ejemplar establecer un receptor completamente seguro? —preguntó Nyxos.

—Claro que puede.

—Bien. Informe a Korveylan para que lo prepare y empiecen a estudiar esa señal y a determinar su procedencia exacta. —Saphentis ni siquiera se movió—. Por favor.

Saphentis hizo un gesto con la cabeza hacia Thalassa, quien se apresuró a enviar las órdenes a la Ejemplar.

—Parece que nos obligan a acelerar el paso —dijo Alaric.

—Exacto —contestó Nyxos—. Lo más molesto del enemigo es que nunca nos deja tiempo para pensar. ¿Está listo para la acción, Alaric?

—Mis hombres ya han completado todos los rituales y están preparados para despegar inmediatamente.

—Así me gusta. ¿Saphentis?

—El destacamento de la Tecnoguardia que me acompaña representa nuestra unidad de combate más efectiva. Está lista para entrar en acción, al igual que nuestra nave.

—Excelente. Caballeros, representan ustedes a la autoridad de las Santas Órdenes de la Inquisición del Emperador. Sea lo que sea lo que se encuentren allí abajo, quedará bajo los auspicios del Emperador o será purificado según su ley. Que Él les proteja.

Alaric y Saphentis dejaron la capilla para dirigirse hacia la cubierta de lanzamiento. Alaric sabía que una vez que estuvieran en tierra, sin Nyxos para apoyarlos a él y a Hawkespur, el peso de la autoridad cambiaría de manos. Tan sólo esperaba que, encontraran lo que encontraran en Chaeroneia, sólo tuviera que enfrentarse a un único enemigo.