DOS
Algunos diríais que es imposible que un hombre se parezca a la Máquina. Y yo os contestaría que sólo la mente más torpe lucha por comprender sus límites.
Fabricador general KANE
El magos Antigonus no debía morir de esa manera.
Dentro del complejo la luz era muy tenue. Una única bombilla parpadeaba lanzando una luz pardusca sobre el taller abandonado en el que se encontraba. Junto a uno de los muros había arrinconados infinidad de bancos de trabajo repletos de equipamiento oxidado; el techo, que era muy bajo, estaba cubierto por un sistema de cableado corroído. Antigonus estaba apoyado contra el muro del lado opuesto, y por su espalda corrían unos pequeños regueros de agua enrojecida por el óxido que brotaban de la pared. El tecnosacerdote intentaba reparar los servos de sus unidades motoras. Sus piernas estaban atrofiadas y casi sin fuerza, y sin los implantes apenas sería capaz de andar. Él no había sido diseñado para luchar. Estaba allí por su habilidad para manejar sistemas de información y porque podría acceder a las bases de datos de Chaeroneia con facilidad. El propósito de su presencia en aquel mundo era desmentir los rumores que se habían extendido sobre posibles prácticas heréticas entre los tecnosacerdotes de aquel planeta. Después debería llevar las noticias a Marte para que todo el tecnosacerdocio decidiera si el mundo forja estaba libre de la marca de la blasfemia.
«Objetivo primario no alcanzado», pensó.
Antigonus estaba sentado con la espalda apoyada contra el muro. La voz llegó desde todas partes al mismo tiempo. Se encontraba solo en aquel viejo taller, pero había algo con él. Volvió a desenfundar el rifle, aunque sabía que eso no le serviría de nada.
—¡Herejes! —gritó Antigonus mientras intentaba ponerse en pie—. ¡Podréis esconderos de mí, pero el Mechanicus os encontrará! ¡Después de mí vendrán muchos otros! ¡Marte enviará a muchos más!
La única respuesta que obtuvo fue el eco de su propia voz al resonar en el taller vacío.
Antigonus comenzó a andar a través de las tinieblas, intentando reducir al mínimo los chirridos de sus servos. Allí no había nadie, pero tenían que estar cerca. Sabía que no podría luchar durante mucho tiempo, pero estaba decidido a no dejarse atrapar fácilmente. Si querían acabar con él tendrían que esforzarse.
—Vendrán muchos más, y muchos más morirán. Ésos son los designios de nuestro Dios Máquina.
Aquella voz provenía de un lugar muy cercano, era poco más que un susurro musitado al oído de Antigonus. Tenía que tratarse de alguien que estuviera en aquella misma habitación, o eso o una máquina que alguien manejaba desde el exterior, como un servidor o un espíritu máquina, algo complejo, algo capaz de hablar. Pero Antigonus había registrado la zona antes de sentarse a descansar, allí no había nada de aquello.
Nada, aparte de sus propios miembros biónicos.
—Chico listo.
Antigonus dejó caer su arma y cogió el destornillador que había usado para intentar repararse a sí mismo. Los herejes estaban haciendo con él lo mismo que habían hecho con Ypsilon tres-doce, se habían apoderado de sus sistemas y ahora los controlaban por completo. O se habían hecho con el control de sus partes biónicas o las habían infectado con una maldición de la máquina, un sistema maligno de órdenes de reproducción automática que podía hacer que un sistema se autodestruyera.
Pero ¿qué sistema? Como todos los tecnosacerdotes que habían superado los rangos inferiores, el magos Antigonus tenía varios augméticos muy complejos, incluyendo enlaces de datos, puntos idóneos para comenzar una infección. Por lo menos no habían conseguido acceder a su corazón biónico, de lo contrario ya estaría muerto. Su ojo biónico había quedado completamente destruido, pero los circuitos de control seguían allí, moviéndose alrededor del nervio óptico. ¿Y sus mecadendritas? Estaban directamente conectadas a su sistema nervioso a través de un enlace de impulsos. ¿Y sus miembros biónicos? ¿Y los sistemas de filtración inteligentes de su garganta y pulmones?
—Estás cerca, muy cerca. Pero no lo suficiente. Descubre los designios del Omnissiah, compañero de viaje. El avatar se está comunicando con nosotros y nos habla de tu muerte.
