35

Norman Martínez se mantuvo callado durante algunos minutos, conduciendo el coche hacia el sur por una carretera secundaria. Las luces de los faros alumbraban la fina línea de asfalto. Más allá, el mundo parecía disolverse en las sombras, como si estuviera siendo engullido por las gigantescas fauces de una bestia mitológica. Al cabo de diez o quince kilómetros, Martínez habló por fin.

—Sabes que sé que no dispararías contra mí, ¿verdad, Jack?

Éste no contestó. Su silencio era en sí mismo una afirmación.

—Necesito llegar hasta Atterton. Él mató a… —las lágrimas afloraron a sus ojos y le hicieron emitir un quejido casi infantil—. Tú me crees, ¿verdad?

—Sí, Jack, yo te creo.

Martínez no intentó disuadirle de nuevo. No iba a permitir que se tomara la justicia por su mano, pero lo comprendía demasiado bien como para juzgarle u oponerse interiormente a su resolución. Lo impediría porque ése era su deber. Sólo por eso. Cuando lo dejara, en algún lugar del desierto, y siguiera su camino, tendría que darse prisa para avisar a la central de policía de que estaba vivo y para que no abrieran fuego contra Jack. Era el principal sospechoso de la muerte de su mujer y su hijo.

—Todo se aclarará —dijo Martínez, en un último intento por hacer entrar en razón a Jack—. Si tú no lo hiciste, sólo hará falta aclarar las cosas para que quedes libre.

Jack miró a su amigo con el rostro de un hombre veinte años más viejo. En ese momento pasaban junto a Mesa Redonda, una mole de piedra sobre el terreno llano y polvoriento, cuya figura se recortaba contra el cielo casi negro y las estrellas que lo poblaban.

—Atterton quedará impune otra vez. Como cuando mató a esa chiquilla en Lagos.

—Eso no lo sabes. Haré todo lo que esté en mi mano pa…

—Sí, Norman —le cortó Jack—. Harás todo lo que esté en tu mano. Y eso no será bastante. Esa gente tiene demasiado poder.

Jack no expresó en voz alta lo que había estado a punto de decir a continuación. No fue necesario. Tanto él como Martínez sabían muy bien lo que era: muerta su familia, ya sólo le quedaba hacer justicia. Hacer justicia él mismo, ya que la justicia oficial podía comprarse si se tenía dinero.

—Tuerce por ahí —dijo Jack un par de kilómetros más adelante.

Un cartel en la carretera indicaba Black Mesa, hacia la derecha. A la izquierda quedaba un angosto cañón, excavado por milenios de aguas torrenciales surcando el suelo árido. Al girar, la carretera se convertía en un camino de tierra. Tras recorrer por él unos centenares de metros, Jack pidió a Martínez que detuviera el coche. El frenazo hizo deslizarse ligeramente a las ruedas y una nube de polvo envolvió las luces de los faros.

—Dame tu móvil —dijo Jack, antes de hacer un gesto a Martínez para que descendiera—. No te costará mucho llegar a la carretera y esperar que pase algún otro coche. Por favor, dame sólo un poco de tiempo…

La expresión de Jack fue tan doliente que casi hizo a las anteriores parecer risueñas. Desde abajo, con la achatada elevación de Black Mesa a un lado, Martínez dijo una última cosa antes de que Jack se marchara:

—Si te ves acorralado, entrégate. No sé si podré evitar, después de todo lo que ha ocurrido, que abran fuego contra ti.

Las ruedas del coche levantaron de nuevo el polvo del terreno, generando una nube más grande que la anterior. Tenía que llegar cuanto antes a un sitio donde pudiera cambiar de vehículo. En el de Norman Martínez apenas podría recorrer una mínima parte del trayecto. Si ya habían liberado a los policías que le dieron el alto al salir de Laguna Pueblo, sabrían qué coche llevaba. En todo caso, no podía faltar mucho para que comenzara la persecución.

Al regresar a la carretera, giró otra vez hacia el sur. No conocía bien esa zona, pero estaba seguro de que pronto encontraría una gasolinera o algún un restaurante para camioneros. La opción de robar un coche no le convencía. En cuanto su dueño lo denunciara, estaría en la misma situación que con el de Norman. Salvo que pudiera asegurarse de que no lo denunciara.

