La cena de esa noche iba a celebrarse en el jardín frente a la clínica. Lo había ordenado el doctor Engels, para relajar los ánimos después de un día tan agitado. Las hileras de mesas blancas de plástico se alineaban sobre la hierba, con sus correspondientes hileras de sillas también blancas. Kerber y el resto de enfermeros se habían encargado de clavar unos postes en torno al perímetro del improvisado comedor al aire libre. De los cables que los unían, colgaban lámparas de colores. Incluso había música de fondo. Los animados ritmos caribeños, las alegres luces, el olor a carne a la brasa, el leve respiro que les había dado el calor, al menos en comparación con el resto de la tórrida jornada… Todo ello pretendía crear una atmósfera festiva. Pero lo único que veía Jack era un grupo de rostros vacíos. Se miraban unos a otros, y a su alrededor, sin emoción alguna. Como si la amnesia les hubiera llegado también al alma.
Era deprimente. Habría preferido quedarse en la habitación. No lo hizo porque estaba muerto de hambre y, a juzgar por su olor, aquella carne debía de ser realmente apetitosa.
Y también porque albergaba la esperanza de encontrarse otra vez con Julia. No había vuelto a verla desde que lo dejó plantado en el comedor.
De repente, Jack se sintió observado. Levantó la cabeza y se topó con la mirada inquisitiva de Kerber, sentado en el extremo opuesto de la mesa. Que no hiciera el menor intento por disimular su interés extrañó a Jack. Incluso le habría parecido inquietante si se hubiera dejado llevar por la paranoia de otras ocasiones. Lo más probable era que el doctor Engels le hubiera hablado de la «visión» que Jack le confesó haber tenido. No debía de ser más que eso. Y sin embargo…
Jack levantó la barbilla en su dirección. En condiciones normales, ése sería un gesto de saludo. Pero en este caso representaba una especie de desafío. Lo que pudiera haber en juego era un enigma para Jack. En cualquier caso, el gesto dio resultado. Kerber volvió a posar su rostro ceñudo en su plato.
—Perrito bueno… —susurró Jack con sorna y para su propia sorpresa, recordando las palabras ofensivas del que parecía el portavoz de los hombres vestidos de negro. Algo sobre que Kerber se fuera a lamer sus patas, porque eso es lo que hacen los perros.
El enfermero jefe levantó la cabeza de nuevo, al instante, y volvió a clavar su mirada en Jack. Los separaban diez metros de distancia y el barullo de las conversaciones y la música. Era imposible que le hubiera oído, a no ser que su capacidad auditiva fuera comparable a la de un pastor alemán. Pero eso era justo lo que parecía.
Esta vez fue Jack quien bajó la vista hacia su plato. Empate a uno, se dijo. Notó un movimiento en la zona del enfermero jefe. Jack estaba convencido de no ser un cobarde. Aun así, se le hizo un nudo en la garganta al imaginarse a Kerber levantándose para ir hacia él. Con más alivio del que le hubiera gustado sentir, comprobó que el enfermero jefe se encaminaba en la dirección contraria. Siguió con la vista la trayectoria de su marcha hacia el edificio principal de la clínica, y descubrió allí a otro enfermero envuelto entre las sombras.
No tenía por qué haber nada raro en ello. Podía tratarse sólo de un empleado llamando a su jefe, seguramente para que resolviera un asunto de lo más aburrido y prosaico. Falta de vendas en el consultorio médico de la clínica, por ejemplo. Pero no fue eso lo que le pareció a Jack. Había algo sospechoso en la celeridad con que Kerber avanzaba y en la impaciencia de los movimientos del enfermero que requería su presencia. Incluso antes de que Kerber lo alcanzara, el otro hombre se puso a andar hacia una de las esquinas del edificio. Fueran a donde fuesen, era obvio que tenían prisa.