Antigonus introdujo el destornillador en las juntas de su ojo biónico y extrajo la unidad de visión de su cavidad, obligándose a sí mismo a ignorar el dolor frío y extraño que le producía el implante. Finalmente consiguió extraer el ojo y lo arrojó al suelo con un sonido húmedo debido a la carne artificial que tenía adherida. Antigonus tuvo que ahogar un grito al notar cómo los nervios de la cavidad ocular se estremecían al entrar en contacto con el aire frío.
—Cerca.
Antigonus comenzó a palpar el suelo, aturdido y mareado a causa del dolor punzante que sentía en la cara. Finalmente encontró el arma con su única mano humana, la levantó y apoyó el cañón directamente en su sien.
—No dejes que te atrapen —murmuró para sí mismo—. Te convertirán en uno de los suyos.
—Incluso aunque estés muerto, compañero de viaje.
—¡Fuera! —gritó Antigonus frenéticamente—. ¡Fuera! ¡El Dios Máquina te lo ordena! ¡Mediante la luz del entendimiento y la ley de Marte yo destierro este maleficio impío de la máquina!
Cualquier visioingeniero destinado por el Adeptus Mechanicus a mantener en buen funcionamiento las máquinas de la Guardia Imperial conocería los rituales de exorcismo de memoria. Pero ese tipo de cosas no se necesitaban en Marte, el corazón del tecnosacerdocio donde Antigonus había aprendido su papel dentro del Culto Mechanicus. El magos Antigonus sabía que no podría librarse de aquello armado solamente con esas palabras, pero en aquellos momentos eran lo único que tenía.
Si aún tuviera control sobre su brazo biónico ahora podría usarlo para apartar el cañón del arma de su cabeza. Pero no, había algo en su interior, algo que intentaba acabar con él.
—¡Yo te destierro!
Antigonus consiguió desviar el cañón hasta su rodilla izquierda y abrió fuego.
Una explosión de dolor, el más fuerte que Antigonus jamás había sentido, se extendió por todo su cuerpo e hizo que perdiera el conocimiento, su pierna izquierda quedó totalmente arrancada de su cuerpo a la altura de la rodilla. Un dolor paralizante se apoderó de sus sentidos, Antigonus parecía no poder librarse de él. El tecnosacerdote lanzó un alarido, pero en algún punto de su interior pudo oír cómo la infección tecnológica que se había apoderado de él también gritaba, parecía como si una parte de ella hubiera sido arrancada junto con su pierna; el resto pareció refugiarse en los mecanismos de su pierna derecha.
Estaba en los servos que controlaban sus piernas, había infectado los sistemas que transmitían las órdenes de sus impulsos nerviosos a los motores. Puede que hubiera sido infectado mientras registraba las redes de información de Chaeroneia en busca de picos de energía sospechosos, o cuando tuvo que hacer que repararan sus unidades de impulsos nerviosos. Quizá había permanecido agazapado en su interior desde que llegó a Chaeroneia, esperando para ver cuánto tiempo podía esconderse antes de atacar.
Fuera como fuere, ahora podía acabar con ella.
Su corazón estaba funcionando al máximo; había tenido que desviar tanta energía del resto de sus augméticos que el brazo biónico estaba inutilizado. Bombeaba tal cantidad de analgésicos que estaban a punto de matarlo. Mientras, Antigonus intentaba alejarse a rastras del montón de carne chamuscada y metal que había sido su pierna izquierda.
—Te haremosss sssufrirrr…
—Eso no te ha gustado, ¿verdad? —dijo Antigonus con la cara ensangrentada tras retirar un pedazo de carne de los labios—. ¿De verdad piensas que enviarían a cualquiera? ¿A alguien a quien pudierais derrotar con una simple maldición de la máquina? En Marte nos entrenan muy bien, infección herética infame.
—No esss unnnna maldición de la máquina… muuuucho peorrr… muuuucho peorrr…
Un reguero de información frío como el hielo discurría por la espina dorsal de Antigonus. El tecnosacerdote se retorcía de dolor en el suelo, su visión se había vuelto blanquecina y un grito agudo se apoderó de sus unidades auditivas. Intentaba luchar contra el frío gélido que poco a poco se estaba apoderando de su carne y de sus augméticos. La voz que le susurraba temblaba de ira, clamaba venganza. Se suponía que su única función era controlarlo, pero ahora quería acabar con él.
