Jack emergió dando tumbos del interior de la casa del guarda. Allí dentro no había nada más que ver. La mezcla de olor a putrefacción y calor macerado empezaba a ponerle enfermo, a pesar de que llevaba la camisa tapándole media cara.
Oyó que Julia le llamaba. Se había retirado a una distancia considerable, bajo unos árboles, esperando a que él saliera. Se apresuró a ir hacia ella y alejarse del chamizo. Así debían de apartarse de las viviendas aquejadas por la peste negra los supersticiosos pobladores de la Europa medieval.
—Tienes mala cara —dijo ella—. ¿Qué había dentro?
—Creo que sí es la casa del guarda. Había una cama. Y una especie de cocina… Con un plato de carne cruda, un cuchillo manchado de sangre seca y unos animales medio podridos colgados del techo.
No se detuvieron donde Julia se encontraba. En cuanto Jack llegó a su altura, ambos se pusieron de inmediato a caminar.
—Igual está abandonada —dijo ella.
—Puede ser. Pero uno de los animales tiene un aspecto bien fresco… Hay un perro colgado ahí dentro, con un lazo alrededor del cuello. Seguramente es la misma cuerda que usaron para partírselo. Y el pobre animal está medio comido. ¡Un perro, por amor de Dios! Aquí no nos comemos a nuestras mascotas.
Jack se dio cuenta de que estaba enfadado. No por la sed, ni el calor cada vez más intenso, ni tampoco por el olor fétido que se había adherido a sus ropas. Ni siquiera por el maldito perro colgado del techo. La verdadera razón de su arrebato era que estaba harto de toparse con un nuevo misterio siempre que intentaba resolver otro. Y lo peor es que se le estaban acumulando. Aún no había sido capaz de resolver ninguno.
—¡Joder! —exclamó de pura frustración. Era su sentimiento más habitual desde que estaba en la clínica—. No entiendo cómo has podido pasar aquí tres años sin intentar marcharte. Yo ya me habría vuelto loco hace mucho.
Era un comentario retórico, pero Julia contestó.
—Quizá estemos todos locos, Jack. Incluida yo. O hasta tú. Puede que por eso nos hayan traído aquí.
Era una idea inquietante. En especial, por no resultar completamente descabellada. Que fueran unos locos —algunos de ellos incluso peligrosos, como Maxwell—, explicaría, al menos en parte, varios enigmas. Como la falta de visitas o el hecho de que la clínica se encontrara aislada del resto del mundo. Un loco no puede saber que lo está si todos los demás a su alrededor están tan locos como él.
Jack pisó algo que crujió bajo su zapato. Al bajar la vista comprobó que se trataba de un pequeño animal muerto. Otro conejo, como los que pendían del techo en la cabaña del guarda. Pero éste ya había terminado de pudrirse y estaba reducido a una carcasa reseca y quebradiza. No obstante, revoloteaba a su alrededor una bandada de moscas de color verde, ávidas por extraer hasta el último nutriente de la piel y los huesos enjutos.
Ver esas moscas le trajo a Jack un recuerdo muy vivido del día en que llegó a la clínica. Cuando aquel enorme enjambre de millones de insectos de todo tipo envolvió el coche donde viajaba. Rememorar el zumbido siniestro y el ruido que hacían al aplastarse contra la carrocería le hizo sentir, como entonces, picores fantasma por todo el cuerpo. Se rascó sin darse cuenta con una mano, mientras alzaba la otra para señalar hacia la verja, ya muy próxima.
—Esté loco o no, no pienso esperar más. Voy a salir ahora mismo de aquí y me voy a tomar un litro de cerveza en el primer bar que encuentre. ¿Vienes conmigo o te quedas?
La pregunta de Jack iba más allá de cruzar la verja. Lo que pedía a Julia era un compromiso con él. Una alianza. No descansar hasta haber descubierto toda la verdad. Porque, a pesar de los muchos disparates de Maxwell, éste tenía razón en que no hay nada más importante que la verdad.
Era discutible si Julia entendía o no el desafío de Jack en los términos en que él lo planteaba. Pero, en cualquier caso, no vaciló al contestar:
—Para mí, cerveza helada.
