La Universidad Estatal de Nuevo México había sido fundada hacía más de un siglo y contaba entre sus alumnos con una de las mayores minorías indígenas de Estados Unidos. Los edificios de su campus, inspirados en la arquitectura de los antiguos anasazi —antepasados de muchas de las tribus indias actuales—, se levantaban en medio de Albuquerque como una ciudad mítica. Jack había obtenido allí su grado en Ciencias de la Información, pero hacía años que no regresaba a la que había sido su universidad. No lo había hecho desde que murió la única profesora con la que había trabado auténtica amistad, una mujer ya casi anciana cuando él era estudiante, que le inculcó la ética periodística como virtud esencial e irrenunciable.
Pero una embolia cerebral se la llevó una noche, mientras dormía, sin avisar. Como a menudo llega la muerte.
Jack estacionó su Mustang en el aparcamiento cercano a los edificios de la Facultad de Ciencias. Había estado buscando información sobre el Departamento de Astronomía, y se había citado con uno de los profesores bajo el pretexto de estar escribiendo un artículo para su periódico. Llegaba pronto, de modo que se encaminó a la cafetería. Sentado a una mesa, rodeado de jóvenes cuyas miradas reflejaban la ilusión de tener aún todo el futuro por delante, extrajo el contenido del sobre que llevaba bajo uno de sus brazos. Dentro había varias copias impresas: de la constelación de Orión, del dibujo que halló en el maletín y de la fotografía del enigmático ser.
Mientras sorbía el ardiente líquido al que llamaban café, Jack repasó mentalmente la historia que pensaba contarle al profesor. Le diría que aquel material guardaba relación con un crimen no esclarecido, para captar su atención, intrigarle y evitar preguntas incómodas. En una investigación de esa naturaleza, todo el mundo comprende que hay cosas que no se pueden revelar.
Con medio café aún en el vaso de plástico, Jack se levantó de la mesa y caminó hacia el núcleo de ascensores. Tiró el vaso en una papelera y oprimió uno de los pulsadores. Ya arriba, avanzó por un sobrio pasillo flanqueado de puertas de despachos. Cuando localizó el número del que buscaba, llamó suavemente con los nudillos.
Al cabo de un breve instante, la puerta se abrió, dejando ver la figura redondeada y pequeña de un hombre ya mayor, con el pelo canoso y ensortijado, que lo miró a través de los cristales de unas gruesas gafas de miope. Sonrió al tiempo que le tendía la mano.
—Usted debe de ser Winger.
—Así es. Encantado, profesor Durant —dijo Jack correspondiendo al saludo y dándole un apretón de manos.
—Pero pase, pase, por favor.
Durant se echó a un lado y cerró la puerta por detrás de Jack.
—Siéntese —añadió, señalando las sillas que estaban colocadas delante de una mesa llena de papeles y libros, que casi cubrían toda su superficie hasta la altura de la pantalla del ordenador.
—Antes que nada, profesor, quiero agradecerle una vez más que haya aceptado recibirme.
Jack se sentó en una de las sillas y Durant hizo lo propio detrás del escritorio. Apartó algunos montones de documentos sin demasiado cuidado y luego abrió los brazos.
—Si puedo serle de ayuda en algo… —dijo de un modo simpático—. ¿De qué se trata?
—De una investigación. Un crimen sin resolver. La policía está dando palos de ciego y mi periódico me ha encargado investigar por mi cuenta.
—Entiendo.
El gesto de Durant fue ahora tan grave que a Jack casi le dio lástima estar mintiéndole de esa manera. Era el típico científico, una persona tan enfrascada en sus sesudas disquisiciones que parece haber perdido el contacto con la realidad práctica.
—Me gustaría mostrarle varias imágenes. Pero antes debo decirle que son confidenciales. Le ruego la mayor discreción.
Durant asintió sin cambiar de cara.
—Aquí están.
Jack sacó en primer lugar las que correspondían a la constelación de Orión. El profesor masculló «Orión» y luego las examinó cuidadosamente. Tras un par de minutos, en que las fue alternando como si las barajara, repitió:
—Orión. Es la constelación de Orión. No veo nada anormal.
—¿Tiene usted idea de qué relación tiene esa constelación con los indios navajos?
Los ojos miopes de Durant chispearon. Sacudió la cabeza como un niño resabiado al que hubieran hecho una pregunta cuya respuesta conocía.
—Claro. Es una cuestión que viene de mucho antes, y que llega hasta los navajos. En el siglo XI hubo en esta región de Norteamérica unos indígenas avanzados, los anasazi… ¿los conoce, señor Winger?