Antigonus consiguió contener el horror que lo había infectado y, nervio a nervio, consiguió desviarlo hasta los servos de la única pierna que le quedaba. Intentó levantarse, pero tan sólo podía arrastrarse de lado, tirando del muñón de su pierna izquierda. Finalmente logró deslizarse hasta el exterior del taller. Tenía que salir de allí, aquello era un callejón sin salida, estaba atrapado. Quizá podría encontrar algún sirviente que lo ayudara o una arma más potente. Cualquier lugar sería mejor que aquel taller, pues la infección, o lo que quiera que fuera, a esas alturas ya habría transmitido a los herejes su localización exacta.
Los recursos necesarios para adquirir, o, con perdón del Omnissiah, crear una maldición de la máquina tan poderosa, eran enormes. En Marte había muy pocos capaces de hacerlo. Antigonus no quería ni pensar en lo que los herejes tendrían que haber hecho para conseguirlo.
La voz ya no era más que un leve tartamudeo que susurraba débilmente desde lo más profundo de los implantes augméticos de Antigonus. El tecnosacerdote consiguió alcanzar a duras penas un corredor alargado y con el techo bajo, como un vacío natural formado entre los restos de las fábricas derruidas. Un agua enrojecida por el óxido goteaba desde el techo formando en el suelo pequeños charcos de color escarlata. Podía oírse el zumbido de una vieja y poderosa máquina proveniente de algún punto bajo tierra, probablemente uno de los enormes disipadores geotérmicos que proveían a Chaeroneia de energía. Antigonus se arrastraba hacia un lugar en el que el techo se había hundido y dejaba entrar una luz débil y rojiza.
—Esss inútil, tecnosacerdote… te encontrrrarán, siempre lo hacen… yo no soy el único…
Antigonus ignoró la voz y siguió arrastrándose hacia el origen de la luz. En aquella zona el suelo parecía estar en mucho mejor estado; podían oírse zumbidos de máquinas y silbidos de tuberías que expulsaban vapor. A medida que se aproximaba, los ruidos se percibían más claramente: gritos, máquinas a pleno rendimiento, generadores… Los signos vitales de un mundo forja.
Los analgésicos bombeados por el corazón biónico de Antigonus habían conseguido aplacar gran parte del dolor proveniente de su pierna destrozada, pero le habían sido administrados en tal cantidad que ahora percibía el mundo que lo rodeaba como una ensoñación gris y distante. Cada metro que avanzaba se sentía más exhausto, como si lo hubiera recorrido a plena carrera. Intentaba avanzar a toda costa recurriendo sin darse cuenta a una pierna izquierda que ya no tenía.
Estaba gravemente herido. Si conseguían sacarlo de aquel planeta necesitaría meses para descontaminarse de la maldición y para reparar todos sus dispositivos augméticos. Se imaginó los hospitales en los que los servidores corrían por los pasillos manteniéndolo todo impoluto, el acero pulido de las salas de operaciones y los brazos arácnidos de los autocirujanos especializados en reemplazar la debilidad de la carne por la robustez del acero. Los expertos en biónica tendrían que desmontarlo completamente y rehacerlo de nuevo.
Antigonus tuvo que sacar esas imágenes de su cabeza. Estaba exhausto y empezaba a tener alucinaciones. Si perdía la concentración y dejaba que su mente se hundiera en la infección tecnológica, ésta acabaría por apoderarse de él y pudrirle las entrañas.
Finalmente consiguió doblar una esquina y comprobó que estaba en uno de los niveles de la fábrica que aún se mantenían en uso; estaba ruinoso y desvencijado pero todavía albergaba actividad. Podía oír el sonido de las enormes prensas dando forma a componentes de metal que después serían sacados de allí mediante cintas transportadoras.
Antigonus trataba de encontrar a un tecnosacerdote o a algún sirviente al que pedir ayuda. Había un servidor inclinado sobre una de las enormes cintas transportadoras; movía las manos intentando realizar algún tipo de tarea mecanizada sobre unos componentes que ya no estaban allí. Antigonus lo ignoró. Incluso si hubiera sido lo suficientemente sofisticado como para interrumpir la tarea que le había sido asignada, la maldición de la máquina que Antigonus llevaba en su interior podría infectarlo y hacer que se volviera en su contra.
