29

Los kilómetros de la carretera desaparecían bajo las ruedas del Jeep como una serpiente que estuviera siendo tragada por otra. Jack conducía a toda velocidad y de un modo temerario, sin ni siquiera darse cuenta. Apenas había otros vehículos en la vía. Lo único que Jack deseaba era llegar a casa. Llegar a casa y reencontrarse con su familia. Por eso tardó un rato en advertir que una sirena se encendía a su zaga. Un coche patrulla de la policía había salido tras él desde un cruce, donde estaba oculto controlando que los conductores no circularan a más velocidad de la permitida.

El agente accionó también la sirena acústica e hizo un gesto a Jack para que se detuviera en el polvoriento arcén. Pero éste no estaba dispuesto a perder tiempo. A la velocidad que iba, probablemente acabaría detenido y en el calabozo de algún pueblucho, hasta que el juez se dignara imponerle una sanción. Por eso apretó con más ímpetu el acelerador. Notó cómo el poderoso motor rugía y empujaba al todoterreno como una catapulta.

Tras él, el coche patrulla también aceleró. Ahora el ruido de la sirena era constante, amenazador. Aquel policía no iba a consentir que escapara. Entonces Jack reparó en que el indicador del tanque de gasolina estaba muy bajo. Tenía los ojos fijos en él cuando la luz de reserva se encendió, emitiendo un pitido.

—¡No, Dios, no…!

Jack dio un golpe en el volante que le hizo describir una ese en la carretera. Estuvo cerca de perder el control, aunque logró enfilar de nuevo las ruedas hacia delante, en la recta que parecía infinita.

—¡Detenga el vehículo inmediatamente!

Era la voz del agente, amplificada por su megáfono.

—Lo siento… —musitó Jack, a punto de que se le saltaran las lágrimas.

Si aquel policía supiera lo que le ocurría, lo dejaría ir. Pero si se paraba en el arcén, lo detendría con toda seguridad.

Y más ahora, que había intentado escapar. El ordenador del Jeep indicaba que aún tenía combustible para cincuenta kilómetros. Estaba en Arizona. Ése era el margen que tenía para alcanzar la frontera del estado y cruzar a Nuevo México. Pero ¿cuánto le faltaba? No tenía ni idea de qué distancia había recorrido.

—Dios, por favor…

Si había un Creador, debía escucharle por una vez. Se lo pidió con toda su alma. Con la fe del desesperado.

El coche patrulla se estaba quedando atrás. Jack experimentó una repentina euforia que duró muy poco. Por delante de él había dos camiones adelantándose y ocupando todo el ancho de la vía. Avanzaban muy despacio. Jack se dio cuenta de que estaba echándoseles encima y que, si seguía a esa velocidad, chocaría contra ellos en pocos segundos.

Aflojó el pie del acelerador e hizo lo único que podía hacer: salirse de la carretera y pasarlos por el arcén. Levantó una enorme nube de polvo y tierra. El Jeep reculó y zigzagueó, aunque Jack pudo mantener el control. Regresó al asfalto y pisó de nuevo a fondo. El coche policial no se limitó a esperar a que los camiones se adelantaran, sino que lo imitó, aunque a menor velocidad. Ahora le sacaba una buena ventaja. Y Jack vio la luz en forma de cartel indicador. Estaba saliendo de Nevada para entrar en Nuevo México.

—¡Sí! ¡Sí! —gritó con todas sus fuerzas.

En cuanto cruzó la frontera del estado, el coche patrulla se detuvo y apagó las sirenas. Desde el retrovisor, Jack casi pudo ver el rostro airado del policía. Su presa se había escapado esta vez.

Continuó más despacio, para evitar nuevas complicaciones, y se desvió en la primera gasolinera que encontró a su paso. Era pequeña y vieja, sin ni siquiera un techo para protegerse del sol o de la inusual lluvia, que sin embargo era torrencial cuando se producía. El hombre que le atendió era casi un anciano, grande y grueso como un toro de rodeo. Mientras le llenaba el tanque, con la única clase de gasolina de que disponía, y le limpiaba el parabrisas, Jack aprovechó para llamar de nuevo al móvil de Amy. El indicador de cobertura estaba en el mínimo. Movió el aparato para intentar mejorarla y esperó la conexión.

