TRES
… De modo que temed a lo desconocido, pues todo enemigo fue antes un misterio.
Comandante supremo Solar Macharius,
Historia del Segmentum Ultima
—Jaque al emperador.
—De eso nada.
Suruss señaló hacia una de las esquinas del tablero de regicida, donde se alzaba la figura solitaria de un único templario.
—Mi templario lo tiene a tiro. Tu emperador no tiene adonde ir.
Argel miró detenidamente el tablero. El joven Suruss parecía tan contento consigo mismo que podía ser que tuviera razón.
—Pequeña alimaña —gruñó Argel—. No tengo escapatoria.
Decepcionado, Argel empujó con el dedo la pieza del emperador, haciéndola caer de lado sobre el tablero y dando a entender que la partida había terminado con una nueva victoria para Suruss.
—¿Otra partida? —preguntó Suruss.
—Claro, no tenemos nada mejor que hacer.
Argel tenía razón, estaban en la estación de vigilancia orbital tres noventa y uno, en el sistema Borosis, subsector Gaugamela, Segmentum Ultima. Se trataba de una esfera de metal oxidado de unos quinientos metros de diámetro, la mayoría de los cuales estaban dedicados a sistemas de ingeniería y mantenimiento espacial. Aquellas estaciones rara vez estaban equipadas con instalaciones de entretenimiento. Suruss y Argel tenían suerte de tener espacio suficiente como para poder desplegar un tablero de regicida. Pasados tres meses de un turno que debería durar nueve, Argel había llegado a la conclusión de que Suruss era mucho mejor jugador que él, pero no le quedaba más opción que seguir jugando con la esperanza de mejorar.
Las alternativas eran dos. Mirar a la pared o ir a hablar con Lachryma. Por desgracia Lachryma era una astrópata, una telépata tremendamente poderosa capaz de transmitir mensajes psíquicos de un extremo a otro del Imperio. Todos los astrópatas eran criaturas hurañas y taciturnas que se guardaban sus personalidades marchitas y ciegas para sí mismas, y Lachryma era una de las peores.
De modo que sólo les quedaba el regicida. De pronto algo comenzó a sonar en los niveles superiores, un sonido alto y repetitivo.
—¡Por el Trono de Terra! —exclamó Argel—. Es un aviso de proximidad.
—Tiene que ser una avería en el sistema —contestó Suruss, que estaba preparando las piezas del regicida para una nueva partida—. Ahí fuera no hay nada.
—Siempre que esos trastos se activan nos toca rellenar un montón de papeleo. Iré a echar un vistazo.
Argel se puso en pie con cuidado para no golpearse la cabeza contra el techo del angosto compartimento para la tripulación. Se rascó el cuello y se puso con desgana el traje presurizado. Los niveles de mantenimiento no tenían calefacción y hacía suficiente frío como para matar a cualquiera.
La alarma comenzó a sonar de nuevo, esta vez mucho más cerca.
—Alarma gravítica —dijo Suruss—. Parece que hay más sistemas dañados.
—¿Es que no vas a echarme una mano?
Suruss hizo un gesto en dirección al tablero de regicida, donde la mitad de las piezas ya estaban listas para una nueva partida.
—¿Es que no ves que estoy ocupado?
Argel se fue murmurando improperios mientras salía por la estrecha abertura que daba acceso a los niveles primarios de mantenimiento. Muchas de las alarmas se habían disparado, lo que significaba riesgo de radiación o una amenaza directa sobre el casco exterior, incluso había algunas que Argel ni siquiera reconocía. Suruss debía de tener razón; no era más que el espíritu máquina de la estación que había decidido volver a darles problemas. Ahora Argel tendría que hundir la cabeza en el libro de tecnooraciones para intentar calmar a los sistemas internos de la estación hasta que el espíritu quedara satisfecho. Aquella estación necesitaba un tecnosacerdote destinado allí permanentemente, pero el Adeptus Astra Telepática no consideraba que la estación tres noventa y uno fuera lo suficientemente importante, de modo que era tarea de Argel y Suruss mantenerla en funcionamiento.