Antigonus se acercó a la carcasa de una de las máquinas y la utilizó como punto de apoyo para intentar levantarse con la única pierna que le quedaba. La maldición de la máquina no cesaba de susurrarle al oído. Había conseguido herirla de gravedad, pero sabía que esas cosas eran capaces de autorrepararse, y pronto volvería a tener la fuerza suficiente como para apoderarse de él.
Antigonus giró otra esquina y pudo ver más servidores, pero ningún sirviente. Los sirvientes eran la clase más baja de cualquier mundo forja, hombres y mujeres que eran poco más que máquinas dotadas de vida dirigidas por los tecnosacerdotes. Existían simplemente porque había muchas tareas que los servidores eran incapaces de llevar a cabo. Su lealtad se veía reforzada por el hecho de que muchos de los tecnosacerdotes más jóvenes eran reclutados de entre ellos. En aquellos momentos Antigonus podía confiar más en un sirviente que en cualquier tecnosacerdote, lo que en sí mismo ya constituía una herejía.
Los servidores ignoraron la presencia de Antigonus mientras se arrastraba trabajosamente por el suelo de la fábrica. Finalmente encontró una escalera desvencijada que llevaba a un nivel superior. Sabía que le sería muy difícil subir por ella en su estado, pero era mejor que esperar en una fábrica desierta a que los herejes lo encontraran.
—¿Pierdes la paciencia? Ahora empiezas a darte cuenta. Todo el planeta está contra ti. Sólo podrás esconderte entre las ratas y los gusanos. ¿Qué clase de vida es ésa? Eso no es vida. Una parte de ti desea unirse a nosotros, viajero. No será muy difícil hacer que el resto abdique.
—¡Cállate! —espetó Antigonus mientras intentaba ascender por la escalera de caracol—. ¡Tú no sabes nada! ¡Ni siquiera tienes la bendición del Omnissiah! ¡No deberías existir!
—No he sido creado por el Omnissiah. No, no fue ese dios, fue otro.
—No hay otro dios.
—¿De veras? ¿Y qué me dices de tu agonizante emperador?
—Son dos caras de un mismo ser. El Omnissiah es a la Máquina lo que el Emperador es a sus sirvientes.
«¿Qué estoy haciendo? ¿Acaso estoy discutiendo con esa cosa?»
—Pensar eso es sumamente ingenuo. Mi dios es algo más, es uno de los muchos que sirven al Unico, al Eterno, al Futuro, al Caos.
—¡Fuera! —gritó Antigonus—. ¡Pon fin a esas falacias, hereje!
—Parece que el viajero empieza a comprender. No es una maldición de la máquina, no es una infección tecnológica. Es algo mucho más antiguo y poderoso. Un demonio…
En el nivel superior había actividad, Antigonus podía distinguir pasos y voces entre el ruido de las máquinas. Parecía demasiado ajetreo para tratarse de unos simples sirvientes ocupándose de sus asuntos. Antigonus vio cómo el resplandor de unas enormes antorchas comenzaba a iluminar las tinieblas.
Un demonio. Aquello no era más que otra mentira, una manera más de intentar embaucarlo. Antigonus tenía que concentrarse en salir de allí. Miró a su alrededor y vio un montacargas desvencijado y cubierto de óxido. El panel de control parpadeaba débilmente; quizá aquella máquina aún estuviera en funcionamiento. Antigonus comenzó a moverse para intentar llegar hasta allí, confiando en que el ruido de las máquinas impidiera que fuera detectado.
Finalmente extendió las mecadendritas para abrir la puerta oxidada mientras empuñaba el arma con una mano y utilizaba la otra para apoyarse. La herida que Ypsilon tres-doce le había causado en la espalda al arrancar una de sus mecadendritas era sólo uno más de los muchos puntos de dolor que empezaban a neutralizar el efecto de los analgésicos.