Las piernas de Jack tomaron la decisión antes que su cerebro. Se vio a sí mismo levantarse e ir tras los dos hombres. Llegó al edificio justo a tiempo de verlos desaparecer por aquella esquina. La cruzó él también un poco después. Casi como por arte de magia, la música caribeña se amortiguó y se redujo apenas a un ritmo sin sustancia. Ninguna lámpara colorida iluminaba la noche de brea en que estaba sumida esa parte del jardín, y menos aún la inmensidad oscura del lago que se extendía más allá de sus límites.
Jack se dio un poco de margen antes de continuar la persecución de Kerber y el otro enfermero. Creyó que irían a la zona trasera del edificio. Pero les vio adentrarse en el jardín, aparentemente de camino hacia el grupo de árboles pasada la fuente. Allí era donde el tornado había provocado los mayores estragos.
Si en el mundo existía un reino de los grillos, se encontraba sin duda en aquel jardín. Su incansable chirriar resonaba por todas partes. Jack volvió atrás la mirada un momento. Se había alejado ya un gran trecho. Desde esa distancia, la cena al aire libre se reducía a un fulgor colorido. Frente a él sólo había ya oscuridad y dos hombres que aceleraban su paso hacia los árboles.
Oyó las ramas agitarse por encima del barullo de los grillos. Se le erizó de pronto el vello de los brazos y la nuca. No porque le llegara ningún frescor del lago o del bosque, sino porque aquel crujir de hojas le sonó como un murmullo amenazador. Un aviso.
Hizo oídos sordos. Todavía sentía el orgullo herido por haber tenido antes miedo de Kerber. Iba a llegar al final del asunto aunque tuviera que seguir al enfermero hasta el fondo de aquel maldito bosque. La recompensa prometía. Cada nuevo paso confirmaba que había algo extraño en el comportamiento de aquellos dos. No se le ocurrían razones normales para que hicieran lo que estaban haciendo, y menos a esas horas.
Al murmullo de los árboles se le unió un borboteo de agua. Provenía de la fuente, sumida en tinieblas. Recordó las palabras grabadas en ella: «Debes dejar aquí todo recelo. Debes dar muerte aquí a tu cobardía». Tan apropiadas como tétricas. Quizá para alejarlas, su cabeza dio paso a otro recuerdo que a Jack le pareció significativo: el doctor Engels, Kerber y los hombres vestidos de negro habían emergido esa tarde del bosque casi exactamente por el mismo lugar en que él se encontraba ahora. Puede que vinieran del sitio al que iban los dos enfermeros. Sólo era una suposición, pero así imaginaba Jack al periodista que le habían dicho que era. Alguien que sigue sus corazonadas para ver adónde le conducen.
Había formas en la niebla…
Podrían ser ramas que parecían garras
o podrían, en cambio, ser garras tratando
de hacerse pasar por unas ramas.
Jack se descubrió pensando en esas amenazadoras palabras. Eran de Insomnia, una novela de Stephen King. Le hicieron sentir escalofríos cuando las leyó. No recordaba cuándo, pero sí que las había leído en ese libro. Se le quedaron grabadas. Caprichos de la memoria.
Se detuvo justo en el límite del bosque real que tenía ante los ojos, cerca de una pila de ramas y troncos arrancados por el tornado. Sintió lo mismo que el protagonista de la novela de Stephen King. Sólo que Jack no dudaba de que, tras la apariencia inofensiva de las ramas, se escondía una realidad oculta. Nada en aquel bosque se limitaba a ser lo que parecía. Le asaltó la idea turbadora de que eso podría también aplicarse a la clínica. Era una simple corazonada, pero muy intensa.
Tomó aire como si fuera a zambullirse en el agua. Luego se sumergió, tras los dos hombres, en las sombras de la noche sin luna. Si esperaba más tiempo los perdería de vista. A pesar de la casi total falta de luz seguían sin encender una linterna. Ni parecía que les hiciera falta. Se movían con rapidez y precisión, igual que si estuvieran en pleno día o fueran capaces de ver en la oscuridad.
