La gran roca donde acamparon estaba en su sitio, al igual que el Jeep. Pero no había rastro de Amy ni de Dennis. Algo que no tenía por qué ser extraño: podían haber ido a explorar los alrededores mientras esperaban a que Jack regresara. Sin embargo, algo le hizo tener un mal presentimiento. No había nada en torno al todoterreno, ni la tienda de campaña, ni la mesa o las sillas. Quizá Amy había guardado las cosas en el maletero, pero… todo estaba como si nadie lo hubiera tocado, sin huellas alrededor del coche, sin el menor rastro de la acampada.
Jack dejó el cofre en el techo del Jeep y echó instintivamente mano de su teléfono móvil. No recordaba que allí no había cobertura. Volvió a guardarlo y se quedó pensativo, tratando de calmarse. Aquello no tenía el menor sentido. En unos minutos, Amy y su hijo aparecerían, podrían irse al hotel y todo aquello no sería más que otro de sus desvarios.
Pero media hora después, sentado en el asiento del conductor del coche y escuchando un CD de música, Jack empezaba a impacientarse. Salió afuera sin ninguna intención, sólo por moverse un poco. No podía seguir quieto. Sus magulladuras le escocían ahora levemente, pero no tenía ánimo para curarlas con un poco de agua oxigenada y gasas. Fue hasta el maletero y lo abrió por alguna razón; una corazonada, un mal presagio que se materializó con la dureza de una roca: estaba vacío. Allí dentro no había nada. Ni tienda de campaña, ni mesa, ni sillas, ni nevera… Nada.
—Es… imposible —musitó Jack.
Resultaba absurdo pensar que Amy y Dennis se lo hubieran llevado todo a otro sitio sin mover el coche. Sin esperarle. Era una idea grotesca. Pero la realidad no podía contradecirse. Jack cerró el maletero, esperó unos instantes con los ojos cerrados y volvió a abrirlo. Quizá todo volviera a aparecer. Lo deseó con todas sus fuerzas. Pero no fue así. El maletero seguía igual de vacío que antes, y el entorno igual de carente de señales que mostraran que, alguna vez, Amy y Dennis habían estado allí con él.
No sabía qué hacer. Si esperar o volver al hotel. Se habían registrado en él el día anterior. Allí tenían que poder decirle algo. Pero ¿y si Amy y Dennis volvían y él se había marchado? ¿Qué iban a hacer sin cobertura de móvil? ¿Esperar a un vigilante del parque? Ésa no era una mala opción. De hecho, si al llegar al hotel no estaban allí, él mismo avisaría para que fueran a buscarlos.
El potente motor del Jeep rugió en medio de la brisa, que ya era casi un vendaval. Sus ruedas removieron la tierra ocre, que se levantó por los aires en una nube que rodeó al coche. Jack salió derrapando hacia el camino y avanzó por él como un piloto de rally. El cofre estaba en el asiento del acompañante, olvidado por ahora. Lo único que ocupaba la mente de Jack era encontrar a su familia.
Estacionó el coche atravesado en la entrada del hotel y corrió a la recepción. Una joven india muy hermosa le dedicó una sonrisa que enseguida desapareció de su rostro. Aquel hombre estaba visiblemente alterado y la miraba con ojos de loco. Sin esperar a que ella hablara, Jack le preguntó por Amy y Dennis, sin especificar. Se dio cuenta de que estaba divagando por la expresión de la muchacha.
—Ayer me registré en este hotel con mi mujer y mi hijo —logró decir, esforzándose por ser coherente.
—¿En qué habitación, señor? —le preguntó ella, algo atemorizada.
—109. Llegamos a la hora del almuerzo.
—¿Nombre?
—Winger. Jack Winger.
La joven comprobó los datos en el ordenador. Al poco, levantó la vista hacia Jack y asintió.
—Aquí está. Habitación 109, en efecto, a nombre del señor Winger. Reservada para dos noches. Pero…
Jack la miró consumido por la angustia. Ese «pero» había aplastado su esperanza inicial.
—… se trata de una habitación individual. Usted vino solo, señor Winger —terminó su frase la recepcionista.
—Eso no es… posible —masculló Jack. Y luego gritó—: ¡No es posible! ¡Miente!
Sus voces llamaron la atención del director, que estaba casualmente cerca del hall. Se acercó a Jack, le rogó que no se alterara y preguntó a la empleada qué ocurría.
—Este caballero dice que vino ayer con su esposa y su hijo. Pero aquí no consta esa información.
Jack se encendió de ira.
—¡No es que yo lo diga, es que vine con ellos!
—Por favor, cálmese —dijo el director—. ¿Recuerda quién le atendió ayer?
—Era un hombre… Un joven alto, con el pelo largo.
—Tim —sentenció el director—. Es uno de los empleados que tuvo turno ayer. Hoy es su día libre, pero puedo llamarle si lo desea.
