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El doctor Engels y el enfermero jefe Kerber aguardaban en el interior de la gruta subterránea, bajo la torre de la clínica, justo frente a una de las puertas que Julia había descubierto. Engels tenía la misma expresión templada y severa de costumbre. El enfermero, en cambio, se mostraba impaciente. No dejaba de agitarse y cambiar el peso de su cuerpo de una pierna a otra. Era incapaz de evitarlo. Le ocurría siempre que estaba o iba estar en presencia de su antiguo patrón. Nunca olvidaría la extrema crueldad con la que éste lo trató durante el largo tiempo que estuvo a su servicio. Seguía estándolo, en cierto modo, aunque ahora Engels era su señor. Sólo a él le correspondía castigarle. Y, por duro que fuera, nada podía compararse con los tormentos que había sufrido a manos del otro.

Se le escapó un gimoteo animal cuando sintió acercarse a aquéllos a quienes esperaban. Todavía estaban lejos, al otro lado de una de aquellas puertas. Pero los sentidos agudizados de Kerber le permitían escucharles avanzar, oler el tufo a muerte y dolor que despedían sus cuerpos y, sobre todo, captar la maldad que los rodeaba como un manto helado. A uno de ellos infinitamente más que a todos los otros juntos. Ai que iba delante, su antiguo señor. Percibió que también él podía notar ahora su presencia. Kerber se encogió sobre sí mismo y emitió un gimoteo aún más lastimero.

—Contrólate —le ordenó Engels.

—Perdón, mi señor.

La voz del enfermero temblaba de miedo.

Por debajo de la puerta emergió un humo gélido. Se arrastró por el suelo de roca hasta extenderse por todos los rincones de la gruta, como unos dedos viscosos tanteando el espacio. Sólo dejó libre un estrecho círculo en torno a Engels y a Kerber.

Éste ahogó un nuevo lamento cuando la puerta se abrió con un quejido. De su interior llegaban un millón de olores distintos. Todos entremezclados. Todos terribles. El enfermero bajó la mirada antes de que aquel a quien tanto odiaba y temía cruzara el umbral. Engels, a su lado, continuaba sin inmutarse. No hizo el menor gesto de bienvenida al recién llegado o a sus acompañantes. Iban vestidos de negro de arriba abajo. También el señor de todos ellos, aunque se distinguía claramente de los demás. Su porte era majestuoso a la vez que sombrío. Las facciones perfectas de su rostro eran engañosas, igual que la flor de una planta carnívora. Lo delataba la crueldad sin límites impresa en sus ojos.

—Puntual como siempre, Engels —dijo con una voz no muy distinta de la del doctor.

—¿Qué quieres?

—¿Ni un saludo siquiera? Eso es una descortesía. Llevas demasiado tiempo aquí. Has olvidado ya tus maneras… ¿También tú, Kerber?

El enfermero se había colocado detrás de Engels. No consiguió abrir la boca. Estaba aterrado. El doctor lo dejó al descubierto cuando se volvió de pronto, camino de la salida de la gruta.

—¡No te atrevas a darme la espalda, Engels!

Incluso sus propios hombres se estremecieron ante la ira de su líder. El humo viscoso y frío del suelo se convulsionó. Kerber comenzó a gimotear de nuevo sin poder evitarlo. Engels se detuvo y se dio la vuelta. En él no se apreciaba el menor signo de temor.

—¿Qué quieres?

El otro regresó a su insidiosa y meliflua actitud.

—Que hablemos civilizadamente.

—No hay nada de lo que tenga que hablar contigo.

La ira volvió a cruzar el rostro y la mirada del interlocutor de Engels, pero en esta ocasión se contuvo.

—La quiero a ella. Lo sabes de sobra.

Había un ansia casi voraz en esa petición. Igual que en su mirada, que se dirigió ahora hacia el inseparable bastón del doctor. Engels se dio cuenta de ello y lo alzó por delante de su cuerpo.

—Ella no es tuya. Igual que este bastón tampoco lo es ya.

A su furia contenida se le unió ahora un rencor inhumano. Hubo un tiempo en que aquel bastón fue suyo. El bastón y la clínica. Engels se los arrebató.

—¡Ella es mía! —insistió bufando.

El doctor supo que no hablaba sólo de Julia.

—Eso me corresponde decidirlo a mí.

El humo frío del suelo volvió a agitarse.

—Mató a un inocente. Son las reglas. Yo no las escribí. Tampoco tú.

—Hay quien merece una segunda oportunidad.

En el rostro del otro se formó una sonrisa macabra.

—¿De veras? Yo no la tuve.

Su gesto altanero y soberbio dejó claro que, de haberla tenido, la habría despreciado. Era obvio que el asunto no estaba zanjado, aunque, por el momento, cambió de tema.

—¿Y cuándo me lo entregarás a él? Sé que anda portándose mal. Es un niño malo. Muy malo.

La carcajada que emitió fue aún más terrible que su arrebato de ira. Helaba la sangre.

—Antes debe entrar en la torre. Son las reglas.

—Las reglas… —dijo, escupiendo las palabras. Su risa lúgubre se transformó en un gesto de desprecio—. Él nunca debió siquiera pasar por aquí. Su caso es claro.

Engels se mantuvo en silencio. Por una vez, ambos estaban de acuerdo.

—Todo se hará como debe hacerse. Sin excepciones.

—¿Y Julia? ¿No estarás haciendo con ella una excepción?

El doctor conocía de sobra el riesgo de dejarse llevar por sus argumentos, en apariencia sensatos. Muchos se habían condenado a sí mismos por hacerlo.

—No tengo nada más que decir.

—Volveré, Engels. Volveré para reclamar lo que es mío.

El doctor le vio darse la vuelta y atravesar de nuevo el umbral por el que había aparecido. Le siguieron quienes lo acompañaban, siempre a una cierta distancia que marcaba, a partes iguales, su respeto y su temor hacia él. Engels no se apiadó de ellos. Como le había dicho a Jack en cierta ocasión, todos debemos hacernos responsables de las decisiones que tomamos.

Y, en última instancia, pagar por ellas.