Al cruzar la primera línea de árboles, Jack tuvo la impresión de que entraba en un planeta distinto. Y esa impresión no hizo sino aumentar. El bosque se volvía más denso y espeso conforme avanzaba. Continuamente tropezaba con raíces que daban la sensación de esconderse adrede de él. Todo a su alrededor despedía un hedor a podredumbre. Notaba los zapatos hundirse y chapotear en el suelo muerto.
La marcha fue prolongada. Después de media hora, se tornó un avance fatigoso. Ignoraba si había recorrido kilómetros o sólo unos cientos de metros hacia el corazón de un bosque que era igual de oscuro en todas direcciones. Estaba desorientado. Más le valía reconocerlo de una vez. Eso, y que no iba a conseguir encontrar de nuevo el rastro de Kerber y su compañero. Los había perdido después de tropezar en un pequeño terraplén que no vio hasta el último momento. Se levantó tan deprisa como pudo, pero no sirvió de nada. La caída, aunque leve, le desorientó por completo y ya no supo en qué dirección debía continuar. Llevaba andando sin rumbo desde entonces…
—¡Maldita sea!
El bosque devoró su frustración. Sus palabras apenas llegaron a unos metros por delante de él. Y eso que no se oía el menor ruido, aparte del murmullo de las hojas. Ningún pájaro nocturno, ni movimientos furtivos de algún animal terrestre. Ni siquiera ya el chirriar de los omnipresentes grillos. Nada en absoluto.
Ésa era una de las razones por las que no quería pasar allí la noche y esperar al amanecer para encontrar una salida, algo que sin duda resultaría mucho más fácil. La otra —más perturbadora— era que, desde que entró en el bosque, no había dejado de sentirse observado.
Unas ramas se agitaron de pronto. A Jack se le erizó todo el vello por segunda vez aquella noche. El corazón empezó a latirle como loco. Oyó un gruñido. Y entonces empezó a correr.
No pensó hacia dónde. Sólo quería escapar. Daba grandes zancadas, esquivando las ramas bajas como podía. Se tropezó y a punto estuvo de caerse de nuevo. Pero no miró hacia atrás. Lo que fuera que había emitido ese gruñido iba tras él. Podía notarlo en todas las fibras de su cuerpo. Se oyó jadear a sí mismo en el aire pútrido.
Otro gruñido. Más cerca, justo a su derecha. Jack cambió de rumbo sin detener su carrera. Deseó poder correr más deprisa, pero las piernas no le respondían. El corazón iba a salírsele del pecho.
¡Grillos!, aulló en el interior de su cabeza. Nunca pensó que se alegraría tanto de oír a esos malditos bichos. Había estado avanzando en círculos. Estaba más cerca de lo que creía del límite del bosque.
Emergió de entre los árboles como una exhalación. Sintió que casi podría volar fuera de la atmósfera sofocante y pesada del bosque. No dejó de correr hasta que ya no pudo más, a mitad de camino de la clínica. Siguió andando, jadeante, tan rápido como era capaz. Pero ahora sí miró hacia atrás.
¿Qué diablos sería aquello…? Seguramente un perro vagabundo, tan hambriento como él. Uno bien grande.
Menudo susto le había dado. Y por su culpa se había quedado sin descubrir qué tramaban Kerber y el otro hombre. Dos a uno para el jefe de enfermeros. Aunque la partida continuaba. Por lo menos había conseguido encontrar la salida del bosque. Comparada con la hojarasca descompuesta que cubría su suelo, la hierba reseca del jardín le pareció una bendición. En el aire seguía flotando el aroma a carne a la brasa. A Jack le rugieron las tripas, a pesar del susto. Si quedaban restos de comida, iba a engullir tres platos. Se lo merecía después de su carrera desenfrenada.
