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Jack siguió al camionero, un paso por detrás, hasta el exterior del restaurante de carretera. Como había supuesto, el suyo era el gran camión que exhibía en sus laterales DALLASTECH TEXAS. Era tan enorme que incluso resultaba difícil subirse a la aerodinámica cabina, de largo morro proyectado hacia delante, a pesar de los dos escalones situados bajo la puerta.

—¿Qué tiene que hacer en Dallas con tanta prisa? —le lanzó el camionero tras acomodarse y arrancar el motor, que más parecía de un barco que de un vehículo terrestre.

La pregunta cogió a Jack por sorpresa.

—Tengo que… ver a una persona.

—Sin trabajo, ¿eh?

La nueva y escueta pregunta, tan directa, del rudo hombre, volvió a hacer a Jack vacilar. Hasta que comprendió a qué se refería.

—Soy periodista… Pero no, ya no tengo trabajo.

Un chasquido con la lengua del camionero y un respetuoso silencio, que parecía decir «las cosas están muy mal para todos», se mantuvo durante algunos minutos. Jack se sumió en sus pensamientos. Bajó los párpados por un instante y trató de no pensar en otra cosa que no fuera Kyle Atterton.

Sin saber a ciencia cierta cuánto tiempo había transcurrido, y sin ningún motivo aparente, volvió a abrir los ojos de pronto. Lo hizo por una incomprensible y repentina sensación de peligro. Y lo que vio frente a él, en la carretera, le llenó de temor.

O, más bien, lo que no vio.

—¡CUIDADO! —gritó con todas sus fuerzas, a la vez que se agarraba al asiento y estiraba sus piernas, como si quisiera accionar un inexistente pedal de freno.

—¿Qué…?

A su lado, el camionero dio un respingo por el sobresalto. No entendía lo que pasaba, pero aun así soltó el acelerador. El monstruoso motor emitió una especie de quejido y se oyó la exhalación del sistema de presión.

—¡Ahí, ahí delante!

Jack tenía la mirada fija en un punto de la vía. Ya había amanecido, aunque las luces del camión seguían encendidas. Su tenue reflejo hacía brillar las rayas discontinuas de la calzada hasta un punto en el que todo desaparecía. Todo, hasta convertirse en una negrura insondable, opaca, como si el mundo acabara en ese preciso lugar y se precipitara en un abismo sin fondo.

—¡Frene!

—¡Ahí no hay nada! —exclamó el camionero.

Aunque su voz no sonaba segura. Sus muchos años en la carretera le habían enseñado a ser precavido. Hizo caso del grito de Jack y pisó el freno. Lo hizo enérgicamente, pero con suavidad. No quería perder el control del vehículo, que el tráiler hiciera la tijera por pararse con demasiada brusquedad y que acabaran volcando.

Cuando quedó detenido por completo, Jack descendió de la cabina sin mediar palabra. Anduvo algunos pasos hacia la negrura absoluta. Al hacerlo, como en un espejismo —o, más bien, lo contrario a un espejismo; como si el espejismo fuera todo menos la negrura—, ésta se fue disolviendo ante sus incrédulos ojos. Desapareciendo para dar paso a la interminable vía asfaltada, cuyo final se perdía en el horizonte, a la luz del nuevo día.

Tras Jack, el camionero, que también había bajado, miraba hacia ninguna parte. Su excitación estaba remitiendo. Lo que ahora creía es que llevaba a un chiflado en su camión. A punto estuvo de darse media vuelta, regresar a la cabina y largarse sin decir adiós. Pero antes de que tomara esa decisión, Jack salió de su trance y lo miró a los ojos. La cordura había regresado a su mente, acompañada de la conciencia de que tenía que darle a aquel hombre una explicación que lo convenciera de no abandonarlo allí mismo.

—Debió de ser un reflejo —dijo, sacudiendo la cabeza.

—¿Un reflejo…? ¿De qué?

El camionero seguía recelando.

—Me pareció ver el reflejo de un coche en aquella zanja. —Jack señaló una hendidura en el terreno—. Creí que era un coche volcado.

—Allí no hay nada. Pero… —dijo el hombre, comprensivo—. Pero más vale asegurarse, claro está.

La actuación de Jack parecía haberle satisfecho. No era tan extraño que un accidente pasara desapercibido en aquellas vías tan poco transitadas. Y menos durante la noche o las primeras horas de la mañana.

—No debía haberse puesto a gritar de ese modo —le recriminó el camionero—. Por poco me da un infarto.

—Lo siento. Es que… me asusté.

El fondo de lo que decía Jack era cierto: se había asustado.

Y aún se sentía como si una mano férrea le apretara el corazón dentro del pecho.

—Bueno, no tiene importancia. Volvamos al camión. Ya voy con retraso y no quiero que me llamen la atención por llegar tarde.

