Norman Martínez estuvo caminando en la oscuridad durante cerca de media hora. Tuvo que salir del desierto a la carretera, a pie, y allí esperar a cruzarse con algún coche. Ya habían pasado dos, que se negaron a detenerse a pesar de sus gritos y sus amenazas. Pero el que ahora estaba a punto de llegar a su altura sí iba a parar. Aunque tuviera que lanzarse sobre su capó como un reno en las pruebas de choque.
En medio de la vía, Martínez sacó su cartera con la placa de policía y la puso frente a él, extendiendo el brazo para que quedara bien iluminada por las luces. Levantó el otro, con la palma de la mano abierta. El vehículo, una vetusta camioneta, redujo su velocidad y se desvió ligeramente. Martínez se movió también para cerrarle el paso. Salvo que el conductor estuviera loco, tendría que frenar y detenerse.
Y lo hizo, aunque demasiado cerca de sus piernas y su vientre. Martínez puso las manos sobre el capó y, sin dejar de agarrase a la carrocería, rodeó la camioneta hasta la cabina. El hombre que estaba dentro le miraba con gesto de horror. Era un tipo casi anciano, desaliñado, con canosa barba de varios días y ropas de trabajo.
—Soy inspector de policía. No tema. Necesito su coche —gritó Martínez a la ventanilla cerrada.
El viejo se resistía a bajarla. Estaba como aturdido por el susto. El policía tuvo que accionar el tirador de la puerta y abrirla.
—Soy inspector de policía —repitió, ya sin gritar, y le mostró de cerca la placa—. De Albuquerque.
—Yo… Pero yo… no he hecho nada.
Parecía que aquel hombre, de aspecto recio, estaba a punto de llorar.
—Lo sé, señor, discúlpeme. No le he parado por eso. Necesito usar su vehículo para perseguir a un… —dudó—… delincuente fugado.
—¡Oh! —exclamó el hombre y echó levemente la cabeza hacia atrás.
—Por favor, salga del coche y póngase en el asiento del acompañante.
El hombre se quitó el cinturón de seguridad y obedeció. Pero, en vez de salir afuera, se movió dentro de la camioneta, de asiento corrido, hasta el otro lado. Era más ágil de lo que parecía.
Martínez guardó su placa y ocupó el puesto del conductor. El motor seguía encendido. Accionó el cambio —una palanca a un lado del volante—, dio media vuelta sobre la estrecha y polvorienta carretera y la enfiló hacia el norte. Ignoraba dónde estaría Jack a esa hora, pero no podía haber llegado muy lejos. Lo más importante era que no lo abatieran. A pesar de las pruebas en su contra, estaba seguro de que no era un asesino y de que no había sido él el responsable de la muerte de su familia. Y, si lo era, tenía que deberse a su estado mental. En cualquier caso, no merecía que le dispararan como a un criminal, tras una persecución o en medio de la calle.
—¿Lleva usted teléfono móvil? —dijo Martínez de pronto, al caer en la cuenta.
—Sí. Pero…
—¿Pero?
—Está sin batería.
—¿Y no tiene cargador?
—Para el mechero, no. Lo siento, inspector.
Martínez masculló un juramento.
—¿Dónde está la gasolinera más próxima?
El hombre frunció el ceño, como si pensar algo tan simple le supusiera un gran esfuerzo.
—A unos diez minutos hacia el sur.
Ellos iban en el sentido contrario.
—¿Y por aquí?
—Sí… Hay una un poco más lejos. A un cuarto de hora o veinte minutos.
No era un trayecto demasiado largo. Martínez apretó el acelerador y el motor de la camioneta ganó revoluciones con un sonido ronco, que pedía a gritos una buena revisión o que lo jubilaran definitivamente.
Jack vio el cartel de la localidad de Encino junto al que indicaba la ruta 60. No sabía muy bien a qué altura se hallaba, aunque, en todo caso, al sureste de Albuquerque. Había recorrido ya unos cien kilómetros. No tenía más que seguir hasta cruzar la frontera del estado y entrar en Texas por esa carretera. No era tan llamativa como la autopista y, con el escaso tráfico, podía ir tan rápido o más que por ella.
De pronto, una luz en el cuadro de mandos le hizo desviar la mirada de la hipnótica línea de pintura amarilla que dividía en dos el asfalto. Era el indicador de combustible. De nuevo, el depósito acababa de entrar en la reserva.
—¡Maldita sea! —gritó Jack y dio un golpe al volante.
No llevaba dinero encima. Tenía que haber cogido la cartera del viajante, pero no lo hizo. Los policías que lo detuvieron a la salida de Laguna Pueblo le habían cacheado y retirado todos sus efectos personales.
En cualquier caso, de nada valía lamentarse. Tendría que parar a llenar el tanque de gasolina cuanto antes. Si se quedaba tirado, lo cogerían. Les sería muy fácil, y a él muy difícil evitarlo o robar otro coche.
—Amy… —musitó en la soledad de la noche. Y también «Dennis», aunque resultó inaudible.
Tras una amplia curva, a lo lejos, distinguió unas luces. No eran de otro automóvil, sino de una estación de servicio. Al menos, el destino se la ponía cerca. No tendría que esperar mucho para decidir cómo actuar. Si llenaba el depósito y se iba sin pagar, lo denunciarían por la matrícula. Carecía de sentido atracar al vendedor y atarle, como hizo con el viajante. En la tienda habría cámaras de seguridad y, en cuanto apareciera otro cliente, lo descubriría.