Haciendo un tremendo esfuerzo, Antigonus consiguió cerrar las puertas y extender una mecadendrita hasta el panel de control. El montacargas dio una sacudida y comenzó a ascender pesadamente. Antigonus oyó que alguien gritaba. Debían de haber descubierto que intentaba escapar, pero los niveles inferiores de aquel complejo eran una madriguera llena de callejones sin salida, de modo que sería mejor permanecer en movimiento antes que dejarse acorralar. Ni siquiera sabía de quién estaba huyendo. Puede que tuvieran servidores de rastreo que serían capaces de seguirlo hasta los rincones más sucios de las entrañas de Chaeroneia; seguramente tendrían servocráneos equipados con escáneres programados para detectar sus signos vitales. Ya no quedaba esperanza. La gran maquinaria del universo se movía según la voluntad del Omnissiah, y Antigonus debía mantener la fe en que esa gran maquinaria se moviera para ponerlo a salvo.
El tecnosacerdote se apoyó en una de las paredes del montacargas. Los diferentes niveles de la fábrica pasaban ante sus ojos, claustrofóbicos espacios abiertos en medio de una masa de metal retorcido. Enormes columnas de vapor salían de tuberías fracturadas. Regueros de agentes contaminantes y de combustible brotaban a través de las fisuras abiertas en el metal, yendo a desembocar a los grandes ríos multicolor que discurrían bajo tierra. Miles de años de historia industrial habían dejado su marca sobre la superficie de Chaeroneia: ruinas carbonizadas, destellos de una prosperidad perdida, extrañas máquinas que quizá escondieran una tecnología ya olvidada por el Mechanicus, lugares recónditos en los que sirvientes huidos o servidores rebeldes intentaban prolongar su corta existencia, incluso había capillas del Culto Mechanicus abandonadas, pues hacía mucho que habían sido reemplazadas por catedrales y templos erigidos en los niveles superiores.
Y en algún punto bajo la superficie algo había dado lugar a una herejía que era mucho peor de lo que Antigonus imaginaba.
De pronto el elevador se detuvo con un golpe seco. Las puertas chirriaron al abrirse y un vapor gélido inundó la plataforma. Antigonus se arrastró penosamente hasta el exterior, sintiendo que la temperatura se desplomaba a su alrededor y dejando que su ojo no biónico se adaptara a la tenue luz. Entonces pudo ver que el nivel en el que se encontraba debía de haber permanecido inutilizado durante décadas o incluso siglos. Estaba relativamente limpio e intacto, e iluminado por una luz blanca azulada que emanaba de cientos de bombillas situadas en diversos paneles de control y pantallas. Infinidad de motores de datos, enormes construcciones recubiertas de cables y tuberías que se asemejaban a intestinos metálicos se alzaban como monolitos en hileras interminables. Unos enormes conductos de refrigeración colgaban del techo a gran altura, y el frío que dominaba el ambiente hacía pensar que aún estaban en funcionamiento. Aquella tecnología era sumamente arcaica, el tipo de procedimientos industriales que Antigonus sólo había visto en zonas olvidadas de Marte, métodos obsoletos incluso en los mundos forja más tradicionales. Aquellos motores almacenaban información en soportes digitales muy rudimentarios, y ya se utilizaban antes de que la tecnología de las centrales de datos fuera redescubierta y posteriormente difundida. Antigonus ni siquiera estaba seguro de cómo funcionaban aquellas cosas. Debía de haber unos treinta motores, enormes vestigios de una tecnología olvidada que se alzaban silenciosos e inertes. La estructura de todo aquel nivel también se había mantenido intacta; Antigonus ni siquiera vio las manchas de corrosión que habían invadido todos los demás niveles de las entrañas de Chaeroneia.
—Alabado sea el Señor del Conocimiento —susurró instintivamente, ya que al encontrarse frente a una tecnología tan noble y ancestral le pareció que lo más apropiado sería dedicar una oración al Omnissiah. Sin embargo, no podía perder tiempo en presentar a los espíritus máquina los respetos que merecían. Allí no había nadie que pudiera ayudarlo, y debía encontrar auxilio o algún lugar seguro a toda costa.
Caminaba con dificultad junto a aquellos enormes motores de datos, empleando las mecadendritas para apoyarse sobre el metal frío. Parecía como si allí no hubiera más salida que el elevador que había dejado atrás. Una zona como aquélla tenía que estar fuertemente sellada para protegerla de los contaminantes; incluso el elevador habría estado protegido en su día, mucho antes de que los sirvientes arrancaran sus placas protectoras para aprovecharlas en algún otro lugar. Lo único que quizá podría encontrar era una abertura de ventilación, y aun así no estaba seguro de que fuera a ser capaz de arrastrarse por un espacio tan pequeño sin una pierna y con la cabeza aturdida por culpa de los analgésicos.