El ambiente del comedor provisional seguía siendo tan deprimente como antes de marcharse. La única diferencia era que había menos pacientes sentados a las mesas. Todavía a cierta distancia, Jack creyó por un segundo que uno de ellos era Julia, aunque nada más lejos de la realidad: se trataba de Anthony Maxwell, que miraba fijamente en su dirección. Pero no iba a desistir por eso de su ración de carne a la brasa. Estaba demasiado hambriento y cansado. Simplemente se sentaría lo más lejos posible de él.
La carne estaba ya fría y dura, pero Jack se sirvió de todos modos con generosidad de una de las bandejas. Cuando se dio la vuelta, allí estaba Maxwell. Debió de levantarse para ir hacia él nada más darle la espalda. Aquel tipo le ponía nervioso. «Es un mal bicho», recordó que le había dicho Julia, «porque su pesadilla es una de las peores». Jack no tuvo tiempo de preguntarle qué relación podían tener ambas cosas. Su propia pesadilla era horrible. Se preguntó si eso significaba que él también era una mala persona… O lo había sido antes de su accidente y la amnesia.
—¿De dónde vienes? —le preguntó Maxwell.
Su voz sonaba aún más perturbada que por la mañana. Sus ojos no paraban de posarse en todas partes al mismo tiempo. Jack pensó en decirle, sin más, que le dejara tranquilo, pero entonces Maxwell volvió a hablar.
—Has estado en el bosque, ¿verdad? Hueles a haber estado en el bosque. Todo está muerto allí. Hasta el aire. Y eso se pega a la piel. La muerte.
—¿Qué sabe usted de ese bosque?
Se resistía a tratar a Maxwell de tú, como él había empezado a hacer de pronto en su primera conversación, con aquel gesto de niño malcriado, rencoroso… y loco.
—Oh, yo sé muchas cosas. —Sus ojos giraban en las cuencas en su incansable búsqueda de lo que le acosaba—. Ya casi lo sé todo. La verdad está cerca, Jack.
Si estar cerca de esa verdad era la causa del estado de Maxwell, descubrirla no le haría libre. Sólo lo sumiría aún más en la demencia.
—La verdad nos hace libres —dijo Maxwell, que pareció leerle el pensamiento.
Jack sintió un escalofrío, como al recordar las palabras del libro de Stephen King.
—Déjeme en paz. Cuéntele todo eso al doctor Engels. Yo no puedo ayudarle.
El plato lleno de carne seguía intacto en las manos de Jack. Nada podría ser más opuesto que una comida festiva y las palabras y el aspecto de aquel lunático. Jack lo observó durante unos segundos. Sabía que iba a arrepentirse, pero dejó el plato otra vez sobre la mesa y le preguntó:
—¿Qué hay en ese bosque?
En la mueca de Maxwell cabía cualquier cosa salvo humor y bondad. Si las arañas fueran capaces de sonreír, esbozarían ese mismo gesto al advertir que un insecto ha caído en su tela.
—Nadie sabe lo que hay en el bosque.
Eso era absurdo. Había un número considerable de pacientes en la clínica, y daba la impresión de que al menos algunos de ellos —incluido el propio Maxwell o Julia— llevaban bastante tiempo ingresados. No tenía sentido que a nadie se le hubiera ocurrido nunca explorar el bosque. Menos aún estando tan cerca de la clínica.
—¿Nadie ha entrado nunca en él? —preguntó Jack.
—Oh, sí. Algunos lo han hecho… Algunos han entrado en el bosque, sí —repitió Maxwell—. Yo lo he hecho, pero no llegué muy lejos y casi me pierdo. Puede que eso les pase a todos los que llevan allí… que se pierden.
—¿Se llevan al bosque a los pacientes? ¿Quién se los lleva?
Maxwell acercó su rostro a dos centímetros del de Jack. Su aliento olía como el bosque. Como un cadáver en descomposición.
—Kerber. Kerber se los lleva… De noche. Siempre por la noche.
—¿Y qué hace Kerber con ellos?
Maxwell se encogió de hombros. A Jack le desagradó ver en él ese gesto de Julia.
—No lo sé. Pero nunca se les vuelve a ver.