—He oído hablar de ellos, sí. Pero llámeme Jack, por favor.
—Pues bien, los anazasi crearon ciudades mucho más desarrolladas que las tribus que serían sus descendientes, como los hopi. En algunas cuestiones, como la astronomía precisamente, poseyeron conocimientos impensables con su tecnología y que ningún otro pueblo precolombino poseyó, ni siquiera los mayas. Los anasazi sabían que algunas estrellas eran dobles, aunque en Occidente eso no se descubrió hasta que se inventó el telescopio. Como, por ejemplo, Rigel, la estrella beta de Orión, que es binaria. Algo que no se supo, no ya hasta contar con el telescopio, sino hasta principios del siglo XIX. De hecho, Orión era muy importante para aquel pueblo, que estableció sus principales núcleos de población emulando la forma de esa constelación en la Tierra.
—Qué extraño —dijo Jack.
—No, no tanto. Esta práctica se ha repetido en otras culturas, como la egipcia o la precristiana en Europa. Los primeros construyeron las pirámides de Gizeh siguiendo la forma del Cinturón de Orión, que está formado por las tres estrellas centrales, Mintaka, Alnilam y Alnitak; y los segundos también ubicaron sus centros religiosos, de poder místico, según las constelaciones. Todavía hoy las catedrales de Francia, que reemplazaron a los lugares de culto paganos, conservan la forma de la constelación de Virgo.
Jack estaba abrumado. Pensó en los sufridos alumnos de aquel entusiasta profesor. La información que le había dado le superaba y le aturdía, entre egipcios y paganos, estrellas dobles y antiguos indígenas americanos.
—Pero, profesor, ¿qué tiene que ver todo eso con los navajos?
Durant miró a Jack con gesto condescendiente, como a un estudiante poco dotado que pregunta algo obvio.
—Los hopi, los navajos, los sioux y otros pueblos fueron herederos del saber de los anasazi. Concretamente, los navajos siguieron venerando a Orión en el cielo: el cazador. Ése es su simbolismo.
Aquello no aclaraba las dudas de Jack. Si acaso, las acrecentaba. Decidió mostrar al profesor la copia de la fotografía del supuesto demonio, la que tenía escrito debajo el número 27.143.616. Nada más tendérsela, Durant la cogió en sus manos y asintió con la cabeza.
—No soy un especialista, pero esto es un petroglifo navajo, un antiguo grabado en piedra.
—¿Sabe qué representa?
—Nadie lo sabe con certeza. Un búfalo, quizá.
La voz de Jack tembló ligeramente al hacer su siguiente pregunta.
—¿Y un demonio?
—Sí, bueno, es posible —dijo el profesor sin la menor emoción en la voz. Ante el silencio de Jack, añadió—: Se trata de una representación simbólica, ya sea de una entidad existente o inexistente. Algo que comparten todos los pueblos del mundo, según las épocas. Quizá la más famosa de estas representaciones se halle en las cuevas de Altamira, en el norte de España, con sus bisontes perfectamente definidos, sus manos impresas, sus escenas de caza cargadas de dramatismo.
Un poco decepcionado, Jack decidió enseñar a Durant la última de las imágenes que llevaba consigo. Era el dibujo que encontró al abrir el maletín, con las elevaciones en la llanura, las palabras en navajo, las rayas verticales y la cruz en el centro.
—Estas líneas… —dijo Durant señalándolas y siguiéndolas con el dedo— marcan las posiciones de las estrellas de Orión.
Eso era algo que Jack ya había descubierto por sí mismo.
—¿Reconoce el paisaje?
—Por supuesto.
La expectación de Jack creció como un globo que se hincha en la espita de helio. El profesor se giró hacia el teclado de su ordenador. Escribió algo y luego pidió a Jack que se acercara para poder ver lo que se mostraba en el monitor. Era una fotografía nocturna, de una zona muy parecida a la representada esquemáticamente en el dibujo.
—Es el paisaje típico del Gran Cañón del Colorado. Pero estas mesas, la relación con los indios navajos y la constelación de Orión sólo pueden hacer referencia a un lugar: Monument Valley —sentenció Durant—. En plena nación navaja.
El profesor Durant había conseguido aclarar algunas de las dudas de Jack. Pero no todas, ni mucho menos. El sentido de aquellos elementos seguía siendo un misterio para él. Lo único que se le ocurría, por ahora, era buscar toda la información posible sobre aquel lugar, Monument Valley, que pertenecía a la reserva navaja entre los estados de Utah y Arizona.