Jack pensó, en escasos segundos, planes aún más descabellados, como secuestrar al vendedor y meterlo en el maletero, u obligarle a apagar todas las luces y simular que la estación de servicio estaba cerrada.
El montículo a la salida de la curva, que tapaba el cartel luminoso, quedó atrás. Jack tomó la desviación y estacionó el coche frente a un surtidor. ¿Qué iba a hacer? Decir la verdad; al menos en parte. Sí, ésa era la única solución.
—¿Cuánto le pongo? —dijo el hombre que atendía la gasolinera.
Su voz era apenas inteligible. Al mirarlo a la cara, Jack comprendió por qué: su boca estaba terriblemente deformada en una mueca que le impedía hablar con claridad. Su cara parecía hundida, como si un caballo se la hubiera coceado.
—Antes tiene que saber que no llevo dinero —le contestó Jack mientras se bajaba del coche.
El tipo del rostro contraído lo miró con el rostro aún más contraído por la sorpresa.
—¿Y una tarjeta de crédito? Tengo TPV en la tienda.
Cuando Jack logró procesar lo que había dicho, insistió:
—No llevo nada. He perdido mi cartera y mi móvil. No sé qué puedo hacer para pagarle.
—Parece usted un buen tipo —dijo el vendedor—. Si no, hubiera echado la sopa y se habría largado. ¿Lleva algo de valor?
Jack se palpó los bolsillos. Entonces cayó en la cuenta de su reloj, un Hamilton tipo militar de unos trescientos dólares. Se lo quitó de la muñeca y se lo mostró al hombre. Éste lo miró atentamente.
—El reloj de los ferroviarios… Bien, pues si le parece me lo quedo por la gasolina. Cuando vuelva por aquí, me paga lo que debe y yo se lo devuelvo. ¿De acuerdo?
—Me parece justo.
Con el reloj ya en un bolsillo de su mullida cazadora vaquera con forro de lana, el hombre abrió el tapón del depósito e introdujo en la boca el extremo de la manguera. Lo llenó hasta el tope.
—Pues quedamos así. Pero si no vuelve en un par de semanas, me quedo con el reloj, ¿eh?
Jack asintió. Aquel tipo no podía saber que ese reloj sería suyo para siempre. Él no pensaba volver por allí. Ni creía que tuviera la oportunidad. Se despidió con un gesto de agradecimiento y, aliviado, volvió a salir a la carretera. Calculó que le quedaban unos setecientos kilómetros para llegar a Dallas. Con un poco de suerte, el consumo del pequeño motor coreano le permitiría no tener que volver a detenerse a repostar.
—¡Es usted un iluso!
Los alaridos del comisario obligaron a Norman Martínez a despegar la oreja del auricular del teléfono.
—Señor, le repito que Jack Winger no es un asesino.
El policía se mantuvo firme. Estaba en una cabina, frente a un restaurante de carretera. Tan vieja como el terrario de serpientes que había a un lado, y que debía de ser un reclamo para los viajantes y camioneros que recalaban allí.
—Se le ha escapado como a un novato —chilló de nuevo el comisario—. Usted sólo ha demostrado incompetencia, y ahora me dice que su amiguito Winger no es un asesino… Por fortuna, tenemos una buena pista de su paradero.
—¿Ah, sí?
Martínez experimentó dos sensaciones opuestas. Por un lado, se alegró de que existiera esa pista. Pero, por otro, sus temores por la vida de Jack se reafirmaron.
—El dependiente de una gasolinera de la 60 ha avisado de un coche sospechoso —continuó el inspector—. En un primer momento no le pareció nada extraño, sólo un tipo sin dinero que le cambió su reloj del pulsera por un depósito de combustible. Pero luego escuchó en las noticias que la policía estaba buscando al asesino de su propia familia y nos llamó. La descripción coincide con la del sospechoso.
Martínez estuvo a punto de interrumpir a su jefe para corregirle. Jack no era el asesino de su familia, sino, en todo caso, el presunto asesino. En lugar de eso, preguntó:
—¿Llevaba aún mi coche?
—No. No es tonto ese Winger. Iba en un Hyundai i30. Una de esas porquerías que nos están metiendo por el culo esos malditos orientales.
El policía hizo caso omiso del comentario.
—¿El dependiente se fijó en la matrícula?
—No. Pero es una buena pista: modelo de coche y carretera. Ya están avisadas todas las unidades de aquí a la frontera con México. Usted quédese donde está. Haré que le envíen otro coche. Y, esta vez, no tenga esos dichosos remilgos de universitario.
Con ese último comentario mordaz, el comisario se refería a que Martínez pertenecía a una nueva generación de inspectores de policía instruidos y cultos. Algo que a él le parecía que sólo podía ablandarlos y traer problemas.
—No creo que se dirija a México —dijo Martínez.
Tras un par de segundos de silencio y una especie de bufido, el comisario respondió en tono condescendiente:
—¿Ah, no? ¿Y adónde cree que puede ir? ¿A Canadá?
—Tengo motivos para pensar que se dirige a Texas. Eso concuerda con la carretera donde ha sido visto.
—Se habrá desviado para evitar las rutas principales. Es evidente que se dirige a México. El único lugar donde puede evitar la detención.
Esta vez, Martínez no respondió. Aunque toda la policía del estado se concentrara en la zona sur, para tender una cortina de acero ante la frontera de México, él iría hacia Dallas. Allí era a donde Jack se dirigía. Y sólo rogaba para llegar a tiempo de evitar lo, acaso, inevitable.