El motor de datos que tenía más cerca dio una sacudida y dejó salir un chorro de aire refrigerado. Acto seguido, alguno de sus muchos mecanismos internos pareció activarse y entrar en funcionamiento. Antigonus se alejó de aquella máquina, pues incluso a pesar de su estado no quería perturbar a ningún espíritu máquina. Las máquinas que había alrededor también parecieron activarse y sus luces comenzaron a brillar. Toda la energía de aquella estancia pareció fluctuar. Algo estaba interfiriendo en el suministro de energía y Antigonus sabía que no era una coincidencia.
De pronto se produjo un sonido metálico en el costado de uno de los motores. Antigonus vio que empezaban a salir chispas y que las lecturas de datos se volvían rojas; sus espíritus mecánicos parecían quejarse por la intrusión que estaban sufriendo. Cada vez más máquinas se estremecían ante lo inapropiado de aquella intromisión. Un sonido agudo, metálico y chirriante se extendió por el suelo. Antigonus se refugió tras el motor de datos que tenía más cerca, deseando que su ojo biónico aún estuviera operativo para poder escudriñar las tinieblas y ver qué era lo que se abría paso tras él.
¿De verdad pensaba que lograría escapar?
—No tienes escapatoria.
—¡Cállate! Tú no eres un demonio.
—Sigue engañándote, eso me hace aún más fuerte.
De pronto, una figura enorme y oscura emergió a través de uno de los muros, un chorro de chispas salía del enorme taladro que tenía por brazo.
Se trataba de un servidor, un trabajador pesado diseñado para trabajos de minería. Uno de sus brazos era un taladro y el otro un enorme martillo neumático. Tenía un gran torso cubierto por unos poderosos músculos sintéticos entre los que podía apreciarse una pequeña cabeza oculta casi por completo por la enorme musculatura de sus hombros. Era el doble de alto que un hombre corriente, y acababa de irrumpir a través del enorme boquete que había abierto en una de las unidades de la que no cesaba de salir un humo negro y grasiento.
Tras él aparecieron otras figuras oscuras y con largos hábitos: tecnosacerdotes. Detrás de ellos Antigonus distinguió el resplandor de varios focos; se trataba de la Tecnoguardia, las fuerzas armadas del Adeptus Mechanicus. No cabía duda de que aquellos hombres y mujeres estaban siendo engañados y utilizados por los herejes. De pronto, el servo de la rodilla derecha de Antigonus se bloqueó y éste cayó de espaldas golpeándose contra el suelo helado y haciendo que un doloroso pinchazo se alzara sobre la nebulosa de los analgésicos. Antigonus soltó un alarido. Con toda seguridad los tecnosacerdotes lo habrían oído.
—Te tenemos.
—¡Fuera! ¡Devuélveme mi cuerpo! ¡Si yo muero, tú morirás conmigo!
—¡Huye, viajero! ¡Huye! Los de mi clase nunca morimos, simplemente mutamos, siempre en movimiento, siempre cambiando…
De pronto una voz profunda y sibilante comenzó a emitir una secuencia de ceros y unos: se trataba de lingua technis, el código de las máquinas. El enorme servidor de perforación se detuvo. Su taladro aún seguía girando y el aire comprimido salía silbando del martillo neumático. Se oyó otra secuencia numérica en ligua technis. Antigonus podría haberla traducido al instante si sus autosentidos hubieran estado operativos, pero toda la energía auxiliar estaba siendo desviada a su corazón biónico para mantenerlo con vida. Antigonus estaba desprotegido, indefenso, rodeado de herejes y atrapado en aquel lugar sagrado.
—Magos Antigonus —dijo aquella voz, esta vez en gótico común—. Eres un hombre ingenioso, pero, en definitiva, no eres más que un hombre. Resulta admirable que hayas sido capaz de encontrarnos, y aunque jamás habrías sido capaz de hacernos ningún daño, siempre existiría la posibilidad de que Marte enviara a alguien más competente una vez que informaras de tu fracaso. De manera que es así como tiene que ser.