La caseta de vigilancia junto a la verja se hallaba vacía. En principio era una buena noticia. Eso les evitaría darle al guarda explicaciones o tener un eventual enfrentamiento con él si se negaba a dejarles salir. El inconveniente era que las dos hojas de la puerta estaban aseguradas con una gruesa cadena y un candado robusto. Podían olvidarse de intentar romperlos con una piedra. Iba a tocarles escalar y cruzarla por encima.
Julia había llegado a la misma conclusión. Estaba ya encaramada a los barrotes. Subió por ellos con agilidad, apoyándose en otras barras que cruzaban la puerta en horizontal. Jack decidió esperar a que superara el tope de la verja y empezara a descender. Temía hacerla caer si se lanzaba a escalar la puerta al mismo tiempo. Mientras esperaba, se fijó en un tramo de carretera al otro lado del muro, a unos cien metros de distancia. Lo habían alquitranado. La capa de brea tenía aspecto de ser reciente, porque su superficie negra emitía destellos coloridos. Lo inusual era que se extendiese también más allá de los límites del camino de grava, que se veían igual de ennegrecidos. Con lo seco que estaba todo, quizá aquella parte se hubiera quemado cuando vertieron la brea. Ésta reverberaba, como si todavía estuviera caliente. No es que nada de eso fuera extraño, pero aun así…
—Te toca.
Era Julia, que entretanto había llegado ya al otro lado de la verja. Jack se encaramó también a los barrotes y empezó a ascender por ellos. Todo fue bien hasta alcanzar el extremo superior e intentar pasar por encima. La cadena tenía un poco de holgura y el movimiento brusco de Jack hizo el resto. Una violenta sacudida lo dejó colgando, con la cabeza hacia un lado de la verja y el resto del cuerpo hacia el otro.
—¿Jack? —dijo Julia.
—Estoy bien.
—¿Jack? —volvió a repetir ella, más alto.
Ahora había aprensión en su voz. Él continuaba de espaldas, descolgándose por la verja sin ver lo que ocurría.
—¡JACK!
El grito de Julia le hizo por fin girar la cabeza y ver lo último que esperaba encontrarse: otros seres humanos, que habían aparecido quién sabía de dónde. No eran el guarda ni tampoco pacientes de la clínica, o tan siquiera las «sombras», como Julia las llamaba. Se trataba de una pareja, un hombre y una mujer, aunque ahí se acababan sus semejanzas con Jack y Julia. Su aspecto no podría ser más lamentable. Vestían harapos que incluso un mendigo desdeñaría. Tenían el cabello ralo y sucio hasta un extremo inimaginable. Uno de ellos, el hombre, se lo rascó con unas uñas negras y partidas. Luego volvió, como su compañera, a lanzar manotazos al aire, como si espantara imaginarios insectos que revolotearan a su alrededor. La ropa hecha jirones dejaba ver buena parte de sus cuerpos. Estaban plagados de llagas y pústulas, que bien podrían ser picaduras de insectos terriblemente reales.
Jack se colocó entre Julia y la desdichada pareja.
—¿Quiénes sois? —les dijo con aprensión.
Poco antes se habían preguntado si todos en la clínica, incluidos ellos dos, estarían locos. Jack no lo descartaba, pero hasta en la locura hay grados, y nadie de la clínica —ni siquiera el propio Maxwell— se acercaba a la locura casi imposible que transmitían aquellos dos seres.
De la boca de la mujer surgieron de pronto unas palabras ininteligibles, si es que pertenecían en verdad a alguna clase de idioma. Eran dolientes como nada que hubieran oído jamás. Interrumpió su balbuceo sin previo aviso y alzó con brusquedad la cabeza. Se puso a olisquear el aire durante un segundo antes de mirar a su espalda.
Jack siguió su mirada lunática hasta la parte de la carretera recién alquitranada. No era capaz de imaginar qué podía estar viendo allí la mujer. Pero cuando volvió de nuevo el rostro hacia ellos, su gesto de locura se había transfigurado en el más absoluto terror.