—Sí, por favor —dijo Jack intentando mantener el control.
—Por supuesto. Lisa, telefonee a Tim y dígale que venga.
—Sí, señor.
La hermosa india, de pelo azabache y enormes y expresivos ojos negros, cogió el teléfono de la recepción y marcó el número de su compañero. A los pocos segundos intercambió con él algunas palabras en lengua navaja. Después colgó.
—Tim vendrá enseguida. Está aquí mismo, en el gimnasio.
—Muy bien —dijo el director. Se volvió hacia Jack y añadió—: ¿Quiere acompañarme a mi despacho, señor…?
—Winger. Jack Winger.
—Muy bien, señor Winger. Lisa, en cuanto aparezca Tim dígale que vaya inmediatamente a mi despacho, por favor.
El director puso la mano en la espalda de Jack y le hizo un gesto para que lo siguiera. Cuando llegaron al despacho, decorado con motivos indios algo kitsch —al gusto de los turistas—, el director pidió a Jack que se sentara en una de las sillas que había frente a su mesa y le ofreció una bebida.
—¿Jerez, whisky, un refresco?
—Nada, gracias.
Mientras el director del hotel se servía un jerez, Jack se mantuvo en completo silencio y con la mirada perdida en los dibujos geométricos de un tapiz tradicional, colgado en la pared del fondo del despacho.
—Estoy seguro de que resolveremos esta confusión —dijo el director, acomodándose en su sillón frente a Jack.
Éste estuvo a punto de responder que no había ninguna confusión: que él había llegado el día anterior con su mujer y su hijo, que se habían registrado y subido a la habitación; que habían tomado una ducha y comido un bocado antes de salir de acampada a Monument Valley. Pero siguió en silencio.
Unos leves golpes en la puerta le sacaron de su ensoñación. El director levantó ambas manos, indicando que todo se aclararía pronto.
—Pase —dijo.
El joven que había atendido a Jack el día anterior entró en el despacho. No había tenido tiempo de cambiarse de ropa, y llevaba un chándal y una toalla al cuello. Su negro pelo estaba aún húmedo por el sudor del esfuerzo en las máquinas del gimnasio. Tenía en el rostro moreno una expresión recelosa, como si creyera que algún cliente quería presentar una queja contra él.
—Siéntese, Tim —añadió el director, señalando la silla que estaba junto a la de Jack—. El señor Winger llegó ayer durante su turno, ¿no es cierto?
—Sí, señor. Tenía una reserva para dos noches, si no recuerdo mal.
Eso coincidía con la versión de Jack, que apenas tenía los ojos levantados del suelo y se limitaba a escuchar.
—Y vino con su mujer y su hijo, ¿verdad?
El empleado frunció el ceño y negó ligeramente con la cabeza.
—No, señor, llegó solo. La habitación de la reserva era de uso individual. Estuvo arriba unos minutos y luego bajó y se fue.
—¿Está seguro, Tim? Es importante.
—Claro que sí. Estoy completamente seguro.
En ese momento, Jack se giró hacia él. En sus ojos no había cólera, como antes, sino una infinita tristeza.
—Perdonen —dijo en un hilo de voz a ambos hombres.
Se levantó de la silla y se dirigió hacia la puerta del despacho. Ellos lo imitaron. El empleado seguía confuso. Fue el director quien habló.
—¿Está usted bien, señor Winger?
Éste negó con la cabeza, pero no dijo nada más. Se limitó a salir y atravesar la planta en dirección a la recepción y la entrada del hotel. Montó en el todoterreno y sacó de nuevo su teléfono móvil. Aunque era obvio que había ido solo hasta ese lugar del país navajo, necesitaba escuchar la voz de Amy y que Dennis se pusiera un momento también al teléfono. Seguramente estarían en casa, quizá preocupados. Ignoraba si les había dicho adónde iba. Sus recuerdos no eran reales. No tenían el menor punto de conexión con la realidad. Salvo por un detalle: el cofre metálico que aún estaba sobre el asiento del acompañante.
Jack dejó sonar el teléfono todo lo posible, pero nadie respondía en su casa. Buscó en la memoria el número del móvil de Amy y repitió la operación. Esta vez saltó el buzón de voz. Jack trató de hablar pausada y tranquilamente a la fría máquina digital.
—Cariño, soy yo, llámame en cuanto puedas, por favor. Un beso.
Impotente y frustrado, Jack arrojó el teléfono en el asiento, junto al cofre —cuyo contenido ni siquiera existía ahora para él—, y arrancó el motor del Jeep. Sin ser consciente de nada a su alrededor, se lanzó a la carretera. Sólo le quedaba volver a casa, abrazar a su familia y hacer caso de lo que el doctor Jurgenson le había sugerido: tenía que internarse en un centro especializado. Allí podrían ayudarle. Eso esperaba con toda su alma.