Antigonus ya no intentaba escapar. Su cuerpo estaba paralizado.
—Lo harán —replicó, decidido a pasar sus últimos momentos desafiando a los herejes, tal y como habría requerido el Omnissiah—. Cuando vean que no regreso, Marte enviará a todo un cónclave diagnóstico, impondrá un bloqueo sobre todo el planeta y apagará todas las ciudades una por una. Tened por seguro que darán con vosotros.
—¿De veras crees que lo sabrán?
El tecnosacerdote que estaba al mando salió de las tinieblas para que Antigonus pudiera verlo. Sus ropajes eran de color gris oscuro y parecían estar hechos de un tejido muy fino, pues ondeaban en torno al tecnosacerdote como si fueran de agua. Se había quitado la capucha y Antigonus vio que su rostro estaba formado por poco más que dos ojos plateados incrustados en un cráneo. La parte inferior de la mandíbula había sido sustituida por un conjunto de mecadendritas ligeras que llegaban hasta el suelo retorciéndose como tentáculos. En lugar de manos tenía unos filamentos metálicos que oscilaban como las hojas de una planta subacuática, esbeltos y ágiles. Se movía con una extraña gracilidad, más como algo vivo que como una máquina, a pesar de que aquel tecnosacerdote era el ser más augmético que Antigonus había visto jamás.
—Scraecos —murmuró Antigonus para sí mismo.
El líder de los herejes era el archimagos veneratus que dirigía las reservas de datos de Chaeroneia. Probablemente había seguido a Antigonus gracias a las cámaras de vigilancia y a los servidores equipados con sensores de detección, y habría estado esperando para ver cuánto sabía y cuál sería su próximo movimiento. Desde el principio había sabido dónde estaba Antigonus y qué había estado haciendo. Antigonus no había tenido ni la más mínima oportunidad desde el momento en que puso los pies sobre la superficie de Chaeroneia.
—Y ésa —dijo Scraecos con una voz profunda y metálica— es la razón por la que debes morir. Eres demasiado inquisitivo y sueles tener razón. Una combinación peligrosa.
Antigonus hizo una mueca de desagrado y cerró su mano natural alrededor de la empuñadura del rifle automático. Con una fuerza que no pensaba que tendría, consiguió levantar el arma y abrir fuego.
El disparo impacto en el estómago de Scraecos, aunque éste apenas se movió; se limitó a extender sus mecadendritas y a mirar el pequeño agujero humeante que acababa de abrirse en sus ropas. Negó con la cabeza ligeramente como gesto de desaprobación.
—Azaulathis —dijo—. Maestro. Acaba con él.
De pronto todo se volvió blanco y el cuerpo de Antigonus comenzó a retorcerse de dolor, como si una corriente eléctrica se hubiera apoderado de él. Sus componentes mecánicos se sobrecalentaron y empezaron a quemarle la piel y a abrasarle los músculos. No podía ver, no podía oír, no podía sentir nada que no fuera aquel inmenso dolor.
Comenzaron a saltar chispas cuando el brazo biónico de Antigonus le fue arrancado del hombro, los servos debieron soportar tanta presión que resquebrajaron el metal. Sus mecadendritas comenzaron a retorcerse y su corazón biónico empezó a latir arrítmicamente enviando dentelladas de dolor por todo su cuerpo. Los pocos componentes que quedaban del ojo biónico se desprendieron y cayeron al suelo destrozados, dejando un agujero del tamaño de un puño en su rostro. La maldición de la máquina había conseguido infectar todos sus componentes mecánicos haciendo que se autodestruyeran, y cuando alcanzara su corazón, finalmente acabaría con él.
Antigonus empezó a rezar. El dolor era un fallo en el diseño del cuerpo humano. Todo lo que tenía que hacer era repararlo y podría seguir adelante. Concentró toda la fuerza que le quedaba y la dedicó a intentar recuperar el control sobre sus partes mecánicas y detener la maldición de la máquina durante unos instantes más. Consiguió mover una de sus mecadendritas. Al estar conectadas directamente a su sistema nervioso central, tenía mucho más control sobre ellas que sobre cualquier otro componente biónico. Y tan sólo necesitaría una de ellas.
