32

De vuelta por el camino que llevaba a la clínica, con Julia a su lado, Jack dirigió al cielo una mirada aprensiva. Hacía rato que habían empezado a formarse sobre sus cabezas unos densos nubarrones. Temía que fueran el preludio de otro tornado y quería llegar cuanto antes a la clínica. Pero avanzaban muy despacio desde que reanudaron la marcha, tras huir del enjambre. El tobillo de Julia no parecía roto, aunque estaba un poco hinchado y le molestaba. Acelerar el ritmo no era, por tanto, una opción.

Ella caminaba renqueando a su lado, muy seria y con aire molesto. A Jack se le ocurrió intentar animarla contándole algo, pero eso no era tan fácil. Unicamente tenía recuerdos dispersos sobre sí mismo. Podría decirle que era periodista, pero sería incapaz de mencionar un solo tema sobre el que hubiera escrito o nombrar un sitio en el que hubiera estado.

Níger. Allí has estado. El pensamiento atravesó fugazmente su cabeza. Pero tenía razones para desconfiar de él. En la capital de Níger era donde la joven de su pesadilla moría asesinada. Estaba mezclando sus sueños con recuerdos.

—¿Estás bien? —le preguntó a Julia.

—Estoy bien, sí. —Era obvio que no—. Puedes dejar de preguntármelo cada cinco minutos.

Salvo para contestarle a su insistente pregunta, ella no había abierto la boca desde hacía más de una hora.

—Lo siento.

Julia no lograba desembarazarse de la imagen de aquella pobre mujer vomitando sangre e insectos… La culpa era de Jack.

—Haces bien en sentirlo. Tú eres el responsable de todo.

—¿Yo? ¿Y de qué soy yo responsable, según tú?

—De todo —repitió Julia exasperada.

En otras circunstancias, Jack habría intentado resolver la discusión de un modo amigable. Pero después de lo que había ocurrido, eso era pedir demasiado. Incluso los hombres más pacientes tienen un límite. Jack habló entre dientes cuando dijo:

—Yo no he matado a esa mujer.

—¿De verdad crees que no? Está muerta porque tú tenías que salir de la clínica. —Alzó la voz—. ¡Tú tenías que ser mejor que todos nosotros!

Un trueno retumbó entre las nubes cargadas como si viniera a apoyar el argumento de Julia.

—No me ha quedado más remedio. ¡Parece que estáis todos ciegos! ¡Y tú…!

Aunque estaba furioso, y aquello eran acusaciones injustas, Jack supo que se arrepentiría de acabar la frase.

—¿Yo, qué? ¡Atrévete a decir lo que piensas!

Los nubarrones de tormenta crecían deprisa. El cielo estaba ahora cubierto por un manto gris oscuro. Jack y Julia se habían detenido en un alto, recortados contra él, uno frente al otro. La luz de un rayo los iluminó, seguido del estruendo del trueno. Muy cerca. Ambos sintieron en sus cuerpos la vibración que transmitió al aire. Justo después le siguió otro relámpago cegador, que pareció imprimir en el cielo sus siluetas. Se arriesgaban a ser alcanzados por uno de esos rayos, pero ninguno quería ponerse a cubierto antes que el otro.

—¡Tú eres…!

El trueno se tragó la voz de Jack. Esta vez el ruido y el relámpago fueron simultáneos. La tormenta estaba justo encima. El cielo pareció rasgarse y liberar la tromba de agua presa en los nubarrones. Cayó a chorros, sobre la tierra sedienta y sobre ellos dos.

Agua fresca y pura.

Jack vio que Julia se empapaba en un segundo. Su cuerpo esbelto y femenino quedó al instante marcado en las ropas caladas. Tenía los ojos de un gris profundo, igual que el cielo. Lo miraban con una intensidad salvaje entre los cabellos mojados.

Jack no terminó su frase. Se lanzó hacia Julia sin pensar en los rayos, ni en el enjambre, ni en nada. Y ella se lanzó también hacia él.

Ya estaban besándose incluso antes de llegar a estrecharse uno contra otro. Sus movimientos eran torpes, como los de dos adolescentes saturados de pasión y deseo. Las centellas y las explosiones se multiplicaban a su alrededor. El aire cargado los envolvía. Ni siquiera la lluvia torrencial lograba disipar la luz eléctrica que lo inundaba todo. Iban a morir allí arriba, pero a ninguno de los dos le importaba.

Julia le arrancó a Jack los botones de la camisa mientras él trataba de quitarle su camiseta. No conseguían dejar de besarse. De buscar cada parte del cuerpo del otro. Por fin se quedaron desnudos. Sentir la lluvia fría sobre su piel febril les arrancó a ambos una sonrisa. Se transformó en un éxtasis de placer cuando Jack entró en Julia. Todo cuanto pudo. Ella le clavó las uñas en la espalda al echar hacia delante las caderas y sentirle tan dentro. Gimió en su oído. Ambos gimieron.

