Estar bajo tierra no parece de muy buen agüero. Es donde todos los seres humanos acaban, antes o después y para siempre. Pero Jack y Julia se sintieron relativamente a salvo en las entrañas de la galería subterránea que discurría bajo el edificio principal de la clínica. Habían ocurrido demasiadas cosas aterradoras e increíbles para que a Jack le sorprendiera ver a Julia abrir, sin vacilaciones, la puerta secreta que no consiguieron encontrar juntos. Ella sí la había encontrado, ahora resultaba evidente. Eso, y que le había mentido. Pero cualquier recriminación sonaría absurda cuando el mundo entero, y su visión de él, se estaban desmoronado ante sus ojos.
Avanzaron a tientas por el túnel excavado en la roca, en silencio y en medio de la más completa oscuridad. En la quietud que reinaba allí abajo sólo se escuchaban sus respiraciones, todavía agitadas, y sus pasos vacilantes. Llegaron a la gruta en la que desembocaba la galería. Sus ojos no tardaron en acostumbrarse a la débil luminiscencia que provenía del techo. Entonces Jack pudo ver, como Julia antes que él, los cimientos de la torre y las tres puertas en su base. Aunque había una diferencia.
—Está abierta —susurró ella.
Dos de las puertas permanecían cerradas, pero no la que estaba más a la derecha. Parecía lógico atravesarla. Nada les aseguraba que en la gruta estuvieran a salvo de los demonios. Quizá ellos también conocieran la entrada secreta en la clínica. De ser así, se verían igual de acorralados que quienes se encerraron ingenuamente en sus habitaciones.
Antes de atravesarla, sin embargo, Jack se fijó en la puerta de al lado, la central. Le pareció ver algo grabado en ella. Un número. Se veía difuminado al principio, pero fue mostrándose con más nitidez. Julia estaba mirando al mismo punto.
—¿Tú también puedes verlo, verdad? —dijo.
—27.143.616 —leyó él en voz alta.
Era el mismo número que había escrito, en sueños, en el espejo de su habitación. Julia también veía un número, pero no ése.
—707.910.130 —dijo a su vez—. ¿Qué significan esos números? ¿Y por qué no vemos lo mismo?
—No lo sé. No lo sé —repitió Jack.
El mundo se había vuelto un delirio incomprensible.
Jack probó a empujar la puerta central, que no tenía pomo ni cerradura. Estaba atrancada. Fue a hacer lo mismo con la de la izquierda, pero se detuvo a un paso de distancia. Sentía una frialdad malévola emerger de ella. Ni siquiera se atrevió a tocarla. Miró hacia Julia y se dirigió con cautela hacia la única puerta abierta. Al asomarse, se topó con un muro de piedra. Una escalera de caracol, de peldaños también de piedra, partía del nivel del suelo y conducía aún más abajo.
Jack interrogó a Julia con los ojos. Ella se encogió de hombros, pero enseguida asintió levemente con la cabeza.
Él cruzó primero el umbral. Por un momento se sintió cegado, al ocultar con su propio cuerpo la luz de origen incierto que iluminaba la gruta. Tanteó con el pie para descender el primer escalón. Siguió bajando unos cuantos más con la misma cautela. A medida que lo hacía, se dio cuenta de que allí la oscuridad tampoco era completa. Un resplandor suave llegaba desde las profundidades a las que conducía aquella escalera, cuyo final era incapaz de distinguir.
Julia debía de ver mejor que él en la penumbra, porque casi de inmediato la sintió justo detrás. Continuaron descendiendo en silencio, muy pegados el uno al otro, adentrándose más y más en el interior de la tierra. El cilindro en que estaba embutida la escalera de caracol era estrecho. Provocaba una sensación claustrofóbica, pero no el rechazo visceral que Jack sintió arriba, frente a la puerta de la izquierda. Quizá por ese camino lograran al fin escapar de la clínica y regresar al mundo normal. A Jack se le pasó por la cabeza la idea de que ese mundo pudiera no existir ya. Ai menos, no para él y para Julia. Pero atajó el lúgubre pensamiento antes de que pudiera anidar en su mente.