Argel estaba a punto de comenzar a ascender por la escalerilla que llevaba hasta el primer nivel cuando vio que algo se movía en el túnel que conectaba el habitáculo de la tripulación con los aposentos de los astropatas. Se trataba de Lachryma, que caminaba desorientada mientras intentaba abrirse paso palpando con las manos; la capucha de su hábito se había caído hacia atrás dejando ver su cabeza arrugada y afeitada y la banda blanca que le cubría los ojos.
—Lachryma, no pasa nada, no es más que un enfado del espíritu.
—¡No! No. Los oigo, los oigo por todas partes… —La voz de la astrópata, aguda y penetrante, llegaba hasta Argel alzándose sobre el sonido de las alarmas.
De pronto Lachryma tropezó y Argel tuvo que sujetarla para que no cayera al suelo. Temblaba y estaba cubierta de sudor, y desprendía un fuerte olor a incienso.
—He… he enviado un mensaje —dijo entrecortadamente—. No sé si lo han recibido. Tenemos que salir de aquí ahora mismo…
No se trataba de un fallo de los sistemas, era una amenaza real. Los astrópatas siempre eran los primeros en saber que algo realmente malo estaba a punto de ocurrir, y cualquiera que hubiera pasado la mayor parte de su vida en el espacio lo sabía.
—¿Qué ocurre?
Lachryma se irguió y se quitó la banda blanca que le cubría la cara, Argel vio que no tenía ojos, tan sólo cuencas vacías, en cuyo interior había talladas varias oraciones que en aquel mismo instante refulgían lanzando un brillo anaranjado, como si un calor abrasador intentara escapar desde detrás de ellas.
—Caos —dijo Lachryma con la voz temblorosa—. El Castigador.
De pronto toda la estación se estremeció como si algo hubiera impactado contra ella. El suelo comenzó a inclinarse; el impacto debía de haber hecho que el giroscopio del generador de gravedad hubiera quedado desalineado. La mitad de las luces empezaron a parpadear.
—Podemos llevarla hasta la cápsula de escape —le aseguró Argel—. Tan sólo… mantenga la calma. Y vuelva a ponerse eso en la cara.
Argel condujo a Lachryma hasta el habitáculo de la tripulación, donde Suruss trabajaba frenéticamente en la pantalla del sensorium, entre los restos del tablero de regicida.
—¡Impactos de asteroides! —gritó Suruss por encima del sonido de las alarmas y del ruido de los golpes—. ¡No los había detectado!
—Tenemos que largarnos de aquí —dijo Argel.
Suruss movió la cabeza.
—No, aún no. El generador de potencia auxiliar tiene que calentarse. Ponlo en marcha y podremos lanzar la cápsula de escape.
—¿Por qué tengo que ser yo?
—¡Porque eres el único que tiene alguna idea de lo que hay que hacer!
Un nuevo impacto, el más fuerte que se había producido hasta el momento, hizo que toda la estación se estremeciera. De las junturas de las paredes del habitáculo comenzaron a salir grandes chorros de vapor, y parte del techo se derrumbó llenando la estancia de restos metálicos y de tuberías. Suruss perdió el equilibrio y se golpeó la cabeza contra la consola del sensorium. El golpe hizo que una de las pictopantallas se activara y comenzara a parpadear.
Suruss, que se había cubierto la cabeza con las manos, intentó sentarse en una silla. Argel se arrodilló para ayudar a Lachryma, que había perdido el equilibrio a causa del impacto. Tenía el rostro cubierto de sangre procedente de una brecha que se había abierto en la cabeza. Murmuraba palabras incomprensibles y el resplandor anaranjado de las inscripciones de sus ojos brillaba incluso a través de la banda que los cubría. Argel no sabía qué les hacían a los astrópatas durante su interminable peregrinación a Terra, pero fuera lo que fuera no les sentaba muy bien.