Tampoco esta vez Amy lo cogió. Aunque los timbres de tono duraron menos. Jack lo achacó a la escasa cobertura y volvió a insistir, pero el móvil ni siquiera conectó. Lo único que Jack pudo escuchar fue un mensaje grabado de la compañía telefónica, en que se le informaba de la imposibilidad de establecer comunicación.

—¡Mierda!

—¿Está bien, amigo? —dijo el viejo, sin mover un músculo de su acartonado rostro.

—Sí. ¿Ha terminado?

—Ajá. Son cincuenta y dos pavos.

Jack pagó y regresó al coche. Al entrar, volvió a reparar en el cofre, que no seguía donde lo dejó, sino que había caído al suelo durante la persecución. Se inclinó para recogerlo y volvió a dejarlo en el asiento. Le pareció que dentro se movía algo pesado y duro. Tuvo otra vez deseos de abrirlo, pero se contuvo. Como se había prometido a sí mismo, no lo haría hasta encontrarse con Amy y con Dennis. El niño no tenía por qué saber nada de eso, pero sí su mujer. Ella era la única persona con quien podía compartir de verdad lo que le sucedía.

En ese momento, Jack pensó que hubiera sido mejor no conocerla. No haberse casado con ella. Habría encontrado a otro hombre con quien ser feliz. Pero entonces Dennis nunca hubiera nacido…

—Todo va a arreglarse —se dijo, y lo repitió varias veces mientras abandonaba la estación de servicio y regresaba a la carretera.

Llegó a las afueras de Albuquerque a primera hora de la tarde. No tenía que entrar en el casco urbano, de modo que tomó una desviación hacia el norte que enlazaba la autopista con la carretera que llevaba a su casa, unos kilómetros más adelante de Laguna Pueblo. Al dejar éste a un lado, sintió la tentación de dirigirse a él para buscar allí a Pedroche y preguntarle por su visión. Pero ahora había cosas más urgentes que resolver.

La figura de su casa apareció ante sus ojos como una más de aquellas construcciones gemelas que poblaban la calle a ambos lados, pequeños reductos ganados al desierto. No había en ella nada anormal, pero a Jack le pareció extraña. Tétrica bajo los malos presagios que surcaban su mente, como densos y negros nubarrones de tormenta. Dejó el coche en la rampa del garaje y, sin cerrarlo ni coger su teléfono móvil o el cofre, cruzó corriendo el pedazo de recio césped hacia la entrada principal. La puerta estaba abierta.

—¡Amy! ¡Dennis! —gritó desde el recibidor.

No hubo respuesta. Dentro no se oía el menor ruido. Pero, si no estaban en casa, ¿por qué habrían dejado la puerta abierta?

—¡Cariño! ¡Soy yo!

Desde el salón, Jack se dio cuenta de que en el umbral de la cocina había un vaso roto, con un charco de leche sobre el suelo. Estaba medio reseco, como si hubiera caído hacía horas.

—¡Amy! —volvió a gritar Jack, al pie de la escalera que conducía al piso superior.

Ya arriba, vio otra cosa que aumentó su desasosiego: un jarrón roto en medio del pasillo y unas extrañas marcas en la pared. Parecían arañazos.

Al fondo, la puerta entreabierta de su dormitorio impedía alcanzar con la vista el interior. La persiana estaba bajada y apenas había luz. Pero, por el hueco, le pareció vislumbrar un brazo extendido e inerte. Se lanzó hacia allí y empujó la puerta con ímpetu.

Entonces, todo volvió a ser normal. Amy estaba sentada en el tocador. Se giró hacia Jack, le sonrió, se limitó a decirle «hola» y se puso a peinarse de nuevo. Desde el umbral, aturdido y con el corazón palpitándole a toda velocidad, Jack se volvió hacia el pasillo. El jarrón roto no estaba allí. Ni los arañazos en la pared.

—¿Dónde está Dennis? —preguntó, aún angustiado.