Como había supuesto, algunos kilómetros más adelante distinguió un par de carteles luminosos. El primero era de la petrolera que abastecía a la estación de servicio, y lucía entero. A un lado, otro menor pero más alargado, decía M TEL. La O había sucumbido a la negrura que lo rodeaba todo y que parecía a punto de engullir también esos últimos restos que la desafiaban.

Jack redujo la velocidad y salió de la vía. Rodeó la estación de servicio para dirigirse al motel. Lo mejor que podía hacer era esperar a que apareciera un nuevo cliente. Apagó las luces, a un lado, antes de detenerse. Casi sin ver, avanzó hasta situar el coche detrás de una especie de seto de arizónicas. Se guardó la pistola en un bolsillo y descendió, tratando de hacer el menor ruido posible. Fue caminando hacia la entrada del motel, aunque no llegó hasta ella. Se quedó escondido, agazapado a una veintena de metros, al otro lado de la lengua de grava que daba acceso a la zona de habitaciones: un único edificio, ancho, chato y descuidado, de una sola planta y tejado plano.

Esperó con impaciencia unos minutos, que le parecieron eternos, hasta que los faros de un coche apuntaron en dirección a la entrada del motel. El conductor se detuvo junto a la oficina de la recepción. A esa distancia, Jack pudo distinguir que se trataba de un hombre bastante grueso, que se movía pesadamente, como si estuviera muy cansado. Cerró la puerta del coche sin asegurarla y cruzó la calle hasta la oficina. Al cabo de un rato, el hombre volvió a salir y montó de nuevo en el coche, encendió las luces y avanzó hacia el edificio de las habitaciones. Fue moviéndose despacio, para comprobar el número de la suya, hasta que por fin estacionó junto a una de las vetustas puertas de madera repintada.

Jack estaba ansioso. Pero aguardó a que el hombre desapareciera en el interior de la habitación. Durante un minuto, dos a lo sumo, hubo luz en ella, hasta que el viajante la apagó y corrió la cortina. Sólo entonces, Jack se acercó sigilosamente hasta el automóvil. Era un modelo coreano barato, típico de quienes deben recorrer grandes distancias con el consumo de un pequeño motor y sin preocuparse de las averías. Un coche duro y sencillo, sin la menor personalidad. Por suerte, al igual que cuando se detuvo en la recepción, el hombre no había asegurado las puertas. Aun así, Jack no tenía la llave de contacto ni la menor idea de cómo hacer un puente, si es que eso podía hacerse con la electrónica moderna.

Agachado, abrió lo justo la puerta del acompañante para deslizarse en el interior. Si era un coche alquilado, quizá hubiera un juego extra de llaves en la guantera. La abrió con una plegaria en sus labios y removió unos papeles, que estaban sobre una pequeña carpeta de plástico con la documentación y la hoja de alquiler. Pero nada más. Allí no había ninguna llave.

¿Qué podía hacer ahora? En el fondo, era lógico que no fuera tan sencillo robar un coche. Ni siquiera uno que estuviese abierto, como aquél. Necesitaba pensar con rapidez. Lo único que se le ocurrió fue volver a salir, acercarse hasta la puerta de la habitación del viajante y llamar a ella con los nudillos. Tuvo que insistir con más fuerza. Se oyeron ruidos en el interior. Las láminas del somier rechinaron al levantarse el grueso hombre que descansaba sobre ellas.

—¿Quién es? —dijo con voz malhumorada, sin abrir.

—Servicio de habitaciones —respondió Jack, que se dio cuenta al instante de lo absurdo que sonaba eso en un motel y añadió—: Hay un problema en el desagüe de su cuarto de baño.

El hombre profirió una maldición y abrió al fin la puerta. Estaba en calzoncillos y camiseta. Su tripa sobresalía, redonda como un enorme balón de playa, por debajo de la ropa.

—¿Qué es lo que pasa que no pueda esperar a mañana? —dijo con un tono aún más desagradable que antes.

—Lo siento mucho, señor. Es una urgencia. El desagüe está atascado y podría desbordarse mientras duerme.

—Está bien. Pase y arréglelo rápido.

Ya dentro, Jack empujó la puerta para cerrarla tras de sí. Mientras metía la mano en el bolsillo donde tenía el arma, el viajante lo miró de arriba abajo con cara de pocos amigos.

—¿No lleva herramientas?

Jack sacó la pistola y le apuntó con ella. La expresión del hombre cambió. Toda su dureza se transformó al instante en miedo. Un pánico repentino y atroz.

—¡No! ¡No me mate! —gimoteó, retrocediendo.