Antigonus lanzó un grito e introdujo la punta de una mecadendrita en el motor de datos que tenía más cerca. Perforó la superficie de aquella máquina ancestral con su miembro biónico.
La maldición de la máquina se extendió por los puntos que ofrecían menor resistencia, como si de impulsos eléctricos se tratara. Se había apoderando de todo el cuerpo de Antigonus, provocándole terribles quemaduras internas hasta invadir sus mecadendritas, y ahora había pasado a infectar el motor de datos.
Antes de que pudiera darse la vuelta, Antigonus extrajo la mecadendrita. El motor de datos se estremeció y sus luces comenzaron a lanzar destellos rojizos mientras la maldición se extendía por todos sus sistemas. Había quedado atrapada allí dentro. Antigonus había conseguido ganar unos pocos segundos más.
Acababa de cometer un terrible pecado al infectar una tecnología noble y ancestral con algo tan sucio y vil. Ahora ya no importaba lo que pasara, el Omnissiah jamás perdonaría a la maquinaria que portaba en el interior de su alma. Pero Antigonus no sólo había cometido aquel pecado para seguir con vida; para un tecnosacerdote la vida no tenía ningún valor intrínseco, pues no era más que otra forma de servidumbre hacia el Dios Máquina. A Antigonus todavía le quedaba un deber que cumplir. Los herejes aún debían sufrir.
De pronto algo tiró de él con una fuerza terrible y el taladro del servidor atravesó su cuerpo. Gran parte de sus órganos quedaron esparcidos por el suelo mientras la enorme broca le perforaba el abdomen. No sintió ningún dolor, ya no podía sentir nada. Se preguntó si su sistema nervioso estaría a punto de desactivarse por completo. Se sentía frío y entumecido, desprotegido. Probablemente ya estaba físicamente muerto.
El servidor levantó a Antigonus y lo lanzó por los aires. Su cuerpo maltrecho se estrelló contra uno de los motores de datos dejando salir una mezcla de sangre y partes metálicas.
Intentó mover una mecadendrita por última vez, en nombre del Omnissiah. Aquél sería su último intento por expiar sus pecados, pues había fracasado en su misión y se había convertido en el peor de los pecadores. Acto seguido, unos enormes tentáculos mecánicos lo agarraron y lo alejaron del motor de datos. Sintió cómo aquella tecnología gris y ancestral, movida por la melancolía del espíritu máquina, se mostraba indignada ante la infección de la maldición de la máquina que acababa de recibir uno de sus hermanos. Antigonus suplicó al espíritu máquina que lo perdonara. Nunca llegó a obtener una respuesta.
El martillo del servidor cayó sobre el pecho y la cabeza de Antigonus aplastándolo contra la maquinaria del motor de datos. Su sangre y sus huesos quedaron incrustados en el núcleo de aquella máquina. Las mecadendritas de Antigonus quedaron extendidas, lacias y sin vida.
La criatura a la que Antigonus se había referido como el archimagos veneratus Scraecos se volvió hacia el resto de tecnosacerdotes que lo acompañaban, figuras igualmente deformadas y augmetizadas pero que, evidentemente, estaban bajo sus órdenes.
El servidor de perforación permanecía en posición de espera junto al cuerpo sin vida de Antigonus, que distaba mucho de recordar a algo que alguna vez hubiera sido humano. Los miembros de la Tecnoguardia, equipados con sus trajes especiales y con sus armas con recubrimiento de bronce, peinaron la zona. Allí no había nadie más.
Antigonus era el único que lo había descubierto.
Probablemente tenía razón. Marte enviaría a más gente, a mucha más, quizá prepararía toda una misión armada bajo la autoridad del archimagos supremo, puede que incluso la del mismísimo fabricador general. Pero cuando esa misión consiguiera atravesar la disformidad y llegar hasta Chaeroneia ya sería demasiado tarde como para que nadie, ni siquiera el fabricador general, pudiera hacer nada.
—Bien —dijo Scraecos, y se volvió hacia sus tecnosacerdotes, leales al Omnissiah que se había revelado ante ellos a través de su avatar—. Hermanos. Leales. Verdaderos. Hemos contemplado el rostro del Dios Máquina. Todo cuanto nos dijo se ha hecho realidad. Ha llegado el momento de empezar nuestra tarea.