Ninguno de los dos recordaba cómo o cuándo había sido su primera vez, o ninguna de las otras. La amnesia convertía así al otro en el único y primer amante de toda su vida.

Sus orgasmos llegaron con un instante de diferencia, entre los truenos y los relámpagos de la tormenta, que volvía a alejarse. Estaban sincronizados con ella. Con el agua, el viento, el cielo, la hierba. Así se sintieron mientras sus cuerpos se agitaban por el placer, abrazados con tanta fuerza que sus latidos se superponían.

La lluvia empezó a amainar, llevándose tras de sí las nubes y los restos de la tormenta. Quizá pensando que había sido demasiado benevolente. Y, casi al instante, surgió de nuevo el sol implacable, acompañado de un calor pegajoso que no tardó en robarles la frescura de sus cuerpos.

Comenzaron a vestirse sin saber muy bien qué decir. Fue Julia la que acabó rompiendo el embarazoso silencio.

—Si no sabes coser los botones, te los pongo yo.

Hablaba de la camisa que había medio arrancado del cuerpo de él. A pesar de las cosas terribles que habían visto ese día, Jack no pudo evitar sorprenderse. Acababan de hacer temerariamente el amor a la intemperie, en una colina, bajo una tormenta. Pero lo único que se le ocurría decir a Julia era que estaba dispuesta a coserle los botones de la camisa que le había roto. Ella no era una mujer como las otras. Desde luego que no.

—No hace falta, gracias. Puedo coserlos yo mismo.

—Vale.

—¿Nos vamos?

—Sí. Pero no me preguntes otra vez si estoy bien…

Reemprendieron la marcha. Sólo media hora después les hubiera costado demostrar que había llovido. El sol, en su punto más alto, volvía casi blanco el azul del cielo. El calor era tan abrasador como siempre. Más aún. Aunque sólo fuera por la añoranza que sentían de la frescura de la lluvia. La tierra y la vegetación que iban atravesando estaban casi completamente secas de nuevo y la sed volvía a azotarles.

Jack se juró a sí mismo que nunca más se alejaría de la clínica sin llevar una botella de agua. Porque intentaría de nuevo salir de ella, por las buenas o por las malas. Nada ni nadie iban a hacerle desistir. Se preguntó si podría decirse lo mismo de Julia. Le bastaba con preguntárselo, pero el día ya había sido lo bastante duro como para arriesgarse a una nueva discusión.

Ella estaba otra vez callada y sumida en sus reflexiones. Debió de notar que la estaba mirando y dirigió la vista hacia él. A Jack le gustaba la forma en que miraba siempre a los ojos: directamente y con una honestidad sin tapujos.

Julia le dedicó una sonrisa, que, como de costumbre, le iluminó la cara y reveló lo hermosa que era. Debería sonreír más veces, se dijo Jack.

—¿Qué piensas? —le preguntó éste.

—Nada. Cosas mías.

Después de dos horas andando, llegaron al tramo final del camino de regreso. Ya lograban distinguir la familiar silueta del edificio de la clínica.

—¿Jack? —dijo Julia de pronto.

—¿Sí?

—En mi pesadilla soy yo la que muero.

Él se dio un poco de tiempo para asimilar la inesperada revelación. Y también para tratar de imaginarse lo que sería soñar cada noche con la propia muerte, como si estuviera ocurriendo de verdad. Era un milagro el simple hecho de que Julia no se hubiera vuelto loca. Jack no tenía ya la menor duda: era aún más dura por dentro que por fuera. Vaciló un momento. No estaba seguro de si quería o no hacerle la pregunta obvia que cualquiera haría, pero al final venció la curiosidad.

—¿Y cómo mueres?

A lo largo de los últimos tres años, Julia había muerto más de mil veces en sus sueños, siempre del mismo modo. Pero oír a Jack referirse en voz alta a ese hecho, hizo que sintiera un escalofrío. Era la primera vez que iba a contar a alguien su pesadilla.

—Voy montada en un coche. Lo conduce un hombre de unos cuarenta años. Sé que lo conozco. Mi yo en el sueño lo conoce. Pero todavía no he conseguido recordar quién es. Quizá mi padre, no lo sé. De vez en cuando se gira para hablarme. Aparta demasiado tiempo la vista de la carretera. Está muy serio y parece enfadado. O muy preocupado, no estoy segura. Cuando empecé a tener la pesadilla, en el hospital donde me llevaron después de mi accidente, no conseguía oír nada de lo que el hombre decía. Pero eso está cambiando. Cada vez entiendo más.

Habían ido reduciendo el paso conforme Julia hablaba. Ahora estaban parados del todo, justo en el límite donde comenzaba la esplendorosa hierba del jardín de la clínica. La contemplaron como si anunciara las puertas del paraíso. Había unos aspersores funcionando y gotas minúsculas de agua fresca les mojaban los brazos y la cara. A Jack le rugió el estómago sólo de imaginarse saciando al fin la sed que lo había acosado desde por la mañana.