—En su cuarto —dijo Amy como si fuera algo obvio.

Jack tuvo que refrenarse para no ir corriendo hasta la habitación del niño. Aunque no pudo contenerse del todo y dio unas enérgicas zancadas para cruzar el resto del pasillo. Dennis estaba jugando en el suelo, con sus juguetes desparramados sobre la alfombra.

—¡Papi! —gritó al verle entrar.

Jack apenas pudo hablar sin que se trasluciera lo alterado que se encontraba.

—Hola, renacuajo.

—¿Juegas conmigo, papi?

Antes de que Jack pudiera contestar, todo cambió de nuevo. Dennis desapareció. Él y todos sus juguetes. La habitación misma cambió. Jack se quedó petrificado, mirando unas paredes desnudas y pintadas de un blanco tan frío como la nieve. El espacio que ocupaba la cama de su hijo era ahora un hueco, por delante de una vulgar estantería de metal repleta de cachivaches, cajas, frascos, algún pequeño electrodoméstico, carpetas…

Como si lo que veía no le bastara, Jack se colocó en el centro de la habitación y se giró en redondo. En un ahogado susurro exclamó:

—¡Dennis…!

Completamente desquiciado —consciente de su estado y de su necesidad de ayuda urgente—, regresó a su dormitorio, en busca de Amy. Ella seguía allí, pasándose un viejo cepillo de plata, heredado de su abuela, por el hermoso pelo castaño.

—Amy… —dijo con la voz quebrada—. Te necesito.

Esta vez, ella sí se levantó. Dejó el cepillo sobre el tocador y fue hasta su marido. Lo abrazó cariñosamente.

—¿Qué es lo que sucede?

Jack se separó un poco para mirarla a los ojos.

—Ya no puedo más… Tengo que hacer caso del doctor Jurgenson. Tengo que ir a esa clínica…

—¿Qué clínica, Jack? ¿Quién es ese doctor del que hablas?

Ella parecía no saber nada del médico, ni de su recomendación de que Jack ingresara en una institución especializada en tratar desórdenes mentales como el suyo. ¿Cómo era posible que no conociera a Jurgenson? Él le había ayudado cuando regresó de Níger. Una terrible sospecha emergió en la mente de Jack.

—¡¿Dónde está Dennis?! —gritó.

—¿Dennis? ¿Quién es Dennis?

Los ojos de Amy mostraban un absoluto desconocimiento, además de la más honda preocupación. Un escalofrío recorrió la espalda de Jack. Insistió, aunque sabía que era inútil.

—¡Nuestro hijo…!

—Pero, cariño, nosotros no tenemos hijos.

Oír lo que había sospechado de los labios de Amy fue demasiado para Jack. Se quebró por completo. Sintió que le faltaba fuerza en las piernas. Se desplomó y quedó se rodillas, sólo sujeto por la misma Amy, que evitó que cayera al suelo como un fardo. Ella le ayudó a alcanzar la cama. Jack se tendió en el colchón como un niño pequeño, encogido y con la mirada perdida.

—¡Qué te pasa, Jack! ¡Me estás asustando!

—Dennis, Dennis… —repitió él, ausente.

—Sabes que perdí al niño. ¿Qué te ocurre? De eso hace ya mucho tiempo.

Jack la miró como si su mirada se dirigiera a una sima sin fondo.

—¿Un aborto? ¿Y por qué no…?

No pudo terminar la pregunta, pero Amy comprendió muy bien a qué se refería.

—Cuando volviste de Níger estabas… Decidimos esperar, Jack. ¿Es que no lo recuerdas? —Ella se sentó en la cama, al lado de su marido, y lo abrazó inclinándose sobre él—. Sí, tienes razón. Deberíamos llamar a ese médico que has mencionado. Quizá él pueda ayudarte. ¿Quieres llamarle ahora?

Amy esperó unos segundos a que Jack pronunciara un casi inaudible «sí» e hiciera un gesto de afirmación. Entonces se levantó y salió del dormitorio.

—Voy a buscar el inalámbrico.