La población más cercana era Goulding, en el condado de San Juan, Utah, a 383 millas de Salt Lake City y a 238 de Albuquerque. De hecho, esta última localidad, capital de Nuevo México, en cuyas afueras vivía Jack, era la ciudad grande más próxima a Monument Valley. Lo que más llamó su atención fueron las distancias en kilómetros. Las 238 millas de distancia entre Albuquerque y Goulding equivalían a 383 kilómetros: el mismo número de millas que había entre Salt Lake City y Goulding; y, sobre todo, 383 millas eran exactamente 616 kilómetros.
616, la última cifra del número que seguía desconcertando a Jack: 27.143.616. ¿Sería una simple casualidad, si es que las casualidades existen…?
Al menos, ahora sabía dónde tenía que buscar. Si localizaba el sitio exacto desde el que se trazó el dibujo, sería capaz de determinar la posición de la cruz. ¿Y no era precisamente una cruz lo que marcaba el lugar del «tesoro»? Lo había aprendido en la tercera entrega de la saga Indiana Jones…
Cuando Jack llegó a casa, Amy no le dijo nada de su conversación con el doctor Jurgenson. Se limitó a saludarlo y a darle un cariñoso beso. Dennis estaba en el salón, viendo un episodio de Bob Esponja, de modo que Jack tuvo un rato de tranquilidad para buscar información. Pero ese tiempo había acabado. El niño entró en su despacho como un vendaval. Jack no quiso reprenderle, aunque sabía que no debía hacer eso sin llamar antes a la puerta. Lo cogió por los brazos y lo izó para sentarlo sobre sus rodillas.
—¿Qué haces, papaíto?
—Estoy viendo… paisajes —dijo Jack, y señaló la pantalla del ordenador con una imagen de Monument Valley.
—¡Hala, qué bonito! —exclamó Dennis.
—¿A que sí, renacuajo? ¿Te gustaría que fuéramos un día?
—Sí. Pero con mami.
Amy entró también en ese momento, al ver que su marido estaba relajado para variar. Acababa de preparar la cena. Se acercó a la mesa y vio la imagen en la pantalla del ordenador. Lo que exclamó fue tan desconcertante para Jack que tardó unos segundos en reponerse:
—¡Monument Valley! Tenemos que volver allí.
Después de tantas vueltas y dudas, resultaba que Amy conocía el lugar. Y Jack también, por lo que se deducía de sus palabras.
—Sí, sí, claro… —dijo él, con la misma convicción con que se responde a algo que no se entiende en absoluto.
Amy no pareció darse cuenta. Miró a Jack con una media sonrisa muy sugerente y añadió:
—Allí fue la primera vez que tú y yo… ya sabes.
Sin responder, Jack acarició el pelo de Dennis y se puso de pie con él en brazos.
—¡Estoy hambriento! —fue lo que dijo, con su mejor sonrisa.
Llevó al niño al salón y lo sentó de nuevo frente al televisor. Luego se volvió hacia Amy y le dijo, con toda sinceridad:
—No recuerdo nada de ese sitio. De Monument Valley. Lo siento…
Ella lo miró con ternura y, como él hizo antes con su hijo, le acarició amorosamente el pelo de la nuca.
—Allí fue donde nos hicimos novios. Me conquistaste bajo las estrellas, aunque yo ya sabía que ibas a conquistarme. Por eso fui contigo a aquella acampada con el bolso lleno de «globitos». ¡Tú no viste mucho las estrellas, pero yo las estuve viendo hasta que amaneció!
—Así que te dejaste conquistar, ¿eh?… —dijo Jack, tratando de olvidarse por un momento de toda su angustia interior.
—Claro, bobo. ¿Acaso lo dudas?
La sonrisa de Amy —en su boca y en sus ojos— era tan hermosa que, por ella, Jack habría sido capaz de mover una montaña si su mujer se lo hubiera pedido.
—Podríamos volver, ahora que tienes unos días libres. Dennis puede faltar uno o dos días a la escuela —dijo Amy. Por su mente cruzó la idea de que eso sería bueno para su marido.
—Sí. Me parece una magnífica idea. Iremos con Dennis y esta vez veremos las estrellas todos juntos.
Jack devolvió la sonrisa picara a su mujer, que también sonrió, ladeando la cabeza como sólo ella sabía hacer.
Aquella noche, después de la cena, Jack y Amy hicieron el amor varias veces. Como antes, cuando eran novios y lo hacían continuamente; en cualquier sitio, a la menor oportunidad.