—Tú primero, por favor —dijo.

Julia se arrodilló junto al aspersor más cercano. No era fácil beber de él. Se empapó antes de conseguir tragar algo de agua. Luego le llegó el turno a Jack, que acabó apañándoselas para llenarse el estómago.

Se quedaron los dos sentados sobre la hierba mojada, a la sombra de un árbol. Satisfechos y agotados.

—¿Quieres que siga contándote el sueño?

—Estabas diciendo que el conductor se giraba para hablar contigo…

—Sí. Está cada vez más enfadado o más preocupado. O las dos cosas. Consigo oír fragmentos de lo que dice: «Yo me ocupo de esto», «La culpa es tuya». Eso lo repite varias veces: que la culpa es mía. No sé qué he podido hacer que sea tan grave. Consigo ver mi reflejo en el espejo y, ¿sabes lo más extraño, Jack?, que me veo tal como soy ahora. Ni más joven ni más rellena o delgada, o distinta de algún modo.

—¿A qué edad entraste en la clínica?

—A los diecinueve, creo. Me trajeron aquí desde un hospital, como a ti. Eso fue lo que me dijeron, que tenía esa edad y que había sufrido un accidente.

—¿Nunca fue a verte nadie mientras estuviste ingresada?

—No. Dijeron que mis padres habían muerto en el mismo accidente por el que yo acabé en el hospital.

—¿Y qué me dices de tus abuelos?… O, no sé, aunque fuera algún amigo de tu familia. Es muy raro que una chica tan joven no tenga a nadie en el mundo más que sus padres.

No mucho más raro que tampoco lo tuviera él, pensó Jack de un modo fugaz.

Julia se puso rígida de pronto y susurró:

—Un amigo de la familia.

—¿Qué?

—El hombre que conduce el coche en mi pesadilla… Creo que es un amigo de mi padre.

—¿Estás segura?

—No… Sí. No lo sé. Creo que sí.

—Eso es bueno, ¿no? Que vayas recordando cosas nuevas.

Los recuerdos de Jack seguían igual de perdidos que cuando se despertó en el hospital. Sólo eran cada vez peores.

—Supongo que sí —dijo Julia, con los ojos clavados en él.

—¿Quieres seguir?

—No hay mucho más que contar.

Puede que eso fuera cierto, pero no era toda la verdad.

—Si no quieres contarme el resto, no hay problema.

—Vale.

Jack supuso que eso significaba que no iba a seguir. Pero Julia cambió de opinión en el último instante.

—El amigo de mi padre, o quien sea, está cada vez más alterado y cada vez mira menos la carretera. Seguimos discutiendo, pero esa parte no consigo oírla. Y llega un momento en que… Llega un momento en que él dice algo que me vuelve loca. No sé qué es, pero empiezo a gritar. Y él me grita también a mí. Está furioso. El coche va dando bandazos, pasando de un carril al contrario, pero no levanta el pie del acelerador. Intento quitarme el cinturón de seguridad y abrir la puerta, aunque vamos muy rápido. Él me agarra las manos para impedirlo. Yo sigo gritando y llorando. Me suelto y le araño la cara. Veo las líneas que dejan mis uñas y cómo empieza a salir sangre de ellas. Y veo también su expresión de ira justo antes de que me dé una bofetada que me estrella contra el reposacabezas. —Julia se puso la mano en la mejilla sin darse cuenta—. Me sangra la nariz en el sueño. Creo que me la ha roto, porque me cuesta respirar y…

—¿Y?

—Es culpa mía.

—No entiendo.

—El accidente en mi sueño es culpa mía. Me lanzo sobre el hombre y agarro el volante. Ni siquiera sé para qué. Supongo que para obligarle a parar. O… no sé. Quizá para acabar con todo de una vez. Un camión enorme llena el parabrisas cuando miro hacia delante. Consigo ver el rostro de su conductor. Está blanco. Supongo que él también ve nuestras caras. Y debemos estar igual de aterrorizados. El camión frena. El hombre frena. Huele a goma quemada. Pero yo no suelto el volante. Lo giro con todas mis fuerzas. Pasamos rozando el camión. El coche se levanta por mi lado y empieza a dar vueltas y vueltas de campana. No sé cuántas. Me estrello contra el techo y el suelo una y otra vez. Veo que el hombre se da con la frente en el volante. No lleva puesto el cinturón. Al final, el coche acaba de dar vueltas y se queda boca abajo. Seguimos en la carretera. De alguna forma consigo salir por la ventanilla de mi puerta. Él sigue dentro. No se mueve y tiene la cara destrozada. Yo me quedo sentada en la carretera porque ya no consigo moverme más. Duele. Duele mucho. Estoy sentada en un charco de mi propia sangre. Pero es demasiada sangre. La mayoría de las veces me despierto de mi pesadilla pensando eso: que toda aquella sangre no puede ser sólo mía.