Jack no llegó a preguntarle el porqué…
La mancha negra del suelo no era brea ni tierra quemada, sino millones de insectos. Todos posados en la tierra, inmóviles y sin hacer el menor ruido… Como esperándoles, pensó Jack sin poder evitarlo. Sus millones de pequeñas alas producían los destellos que le habían llamado antes la atención.
El enjambre empezó a alzarse. La destellante mancha de tinta negra se transfería de la tierra al cielo, tapándoles la luz del sol. Las pequeñas alas batían ahora al unísono. Su malévola vibración llenaba el aire.
El hombre huyó de inmediato. Jack imaginó que ella haría lo mismo. Por eso le horrorizó ver que se lanzaba gritando hacia la viviente marea negra. Sólo Dios podía saber por qué. Quizá por pánico. Quizá por ser incapaz de seguir viviendo de ese modo.
Jack y Julia la vieron moverse como a cámara lenta. El enjambre la envolvió. Miles de insectos comenzaron a picarle una y otra vez. La mujer abrió la boca en una mueca grotesca y emitió un alarido ronco. Lo ahogó la corriente de insectos que se le coló dentro.
—¡NOOO!
El grito de Jack sonó distante e irreal. Julia estaba petrificada.
La mujer empezó a convulsionarse. La riada de insectos dentro de su cuerpo la estaba asfixiando. Le picaban en la garganta, en el esófago, en el interior de los pulmones. El cuerpo se le dobló como si fuera a quebrarse. De su boca saltó un chorro de sangre, vómito e insectos. Los ojos se le pusieron en blanco.
Estaba ya muerta antes de desplomarse en el suelo polvoriento. Era imposible que no fuera así.
—¡CORREEEEE! —gritó Jack.
Julia seguía paralizada. La agarró de los brazos y la sacudió con violencia. Eso la hizo por fin reaccionar. Se lanzaron a la vez contra la verja. Fue algo instintivo. Dieron la espalda al enjambre para escalarla. Sólo unos segundos, pero en su imaginación se vieron picados con saña hasta morir.
Saltaron al interior desde lo alto. La posibilidad de romperse el cuello era mejor que esa muerte horrible. Julia se hizo daño al caer. Jack la cogió medio en brazos y corrió con ella. Una parte del enjambre seguía sobre el cuerpo de la mujer. Igual que las moscas sobre la carcasa reseca del conejo que Jack pisó antes. El resto estaba completamente quieto en el aire, justo al otro lado de la verja. Como si ésta fuera una barrera cuyo paso se encargaran de impedir.
O como si «pensaran» que su mensaje había sido ya transmitido. Alto y claro: no salgáis de la clínica. Ningún insecto podía tener voluntad suficiente para algo así. Pero eso era justo lo que parecía: que sus miles de pequeños cerebros y cuerpos se habían unido en una sola criatura, un guardián consciente y maligno.
Ni Jack ni Julia habrían parado nunca de correr, pero sus piernas ya no eran capaces de sostenerles. El aire se resistía a entrar en sus pulmones lo bastante rápido. Abrían y cerraban la boca con la misma ansia que unos peces asfixiándose fuera del agua.
Jack se volvió y miró de inmediato hacia la verja. La habían dejado ya muy atrás, pero temió ver al enjambre en el cielo, a punto de lanzarse sobre ellos. No había rastro de él. Se dejó caer en el suelo. No con alivio, sino por pura extenuación.
—¿Estás bien? —dijo entre jadeos.
Julia no fue capaz de responder.
—Ya ha pasado.
Se lo decía también a sí mismo. Todo había pasado y seguían con vida.
—¿Estamos locos? —le preguntó Julia, recobrado un poco el aliento.
Jack comprendió al instante a qué se refería. Ella había pensado lo mismo que él. El comportamiento de aquel enjambre, la voluntad que aparentaba dirigirlo, era la gota que colmaba el vaso, la que rompía todas las reglas. A no ser que estuvieran los dos mucho más locos de lo que pensaban, y que aquello fuera una alucinación. O algo peor.
—No lo sé —respondió Jack con sinceridad.
—No querían que saliéramos —dijo Julia resoplando—. ¿Tú también te has dado cuenta?
Jack la miró, por primera vez, con auténtico miedo en los ojos.
—¿Qué es este sitio?… ¿Qué es este sitio de verdad?