Aquel pobre muchacho había nacido en un mal momento. El médico que asistió a su madre en el parto estaba borracho como una cuba y permitió que se mantuviera demasiado tiempo sin oxígeno. Al médico lo inhabilitaron y pasó un par de años en la cárcel del condado, pero el niño sufriría las secuelas durante toda la vida. Su cerebro nunca se desarrolló de un modo normal. Caminaba algo encorvado, era lento en el pensar y en todos sus movimientos, faltos de coordinación.

—¿Qué es eso? —dijo para sí, con su voz gangosa.

Era el hijo de los dueños del restaurante de carretera tras el que Jack escondió el pequeño Hyundai del viajante. Había salido a dar de comer a los conejos que tenían en esa parte, y que le dejaban cuidar porque ésa era una de las escasas actividades que le ponían contento. Mejor eso que tener que quitarle los ratones que aplastaba sin querer y que guardaba en su habitación, para acariciar su suave pelo hasta que se pudrían.

El chico dio varios pasos tambaleantes hacia el coche. Llevaba en una de sus manos un cubo de metal con el pienso de los conejos, que se le cayó al suelo. Podía sufrir un retraso mental severo, pero también era capaz, por alguna razón incomprensible, de percibir cosas que las personas llamadas normales casi nunca podían captar. Como ahora.

A cualquier persona le hubiera extrañado ver allí un coche, oculto tras el restaurante, con los cerrojos de las puertas abiertos. Pero a él no. No era eso en absoluto lo que llamaba su atención, sino algo invisible, que no estaba físicamente en aquel lugar: una imagen sombría, oscura y aterradora; una amenaza tenue pero muy presente, como un eco del pasado que regresara de otra dimensión.

—¡Mamáaa! —gritó, al tiempo que retrocedía.

Se tropezó con el cubo y dio con la rabadilla en el árido suelo. Los conejos lo miraban impasibles desde sus jaulas. A lo lejos, un buitre describió un amplio círculo en el cielo.

—¿Qué te sucede, Jimbo? —dijo la madre al verlo despatarrado en el suelo, con una mezcla de alarma y condescendencia. A pesar de su tamaño, era un muchacho muy sensible y asustadizo.

—Mamá… Ahí… —respondió él, señalando al coche—. Ahí hay algo… malo.

La madre se fijó en el automóvil. Era inusual que alguien lo hubiera dejado en ese sitio. Pero, aparte de eso, no parecía tener nada de malo. Seguramente pertenecía a algún cliente que, por alguna razón que a ella no le importaba lo más mínimo, había decidido estacionarlo allí detrás.

—No pasa nada, hijo. ¿Lo ves?

Sin dejar de mirar al chico, que seguía sentado en el suelo con las piernas encogidas, la mujer fue hasta el coche y abrió la puerta del acompañante. Eso hizo al muchacho levantarse con tanta brusquedad que estuvo a punto de volver a tropezarse. Estaba muy asustado. Al borde de las lágrimas.

—Pero ¿qué te ocurre? ¿No ves que no…?

Con la cabeza vuelta a un lado, la madre no pudo terminar la frase. Volvió los ojos hacia el interior del coche. De pronto, un agudo olor a podredumbre había salido de él. Un olor incalificable, a putrefacción y muerte.

Por una vez, el cabeza hueca del comisario tuvo que ceder ante los hechos. Acababa de telefonear de nuevo a Norman Martínez para informarle de que el coche de Jack había sido localizado en dirección a Texas, abandonado en un restaurante de carretera.

—Tenía usted razón, Martínez —reconoció el comisario con la boca pequeña.

—Lo que importa ahora es detenerle sin que nadie resulte herido.

—Eso ya no está en nuestras manos. A estas alturas es muy probable que Winger haya salido de Nuevo México. Las autoridades tejanas se encargarán a partir de ahora. Nosotros no tenemos nada más que hacer. Ni usted tampoco, Martínez. Ya no es asunto nuestro.

—De todos modos —dijo el policía—, seguiré tras él.

El comisario guardó silencio unos instantes. Le debía algo de margen por su tozudez y su valoración errónea de la situación.

—Está bien. Pero no intervenga. Sólo haga de apoyo y no se meta en líos. Por mucho que lo sienta usted, su amigo Winger es carne de cañón.

—Salvo que yo pueda evitarlo.

La última frase no fue otra cosa que un susurro entre dientes, cargado de ira. Martínez se sentía impotente. Cada vez más. A cada minuto que pasaba, Jack se alejaba más de él y se acercaba a las fauces de los lobos que lo acechaban. Como había dicho su jefe, Jack debía de estar ya en Texas. Pero él también. Hacía una hora que había cruzado la frontera del estado, resuelto a llegar a Dallas lo antes posible. Sólo deseaba estar aún a tiempo de salvar a su amigo.