Desapareció por la puerta hacia el pasillo. Jack se quedó mirándola desde la cama, en posición fetal. Vio cómo se alejaba y desaparecía al fondo, por las escaleras que llevaban abajo.

Hundió el rostro en el edredón. Se secó en él los ojos. Luego hizo un esfuerzo supremo y se incorporó. Se echó a un lado y consiguió levantar la espalda para quedar sentado en el colchón. No oía a Amy, que debía de estar buscando el teléfono.

Sabía que su estado mental había llegado al límite de la cordura. Se sentía perdido, como un náufrago a merced de unas olas hostiles y amenazadoras, en mitad de un océano sin ninguna tierra alrededor. De pronto, tuvo el impulso de volver a la habitación de Dennis. De ese hijo que, al parecer, nunca había existido más allá de su imaginación. Ese hijo que nunca pasó de ser un feto, muerto antes de nacer, sin ni siquiera la oportunidad de luchar en una vida que, a menudo, es menos deseable que la negrura.

La paz de la negrura y el olvido…

—¡Ah! —gritó Jack.

Había caminado pesada y sombríamente hasta el cuarto de gélidas paredes blancas y vulgares estanterías de metal. Pero ahora todo eso había desaparecido. Era de nuevo la habitación alegre de un niño, con las paredes decoradas con dibujos infantiles, un luminoso color azul pastel y juguetes desperdigados por todas partes.

Pero Dennis no estaba allí.

Jack corrió hacia fuera, con un nuevo chorro de adrenalina en las venas. Su mente se resistía a dar esa imagen por falsa. La falsa podía muy bien ser la otra, la de la habitación sin vida. Si era así, nada le importaba su enfermedad. Haría lo posible, lo necesario por curarse. Y, si no, su hijo viviría por él. Su existencia no habría sido estéril.

Atravesó el pasillo llamando a Amy. Pero ésta no contestó. Abajo, Jack vio de nuevo la leche desparramada en la cocina. Miró en derredor mareado, con la sensación de que la estancia giraba en torno a él. Volvió a las escaleras. En el pasillo que acababa de dejar atrás estaban otra vez el jarrón roto y las marcas de arañazos en la pared. Siguió avanzando hacia su dormitorio. La puerta estaba entornada. La empujó con furia.

Y entonces lo vio. Lo vio todo. De un solo golpe.

—¡NOOO!

Lo que salió de su garganta fue el aullido de una bestia herida. Un alarido inhumano ante a una escena inhumana: Amy yacía boca arriba sobre la cama, con los brazos y las piernas extendidos, cubierta de sangre. Le habían cortado el cuello y abierto su pecho y su vientre en canal. Sus ojos estaban muy abiertos y su expresión mostraba un atroz terror previo a la muerte. Tenía alguna clase de paño metido a presión en la boca y, en la frente, el orificio perfectamente redondo de un disparo.

Jack la cogió entre sus brazos y la apretó contra sí. Empezó a acunarla como si fuera una niña pequeña, llorando y gritando.

—¡Dennis! —exclamó de pronto, con la mirada perdida.

Se incorporó y corrió a su habitación. El niño no estaba allí, aunque los juguetes seguían desparramados por el suelo. Frenético, Jack abrió el armario y lo removió todo como enloquecido. Salió del dormitorio y corrió de nuevo por el pasillo, sin saber dónde buscar. La puerta del cuarto de baño también estaba entreabierta. Entró en él, dio la luz y cayó de rodillas sobre las baldosas de mármol. Dennis estaba dentro de la bañera, cubierto por el agua, en el fondo, ahogado y con un fuerte golpe en su cabecita.

Jack lo sacó y lo puso sobre el suelo. No sabía cuánto tiempo llevaba en el agua. No respiraba y su piel estaba azulada, pero aun así empezó a hacerle un masaje de corazón y a insuflarle aire en los pulmones. Estuvo así hasta que aplastó el pecho del niño sin conseguir nada.

Entonces se aovilló junto a él en el suelo, otra vez en posición fetal, llorando de rabia y desesperación. Amy y Dennis estaban muertos. ¿Era ésa la realidad? ¿La auténtica realidad?

Al menos, en aquel preciso instante, lo era.