El resplandor que iluminaba los escalones de piedra había ido haciéndose más intenso conforme descendían, pero era imposible saber si quedaba mucho o poco hasta llegar al final. Porque la escalera debía acabar en algún sitio. ¿O no? ¿Y si descendía interminablemente? ¿O llegaba hasta el mismísimo infierno? Todas las reglas se habían despedazado. Todo era posible en esas circunstancias. El infierno debía existir, si los demonios existían de verdad. Ellos mismos eran testigos.
Julia se agitó, intranquila, a la espalda de Jack.
—¿Qué te pa…? —intentó preguntar éste.
Pero no pudo terminar la frase. Su cuerpo se tensó de arriba abajo, como si hubiera sufrido un espasmo. Una especie de fogonazo le atravesó la mente. La llenó el escenario que veía cada noche en su pesadilla: las calles oscuras y miserables de Niamey, en Níger. Otro fogonazo lo transportó más adelante en el sueño. Vio en su cabeza a la joven negra caminando a paso rápido por esas calles, en dirección a su casa, adónde nunca llegaría. Un tercer fogonazo se la mostró degollada, en mitad de un charco de sangre. La imagen era tan vivida que a Jack se le retorció el estómago.
Volvió a la realidad igual de repentinamente. Desorientado, miró a su alrededor. Estaba otra vez en la escalera de caracol. Las calles mugrientas donde la joven había muerto asesinada se habían transformado en las paredes de piedra que los rodeaban.
Su pesadilla ahora lo acosaba despierto. Y a Julia también. Ella respiraba agitada. Sus grandes ojos le miraban con ansiedad. ¿Qué nos está pasando?, decían.
—¿Estás bien? —le preguntó Jack.
No lo estaba. Ni él tampoco. ¿Cómo podrían estarlo?
—Sigue bajando —le apremió Julia.
Puede que encontraran alguna respuesta al final de la escalera. Los peldaños acababan abruptamente frente a un rectángulo de luz abierto en la piedra. Jack no dudó esta vez en cruzarlo. Cuando Julia lo hizo también, se lo encontró parado y en tensión. No conseguía verle la cara, porque estaba de espaldas a ella, pero sabía que tendría su misma expresión de asombro.
Habían imaginado que la escalera les conduciría a alguna clase de cámara subterránea, pero lo que tenían ante los ojos era apabullante: una enorme gruta de varios niveles, cubierta por altísimas estanterías, llenas hasta rebosar de millones de carpetas, como si se hubieran reunido allí todas las bibliotecas del mundo. Las estanterías se elevaban hasta una altura imposible, perdiéndose en la oscuridad de un techo que no alcanzaba a verse. En mitad de la gruta había una laguna. En ésta tenía su origen la luz que la iluminaba. Bajo el agua, en el fondo, algo resplandecía intensamente.
Julia se separó de Jack para dirigirse a la estantería más próxima. La infinidad de carpetas estaba cubierta por una gruesa capa de polvo, tan vieja como la propia Tierra. Extendió el brazo para coger una de ellas y sintió un hormigueo en la mano. Era más desagradable que doloroso, aunque se hizo más intenso cuando la tocó. Tiró de sus bordes para sacarla, pero ésta se mantuvo en su lugar como si estuviera fundida con las demás.
Es de otro, pensó Julia, sin saber qué podía significar eso.
Mientras, Jack se había dirigido hacia el lado opuesto de la gruta. En esa parte se hallaba una tosca mesa de madera con un pequeño banco, poco más que un taburete, a su lado. Sobre la mesa descansaban un tintero y una pluma de ave, como la que Shakespeare o alguno de sus contemporáneos debieron de usar para escribir. Junto al tintero había una carpeta igual a las que llenaban las estanterías.
Rodeó la mesa y vio lo que alguien había escrito a mano en la cubierta, usando esa misma pluma y una tinta del tono bermellón de la sangre. Sus ojos se abrieron en un gesto de sorpresa e inquietud al leer:
JACK WINGER