—No voy a hacerle ningún daño. Sólo necesito las llaves de su coche.

—Sí, sí, las tengo en los pantalones. ¡Coja lo que quiera!

—Silencio. Cállese.

El hombre se encogió, haciendo más grueso su cuerpo, y se quedó pegado a una esquina. Jack fue a la silla que había señalado, donde estaba su ropa, y rebuscó en el bolsillo hasta encontrar las llaves.

—Ahora tengo que atarle —le dijo.

¿Dónde podía encontrar una cuerda? En ningún sitio. Pero había sábanas. Jack echó al suelo todo lo que había en la silla e hizo al hombre sentarse en ella. Siguió apuntándole mientras tiraba de las sábanas de la cama. Enrolló una de ellas y le rodeó desde atrás, con una lazada en torno a sus brazos para que no pudiera soltarse. Hizo un nudo en el respaldo antes de coger otra sábana, que rasgó en dos mitades. Le ató las piernas a las patas de la silla y, por último, repitió la operación con la funda de la almohada y le aseguró las muñecas, atándolas bien prietas a los apoyabrazos.

—No soy un delincuente —dijo Jack.

El hombre asintió, con el convencimiento de quien da la razón del loco.

—No soy un delincuente —repitió Jack, aunque sin la menor energía en la voz.

Antes de abandonar la habitación, rompió una manga de la camisa del hombre y le amordazó con ella. Comprobó que todos los nudos estaban firmes. Necesitaba, al menos, hasta la llegada del amanecer para salir de Nuevo México y adentrarse en Texas. Una vez allí, ya pensaría cómo continuar.

Jack apagó la luz de la habitación y salió afuera. No bastaba con llevarse el coche del viajante. Aunque no lo encontraran hasta el amanecer, en ese momento se denunciaría inmediatamente el robo. Tenía que hacer algo más. Algo que estuvo pensando mientras esperaba agazapado entre las sombras: cambiar la matrícula con la de otro automóvil.

Jack regresó al coche de Martínez y rebuscó entre las herramientas del maletero. El policía no llevaba gran cosa, pero a él le bastaba con un simple destornillador. Lo encontró junto a la rueda de repuesto. Ahora que tenía los ojos más acostumbrados a la oscuridad, se dio cuenta de que a la luz del día sería fácil ver el coche. Cerca había una hondonada. Quitó el freno de mano y fue empujándolo hasta que se perdió en ella por su propia inercia. No hizo demasiado ruido. Se detuvo poco a poco, hasta quedar clavado en la arena, fuera de la vista de quien no se aproximara adrede al lugar.

Junto al edificio de las habitaciones había otros tres coches. Aunque no era probable que a esas horas alguien lo viera, Jack eligió una enorme camioneta, que era la que estaba más escondida de posibles miradas. Se agachó junto al maletero y desatornilló la placa trasera. Después la cambió con la del coche del viajante. Antes de dar por terminado su plan, comprobó que ninguno de los dos vehículos llevaba placa en la parte delantera —la camioneta, en realidad, tenía colocada una bandera de la Confederación a modo de adorno—. En ese estado no era obligatoria la matrícula delantera, pero aun así muchos las llevaban.

Por último, se sentó en el coche del viajante, colocó la llave en el arranque y abrió la otra puerta, la del conductor. Quitó el freno de mano, sacó medio cuerpo fuera y empujó el vehículo hacia atrás, describiendo una curva. Lo hizo sin dejar de dirigir su mirada hacia la habitación del hombre. La cortina de la ventana seguía corrida y no se veía ninguna luz en el interior, a través de sus comisuras o de la rendija por debajo de la puerta. Esperaba haberle atado lo bastante bien.

Cuando el coche alcanzó el final del motel, Jack lo empujó en sentido contrario hasta desaparecer entre las arizónicas, donde antes había escondido el de Martínez. Sólo allí se atrevió a encender el motor, aunque no las luces. Salió a la vía de grava a oscuras, recorrió el pequeño trecho y, justo al girar hacia la carretera, las encendió.

Ahora tenía que darse prisa. Con suerte, dispondría del tiempo suficiente para salir del estado. Quizá pudiera llegar hasta Dallas antes de que la policía encontrara el automóvil de Martínez y lo relacionara con el robo del coche del viajante. Y, además, tendrían que identificar la matrícula que llevaba ahora. No era un plan perfecto, pero sólo podía aferrarse a él. No iba a dejar que Atterton quedara impune por el asesinato de su familia.