Argel miró a su alrededor y pudo ver el lamentable estado en que había quedado el habitáculo. Seguramente las cubiertas exteriores estarían mucho peor. Encender el generador de potencia auxiliar sería muy arriesgado, pero la cápsula de escape era su única oportunidad.
Se volvió y vio la imagen que proyectaba la pictopantalla que había junto a Suruss. Por fin se había encendido y ahora se veía una imagen del espacio que había en torno a la estación enviada por los pictorreceptores del sensorium.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó.
Suruss levantó la vista. La pictopantalla mostraba un punto de luz roja que se hacía más y más grande justo delante de la estación. Las estrellas que se veían a su alrededor parecieron perder su brillo a medida que la luz que emanaba de ellas se deformaba al alcanzar la anomalía, cuyo resplandor no cesaba de aumentar mientras la aureola lumínica intentaba abrirse paso hasta el espacio real.
Suruss miró a Lachryma.
—Dígame que alguien sabe que esto está pasando.
Lachryma asintió débilmente.
—Sí. Sí. He enviado un mensaje… Todos los símbolos, todo lo que he visto, un planeta entero que emerge de la disformidad, ciudades… ciudades hechas de puro odio… el mundo caníbal… todo eso… y al demonio del Tarot Imperial, a la Bestia, al Hereje… He enviado los símbolos más nefastos… los más funestos…
Argel agitó a Lachryma cogiéndola por los hombros.
—Pero ¿quién? ¿Quién va a recibirlo?
Las comunicaciones astropáticas eran un recurso demasiado complejo y pseudomístico que estaba muy por encima de la capacidad de entendimiento de Argel. Los astrópatas eran capaces de transmitir imágenes extraídas del Tarot Imperial con la esperanza de que los adeptos destinados en las estaciones de recepción del Astra Telepática, con la ayuda de enormes libros de augurios, consiguieran interpretar el mensaje y descubrir a quién estaba dirigido. Una señal de socorro astropática no sería de mucha ayuda si un adepto necesitaba seis meses para conseguir descifrarla.
—¿El Astra Telepática?
—No, no hay nada que ellos puedan hacer, por ahora.
—¿Entonces quién?
—Quizá… el Adeptus Terra, si consigue llegar a la Tierra… Puede que alguno de los Ordos… Sí, mis presagios harán que se pongan en marcha, puede que incluso el Ordo Malleus…
Argel frunció el ceño. Acto seguido, el generador de energía principal se apagó por completo.
Setenta mil kilómetros por debajo de la estación de vigilancia orbital tres noventa y uno, infinidad de asteroides comenzaron a salir de una brecha ardiente abierta en el tejido del espacio real, una enorme cicatriz que se abría paso hasta el exterior. Los asteroides salían disparados como proyectiles, algunos de ellos desintegraron la estación orbital, pero la mayoría emergieron girando a gran velocidad para después ser retenidos por el campo gravítico del enorme objeto emergente, a cuyo alrededor comenzaron a dibujar órbitas complejas e irregulares. Infinidad de esos cuerpos salieron a través de la brecha, hasta que al final ésta quedo completamente rodeada por una enorme e inestable nebulosa de asteroides cuyas superficies irregulares dejaban salir columnas de fuego maligno.
El espacio se combó y se deformó conforme la masa de aquel objeto luchaba por abrirse paso. La estación espacial fue finalmente destruida por una onda expansiva que hizo estremecer la realidad. Astrópatas y toda clase de psíquicos pudieron sentir aquella perturbación desde años luz de distancia. La fuerza impía que emergió de aquella brecha convirtió la estrella del sistema Borosis en un cuerpo enfermo de color rojizo con manchas negruzcas.
Y allí, junto a la órbita más distante de Borosis, apareció un nuevo planeta donde antes no había más que vacío.